Capítulo 21

Carly llevaba mucho tiempo acostumbrada a prepararse la comida por la mañana antes de salir de casa, un hábito que había iniciado cuando iba a la Facultad de Veterinaria para ahorrar dinero y que no había llegado a sentirse moralmente capaz de dejar. No obstante, disponía de un limitado repertorio de sándwiches y aquel día de buena gana le hubiera dado el que tenía de mantequilla de cacahuete con plátano y pan integral a uno de sus clientes caninos. El verdadero éxito para ella, pensó, mientras toqueteaba sus palitos de zanahoria, sería cuando pudiera encargar a diario que le llevaran un plato de fettuccine Alfredo del restaurante que había calle abajo. Como meta en la vida, no estaba mal.

Suspiró y metió de nuevo el sándwich a medio terminar en la bolsa de papel. Era un día relativamente tranquilo en la clínica y estaba sentada a la mesa de la sala de descanso. Técnicamente, tenía un despacho, un pequeño espacio en el que apenas cabía su mesa y una silla más, pero le resultaba claustrofóbico y prefería el agradable trajín de la zona común del personal.

—Carly.

Miró hacia arriba. Richard estaba en la puerta. Parecía cansado, pensó, y se preguntó por qué. Había estado trabajando duro últimamente, pero siempre había echado horas en el quirófano y nunca antes había parecido afectarle a la salud. Su piel bronceada parecía opaca y basta e incluso tenía el cabello lacio.

—Creía que tenías el gato de los Martínez a mediodía —dijo.

Ella negó con la cabeza.

—Cancelado.

—¿Cuándo? Estaba programado para esta mañana. Si esa mujer se cree que no voy a cumplir nuestra política de aviso con veinticuatro horas de antelación, se va a deprimir mucho cuando reciba la factura de hoy.

—Se le ha estropeado el coche —dijo Carly—. Ha llamado a las diez para decirlo. Si fuera adivina, estoy segura de que habría llamado ayer.

—Podríamos haber metido a otro cliente en ese hueco.

—Hoy no. Sólo tengo tres citas esta tarde.

—Genial —masculló Richard—. Así que estoy pagando a una recepcionista y a un técnico para que se pasen el día sentados sin hacer nada. ¡Tú! —Señaló a Brian, que estaba sentado ante la mesa del laboratorio, frente al microscopio—. ¿Qué estás haciendo?

Brian se sobresaltó visiblemente y se puso tan rojo que el contraste con el color rubio de su pelo resultaba chocante. Carly se estremeció. Era un chico agradable, pero tan tímido que parecía acurrucarse sobre sí mismo incluso cuando estaba recto de pie. Era fantástico con los animales; pero las personas eran otra historia y no estaba a la altura de Richard.

—Revisión de paparasitología —tartamudeó.

—Termínala y ficha. Vete a casa.

—Es que... estoy apuntado hasta la seis —dijo Brian.

—Ya no. Vuelve mañana cuando te necesitemos. La doctora Martin tiene que hacer hoy su propio trabajo de laboratorio.

—¡Richard! —exclamó Carly.

—No empieces. Has dicho tú misma que sólo tienes tres citas más en lo que queda de día. En lugar de quedarte sentada mientras el chico trabaja, pongamos que lo haces tú. Qué idea, eh.

—Estoy muy familiarizada con esa idea —dijo Carly entre dientes—. Y no estoy simplemente sentada, estoy comiendo. ¿Piensas mandar a Michelle a casa también? ¿Tengo que coger también el teléfono y apuntar las citas, o quieres hacerlo tú?

—Ahórrate el numerito, ¿quieres? Puede que le tengas echado el ojo a un millonario, pero yo estoy intentando llevar un negocio. —Se calló, esperando a ver su reacción, y pareció decepcionado cuando vio que Carly no entraba al trapo—. Y hablando de millonarios —añadió—, ¿qué tal está tu amigo Henry Tremayne? ¿Sigue en el hospital?

—Sí —dijo Carly—. ¿Cómo lo sabes? Yo no te lo he dicho.

—Salió en el Chronicle. En la columna de sociedad... Es rico y eso le hace automáticamente interesante, ¿eh? Pensé en preguntarte por ello la semana pasada, pero se me olvidó. ¿Qué le ocurrió?

—Se cayó —contestó Carly.

Era una pregunta razonable, pensó, pero habría apreciado un poquito más de sensibilidad. Richard había visto a Henry una sola vez, hacía dos años, así que probablemente consideraba al buen hombre nada más que como una fuente regular de ingresos, pero sabía que para Carly sí que era un amigo.

—En el periódico dicen que está en coma.

—Estaba, la semana pasada. Ya se está despertando.

—¿Está despierto?

—No exactamente. Tiene los ojos abiertos, pero no está consciente.

—Jesús. —Richard se estremeció—. Si yo fuera él, querría que me desenchufaran.

—Tomo nota de ello —dijo Carly con frialdad.

—En serio. No querría vivir así. ¿De verdad creen que se va a poner mejor? ¿Qué tiene..., noventa años?

—Ochenta.

—Supongo que deberíamos enviar unas flores. Es nuestro mejor cliente.

—Eso estaría bien —dijo Carly.

Él frunció el ceño, pensándoselo mejor.

—Aunque claro, si no se va a enterar, no tiene mucho sentido enviárselas ahora. Tal vez más adelante. Veremos cómo sale todo. —Asintió para sí, satisfecho, y después se echó una taza de café recién hecho y se fue.

Carly le echó un vistazo a Brian, que estaba mirando por el microscopio como si se hubiera fundido con la lente, fingiendo no haber oído nada.

—Lo siento, Bri —dijo—. No sabías en lo que te metías cuando firmaste con nosotros, ¿verdad?

Brian seguía ruborizado por la angustia.

—Quería decirle... que todavía quedan muchas cosas que hacer. Pero no he tenido ocasión. ¿De verdad tengo que irme a casa? Necesito las horas.

—Lo sé —dijo Carly—. Haz lo que quieras. Él entra a cirugía a la una y, si quieres quedarte, yo puedo mantenerte fuera de su vista hasta entonces. Se supone que Carrie tiene que limpiar las jaulas cuando entre, pero si vas tú atrás y empiezas ahora con eso, le buscaré otra cosa que hacer.

—Vale. —Brian se levantó, aliviado—. Dame un toque cuando me necesites.

Hector Gracie era un hombre bajito y musculoso de tez cetrina y pelo gris, con un bigote caído que le daba un aspecto más parecido a un Wyatt Earp viejo que a un detective jefe de San Francisco. Le dio la mano a Max y lo miró de arriba abajo con ojos sombríos e inexpresivos.

Max no había llamado directamente a la policía. Según su experiencia, todo, desde los trámites legales hasta las citas a ciegas, funcionaba mejor si se organizaba desde un sistema preestablecido. Por tanto, había llamado al despacho del alcalde, y el despacho del alcalde había llamado al jefe de policía. Poco tiempo después, Gracie fue a verle a la mansión Tremayne.

El detective escuchó brevemente la descripción de Max de lo ocurrido, después asintió con brusquedad y se agachó para examinar la estatua. Luego, sin decir palabra, se levantó y entró en la casa. Max le siguió, pero antes de que pudiera hablar, vio que el detective ya había encontrado las gotas de sangre sobre la alfombra. Gracie se arrodilló, las escudriñó entrecerrando los ojos y se levantó. Fijó la mirada en Max.

—Vale —dijo—. Voy a hacer que venga el especialista en pruebas. Analizaremos la sangre y cualquier otra cosa que encontremos. De todas formas, es un poco tarde. ¿Se ha limpiado esta zona?

—Más de una vez —dijo Max.

—Eso no va a ayudar. —Con frialdad, Gracie miró a Max como si hubiese ido allí personalmente con una fregona y la intención de destruir pruebas.

Max le sostuvo la mirada.

—¿Tiene idea de por qué el policía que estaba a cargo no hizo un informe cuando era debido?

El detective se encogió de hombros, sin inmutarse.

—No. Pero lo voy a averiguar.

Max le creyó. Gracie tenía un ojo de lince, pensó, y estaba claro que no era ningún primo. Era demasiado pronto para decir que le gustaba el detective, pero los primeros indicios eran favorables.

—¿Sabe si su abuelo le cae mal a alguien? —preguntó Gracie—. ¿Alguien con quien haya discutido hace poco?

—No —dijo Max—. Pero no soy yo a quien debería preguntarle.

El detective sonrió, de improviso.

—No se preocupe. No va a ser el único al que le pregunte.

Había que cruzarse la ciudad en coche para ir a Ocean Beach desde el Ritz-Carlton, pero Max se había acostumbrado a hacer esa peregrinación por las tardes a última hora los días que la agenda no le dejaba tiempo para hacer ejercicio por la mañana. Echar una carrera por el centro de San Francisco al romper el alba era una experiencia relativamente tranquila, pero el mismo camino a las seis de la tarde habría puesto en peligro su vida. Había cometido el error de probarlo una vez, poco después de llegar a la ciudad, y se había librado por los pelos de que se lo llevara por delante un mensajero en bicicleta. La hora punta, ya fuera de tráfico de coches o de peatones, le distraía demasiado como para poder alcanzar el estado meditativo que ansiaba, y utilizar la cinta rodante del gimnasio no era, en su opinión, una alternativa aceptable.

Le gustaba Ocean Beach. A la hora en que él llegaba, la playa solía estar envuelta en una fría niebla, pero había algo poderoso y sereno en la interminable extensión de costa y el constante batir de las grises olas. Cuando corría por allí se sentía salvaje, solitario y libre, y los agudos graznidos de los pájaros costeros que volaban en círculos le tocaban una fibra sensible que resonaba muy dentro de él. Los sonidos primarios daban voz al aislamiento que a menudo sentía, y, en el anonimato de la niebla, parecía de lo más natural y le permitía relajarse, en paz consigo mismo. Hasta aquel día.

—Vale —dijo al aparcar el coche—, si no puedes seguir mi ritmo, no pienso esperarte. Lo dejaremos y llamaremos a esto un experimento fallido. Nada de tonterías. Lo digo en serio.

Su compañera golpeó la tapicería de cuero con la cola y esperó a que terminara. Max no quería ni pararse a pensar en el hecho de que estaba sermoneando a una perra, pero la verdad es que ella parecía estar escuchando.

—No me importa que te pongas a perseguir pájaros —continuó Max—, pero no te pierdas. Y, por Dios santo, no te abalances sobre nadie.

Lola le sonrió y él le echó una mirada escéptica. Probablemente debería haber llevado una correa o algo, pero la idea le parecía ofensiva. Su carrera tenía que ver con la libertad y no quería estar atado a la perra de la misma forma que ella no quería estar atada a él. De todas formas, no parecía necesario. Lola era tímida y solía pegarse a él como una lapa. Esperaba que el ambiente de la playa le sentase tan bien como a él.

—Bueno —dijo, metiéndose las llaves del coche en el bolsillo y rodeando el coche hasta el asiento del copiloto para dejar salir a la perra—. Vamos allá. Veamos qué sabemos hacer.

Sabía que Lola tenía un pasado accidentado, pero ni siquiera se le había pasado por la cabeza que una perra que se había criado en la costa californiana nunca antes hubiera visto el océano. Se quedó inmóvil en la acera, olfateando el aire, moviendo los ojos de un lado a otro con una expresión de asombro que evidenciaba que era una experiencia completamente nueva para ella. Miró con escepticismo la suave arena y Max empezó a reírse de la cara que ponía al salir con cautela del cemento. Con delicadeza, bajó una pata, después otra y, de repente, decidió que aquella playa era un sitio estupendo y se lanzó hacia delante, levantando los talones como un potrillo. Dio una vuelta eufórica alrededor de él y después se lanzó hacia el agua, haciendo, al correr, que las gaviotas remontaran el vuelo delante de ella.

—¡Vaya por Dios! —dijo Max, asustado de repente al ver que su larguirucho cuerpo marrón desaparecía en la niebla. Al parecer, la capacidad de Lola para seguirle el ritmo no iba a ser un problema. Por un momento, no vio nada y después la perra reapareció, atravesando la niebla como un avión de combate. Calada de agua de mar, dio otra vuelta jubilosa alrededor de él y salió disparada de nuevo.

—¡Oye! —gritó Max y ella derrapó hasta detenerse y se giró para mirarle burlonamente—. Espérame.

Lo hizo, más o menos. Se adaptó a su ritmo rápidamente y corrieron playa abajo juntos, Max sobre la superficie de arena mojada firmemente apisonada y Lola saltando por el agua que le llegaba a los tobillos. Le gustaba salir disparada hacia delante para dispersar las bandadas de pájaros y después dar la vuelta para recuperar su sitio justo delante de él, mirándole como si se preguntara por qué era tan lento.

Max descubrió que la perra respondía a un silbido de dos notas y practicó llamándola para que volviese a él mientras corrían. La niebla era menos espesa de lo habitual y podía ver los trazos del sol vespertino que relucían débilmente a través de la bruma que se dispersaba. Levantó la cara hacia el cielo y aspiró unas profundas bocanadas de aire marino. Fueron los ocho kilómetros más cortos que había corrido jamás.