Capítulo 26

«Cobarde», se dijo Carly, mientras aparcaba fuera de la casa de Henry el domingo por la mañana. Eran justo las siete de la mañana pasadas, mucho antes de lo que solía llegar. Los perros estaban encantados de que les dieran de comer a cualquier hora, pero no era el deseo de complacerlos lo que la había sacado un fin de semana de la cama al amanecer. El día anterior también había cambiado su agenda y se las había arreglado para evitar a Max por completo.

—Llega pronto de nuevo —dijo Pauline cuando Carly entró en la cocina. El ama de llaves llevaba puesto un caftán de flores azules y moradas que la hacía parecer una mesa camilla—. ¿Quiere una taza de té?

—No, gracias —dijo Carly.

—Ah, ya sé que prefiere café, por supuesto, pero no esperará que lo tenga hecho a estas horas. Si hubiera sabido que iba a venir a las siete, me habría dado tiempo a hacer una cafetera. Lo pondré a hacer ahora, pero tendrá que esperarse.

—De verdad, no me hace falta. Por favor, no se moleste.

—No es molestia —dijo Pauline, suspirando profundamente—. Lo pondré a hacer.

Alimentar a los animales se había convertido en algo rutinario y Carly era capaz de hacerlo sin problema en su habitual estado semiconsciente de primera hora de la mañana. Una vez que los perros engullían su desayuno, los sacaba por la puerta de atrás al jardín.

—Sí —le dijo a Sansón, el viejo spaniel, que permanecía junto a la puerta, mirándola con ojos suplicantes. Se le había curado la costilla y ya no tenía el permiso especial para pasarse todo el día durmiendo en el sillón del jardín de invierno—. Usted también, caballero. El aire fresco le sentará bien.

Carly hizo caso omiso del sonoro resoplido de Pauline y se puso a atender a los gatos. La puerta del pasillo estaba cerrada —había procurado acordarse de dejarla así— y muchos de ellos estaban en la terraza, acurrucados en varios rincones y recovecos. Había seis sillas en torno a la mesa de desayuno y en cada asiento, sin excepción, había un gato. Carly hizo las rondas correspondientes, revisando a todo el grupo, descubriendo de vez en cuando a algún felino al que le hacía falta un buen cepillado o alguna medicación. Eran casi las ocho para cuando terminó y se le iban poniendo los nervios cada vez más de punta a medida que avanzaban las manecillas del reloj. No había razón alguna para pensar que Max iría a la casa; pero, si iba, no quería estar allí. Volvió a entrar en la cocina para lavarse las manos.

—Tiene el café listo —dijo Pauline.

—Ah. —Se había olvidado del café—. ¿Sí? En realidad, tengo que irme...

El ama de llaves se irguió.

—Acabo de hacer una cafetera nueva —dijo—. Sólo para usted.

—Yo..., oh. Vale, gracias. Supongo que tomaré un poco. —Todavía era más pronto de su habitual hora de llegada. No tenía por qué pasar nada por una taza de café.

Pauline sacó del armario la taza que solía usar Carly: un tazón de porcelana de fabricación especial, pintada a mano con una escena del arca de Noé. Se quedó mirándola y frunció el ceño.

—¡Vaya! Está manchada —comentó.

Carly observó con curiosidad al ama de llaves acercarse hasta el fregadero y empezar a frotar el conflictivo tazón. Realizó un completo show de lavado, secado e inspección de la taza antes de considerarla suficientemente limpia para poder ser utilizada. Después, con gran cuidado, sirvió el café.

—¿Azúcar? —preguntó, sujetando todavía la taza de Carly.

Jamás, en los dos años que llevaba visitando a Henry, le había echado Carly azúcar al café o al té, como sabía Pauline perfectamente bien.

—No —dijo Carly—. Gracias.

—¿Leche?

—Sí, gracias. —Carly siempre tomaba el café con leche. Y el té. Pauline también lo sabía.

Pauline dejó la taza en la encimera, fuera del alcance de Carly, y caminó hasta la nevera. La abrió, sacó un cartón de leche de un litro y lo olfateó con recelo.

—Dios mío. Esta leche se ha cortado. Veamos si hay más aquí, sé que compré dos cartones.

Se quedó allí plantada, inspeccionando el interior de la nevera, que no era tan grande ni estaba tan llena como para que no pudiera verse a simple vista un objeto del tamaño de un cartón de leche. Carly se revolvió en la silla.

—No pasa nada —dijo Carly al final, incapaz de quedarse callada más tiempo—. Lo tomaré solo. No hay problema.

—Estoy segura de que compré otro cartón cuando fui al supermercado. Debe de estar en el piso de abajo, en la otra nevera. Iré a por él.

—Solo está bien —insistió Carly—. De verdad.

Pauline cogió la taza de nuevo, sujetándola de forma posesiva cuando Carly estiró el brazo para cogerla.

—Por supuesto que no —dijo—. No seré yo quien impida que se tome el café como más le gusta. Sólo tardaré un minuto. O dos. La otra nevera está abajo, en el sótano, ¿sabe? La cadera me ha estado dando guerra, así que puede que tarde un poco más...

—Yo iré —dijo Carly—. Si me dice dónde...

—No, no. Tardaría demasiado en explicárselo y usted no sabe dónde está el interruptor de la luz. Y el tirador de la puerta de la nevera tiene truco. Hay que cerrarla de la manera adecuada, porque, si no, no ajusta bien y se sale todo el frío. Yo iré. Sólo tardaré unos minutos.

—Por favor. —Carly se sentía ligeramente desesperada ante la idea de quedarse allí atrapada mientras Pauline bajaba balanceándose hasta el sótano y volvía a subir—. Deja que lo haga yo. Estoy segura de que sabré encontrar el interruptor. Yo...

Se calló. Pauline no la estaba escuchando. En lugar de ello, el ama de llaves ladeó la cabeza ligeramente, con una expresión apenas disimulada de alivio en el rostro. Se oían unos pasos provenientes del pasillo, que se iban haciendo más sonoros a medida que se aproximaban a la cocina, y el firme paso era inconfundible. A Carly se le hizo un nudo en el estómago y echó una rápida mirada de pánico a la puerta trasera, pero era demasiado tarde para salir huyendo. Se abrió la puerta del pasillo y apareció Max.

Llevaba la ropa de correr puesta y no parecía contento. Le asintió a Pauline y después se volvió hacia Carly, con el gesto serio. Ella estaba demasiado sobresaltada por su repentina aparición para hacer nada salvo devolverle la mirada. Enseguida se puso de mal humor. ¡Cómo se atrevía a entrar a la carga, pensó, y ponerle mala cara como si ella hubiera hecho algo para ofenderle! Si había alguien en la estancia con derecho a estar furioso, era ella. Él debería estar soltándole una riada de disculpas. Y para empezar, ¿qué hacía allí? Era demasiado temprano.

Pauline contestó rápidamente a esa pregunta.

—Le llamé en cuanto llegó, señor Max. Y le dejé a usted el recado.

—Gracias —dijo Max—. Lo recibí.

Carly miró primero a uno y luego al otro. No sabía qué estaba pasando, pero sabía que no le gustaba.

—Disculpadme —empezó indignada—. Qué...

—He estado entreteniéndola —añadió Pauline—. Creo que si la gente se atuviese a una agenda en lugar de ir y venir a su antojo, sería todo más fácil para todo el mundo, ¿no está de acuerdo?

—Sí —dijo Max con gravedad. Tenía los brazos cruzados y no le había quitado a Carly los ojos de encima, como si creyera que fuera a desvanecerse si apartaba la mirada—. Sería mucho más fácil.

—¿Quiere un poco de café, señor Max? Hay magdalenas de arándanos, también. Las hice ayer por la noche porque pensé que se pasaría usted por aquí.

—Ahora mismo no —dijo Max—. Primero tengo que hablar con la señorita Martin. —Cogió a Carly por el brazo—. Vamos.

Carly rehusó.

—¿Qué es esto: un arresto de la KGB? No voy contigo a ninguna parte. ¡Suéltame!

—No —dijo Max—. Vamos fuera. O bien sales andando conmigo o te llevo en brazos. Tú eliges.

Pauline dio un grito ahogado y Carly empezó a ruborizarse acaloradamente.

—Déjame en paz —dijo entre dientes—. No quiero hablar contigo.

—Me da igual —dijo Max—. Llevo buscándote desde el viernes por la noche y ya me estoy hartando de que se me evite. ¿Qué pensabas hacer, escabullirte para siempre y creer que no me daría cuenta de lo que estabas haciendo?

—No me he estado escabullendo —exclamó Carly—. Tengo una vida muy ajetreada. Si no me has visto es porque tengo cosas importantes que hacer. ¿Crees que me molestaría en cambiar mi agenda sólo para evitarte?

—Sí.

—¡Ja! Tienes mucha cara. No sé qué haces aquí, hablándome a mí, cuando tienes temas propios tan importantes que resolver. Matrimonio e hijos...

—Ya es suficiente —dijo Max. Se agachó y, antes de que Carly supiera lo que estaba pasando, él le había pasado un brazo por debajo de los brazos y otro detrás de las rodillas y la había levantado en el aire, tirando la silla al suelo al hacerlo. Carly chilló sorprendida y alarmada, agarró la camiseta de Max con una mano y pataleó en el aire, mientras él se la echaba sobre el hombro.

—¿Qué haces? ¡Para!

—¡Señor Max! —gritó Pauline, agitando las manos horrorizada.

—La puerta trasera por favor —dijo Max, caminando hacia delante. Se detuvo y el ama de llaves corrió a abrirla—. Gracias.

Acompañado por unos cuantos perros curiosos, llevó a Carly al jardín y bajó los escalones hacia el banco de piedra que había junto al pequeño estanque de Henry. En su indecorosa posición, Carly estaba casi demasiado avergonzada y abrumada como para respirar, no digamos ya hablar. Pero cuando la dejó en el suelo y recuperó el equilibrio, notó que la sangre caliente le bullía en la cara y explotó.

—¡Max Giordano, cómo te atreves a utilizar estas tácticas machistas conmigo! No tienes derecho alguno a cogerme como si fuera un saco de comida de perro, o de montar un numerito delante de Pauline, o de hacer nada salvo pedirme perdón por... por...

—¿Por qué? —preguntó Max con serenidad.

—¿Qué por qué? —repitió Carly, enfurecida—. Oh, discúlpame. ¡No sabía que era un comportamiento admisible pasar la noche con una mujer y después proponerle matrimonio a otra al día siguiente! Error mío. Y créeme, lo digo en serio.

—¿Ah, sí? —dijo Max—. ¿Acostarte conmigo fue un error?

—Uno enorme —dijo Carly—. Y no volverá a pasar. Ya he desperdiciado demasiado tiempo en relaciones con hombres como tú.

—Hombres como yo. —La voz de Max sonaba peligrosamente calmada—. Así que, una vez que te diste cuenta de que era un maldito bastardo, saliste corriendo a contárselo a tu familia para que se compadecieran de ti.

—¿Qué te hace pensar que fui corriendo a ver a mi familia?

—¿No lo hiciste?

—Bueno..., ¿y qué si lo hice? Fui a casa de Jeannie.

—Pues claro que sí. Vosotros los Martin os defenderíais los unos a los otros hasta la muerte. Formáis un pequeño club exclusivo y me alegro de no haber aceptado tu oferta de afiliación. Si lo hubiera hecho, ¿dónde estaría ahora mismo? Tirado de nuevo en la calle, preguntándome qué había pasado, ¿verdad?

Carly le miró con recelo.

—No lo sé —dijo.

—Yo sí lo sé. —Tenía una expresión severa—. Y tal vez ahora comprendas por qué no quiero que me trates con condescendencia contándome que tu familia «adopta» a gente como yo. Es una bonita idea, pero no es cierta. Preferiría estar rodeado de extraños que de falsos amigos.

El enfado de Carly se estaba tornando en irritación.

—Si dejas de autocompadecerte por un minuto —dijo con aspereza—, tal vez te interesaría saber que Jeannie se pasó la mayor parte de la noche del viernes defendiéndote.

—¿Qué? ¿Y por qué demonios habría de hacer algo así?

—No tengo ni idea —dijo Carly—. Por alguna extraña razón, le gustas a los Martin. Están intentando convencerme a toda costa de que de verdad no pareces un maldito bastardo y de que debería darte la oportunidad de explicarme lo que ocurrió.

Max se cruzó de brazos. Frunció el ceño con gesto pensativo, pero no dijo nada.

—Lo sabía —dijo Carly—. Ya les dije que no serviría de nada. Yo estaba allí, al fin y al cabo. Vi lo que...

—En realidad —dijo Max con serenidad—, no.

—¿Que no qué?

—Que no viste una maldita cosa. ¿Estabas tú ahí de pie, escuchando, cuando le hice la proposición de matrimonio a Nina? ¿No? Entonces, ¿cómo sabes lo que ocurrió?

—Dijiste...

—Yo no dije nada —exclamó Max—. Fue Nina la que habló de matrimonio e hijos. Yo le dije que no me interesaba. Nos encontraste en el vestíbulo unos cinco minutos después de haber acordado que la relación había terminado.

—Pero..., pero ella dijo...

—Estaba siendo maliciosa. Evidentemente vio algo en ti que le hizo sacar las uñas.

Carly se sentó en el banco de piedra. No tenía un recuerdo claro de lo que había pasado exactamente en el hotel. El estrés del momento la había sobrepasado y, al recordarlo, todo el encuentro le transmitía una sensación confusa y como a cámara lenta, igual que el recuerdo de un accidente de coche. Pero era posible que Max le estuviese contando la verdad. Muy posible. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía.

—Esa mujer es horrible —dijo, al final—. ¿Cómo podías salir con alguien así?

—Yo podría hacerte la misma pregunta sobre Richard Wexler.

—Richard no estaba siempre tan mal. Es... complicado.

—Todo el mundo es complicado. Nina no es una excepción. Puede ser muy encantadora cuando quiere. —Afrontó la mirada escéptica de Carly con otra ecuánime—. Las cosas eran diferentes cuando yo vivía en Nueva York. Entonces encajaba muy bien en mi vida.

—Eso es difícil de imaginar —dijo Carly—. ¿Tan diferente eras?

—Al parecer, sí.

Carly respiró hondo.

—Bueno. Todo... Todo esto es muy extraño, ¿verdad? Me... me alegro de que no vayas a casarte.

—Pues ya somos dos —dijo Max. La estaba mirando con una expresión impenetrable y Carly todavía podía sentir la tensión entre ellos como un muro invisible. Decidió arriesgarse.

—Escucha —dijo—. Puede que sea una mala idea, pero... es domingo. Si no tienes ningún plan para la cena, ¿por qué no te vienes a Davis conmigo? Así podrás ver cómo mi familia entera me suelta miradas de suficiencia de «ya lo sabíamos» cuando te vean. Yo no voy a disfrutarlo mucho, pero puede que tú sí.

—Carly, por el amor de Dios —empezó Max, y después se calló. Exhaló con fuerza y apartó la mirada—. Tienes razón. Es una mala idea.

—No del todo —dijo Carly, con su tono más persuasivo. Se levantó y dio un paso al frente para quedarse de pie justo delante de él. Él no la miró, así que ella le dio un golpecito ligero en el pecho—. Lo haremos a tu manera —dijo—. Prometo que no habrá oferta alguna salvo una buena comida y la compañía de un montón de extraños. De hecho, ni siquiera seremos amables contigo. Puedes traerte a Lola y le hablaremos a ella mientras tú friegas los platos.

Max hizo un ruido extraño que quedaba en alguna parte entre un ahogo y una risa.

—Es increíble —masculló—. No vas a dejarlo, ¿verdad?

—No —dijo Carly. De repente le pareció que Max estaba más agotado que enojado, y lo interpretó como un indicio positivo. Pensó que iba a ceder. Sus miradas se encontraron y en los ojos de él vio una chispa de humor reacio que lo confirmó—. Max —dijo con suavidad—, así es como los extraños se convierten en amigos de verdad. No hay nada falso en ello. Y si quieres pertenecer a alguna parte, tendrás que empezar por dar la cara.