Capítulo 6

Max miró su reloj de muñeca y vio que eran las seis y cuarto, dos minutos más tarde que la última vez que lo había mirado. La sala de espera de la clínica estaba tranquila, pero él se sentía inquieto, con el mismo nerviosismo esperanzado que precedía a las reuniones de negocios importantes. Se había pasado la mayor parte del día en las oficinas centrales de Syscom, en Santa Clara, y después había regresado a la ciudad a tiempo de ir a correr por Marina. El ritmo continuo y palpitante de sus pies y de su corazón era justo lo que le hacía falta para despejar la mente, y para cuando llegó al pie del puente Golden Gate ya sabía qué hacer con el problema de Carly Martin.

En ese momento, Max vio con total claridad que había llevado las cosas justo de la forma equivocada. Esperaba una lucha y se había lanzado enseguida a la ofensiva, creyendo que Carly se echaría atrás cuando se diera cuenta de a qué se enfrentaba. Pero no se había venido abajo. Y cuanto más tiempo pasaba con ella, menos la comprendía. Siempre había tenido un sexto sentido para la gente, pero no lograba entender qué motivaba a esa mujer. Ése era el problema, pensó. Era muy difícil planear una estrategia ganadora sin saber lo que quería el adversario.

Convertir a Carly Martin en un enemigo declarado había sido un error táctico, pero no irreversible. Tenía que ganársela, cautivarla hasta que bajara la guardia. Sólo así podría ver a través de ella con suficiente claridad para poder planear la siguiente jugada.

Las seis y diecisiete. Max tamborileó con los dedos sobre su pantorrilla. Había reservado una mesa para dos en Mistral, el mejor restaurante francés de la ciudad; toda una hazaña, teniendo en cuenta que había llamado a última hora de un viernes por la noche. Su ayudante habló con el gerente y enseguida apareció una mesa libre como por arte de magia. A Max todavía le proporcionaba cierto placer de conquistador ver que su nombre abría puertas. Ahora el único obstáculo —que podía ser un tanto insalvable— era conseguir que Carly lo acompañara.

Oyó sus pisadas ligeras apresurándose por el pasillo y ella apareció en la sala de espera con un aspecto más preocupado que receloso.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada —contestó él.

Ella pareció confusa.

—Entonces, ¿no le pasa nada a Henry?

—La última vez que comprobé cómo estaba, hace una hora, mi abuelo seguía igual.

—Ah. Entonces, ¿por qué estás aquí?

Max fingió sorprenderse.

—Porque te hace falta que te lleven —dijo, como si fuera evidente—. ¿Creías que iba a dejarte tirada?

Carly se quedó mirándolo.

—No había pensado en ello. Jamás supuse que tú..., quiero decir, simplemente iba a coger el autobús para ir a por el coche.

—No hace falta. Ya me he encargado yo.

—¿Que te has encargado de qué?

—De que un mecánico te cambiara la batería y llevara el coche a casa de Henry. Lo tienes allí esperándote.

Carly alzó una mano, como si estuviera parando el tráfico.

—Espera un momento. Vamos a ver si lo entiendo. ¿Mientras yo estaba trabajando, sin saber que estuviera pasando algo fuera de lo normal, has hecho que arreglaran mi coche y que lo trasladaran?

—Eso es.

—Pero... ¡si no tienes la llave!

Max se encogió de hombros.

—Tu Volkswagen no es precisamente lo que yo llamaría un coche de máxima seguridad.

—No me lo puedo creer —dijo ella—. Esto es una locura. No puedes ir por ahí llevándote sin más el coche de la gente de un aparcamiento.

—Por el precio adecuado, sí.

—Eso es ilegal —protestó Carly, y se calló—. Lo que no quiere decir que no te esté agradecida.

—De nada —dijo Max.

Justo en ese instante, Richard entró a zancadas en la sala.

—¿Seguís aquí, chicos? —dijo con frialdad.

¿Chicos? Wexler parecía tener treinta y muchos años, con lo que eran más o menos de la misma edad, pensó Max. Carly no dijo nada y Max ignoró el desprecio intencionado del comentario. Ya había sentenciado que Wexler era un imbécil engreído y no pensaba perder tiempo con él.

—En realidad, ya nos íbamos —dijo Carly, descolgando su abrigo del perchero—. ¿Listo, Max?

Max asintió y se adelantó para sujetarle la puerta. Carly soltó un escueto adiós por encima del hombro y desfiló con un repentino y majestuoso porte que a él le sorprendió. A su paso, percibió una ráfaga de su fragancia: el sutil y seductor aroma del champú, la loción corporal y la piel cálida, que, al mezclarse, conformaban un delicado perfume femenino. Fue su instinto, no su voluntad, lo que hizo girar la cabeza para mirarla.

Y cuando la volvió a girar, fue de nuevo su instinto el que le provocó un escalofrío en las entrañas al ver a Richard Wexler clavándole la mirada con un rencor tan sombrío que pareció borrar todo a su alrededor.

Richard recobró la compostura al percatarse de que Max lo había percibido. Al verse encarado por él, agachó la cabeza y fingió que buscaba algo entre los expedientes.

—No se dónde he puesto esa maldita carpeta —masculló. Max esperó en silencio, observándole.

Richard no tardó demasiado en darse cuenta de que Max no pensaba irse. Levantó la mirada.

—¿Sigues ahí? —dijo, demasiado alto—. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?

—Dímelo tú —contestó Max.

—No sé de qué hablas —dijo Richard—. ¿No te ibas?

—Me ha parecido que teníamos algo que discutir. ¿No?

—No.

—Bien —respondió Max—. Buenas noches.

Cerró la puerta de la clínica suavemente y salió al frío aire de la noche, quitándose a Richard Wexler de la cabeza. Tenía cosas más importantes en las que pensar. Cuando llegara a una especie de tregua con Carly, había pensado hacerle unas cuantas preguntas sin trascendencia acerca de su relación con Henry. Fingiría estar dispuesto a escuchar, a regañadientes, su versión de la historia. Y después dejaría que ella creyera poco a poco que se lo estaba ganando. A medida que se fuera relajando y se volviera más confiada, sería menos precavida. Si sabía llevarla bien, le contaría todo lo que quería saber y jamás se enteraría de que estaba bailando a su son.

Mientras esperaba a Max, Carly examinó las petunias que había plantado alrededor del arce japonés, frente a la clínica. Las habían pisoteado de nuevo; tenían los coloridos pétalos aplastados y embarrados y las verdes hojas se estaban poniendo de un triste color marrón a pesar del esmerado cuidado que les prestaba. No era de extrañar. El arce era el sitio favorito de sus clientes caninos para marcar territorio y no había flor común que soportara aquel ataque químico diario.

Carly se quedó mirando las plantas con el ceño fruncido, preguntándose si existiría alguna flor resistente a los perros. Era una pena, pensó, que no pudiera plantar unas flores de plástico de esas que llevaban los antiguos bromistas en las solapas de sus chaquetas y que soltaban un chorrito de agua cuando uno se acercaba demasiado.

Se estaba riendo tontamente cuando Max se acercó.

—¿De qué te ríes? —le preguntó mientras le abría la puerta del asiento del copiloto.

—De nada importante —contestó ella—. ¿Por qué has tardado en salir? No me digas que Richard intenta ganarte como cliente...

Max negó con la cabeza.

—Sólo hemos tenido una pequeña conversación.

—¿Sobre qué? —Carly se alarmó un poco. ¿Le habría contado Richard algo de la relación que habían tenido?

—Nada en particular —dijo Max.

Le cerró la puerta y rodeó el coche hasta llegar al asiento del conductor. Carly le observó mientras él se colocaba al volante y ponía el coche en marcha, pero no fue capaz de deducir nada de su expresión. Se mordió el labio inferior de ansiedad. Sería típico de Richard dejar caer algún comentario sobre su aventura y hacerse el importante insinuando que Max tenía mercancía de segunda mano. Si lo había hecho, Max podía haberse dado cuenta de que ella había inducido a Richard a creer que estaban saliendo juntos.

Caray. Nunca había sido una buena maquinadora; padecía un remordimiento de conciencia excesivamente activo.

—¿Tienes hambre? —preguntó Max de repente.

Carly se sintió esperanzada. Era una buena señal. Preguntarle por su apetito no era lo que haría un hombre que acabara de descubrir que estaba fingiendo ser su novia.

—Un poco —dijo, prudente—. Tal vez. ¿Por qué?

—Quiero llevarte a cenar. Conozco un sitio de comida francesa, Mistral. ¿Lo conoces?

Carly se sentó más erguida en el suave asiento de piel. Primero, Max Giordano le había arreglado el coche por iniciativa propia, y ahora ¡le pedía que fuera a cenar con él! ¿Qué estaba pasando? Aquello era cada vez más raro.

—Conozco el Mistral. Pero no he ido nunca. Está muy lejos de mi... barrio —carraspeó. Había estado a punto de decir «presupuesto». Por no añadir que los humildes veterinarios tenían que reservar como con cinco años de antelación.

A Max le hizo gracia.

—¿No comes nunca fuera de tu barrio?

—Con un coche como el mío —dijo Carly— es mejor quedarse cerca de casa.

—Comprendo. Bueno, esta noche no tienes que preocuparte de eso.

Tal vez no, pensó Carly, pero la idea de cenar con Max Giordano le daba muchos otros motivos de preocupación.

—Bueno —dijo—, te agradezco el ofrecimiento, pero la verdad es que no creo que sea una buena idea.

—¿No? ¿Por qué no?

Ella pestañeó, no habituada a semejante franqueza.

—Pues porque yo no..., yo..., eh...

—¿Tienes miedo de formar parte del menú?

Sonrió a su pesar.

—En realidad, sí. Hoy estás muy simpático. Me está poniendo nerviosa.

—¿Y si te dijera que he declarado un alto el fuego? Ayer me porté mal, Carly, y te debo una disculpa. Estuve toda la noche pensando en la situación, en Henry y en la casa, y me di cuenta de que he pasado por alto el quid de la cuestión.

—Que es...

—Que mi abuelo quiere dejarte sus animales y su casa porque eres importante para él. Porque confía en ti. Sus deseos deberían importarme más que mis propios... sentimientos. Creo que ya va siendo hora de que ceda.

—Vaya un cambio de parecer más inesperado... —dijo Carly despacio.

Max llevaba las gafas de sol puestas, con lo que no se le veía bien el rostro, y cuando miró su robusto perfil, no se quedó muy convencida. Aquella súbita mansedumbre le parecía demasiado repentina.

—No me crees —dijo Max, y sonrió como si se estuviera riendo de algún chiste personal.

—No del todo. Este nuevo Max no parece el habitual. ¿Has visto la película Sybil?

Él rió de pronto, con sorprendente franqueza, al recordar aquella película protagonizada por una chica con dieciséis personalidades.

—Si te prometo que no tengo doble personalidad —apuntó—, ¿vendrás a cenar?

Carly titubeó. El día anterior había quedado claro que no debía mezclarse con aquel hombre. Pero hoy el sentido común no tenía la misma importancia que siempre. Sabía que iba a aceptar su invitación y sabía que era una mala idea, pero, por raro que fuera, no le importaba. De hecho, estaba disfrutando con el extraño nerviosismo que él despertaba en ella y que la dejaba sin aliento.

—Hacen un fantástico boeuf bourguignon —añadió Max.

—No lo dudo —respondió Carly—. Pero soy vegetariana.

Él arqueó las cejas.

—¿De veras? Qué admirable... Me gusta la idea, pero no creo que pudiera vivir sin un bistec poco hecho de vez en cuando. ¿Nunca sientes la necesidad de hincarle el diente a algo sangriento?

Carly palideció.

—No.

Max sonrió.

—Pues a mí me entra justo después de cerrar un gran trato.

—Resulta simbólico.

—Seguro que lo es. Los instintos primarios de cazar y matar, pero disfrazados de negocios modernos. ¿Cuándo dejaste de comer carne?

—En la Facultad de Veterinaria. Me di cuenta de que era un poco hipócrita pasarse todo el día curando a unos animales y luego ir a casa y hacer la cena con otros —respondió, encogiéndose de hombros—. Es algo personal. Pero no te preocupes, no voy por ahí soltando sermones, y tampoco le pondré mala cara a tu filete.

—Eso quiere decir que aceptas mi invitación.

Su voz sonó serena, pero a Carly le pareció percibir un ligero tono de satisfacción en ella. Definitivamente tramaba algo, y aunque no sabía qué, el escalofrío de intriga que sintió prometía sin duda una noche muy interesante.