Epílogo

Los colores de mediados de septiembre embellecían el parque Schenly. El primer vestigio del otoño lo formaban las hojas que ya se acumulaban sobre el suelo. La intensidad de los marrones y amarillos contrastaban con el verde brillante de la hierba cuidada y con el verde más oscuro de los setos. El cielo ya no era tan azul como en verano, pero estaba adornado con pequeñas nubes pasajeras que la brisa acariciaba y guiaba hacia algún destino indefinido. El Panther Hollow estaba muy concurrido los domingos por la tarde, y acogía a una gran cantidad de personas que surcaban sus aguas azuladas en pequeñas barquichuelas de madera.

La zona habilitada para patinar, que discurría paralela al norte del lago, también estaba muy transitada. Había padres con sus hijos, parejas de enamorados, grupos de adolescentes… y todos ellos parecían tener más idea de patinar que Megan. Martha había aprendido mucho más rápido que ella. Llevaban allí una hora y Martha ya se sostenía sola sobre los patines. Concluyó que las clases de Dean eran más efectivas que las de Derek. No es que Derek no supiera patinar, lo hacía bastante bien, pero era un profesor sin una pizca de paciencia y, encima, estaba más pendiente de lo que hacían Martha y Dean que de enseñarla a ella.

Sus instrucciones eran gruñidos que le colmaban los nervios, por eso, Megan terminó por abandonar. Se deshizo de sus brazos y se acercó trastabillando a un banco. Luego trató de sacarse el maldito artilugio de los pies.

—¿Qué haces? —le preguntó Derek, que puso los brazos en jarras.

—No quiero continuar a menos que Dean venga y ocupe tu lugar —refunfuñó ella—. Eres un profesor terrible.

—Lo siento, es que no quiero perderlos de vista.

—Pero si son dos críos, por el amor de Dios. —Megan puso los ojos en blanco.

—A la edad de ese chico yo ya pensaba en el sexo. —Lanzó una miradita inquieta hacia Martha y frunció el ceño porque ya se habían alejado demasiado—. Venga, pongámonos en movimiento, ese chico patina como un demonio.

—Eres un exagerado. —Megan soltó una palabrota porque no había manera de quitarse los patines—. Te prometo que a Martha no le pasará nada, Abby es experta en lanzarse sobre cualquier hombre con exceso de hormonas. Por eso te ladra tanto.

Derek no le rió la gracia.

—¿Quieres ayudarme, por favor? —le suplicó Megan.

—No. Aprenderás a patinar antes de que regresemos a casa. —Tiró de su muñeca y la obligó a ponerse en pie. En cuanto Megan sintió las manos en su cintura se le pasó un poco el enfado.

Derek seguía refiriéndose a su casa como la de los dos, pero ya no convivían juntos. Lo hicieron durante quince días de ensueño hasta que Martha regresó. Megan quería a Derek más allá de la razón. Jamás pensó que pudiera amar tanto a una persona, sería capaz de seguirle hasta el fin del mundo. Incluso ahora, con ese aparente malhumor y sus protestas sin sentido, le quería con locura.

En agosto se había producido un acercamiento importante entre Martha y Megan. La niña no sólo había terminado por aceptarla, sino que la admiraba y siempre la tomaba de ejemplo. Hacía unos cuantos días, Derek le comentó que Martha le había confesado que la quería, y su corazón sufrió una enorme sacudida. A veces creía que no merecía ser tan feliz.

Más que aleccionarla, Derek la arrastró consigo y acortó distancias con los chicos. Con los dos a la vista, él se relajó y por fin se concentró en Megan y en su aprendizaje. La primera lección consistía en lograr que Megan guardara el equilibrio por sí misma y, ahora que le prestaba toda su atención, ella lo consiguió en dos minutos. Derek ya no tenía excusa para que sus manos continuaran adheridas a su cintura como el cemento. Pero lo ignoró.

—Como verás, no soy tan torpe como creías —dijo orgullosa, aunque aún tenía mucho que aprender de Martha, que parecía haber nacido con unas ruedas pegadas a las plantas de los pies—. Los niños aprenden con una rapidez impresionante. Por cierto —Megan ladeó un poco la cabeza para encontrarse con sus ojos y susurró—, están hablando sobre películas de dibujos animados. Nada de sexo, Derek —comentó jocosa.

—Te crees muy graciosa, ¿verdad? —Derek retiró los cabellos rubios que cubrían su cuello y hundió los dientes en aquella fragante carne que nunca se cansaba de besar.

Ella dio un respingo y rompió a reír. Le hacía cosquillas y trató de zafarse. Estuvieron a punto de caer al suelo.

Martha se volvió y también ella puso los ojos en blanco, como si estuviera contemplando a un par de adolescentes atolondrados. Pero Megan percibió que sonreía, que las muestras de afecto entre su padre y ella la hacían feliz.

El sol ya no calentaba indiscriminadamente, pero el ejercicio les hizo entrar en calor y Megan lo usó como excusa para parar un rato. En realidad, la razón de que quisiera tomarse un respiro era su pierna. Las heridas se habían curado rápidamente y habían cicatrizado muy bien. Apenas le quedarían cicatrices, pero cuando calentaba el músculo excesivamente comenzaba a dolerle. Megan no quería reconocerlo delante de nadie.

Todos pararon para descansar un rato, excepto Abby, que corrió a la orilla del lago junto a Dean porque unos patos se acercaron nadando. A Abby ya no le gustaban las lagartijas, ahora prefería los patos. En cambio, los gatos le seguían encantando.

Megan tomó asiento en un banco, pero Martha no dejó que Derek la secundara. Con una misteriosa expresión en la cara, que alertó a Megan sobre la existencia de posibles confidencias entre padre e hija, Martha tomó la mano de Derek y se alejaron unos metros, lo suficiente para que no pudiera escucharles.

—¿Es que no vas a dárselo, papá?

—No estoy seguro de que sea el momento adecuado. Y baja la voz, Megan tiene un oído muy fino —masculló él.

—Pero si lo llevas en el bolsillo desde hace dos semanas. —Martha movió la cabeza y alzó las manos como si no supiera qué hacer con su padre—. Voy a irme a la orilla del lago con Dean y Abby. Aprovecha ahora que os quedáis solos y dáselo.

Derek se la quedó mirando en silencio y quiso comérsela a besos. Estaba inmensamente agradecido con ella por haber aceptado a Megan en sus vidas.

—No es tan sencillo como tú lo pintas.

—Claro que sí. Lo sacas del bolsillo y se lo das —dijo tercamente—. Vamos. —Volvió a tomar a Derek de la mano y regresó con él al banco donde Megan aguardaba.

Martha la miró y esbozó una sonrisa traviesa.

—Papá tiene algo que darte —anunció.

—Cierra el pico, niña —gruñó él.

Martha rió alegremente y luego echó a correr hacia el lago.

Megan arqueó las cejas y observó a Derek con atención. Él rehuyó su mirada y se mostró esquivo mientras tomaba asiento junto a ella. Descubrir que Derek no era inmune a las inseguridades fue toda una sorpresa para Megan, pues no estaba acostumbrada a que él vacilara ante nada ni ante nadie.

—¿Tienes algo que darme?

Derek apoyó los antebrazos sobre las piernas y decidió en silencio que Martha tenía razón, que había llegado el momento que llevaba esperando desde hacía semanas. Podría haberle dicho a Megan cualquier otra cosa, pero actuar con cobardía nunca había sido una opción para él. Entonces alzó los ojos hacia ella y las dudas se disiparon. Megan le miraba con una expresión de anhelo, como si supiera lo que se traía entre manos y estuviera dándole permiso para actuar sin demora. ¿Tanto había cambiado ella? Sabía que le amaba incondicionalmente, pero todavía quedaba por descubrir si sería capaz de superar la prueba de fuego. Sólo había una manera de saberlo.

Derek se llevó la mano al bolsillo trasero de los pantalones y sacó la diminuta cajita negra que le acompañaba desde hacía días. No se detuvo en estudiar su reacción, sino que cogió su mano, le besó la punta de los dedos y la colocó en el centro de su palma extendida.

—Le pregunté a la dependienta si la caja podía ser de otro color, pero para este tipo de anillo… —Derek la abrió y el anillo de diamantes brilló bajo el sol—… sólo podía ser negra.

Megan se llevo una mano al pecho y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Estudió con detalle la elegante combinación de diamantes y zafiros engarzados en oro blanco, y supo que ése habría sido el anillo que ella habría escogido. Megan movió lentamente la cabeza y los labios se le abrieron en un acto reflejo. Se le dibujó una perezosa sonrisa en los labios y, cuando por fin le miró, estuvo a punto de echarse a sus brazos y besarle. Pero se controló, porque sabía que todavía quedaba lo mejor. Su evidente entusiasmo favoreció que Derek se relajara y volviera a recordar cómo respirar.

—¿Quieres que te lo pida a la manera tradicional o prefieres algo más actual y desenfadado?

—A la manera tradicional, por favor —sonrió ella.

—Me alegra que contestes eso.

Derek apoyó una rodilla en el suelo y sacó el anillo de su estuche. Después la tomó de la mano y, sin apartar los ojos de los suyos, le dijo:

—Megan, eres el amor de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?

La brisa era ligera y templada, y estaba perfumada por el olor de las flores cercanas. Sus cuerpos, unidos por las manos, estaban bañados en mágicos tonos dorados y ocres. Pero eso era lo único que a Megan le llegaba del exterior, pues se sentía como si estuvieran en el interior de una burbuja donde nada más existía excepto ellos dos. El mundo debería haberse parado en ese instante, pensó Megan, y lo grabó en su memoria para siempre.

—Desde luego que sí —asintió—. Quiero casarme contigo.

Derek introdujo el anillo en su dedo anular y después la besó durante un buen rato, hasta que escuchó los vítores de los niños.

—Tengo una curiosidad —dijo Megan—. Si no hubiera escogido la manera tradicional, ¿cómo me lo habrías pedido?

Derek se lo dijo al oído y después se retiró para observar su reacción.

Ella compuso una expresión de espanto y Derek rompió en carcajadas.

* * *