Capítulo 21
En su vida se había sentido más triste y desamparada. Tras marcharse de casa de Derek pasó el resto de la tarde tumbada en el sofá con un paquete de pañuelos al alcance de la mano, visualizando una y otra vez las escuetas palabras que, en una simple hoja del registro censal, declaraban que Gina estaba muerta.
Ahora podía entender las razones por las que Gina no quería que la encontrara, aunque de haber sabido que su hermana había tocado fondo, habría corrido a su lado para intentar ayudarla. No sabía si alguna vez podría perdonarse el haber adoptado una actitud pasiva. Después de su última llamada, debería haber deducido que Gina se encontraba en una situación desesperada.
Megan volvió a sonarse la nariz y a enjugarse los ojos, que sentía tan hinchados que apenas sí podía abrirlos.
La declaración de la hoja censal ponía punto final a muchos años de tormento, pero abría la puerta a un nuevo dolor más agudo y afilado, pero necesario para poder llorar por fin a su hermana, para decirle adiós definitivamente.
No podía, sin embargo, perdonar a Derek, al menos de momento. Que él la amara y que creyera que había hecho lo correcto era lo de menos, pues había jugado con sus sentimientos y no había respetado su decisión. No necesitaba que nadie acudiera a su rescate y le molestaba profundamente que Derek se hubiera tomado el papel de salvador.
No obstante, existía un problema agudo que ya no tenía solución. Megan le amaba, y por mucho que le odiara en esos instantes, lo que sentía hacia él no podía colocarlo en una cajita negra y pedirle que se lo llevara consigo.
Megan se restregó los ojos con las yemas de los dedos y se incorporó un poco sobre el sofá. Necesitaba algo de distracción, cualquier cosa que la alejara, aunque fuera unos minutos, del caos que reinaba en su cabeza. Pensó en prepararse algo de comer, no había comido nada en todo el día, pero tenía el estómago encogido y cualquier plato que preparara acabaría en el cubo de la basura.
Buscó el mando a distancia del televisor sobre la superficie del sofá y lo encendió. La cadena local KDKA-TV arrancó su emisión con la noticia de la detención de varios agentes de policía en el puerto Marina. Eso valdría para mantenerla entretenida. Megan era la única periodista que disponía de imágenes sobre la detención, y esas imágenes eran las que iban a emitir todos los informativos con su nombre y el de Martin Spencer bajo el titular. Ese hecho la colmaba de un inmenso orgullo profesional, que esperaba tuviera sus recompensas. Se sentía hecha un trapo, pero bajo el peso de sus aflicciones, asomaba tímidamente el que era su interés principal y que no había perdido de vista en ningún momento, ese que la había llevado a meterse en todo aquel embrollo: la plaza de redactora jefe.
Megan se incorporó sobre el borde del sofá y estuvo atenta a todos los informativos. En todos ellos hablaron de la red de contrabando de mujeres orientales y los nombres de Helsen y Harris aparecieron en todos los titulares. Hacia las siete de la tarde se hizo oficial que el agente de policía Ben Cole, además de ser inculpado por cargos de corrupción y cohecho, era el presunto asesino de la ex modelo Emily Williams. La policía de Pittsburgh había encontrado durante el registro efectuado en su casa la pasada madrugada el arma del crimen: un punzón de acero inoxidable que el policía guardaba en su cuarto de herramientas.
En ese punto del informativo, Megan se levantó de golpe y miró el televisor sin pestañear. Había sido muy mala idea cabrearse con Derek justo al final de la investigación, pues de no haber sido por eso, él la habría llamado inmediatamente después de conocer la noticia. No podía culparle, era ella la que se había puesto fuera de su camino.
Después de las noticias Megan habló con Preston Smith y ella le prometió un artículo sobre Cole para el día siguiente. No tenía ni idea de con quién contrastaría la información, pues no disponía de ningún otro contacto en la policía aparte de Derek. Pero ya inventaría algo.
Cuando finalizó la comunicación con Preston y los informativos terminaron su emisión, Megan volvió a quedarse a solas con sus pensamientos.
Actividad. Necesitaba ponerse en movimiento. Daría un paseo con Abby.
Hazelwood ya estaba sumido en densas tinieblas y Abby rompió el silencio que había en la calle lanzando efusivos ladridos al aire. La caniche husmeó todos los árboles y todos los matorrales que encontraba en su camino, probablemente en busca de lagartijas y gatos. El de la señora Simmons salió detrás de la mujer cuando se disponía a sacar la basura, y Abby se detuvo en seco y alzó las diminutas orejas, a la expectativa. Pero el gato negro, oliéndose el peligro inminente, dio media vuelta con el pelo del lomo erizado, y se escabulló por la puerta de su casa.
Aquellos hechos cotidianos, junto a la brisa limpia y fresca que le acariciaba el rostro congestionado, le devolvieron una sensación de aparente tranquilidad. Y Megan se sintió un poco mejor.
Se preparó un baño caliente antes de meterse en la cama. Megan se recogió el pelo en una coleta baja y se sumergió bajo las aguas espumosas de su bañera. El vapor, el agradable olor a las sales de baño y el calor que dilató sus venas y aflojó sus músculos la relajaron y empezó a sentirse en paz consigo misma. Ahora podría llorar a Gina como se lloraba a las personas a las que se les acababa la vida. Aquél era un dolor diferente al que la había corroído por dentro. Era desgarrador, pero no venenoso. Gina no la había abandonado.
De Gina pasó a Derek, así que intentó pensar en su trabajo, pero su mente se resistía a obedecerla y volvió a Derek otra vez. Trajo de regreso a su cabeza las palabras que él le había dicho en la cocina de su casa y algo en su interior se agitó de emoción. Jamás le habían hablado así, nunca nadie le había expresado sus sentimientos con tanta contundencia. Sentaba bien que alguien la amara de esa forma, aunque también daba miedo, y mucho, pues era recíproco.
Consiguió dejar la mente en blanco durante unos minutos, y luego decidió salir de la bañera porque iba a quedarse como una pasa. Se envolvió en un albornoz de suave rizo azul y se cepilló el pelo húmedo frente al espejo. Luego procedió a vestirse con unos pantalones blancos de deporte y una camiseta de manga corta de color verde.
Abby ya había caído rendida en su canasto acolchado y Megan la llevó al estudio. A veces, dormía con ella a los pies de su cama, pero la caniche solía despertarse a media noche y escalaba hacia ésta para prodigarle sus afectos cuando Megan dormía plácidamente. Pero esa noche necesitaba dormir más que nunca, y no quería que la perrita la despertara. Por eso tomó el canasto y lo llevó al cuarto que utilizaba de estudio. Cerró la puerta por si se le ocurría inspeccionar la casa de madrugada.
De camino a la cocina pensó en el caso Williams y se dijo que tenía que escribir algo provechoso esa misma noche.
Estaba sacando del frigorífico un envase de leche cuando sonó el timbre de la puerta.
Megan no esperaba ninguna visita y menos a horas tan tardías. Quizá se tratase de la señora Simmons, que la había visto pasear a Abby. Su vecina solía visitarla algunas noches para entregarle semillas o tallos que había cortado de su jardín para que Megan los plantara en el suyo. También se le ocurrió que pudiera tratarse de Jim, sobrio en esta ocasión y arrepentido por la escena que había protagonizado la noche pasada.
Abandonó la cocina y cruzó el pasillo principal. Su cabeza se negaba a reconocer que quien realmente deseaba que llamara a su puerta era Derek. Él era la persona a la que menos deseaba ver en esos momentos, pero también a la que más. Sus sentimientos eran muy contradictorios.
Megan se colocó el cabello detrás de las orejas, se alisó la camiseta y cruzó el salón con paso decidido. Se echó un último vistazo al espejo de medio cuerpo que había en la entrada, sólo por si acaso. Tenía el cabello mojado y estaba un poco demacrada pero, en general, su imagen era aceptable. Era un buen síntoma que su aspecto no le fuera indiferente.
Siempre echaba la cadena de seguridad cuando regresaba a casa, por lo que la puerta se abrió a medias. Entonces su aspecto físico dejó de preocuparla por completo cuando descubrió a la persona que aguardaba junto a su jardín.
Después de hablar con Martha durante más de cuarenta minutos, Karen se puso al teléfono y le dijo que, ese verano, los planes iniciales tendrían que sufrir una alteración. Derek se irguió sobre su asiento y sintió que un nudo le apretaba el estómago. El temor a que Karen deseara pasar más tiempo con su hija le llenó de ansiedad y vio que su vida se tambaleaba durante una fracción de segundo. Derek contuvo la respiración hasta que Karen le habló de cuáles eran esos planes, y sólo cuando terminó soltó el aire y recobró la calma.
Su novio, el productor de cine, acababa de pedirle que se casara con él y en un par de semanas, cuando él terminara la película en la que estaba trabajando, se marcharían a Las Vegas para formalizar su unión. Karen quería que Martha estuviera en la ceremonia, pero se marchaban de luna de miel a Hawái y no podían llevarla con ellos.
Derek se recostó sobre su silla de la oficina con el móvil pegado a la oreja y se pasó una mano por el pelo con ademán cansino. Lo sentía por Martha, había puesto muchas ilusiones en pasar todo el verano con su madre y ahora la mandaría de regreso a casa quince días después. Karen siempre se encargaba de deshacer en un solo mes todos los logros que Derek obtenía de Martha durante el resto del año. Comprobar que las prioridades máximas de Karen no incluían a su hija le dolía pero, egoístamente, Derek lo prefería así. Necesitaba a Martha a su lado. Ese ser menudo de nueve años era el pilar sobre el que se sostenía su vida.
Derek cortó la comunicación tras decirle a Karen que no había ningún problema. Se le ocurrieron cientos de actividades que hacer con su hija en cuanto la tuviera de regreso en casa.
Miró la mesa cubierta de papeles y echó un vistazo al reloj que había en la pared. Ya eran más de las once de la noche, pero no tenía ganas de regresar a casa. En cuanto despegaba la vista de los papeles se acordaba de Megan y eso no era nada bueno. Por momentos pensaba que había metido la pata hasta el fondo, que debería haberse mantenido al margen. Pero ¿cómo podía permanecer impasible y no hacer nada al respecto? La quería y aunque tenía la sensación de que lo había estropeado todo, en el fondo continuaba creyendo que había hecho lo mejor por ella.
Se preguntó qué estaría haciendo ahora, si hablaría con él en el caso de que la llamara por teléfono. Era una mujer imprevisible y muy terca, era probable que le mandara al infierno.
Derek oyó unos golpecitos en la puerta de la oficina y, a continuación, la rubia cabeza de Jodie Graham apareció por la abertura.
—Agente Taylor, ¿tiene un momento?
Algo en la expresión impaciente de la mujer vaticinó problemas, y no problemas menores precisamente. Ella cruzó los brazos fuertemente contra el pecho y declinó la silla que Derek le ofreció para que tomara asiento. Estaba hecha un manojo de nervios.
Derek se levantó de la suya y observó que no era el único que tenía ojeras. Jodie Graham era una mujer muy guapa, pero sus rasgos estaban crispados y su belleza estaba deformada por una mueca de profunda angustia.
—¿Se encuentra bien? —Rodeó la mesa y cerró la puerta que ella había dejado abierta—. ¿Sabe que casi es medianoche?
—No, no me encuentro bien. En realidad estoy aquí porque… porque quiero cambiar mi declaración.
Cuando una persona cambiaba su declaración era porque había mentido u ocultado información a la policía. Derek había hablado dos veces con Jodie Graham. La primera, el día después del asesinato, y la segunda, hacía unos días, cuando la llamó para comprobar la coartada de Cole.
—¿Qué es lo que quiere cambiar exactamente?
Jodie agachó la cabeza para evitar la mirada de aquellos ojos que la enjuiciaban y apretó los puños.
—El agente Cole no pudo asesinar a Emily.
Los sentidos de Derek, ligeramente aletargados por el cansancio, se afilaron repentinamente.
—¿No pudo hacerlo? —Derek se inclinó sobre ella—. ¿Por qué no?
Ella vaciló y movió lentamente la cabeza. Sus ojos azules estaban repletos de culpabilidad y arrepentimiento. Derek pudo verlo en cuanto los alzó hacia él.
—Porque es cierto que estuvo conmigo. Pasé a recogerle a las ocho de la tarde y estuvimos juntos hasta que lo arrojé fuera del coche y lo dejé plantado en la autopista.
—¿Por qué debería creerla ahora cuando su versión anterior fue completamente distinta?
—Porque tenía miedo —dijo con un hilillo de voz.
—¿Miedo de qué?
—Si me deja continuar se lo explicaré todo.
La palpable inquietud de la mujer mutó ante sus ojos mientras la escudriñaba. Jodie Graham estaba muerta de miedo.
—Hable —le exigió.
Jodie intentó cuadrar los hombros e imbuirse de serenidad, pero sólo lo logró a medias. No podía pasarse toda la vida asustada ni podía permitir que nadie volviera a jugar con ella ni con la vida de terceras personas. Hacía demasiado tiempo que se sentía como una marioneta en manos de todos. Tenía que poner punto final a la pesadilla que la perseguía en las últimas semanas y, después, se marcharía tan lejos como pudiera. Jodie ya no retiró la mirada de él.
—La mañana posterior al asesinato de Emily, después de que una compañera me telefoneara para contarme lo que había sucedido, esa mujer apareció frente a la puerta de mi casa. No sé de dónde salió ni por qué sabía que había estado con Ben Cole la noche anterior, pero se dirigió a mí como si ya me conociera. —Jodie se estremeció, Derek supuso que de miedo—. Fue muy concisa y no me permitió replicar. Me dijo que si la policía me preguntaba sobre dónde había estado la noche anterior debía decir que la pasé en casa de una amiga. Yo no entendía nada y le pregunté por qué tenía que mentir. No me dio ninguna razón pero me advirtió de lo que me sucedería si no me mostraba cooperativa. Conocía mi pasado y conocía a Tex. Sabía dónde podía localizarle y entonces me amenazó. Si no hacía lo que me pedía, informaría a Tex de mi paradero.
Derek no tenía ni idea de quién sería Tex, pero Jodie Graham se puso a temblar nada más pronunciar su nombre.
—¿Así que recibió amenazas para destruir la coartada de Cole? —Jodie asintió—. ¿De qué mujer estamos hablando? —se impacientó.
—No lo sé, no me dijo su nombre. En ese momento yo ni siquiera podía imaginar que esa mujer estaba directamente relacionada con lo que le sucedió a Emily. Pero cuando esta mañana escuché en las noticias que se había acusado al agente Cole del asesinato yo… —Movió la cabeza con aire nervioso—. Me alegro de que le hayan detenido y de que hayan cerrado La Orquídea Azul, pero no pueden acusarle de haber matado a Emily.
—Necesito una descripción de la mujer. ¿Era rubia, morena, alta, delgada? —Se dirigió a paso veloz hacia el teléfono—. En diez minutos tendremos aquí a un perito para que confeccione el retrato robot.
De espaldas a ella, el agente Taylor marcaba el número de teléfono mientras Jodie hacía memoria. El de la mujer no era un rostro muy común y por eso la recordaba perfectamente.
—Era una mujer de mediana edad, rondaría los cincuenta. Era muy atractiva e iba impecablemente vestida y maquillada. —El policía se había girado hacia ella y la animaba a continuar al tiempo que se comunicaba con alguien—. Tenía la piel muy blanca y unos increíbles ojos verdes. Pero lo que más me llamó la atención fue su cabello. Era de un rojo intenso, como el fuego, y se le formaban tirabuzones.
El teléfono casi se le resbaló de la mano y un millón de pensamientos cruzaron por su cabeza a una velocidad fulminante. Su interlocutora seguía hablando a través del auricular, pero a Derek le asaltó la terrible certeza de que ya no era necesario disponer de ningún dibujante. Sus pensamientos atropellados la llevaron a ella, a Megan, y Derek sintió como si se le parara el corazón. Soltó el teléfono sobre la horquilla y le pidió a Jodie que se marchara a casa. Después, cogió la Glock del cajón de su mesa y salió disparado de la oficina.
¿Era posible que hubiera estado delante de sus narices durante todo ese tiempo y no hubiera sabido verlo? ¿Pero cómo iba él a imaginar que su odio pudiera ser tan desmesurado como para orquestar un crimen a sangre fría e inculpar a otra persona?
Pisó con tanta fuerza el acelerador del Pontiac que creyó que podía partirlo en dos. Zigzagueó entre oscuras calles y avenidas y estuvo a punto de atropellar a un viandante que cruzaba por un paso de peatones. Con una mano sostenía el volante y con la otra sujetaba su teléfono móvil para intentar comunicarse con Megan, pero saltó su buzón de voz.
—Siento molestarte a estas horas —le dijo Annabelle, en tono fingido—. Me gustaría tener contigo una conversación de mujer a mujer.
Megan la reconoció rápidamente a pesar de que llevaba una gorra calada hasta las orejas y ropa de deporte. Llevaba pantalones de chándal negros y una camiseta de manga corta de color blanco. Megan se vestía así cuando hacía senderismo o cuando salía a hacer algo de footing, pero Annabelle no había salido a correr. No estaba sudorosa y, además, iba maquillada. Siempre iba muy arreglada y su nuevo aspecto le llamó poderosamente la atención. Parecía que fuera camuflada.
—Estoy segura de que cualquier cosa que quieras hablar conmigo puede esperar a mañana.
Los labios de la mujer se curvaron ligeramente y sus ojos verdes brillaron como dos piedras preciosas.
—¿Derek Taylor es para ti un tema que pueda esperar a mañana? Yo creo que no.
Hablaba con demasiada seguridad en sí misma y eso a Megan no le gustó en absoluto. No creía que Annabelle pudiera contarle algo sobre Derek que ella desconociera, pero la curiosidad la hizo dudar. Debería haberle cerrado la puerta en las narices pero no lo hizo.
—Salí a andar sin rumbo fijo y llegué hasta aquí sin proponérmelo. Pero no voy a entretenerte mucho tiempo, yo también estoy cansada.
Megan cerró la puerta, para quitar la cadena de seguridad y volvió a abrir. No pensaba dejarla pasar más allá del recibidor del salón.
—Tengo la lengua pegada al paladar. —Sus labios rojos le sonrieron—. ¿Serías tan amable de ofrecerme un vaso de agua?
—Faltaría más —dijo, sin ninguna emoción—. Ahora mismo vuelvo.
La mujer no la esperó en el salón, sino que se tomó la licencia de entrar en su casa y aparecer en su cocina cuando Megan vertía el agua de la botella mineral en un vaso.
Ese gesto insolente la puso de malhumor.
—Te doy cinco minutos.
Le entregó el vaso. La mujer inspeccionaba meticulosamente su cocina.
—Tienes buen gusto.
—No creo que estés aquí para hablarme de decoración —dijo secamente.
—Tienes razón. —Sonrió, antes de dar un sorbo—. Quiero que te alejes de Derek. Le has cautivado con tu belleza y con tu juventud, pero le conozco, y cuando la emoción inicial se diluya, se dará cuenta de que no eres la mujer que le conviene.
—¿Has venido a decirme que tú sí eres esa mujer? —preguntó con mordacidad.
Los rasgos de Annabelle se endurecieron bajo la visera de su gorra de béisbol.
—He estado a su lado en los últimos años. He cuidado de él y de Martha y no pienso tolerar que tú destruyas todo por lo que he luchado.
Su tono se alzó y el brillo verde de sus ojos se tornó maléfico.
—Creo que le corresponde a Derek decidir con quién quiere estar.
Annabelle se quitó la gorra, que dejó sobre la encimera, y se atusó los rizos rojos. A continuación, se paseó lentamente por la cocina bajo la mirada cautelosa de Megan. No le gustaba esa mujer y quería que se marchara de su casa.
—Siento que no tengas en cuenta mi consejo, te creía más inteligente que las otras.
La mano delgada y cubierta de anillos de plata de Annabelle se pasó lentamente por la superficie de la encimera, como si la acariciara.
—¿Qué otras? —inquirió con el ceño fruncido.
La mujer sonrió y se detuvo junto a los cuchillos de cocina.
—La maestra, la drogadicta… Ellas también estaban empeñadas en arrebatarme a Derek. Salvo que no lo consiguieron. —Annabelle tomó un cuchillo por el mango de madera y lo extrajo lentamente de su estuche. La luz blanca del techo le arrancó a la hoja un escalofriante destello y luego pasó la yema del dedo índice sobre el filo—. Y tú tampoco.
A Megan se le paró el corazón y, justo después, una acuciante sensación de alarma le alteró los latidos y bombeó su corazón frenéticamente. No tardó mucho en comprender las implicaciones de aquella confesión, y pese a que sabía que estaba en peligro, su necesidad por conocer salió a flote y se impuso a su instinto de supervivencia.
Megan dio un paso atrás y sus talones toparon con el frigorífico. Sin apartar la mirada de la mujer, que parecía fascinada por el brillo que desprendía la hoja del cuchillo, Megan puso orden en su cabeza y las piezas encajaron una tras otra.
—Mataste a Charleze y también a Emily…
—La muerte de Charleze fue menos desagradable que la de Emily, al menos no tuve que mancharme las manos de sangre. —Su voz sonó cantarina y erizó el vello de Megan—. Un empujón fue suficiente para ayudarla a decidirse. En cambio, la perra de Emily luchó con uñas y dientes. Aunque no le sirvió de mucho.
La visión del cuchillo de veinte centímetros de hoja que Annabelle esgrimía en la mano era escalofriante. Y Megan no tenía ninguna duda de que iba a utilizarlo contra ella. Estudió sus opciones mientras una fría pátina de sudor le cubría la espalda y la nuca. «Mantén la calma», se dijo. Si Annabelle olía su miedo saltaría sobre ella al mínimo movimiento. Tenía que ganar tiempo.
La mujer bloqueaba la salida exterior al patio trasero, por lo que su única escapatoria era correr hacia la puerta que comunicaba la cocina con el pasillo. Para ello debía bordear la mesa y ser mucho más rápida que la mujer, pues ambas estaban a la misma distancia de la puerta.
—Y luego lo planeaste todo para que inculparan a Cole…
—Fue pan comido. Todas sabemos cuál es la parte de su cuerpo que Ben utiliza para pensar. —Sonrió con gesto triunfal—. Me lo puso en bandeja.
Annabelle hizo un movimiento leve y Megan lanzó una rápida mirada hacia la puerta.
—Sabías que Cole era un policía corrupto.
—Así es —aseveró—. Tienes una mente muy ágil, lo hilas todo con mucha rapidez.
A Megan se le secó la boca.
Annabelle no estaba loca, sabía muy bien lo que hacía. Tenía una mente brillante y maquiavélica, y eso la convertía en una persona extremadamente peligrosa.
—¿Cómo supiste que La Orquídea Azul era una tapadera? —continuó indagando; tenía que distraerla hasta que encontrara el momento oportuno de huir.
Annabelle la miró un instante sin decir nada. Su expresión era tan demencial que a Megan se le aceleró la sangre en las venas. Había una total ausencia de humanidad en sus ojos verdes, que estaban sedientos de odio y venganza. Entonces esbozó una sonrisa siniestra.
—¿De qué te sirve saberlo si vas a morir? —Annabelle dio un par de pasos y Megan hizo lo propio en la dirección opuesta. Sólo la mesa de la cocina las separaba—. Sin embargo, trataré de satisfacer tu curiosidad, es lo mínimo que puedo hacer por ti. —Anabelle se detuvo y en el silencio que sucedió, Megan casi oyó los latidos de su corazón desbocado—. Estaba en la cama con Cole, acabábamos de echar un polvo cuando recibió una llamada de Harris que él contestó desde otro teléfono. Escuché la conversación, tuve el presentimiento de que me beneficiaría de alguna manera y no me equivoqué. —Sonrió—. Al parecer, la señorita Williams había estado curioseando en el ordenador de Helsen y había descubierto sus negocios ilegales. —Movió la cabeza lentamente y un rizo rojo se escapó del resto y le acarició la ceja derecha—. Harris le dijo a Cole que la quitara de en medio pero Cole se opuso. Estúpido cobarde —dijo con desprecio—. Sin embargo, las circunstancias me brindaron la oportunidad de matar a Emily y que las sospechas recayeran en Cole.
—No entiendo por qué la mataste, ella y Derek sólo eran amigos.
Annabelle continuó rodeando la mesa, con el cuchillo en alto y la mirada clavada en ella. Megan retrocedió de espaldas, con los sentidos alerta y aguardando a que se diera la ocasión para echar a correr.
—Eso es lo que él me dijo, pero tarde o temprano habría acabado sucediendo. Emily era una zorra sin escrúpulos que puso todo su empeño en arrebatarme a Derek.
La voz de Annabelle se alzó con irritación y Megan reparó en que las personas que sufrían de una grave perturbación emocional podían resultar doblemente peligrosas cuando se enfurecían. Podría haber intentado calmar sus ánimos si ella no estuviera en tan delicada situación. Annabelle había ido a matarla porque tenía una relación amorosa con Derek, y no había nada que Megan pudiera hacer o decir para cambiar eso.
—Encontraron el arma del crimen en la casa de Cole…
—Ya te he dicho que nos acostábamos juntos. Entro y salgo de su casa muy a menudo. Tomé prestado el punzón y volví a dejarlo en su sitio. Y ahora dime. ¿Cómo quieres que lo hagamos? ¿Jugamos al gato y al ratón o prefieres una muerte más digna? Estoy cansada de tanta cháchara.
El tiempo se había agotado. Las aletas de la nariz de Annabelle se habían dilatado y respiraba profundamente, como excitada por la emoción de lo que se proponía llevar a cabo. Su siguiente movimiento fue más ágil. Sosteniendo el cuchillo en alto, Annabelle rodeó la mesa por completo y se abalanzó sobre Megan.
Desde que hallara el cadáver de Emily tendido en su cama, Megan había escenificado constantemente cómo habrían sido los últimos minutos de su vida. ¿Habría sufrido? ¿Habría tenido una muerte rápida o, por el contrario, había sido lenta y agónica? ¿Durante cuánto tiempo tuvo que convivir con el terror de verse asaltada en su propia casa por una persona dispuesta a matarla? Dada la cercanía de ese caso en cuestión, Megan había ahondado en él con mayor detenimiento que en otros y había llegado a la conclusión de que debió de ser espantoso.
Pero la vida estaba repleta de giros inesperados y ahora ya no tenía que hacerse más preguntas. Ahora estaba experimentando en su propia piel el horror que debió de sufrir Emily.
Megan alcanzó la puerta que comunicaba con el pasillo y corrió hacia el salón. Detrás de ella, un gruñido gutural, como el que se oiría si se abrieran las puertas del infierno, la alertó de que la mujer estaba casi encima de ella. Megan no quería malgastar energías en imaginar lo que sentiría si le clavaba el cuchillo por la espalda, debía concentrarse en escapar.
El pasillo que conducía hacia el salón era un trecho de siete metros, pero a Megan le pareció que sus piernas se movían a cámara lenta, como si estuviera atrapada en una pesadilla. El miedo aceleró su corazón y transformó su respiración en ruidosos jadeos, amortiguados por las imprecaciones que Annabelle lanzaba a sus espaldas.
Megan llegó ilesa al salón y corrió hacia la puerta de la calle. El impulso de la carrera la hizo chocar contra ella y se hizo daño en los antebrazos cuando los alzó para amortiguar el golpe. Echó un rapidísimo vistazo por encima de su hombro mientras sus manos torpes y temblorosas maniobraban con el pomo de la puerta. No se abría y Megan tuvo ganas de gritar, pero Annabelle acababa de detenerse en medio del salón, dejando escapar una siniestra risa que le revolvió el estómago.
—¿Es esto lo que buscas?
Sin soltar el pomo de la puerta, Megan se giró lo suficiente para observar a la mujer. En una mano sujetaba el cuchillo, que parecía mucho más grande en aquella mano pequeña y pálida. Las largas uñas pintadas de rojo contribuían a que la imagen fuera un poco más espeluznante. De la otra mano que Annabelle alzaba en el aire pendían las llaves de su casa, que hicieron un ruido metálico al chocar entre sí. ¿Cuándo se habría apoderado de ellas? ¿Cuándo había tenido la oportunidad de cerrar la puerta con llave? Aún presa de la angustia, Megan fue capaz de rebobinar hasta llegar al momento en el que Annabelle le pidió un vaso de agua y ella la dejó sola. Siempre dejaba las llaves sobre el recibidor que tenía en la entrada. Se lo había puesto demasiado fácil.
—¿Me consideras tan estúpida como para dejar la puerta abierta?
Annabelle chasqueó la lengua y volvió a introducir las llaves en el lugar de donde las había sacado: el bolsillo de su pantalón de deporte. Después, volvió a alzar el puñal por encima de su cabeza y arremetió contra ella. Megan la esquivó y corrió hacia la otra parte del salón, interponiendo entre ambas la gran mesa de nogal que rara vez usaba pues siempre comía en la cocina. El miedo le dio agallas y, en lugar de echarse a temblar, se imbuyó de valor y se enfrentó a Annabelle con todos los recursos de los que disponía. Estos no eran muchos, no había nada a mano que pudiera servirle para luchar contra ese enorme cuchillo. Tendría que ser más lista.
Annabelle estaba en el otro extremo de la mesa. Tenía los ojos muy abiertos, sedientos de sangre y brillantes de odio, y cualquier resquicio de cordura ya hacía rato que había desaparecido de ellos. Su respiración era tan errática y superficial como la suya, y tenía el labio superior cubierto de sudor.
—No esperaba que me lo pusieras fácil. Aunque reconozco que así es mucho más excitante —sonrió.
Tenía que volver a la cocina y salir al jardín trasero, era la única salida posible ahora que la puerta estaba cerrada y no tenía las llaves. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y huyó hacia la derecha cuando Annabelle rodeó la mesa por su izquierda. El cuchillo pasó muy cerca de su cuerpo, casi le pareció oír el silbido que produjo al cortar el aire.
Megan saltó sobre el sofá para ganar tiempo y sus pies se hundieron y se enredaron con los cojines. Cayó al suelo y se golpeó la cabeza con la mesa de café, pero el golpe no la atontó y pudo esquivar el cuchillo que se cernía sobre ella y que se clavó con furia sobre la alfombra del suelo, rozándole la espalda. Annabelle tiró del arma y, empuñándola por encima de su cabeza, volvió a atacarla de manera implacable, dispuesta a acuchillarle las entrañas.
Los gritos de una y de otra, los unos de excitación y los otros de miedo, se mezclaron en el aire.
Megan sujetó la muñeca de Annabelle cuando el cuchillo estaba a escasos centímetros de su cuerpo y forcejeó con ella. Le giró la muñeca con ambas manos y trató de desviar su curso. La mujer era menuda y Megan creyó que esas circunstancias jugaban a su favor, pero Annabelle tenía una fuerza inaudita, potenciada probablemente por su estado de enajenación.
Megan consiguió arrancársela de encima y Annabelle perdió el equilibrio. Cayó a su lado pero no soltó el arma, que volvió a esgrimir contra ella antes de que Megan consiguiera ponerse en pie.
La sensación de la hoja afilada atravesándole la piel, los músculos y chocando contra el hueso, fue espantosa, mucho peor de lo esperado. Sintió que la sangre le empapaba la camiseta y que el dolor palpitante se tornaba agudo tras el pinchazo inicial. Vio la hoja ensangrentada cerca del rostro perturbado de la mujer y calculó que había introducido al menos cinco centímetros de esa cosa en su cuerpo, por debajo de la clavícula. Analizó los daños mientras giraban por el suelo y aunque la visión de la sangre era alarmante y el dolor insoportable, creía que ningún órgano vital había sido dañado.
Annabelle se golpeó la cabeza con la sólida pata de la mesa y cesaron de girar. Megan aprovechó su repentino aturdimiento para zafarse de ella. Le faltaba la respiración. Pero la conmoción de Annabelle fue efímera y tuvo un efecto indeseado, pues pareció agravar su psicosis. Megan se llevó una mano al pecho y se presionó la herida. Sus piernas se habían vuelto a poner en movimiento pero ahora parecían de goma. Los gruñidos fieros de Annabelle la alertaron de que tenía que alcanzar la salida trasera antes que ella, y Megan corrió de regreso a la cocina con el corazón golpeando frenéticamente contra las costillas. Le ardían los pulmones y estaba cubierta de una pátina de sudor frío.
Megan alcanzó la puerta de la cocina con tanta rapidez que se golpeó el hombro contra el marco de madera. El impacto fue brutal y la hizo retroceder. Megan se tambaleó y chocó de espaldas contra la pared de enfrente. La herida rugió y el aire se le escapó de los pulmones. Los ojos se le abrieron desmesuradamente y un grito de horror escapó de su garganta reseca cuando el cuchillo surcó el aire y trazó un ángulo mortífero. Se retiró a tiempo y logró entrar en la cocina mientras Annabelle acuchillaba el aire.
Se le desencajó el rostro cuando llegó a la puerta. ¡Estaba atascada! Tiró con todas sus fuerzas hasta que la sangre de la herida salió a borbotones y se expandió por la camiseta. A no ser que una fuerza sobrenatural estuviera interactuando en su contra, la puerta debería abrirse porque el cerrojo estaba descorrido.
—No te empeñes en abrirla, está atrancada. Até el otro extremo de la cuerda en la reja de esa ventana. —Su risa era glacial y le heló la sangre—. Vas a morir —sentenció, acercándose lentamente a ella.
—¡Ni lo sueñes! —le gritó en un alarde de valentía.
Pero lo cierto es que Megan se sentía atrapada, como si hubiera llegado al final del túnel y no hubiera más salidas. Tenía toda la camiseta cubierta de sangre y sentía un entumecimiento y un ligero hormigueo en el brazo derecho. Comenzaba a sentirse débil y las fuerzas la iban abandonando a medida que la sangre manaba de la herida abierta.
Se mantuvo apartada de Annabelle interponiendo la mesa entre ambas y constató que los utensilios de cocina con los que habría podido defenderse estaban lejos de su alcance. La ventana de la cocina tenía un enrejado metálico que le imposibilitaba escapar por ahí, pero si lograba llegar hasta su dormitorio tendría una posibilidad de huir. Necesitaba ganar unos segundos, no podría alzar la contraventana y salir al exterior con Annabelle pisándole los talones. La acuchillaría antes de poner un pie en el alféizar.
Aquel pensamiento nada alentador la sumió en la desesperación y, de repente, un estallido de rabia se apoderó de ella. Megan encaró a Annabelle como si hubiera despertado de un letargo. Levantó la mesa sobre dos de sus patas y la arrojó contra la mujer haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban. Escuchó un grito de sorpresa y Annabelle cayó hacia atrás. Sin embargo, su mano continuó aferrada al cuchillo como si se tratara de un apéndice.
Megan aprovechó los valiosos segundos de ventaja y echó a correr hacia su cuarto. La cabeza le dio vueltas como si acabara de bajarse de un tiovivo y pensó que le daría un infarto, porque el corazón le latía a un ritmo imposible. No obstante, verse atrapada en una situación de vida o muerte impulsó su adrenalina y no la permitió desfallecer.
Tras su espalda, oyó un estruendo y una retahíla de juramentos. Los pasos de Annabelle le indicaron que ya se había puesto en pie y que iba en su busca.
Jadeando por la carrera y el pánico, Megan levantó la contraventana, se alzó con los brazos y asomó medio cuerpo al oscuro exterior. La ventana de su dormitorio daba a un lateral de la casa y, si gritaba lo suficientemente alto, tal vez alertaría a alguien de que se encontraba en peligro. Megan gritó hasta quedarse afónica mientras se arrastraba hacia el exterior valiéndose de las manos y del impulso de sus piernas.
El afilado cuchillo volvió a traspasarla. El dolor en la parte posterior del muslo derecho paralizó sus gritos y los ojos se le cubrieron de lágrimas. Ya no le salía la voz y un gemido lastimero escapó de su irritada garganta. Annabelle rió detrás de ella y retorció su mortífera arma por el mango, clavándosela más profundamente en la carne. Megan volvió a gritar hasta que perdió la voz. Las fuerzas la habían abandonado cuando la mujer tiró de su cintura hacia el interior de la habitación.
El cuchillo todavía le atravesaba el muslo cuando sus pies tocaron el suelo. Annabelle la agarró por el pelo y la arrojó contra la cama. Después, la mujer recuperó su arma dando un fuerte tirón, y la sangre manó a borbotones. Megan tuvo miedo de que hubiera tocado alguna arteria principal, pero no debía preocuparse por nimiedades; estaba tumbada en la cama, indefensa, y Annabelle blandía el puñal por encima de su cabeza.
—¿Qué se siente cuando se está a punto de morir? —inquirió Annabelle.
El brillo de sus ojos era tan mortífero como el del cuchillo que comenzó a descender hacia ella. Megan alzó los brazos en un último intento por protegerse, pero entonces todo se cubrió de tinieblas y de sangre.