Capítulo 2

No era muy ético andar pensando en lo atractiva que era la joven cuando el cadáver de Emily todavía estaba caliente. La señorita Lewis tenía unos ojos fascinantes, del mismo color que el cielo en invierno. Era una mujer muy femenina y las prendas elegantes que vestía —una blusa blanca sin mangas y una falda negra que le llegaba hacia la mitad de los muslos— revelaban que tenía clase. Su falta de profesionalidad le aturdió y la achacó a que era tarde, a que estaba cansado y a que la muerte de Emily le había afectado más de lo que imaginaba.

—No es sospechosa y no necesita un abogado. Cuénteme cómo descubrió el cuerpo.

Megan procedió a poner en orden sus pensamientos.

—Emily suele… solía cuidar de Abby cuando yo me marchaba a trabajar. Abby es mi perrita —le explicó, acariciando sus pequeñas orejas—. Vine a recogerla a eso de las nueve, pero la puerta estaba entornada y el suelo cubierto de sangre. En un principio pensé que era de Abby. —Movió la cabeza y su voz tembló ligeramente—. Entré en la casa y fui hacia su dormitorio, creí que Emily podía estar malherida y que necesitaría mi ayuda.

El vello de la nuca se le puso de punta al sumergirse en los detalles. Era posible que tuviera pesadillas esa noche. Con gesto nervioso se colocó un mechón de cabello rubio por detrás de la oreja y un espasmo volvió a contraerle el estómago, todavía resentido. Megan le lanzó una mirada cautelosa y él la instó a que continuara mientras se acariciaba la descuidada barba que ensombrecía su mandíbula.

—Hallé su cuerpo, pero no sabía si todavía seguía con vida, así que lo comprobé. Tuve que entrar en el baño y después procedí a llamarles. —Las náuseas volvieron a removerle el estómago—. Es todo cuanto puedo decirle.

—¿Dice que la puerta estaba abierta cuando llegó?

—Estaba entornada.

Lo primero que Derek comprobó al entrar en la casa fue que la cerradura no estaba forzada. Emily había abierto la puerta voluntariamente. ¿Conocería a su asesino?

—¿Desde cuándo la conocía?

—Desde que se mudó a Hazelwood hace un año aproximadamente. Al principio sólo nos saludábamos cuando nos cruzábamos por la calle, pero luego tuve a Abby y ella comenzó a mostrarse más simpática. Le encantaban los animales y por eso le pedí que me echara una mano con Abby. —Hizo una pausa para tragar saliva y aflojar el nudo que sentía en el estómago. Derek observó que la curva de su garganta se movía con elegancia—. Desconozco su vida privada, Emily no tenía excesiva relación con los vecinos.

Derek sabía que no mentía. Emily podía ser sociable cuando quería pero, por regla general, era una persona recelosa que no compartía sus intimidades con nadie.

—¿Solía Emily recibir visitas? ¿Alguna vez vio a alguien o algo que le llamara la atención?

Megan se encogió de hombros.

—No sabría decir. Ni siquiera sé a qué se dedicaba.

«Era modelo», pensó Derek. O, al menos, eso era lo que Emily le había contado.

El autocontrol de Megan pendía de un hilo y pese a que trataba de aferrarse a él, se desvanecía como la arena entre los dedos. La tensión volvió a causar estragos en su cuerpo. Tenía el estómago revuelto y trató de reprimir una arcada. El olor a sangre aún seguía flotando en el ambiente y tuvo la sensación de que por mucho que se alejara de allí jamás conseguiría hacerlo desaparecer.

Dejó a Abby sobre el sofá y echó a correr hacia el baño. Se arrodilló frente al inodoro y levantó la tapa para vomitar, aunque ya no le quedaba nada sólido en el cuerpo. Tenía el estómago vacío y dolorido. Una mano se posó sobre su hombro y Megan se sintió humillada. El agente era muy atractivo, la clase de hombre con el que le habría gustado tener un encuentro entre velas perfumadas y música suave, no en el baño de su vecina mientras ella vomitaba. Él no dijo nada, permaneció a su lado con la mano apretando delicadamente su hombro mientras ella se recomponía. La ayudó a levantarse asiéndola por encima del codo y Megan se lo agradeció con un susurro. Luego procedió a enjuagarse la boca.

Esta vez evitó mirarse al espejo porque sabía que tenía un aspecto horrible y no deseaba confirmarlo, menos todavía delante de un hombre tan atractivo como el agente Taylor.

—Volvamos al sofá, necesita sentarse.

Regresaron al salón y Megan se dejó caer sobre el sofá con abatimiento. Tras recomponerse la falda, Abby acudió a su lado y ella deslizó los dedos entre los suaves rizos blancos de su cabeza.

—¿Se encuentra mejor?

Megan alzó la vista y se encontró con esa penetrante mirada azul que la hacía sentir tan consciente de su feminidad. Él se había sentado a su lado e irradiaba tanto calor y protección que le habría gustado que volviera a tocarla para sentir su energía.

—Sí. —Un sudor frío le cubría la espalda, pero las náuseas habían remitido—. Lo siento.

—No tiene por qué disculparse. —Una perezosa sonrisa perfiló sus labios—. Necesito hacerle algunas preguntas más.

—De acuerdo.

—¿Sabe si Emily tenía un horario fijo de entradas y salidas o éstas eran intempestivas?

—Sé que trabajaba por las noches y que se pasaba las mañanas durmiendo. Solía marcharse sobre las nueve y a veces oía su coche cuando regresaba de madrugada. Pero eso es todo cuanto sé.

Su respuesta hizo que Derek reflexionara sobre las mentiras que Emily le había contado. Las modelos de lencería, como ella había dicho que era, no trabajaban por las noches.

—Agente…

—Taylor, Derek Taylor.

La casa olía a muerte y a sangre, pero había algo muy vivo en la mirada del agente Taylor. Su imponente presencia no hacía más que enfatizar lo desamparada que se sentía. Estaba alterada, todavía abrumada y con las emociones desbocadas.

—¿Puedo marcharme ya a casa, agente Taylor? Estoy realmente cansada.

El otro agente interrumpió la conversación tras aparecer por la puerta del salón.

—No creo que tenga relación con los asesinatos de Bloomfield. —Guardó su arma en la pistolera.

Megan conocía la historia de los asesinatos cometidos en el distrito de Bloomfield pues su compañero Tommy Green estaba al cargo de la investigación. La policía todavía no había encontrado al asesino, pero Emily no era una de sus víctimas. Megan había leído lo suficiente para corroborar la afirmación del policía.

Varios minutos después, la casa de Emily se convirtió en un hervidero de entradas y salidas. Megan vio desfilar a agentes de policía, funcionarios de instrucción, peritos, fotógrafos, dactiloscopistas, al médico forense, expertos en criminalística y al juez de instrucción. Megan había visto al rechoncho juez Sullivan en algunos juicios en los que siempre era implacable con los criminales. Gozaba de tener la mano muy dura con éstos y de aplicar las penas en su grado máximo. Mientras el hombre procedía al levantamiento del cadáver, Megan deseó que fuera él quien juzgara al asesino.

En circunstancias normales, a Megan le habría gustado permanecer en el foco de la investigación hasta que se lo hubieran permitido, pero estaba exhausta y los oídos le zumbaban debido a aquella algarabía de voces. Hacía un minuto que el agente Taylor la había dejado sola y Megan aprovechó que se creía a salvo de las miradas de los policías para dirigirse a la salida. Cuando estaba a punto de atravesar la puerta la voz del detective Taylor la hizo parar en seco.

—Señorita Lewis. —Megan giró sobre sus talones y estuvo a punto de chocar contra él. Derek la tomó por los antebrazos para evitarlo y Abby se removió entre sus brazos—. Si recuerda algo más, llámeme. —Sacó una tarjeta del bolsillo trasero de sus vaqueros y se la tendió—. A cualquier hora del día.

Megan tomó la tarjeta y asintió. Ahora que podía observarlo con mayor detalle se fijó en que el policía tenía ojeras y que, si seguía despierto, probablemente se debía a una buena dosis de cafeína.

—El agente Cole la acompañará a su casa.

Antes de que pudiera negarse, el joven policía acudió a su lado.

—No necesito niñera, vivo al otro lado de la calle.

—La acompañaré encantado. —Cole se adelantó hacia la puerta.

El agente Taylor la miró por última vez antes de marcharse para proseguir con la investigación. Le habría gustado ser él quien la acompañara a casa para asegurarse de que llegaba en condiciones, pero tenía cosas muy importantes que hacer allí y que no quería delegar. Le asaltó el presentimiento de que volvería a verla. Y el pálpito fue agradable.

El cielo estaba tachonado de estrellas y la noche era silenciosa y cálida, pero Megan todavía tenía el frío metido en los huesos. Daba la impresión de que no entraría en calor ni aunque se envolviera en una manta eléctrica. Megan inhaló el perfume Emporio Armani que el detective Cole llevaba puesto, pero eso no borró de su memoria el olor acre de la sangre.

—¿Crees que estarás bien?

—Lo estaré. —Intentó sonreír mientras cruzaban la calle.

—Trata de dormir un poco y piensa en cosas agradables. Mañana cuando despiertes todo te parecerá un sueño.

—Una pesadilla más bien.

Cuando llegaron al umbral de su casa, Megan abrió el bolso y buscó las llaves. Reconocía que sus funciones básicas andaban bastante alteradas y que, probablemente, la mirada del hombre no pretendía ser licenciosa, pero a Megan se lo pareció.

—¿Prefieres que entre contigo para echar un vistazo?

—Gracias, detective Cole, pero no será necesario. —En casa se sentía segura y sabía que allí dentro no la aguardaba ningún peligro.

—Llámame Ben. —Adelantó la mano para estrechar la suya—. Creo que no nos hemos presentado formalmente.

Aunque el miedo estaba impreso en su rostro y desvirtuaba sus facciones, esa mujer tenía una apariencia tan sensual y era tan atractiva que Ben no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión de abordarla. Pero la señorita Lewis estrechó formalmente su mano y eludió el coqueteo cuando se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta antes de meter la llave en la cerradura.

—Gracias por acompañarme.

Megan desapareció en el interior de su casa y condenó la actitud del policía, que le pareció muy poco profesional dadas las circunstancias. Abby se había quedado dormida entre sus brazos y Megan apoyó la espalda contra la pared. Cerró los ojos y exhaló suavemente una bocanada de aire. Escuchó los pasos del agente alejándose por la entrada y un ligero murmullo que provenía de la casa de enfrente.

En la suya reinaba el silencio, pero no se quedaría tranquila hasta que comprobara puertas y ventanas. Le habría encantado echarse a dormir, aunque no estaba segura de poder hacerlo; además, tenía trabajo que hacer. Si quería que la noticia apareciera en los titulares de la mañana siguiente debía ponerse cuanto antes.

Megan se dio una ducha rápida, tomó el portátil y se metió con él en la cama. Después llamó a Preston Smith y le contó lo sucedido. Por un lado, necesitaba sacarlo fuera, y hablar con Preston siempre la hacía sentir mejor. Era un periodista muy veterano que había dedicado toda su vida a investigar el mismo campo que ella. Cuando Megan perdía los nervios o el trabajo la afectaba psicológicamente por las atrocidades que veía, Preston la ayudaba a desdramatizar la situación.

No hablaron mucho tiempo por teléfono, lo necesario para poner a Preston en antecedentes y para asegurarse de que la noticia era suya. No era la única periodista del Pittsburgh Enquirer que investigaba asesinatos violentos y existía cierta rivalidad con algunos de sus compañeros.

Escasos minutos antes de las tres de la madrugada, Megan concluyó el artículo y lo envió por correo electrónico a sus compañeros de imprenta. Luego se envolvió entre las sábanas y esperó a que el sueño la venciera.

En ocasiones tomaba el camino del aeropuerto para ir al trabajo. Era más largo y había más tráfico, pero las vistas de la ciudad eran preciosas y la relajaban. La embargaba una sensación de plenitud cada vez que atravesaba el puente Smithfield sobre el río Monongahela y era fascinante contemplar su confluencia con el río Allegheny. Justo en el vértice donde se unían ambos ríos estaba situada la formidable fuente denominada Point Park, cuyos portentosos chorros de agua parecían acariciar el cielo. La inesperada vista de ambos ríos era bellísima, engrandecida a su vez por el Triángulo Dorado, que era el distrito empresarial, comercial y artístico de la ciudad.

Megan había nacido y crecido en Allentown, pero no tenía ningún vínculo con aquella ciudad salvo un pasado del que deseaba alejarse tanto como le fuera posible. A los dieciséis hizo la maleta y se marchó a Pittsburgh. Había ahorrado durante tres largos años el dinero que su vecina le pagaba por cuidar a sus hijos y lo ocultó bajo la funda del colchón de la cama, para asegurarse de que ninguno de los miembros del último hogar de acogida al que la enviaron los de asuntos sociales pudiera encontrarlo.

Durante los dos primeros años en Pittsburgh solía sentarse en un banco que había frente a la universidad. Allí pasaba las horas fantaseando con ocupar el lugar de los estudiantes que se paseaban por el campus con los libros cargados bajo el brazo. Megan quería estudiar y cambiar su destino, alterar el rumbo de una vida que parecía abocada al fracaso. Quería ser periodista y contar cosas al mundo, por lo que todos sus esfuerzos estuvieron encaminados a conseguir atravesar las puertas de la universidad.

Pittsburgh le parecía la ciudad más hermosa del mundo. La encandilaban los grandes espacios, los numerosos parques de recreo y la inmensa variedad de caminos para practicar actividades al aire libre. Se enamoró de sus ríos y de los múltiples puentes que los cruzaban, de los paseos en barco al atardecer y de los restaurantes variados que había en las riberas. La cautivaron las tierras agrícolas del oeste y los hermosos paisajes que se extendían al pie de los montes Apalaches.

Sentía que Pittsburgh era su verdadero hogar.

El Pittsburgh Enquirer estaba ubicado en el Triángulo Dorado, en un complejo de oficinas de uno de los edificios más altos y estilizados que había junto al grandioso castillo de cristal. Tenía varios ascensores exteriores con vistas espléndidas al Triángulo Dorado y al Gateway Center, uno de los centros comerciales más bonitos y modernos del país.

Durante los primeros meses de trabajo en el periódico, Megan siempre utilizó los ascensores internos. Tenía vértigo y una imaginación demasiado prolífica. A pesar de que era un mecanismo seguro, ella no estaba convencida de que no fuera a averiarse hacia la mitad del camino para quedar suspendida durante horas en el aire. Fue Jim Randall, por aquel entonces redactor jefe, quien la convenció de que los utilizara. Él la asió por los brazos y la empujó dentro del terrorífico aparato. Después la besó durante todo el trayecto y Megan ya no volvió a usar los ascensores internos.

Hugh Fagerman abandonaba uno de éstos cuando Megan tomaba el pasillo de la oficina. Él sonrió con los aires del que se cree infalible con las mujeres y saludó a Megan con su innata aunque falsa simpatía.

—Buenos días, Megan.

—Buenos días. —Ella le miró con una ceja ligeramente alzada—. Has madrugado.

Su comentario mordaz no provocó en él otro efecto más que sus labios se curvaran en una sonrisa todavía más amplia.

—¿Estás enfadada por haber perdido la oportunidad de meterte conmigo en la cama?

—No creo que la haya perdido, Hugh. Pero por el bien de Sheryl me alegraría profundamente de que así fuera. —Y aceleró sus pasos.

—Lo hemos decidido de un día para otro —comentó—. Sé que piensas que me caso con Sheryl para conseguir el puesto de redactor jefe.

—Ah, ¿y no es así? —preguntó con sarcasmo.

Hugh se encogió de hombros.

—Puedes pensar lo que quieras, pero si intentas perjudicarme contándole a Sheryl alguna historieta, me volveré implacable contigo.

—Si Sheryl no quiere darse cuenta de lo cretino que eres, es su problema. Pero yo no soy tan estúpida como ella, así que no permitiré que me pisotees.

—Admítelo, en el fondo estás celosa y si no te lo montas conmigo es porque eres demasiado orgullosa.

—Antes me cortaría las venas.

Megan tomó el pasillo de la derecha y se alejó de él. Los amplios ventanales ofrecían fascinantes vistas de Point Park, pero no paliaron el efecto irritante que le provocaba la presencia de Hugh.

La redacción del periódico era su segundo hogar. La oficina era muy espaciosa y la combinación de los colores pastel junto a la cara madera del mobiliario y los equipos informáticos de última generación le conferían un aspecto ostentoso y moderno. El Pittsburgh Enquirer era uno de los dos periódicos con más renombre y prestigio de la ciudad, por lo que Preston Smith podía permitirse todos esos lujos.

No se detuvo a hablar con Hannah, aunque su compañera le comentó que tenía un aspecto horrible. Claro que lo tenía, su sueño había sido intermitente y agitado. Cada vez que despertaba recordaba el momento en el que sus ojos toparon con el cadáver de Emily y luego le costaba horrores volver a conciliar el sueño.

Megan encendió el ordenador pero no tomó asiento, Sheryl le indicó que Preston Smith la esperaba en su despacho.

La expresión de su jefe era seria hasta cuando sonreía. Pero era un buen tipo y sus empleados le respetaban. El trabajo era lo más importante para él, trabajaba tantas horas como cualquiera, y Megan sabía que la apreciaba, entre otras cosas, porque ella jamás salía a su hora. Estaba sentado detrás de su pesada mesa de roble y la pantalla azul del ordenador se reflejaba en sus gafas. Preston alzó la cabeza cuando Megan abrió la puerta y le indicó que pasara y tomara asiento. Después cogió el teléfono y le dijo a Sheryl que no le pasara llamadas.

—¿Cómo estás? —le preguntó Preston.

—Bien, creo —vaciló—. Fue terrible, pero ya no veo el cadáver de Emily cada vez que cierro los ojos.

—Deberías tomarte libre el resto del día, Megan. —Ella abrió mucho los ojos porque nunca creyó que oiría esas palabras de labios de su jefe—. Has vivido una experiencia amarga y te has pasado parte de la noche trabajando. ¿Has dormido?

—Un poco.

—Un poco no es suficiente. Te quiero al cien por cien y tus ojeras me indican que sólo estás al treinta por ciento.

Su reprimenda sonaba un poco paternalista y Megan sonrió.

—Estoy bien, de verdad. Trabajar es precisamente lo que necesito.

Él la escudriñó en busca de señales que confirmaran sus palabras y pareció encontrarlas.

Hablaron durante un buen rato del asesinato de Emily. Como se había decretado secreto de sumario, la única línea de actuación que quedaba abierta era recurrir a la policía. Pero la policía rara vez cooperaba con la prensa, por lo que, de momento, iban a encontrarse con un montón de puertas cerradas.

Cuando salió del despacho tenía las ideas tan claras como el cielo despejado de la mañana. Emplearía las siguientes horas en describir su experiencia con detalle, antes que el tiempo se encargara de emborronar los recuerdos.

—¿Una mala noche? —le preguntó Hannah en cuanto regresó a su asiento.

—Pésima. —Una vez que la noticia era suya, Megan ya podía hablar con libertad, aunque no pensaba entrar en detalles con Hannah—. Anoche descubrí el cadáver de mi vecina cuando fui a recoger a Abby.

—¡Dios mío! ¿Qué sucedió?

—La asesinaron.

Megan centró su atención en la pantalla de su ordenador y dio por concluida la conversación. Comenzó por el principio, cuando conducía por Hazelwood recordando el lamentable acontecimiento del día y continuó relatando su periplo por la casa de su vecina con el sabor del miedo todavía en la garganta. Cualquier detalle podía ser sumamente importante y por ello se esforzó en ser rigurosa.

Como en su armario ropero predominaban los colores vistosos enseguida halló los pantalones y el suéter negros que buscaba. Se había pasado toda la tarde analizando los pros y los contras de su plan, su parte racional y cauta en contraposición a la intrépida periodista que llevaba dentro. La balanza se inclinó a favor de lo último y Megan se preparó para afrontar su misión. Se vistió completamente de negro ante la atenta mirada de Abby, que la observaba tumbada en su canasto, a los pies de la cama.

—No me mires como si estuviera loca —la reprendió, mientras buscaba en un cajón del armario una pequeña linterna del tamaño de un bolígrafo.

Abby lanzó al aire un enérgico ladrido de censura.

—Cállate, tú ya tuviste ayer tu momento de gloria. Ahora es mi turno.

Megan se metió la linterna en el bolsillo trasero de los pantalones y se miró por última vez en el espejo. Estaba satisfecha con el resultado, excepto por el contraste del cabello rubio sobre las oscuras ropas. Se colocó un gorro negro en la cabeza y tomó de la cocina un par de guantes de látex.

Antes de abandonar la casa se asomó a la ventana para cerciorarse de que no había viandantes paseando por la calle. La anciana señora Murphy, como todas las noches, acababa de recogerse tras su habitual paseo nocturno; y el señor Adams, el médico que vivía en la propiedad colindante a la de Emily, llegaba a casa con su esposa en su Mercedes negro. En cuanto el coche se metió en el garaje, la avenida volvió a gozar de la quietud que le era característica.

El perímetro de la casa de Emily Williams estaba acordonado con cinta amarilla policial, pero Megan burló las restricciones y avanzó hacia la puerta atravesando el jardín como una exhalación. Bajo el tiesto de unas magnolias halló el duplicado de la llave que su vecina guardaba allí para casos de emergencia. Lanzó una nueva mirada por encima del hombro antes de meter la llave en la cerradura. Después despareció tras el tenebroso hueco de la puerta.

Tras cerrarla permaneció unos segundos inmóvil, acostumbrando los ojos a la oscuridad y los oídos al silencio aplastante que la envolvía. Cada vez que pensaba en que la noche anterior habían asesinado a una mujer en esa casa, sentía deseos de salir corriendo por donde había llegado. No siempre era sencillo mantener la cabeza fría y darle esquinazo a la imaginación.

Megan tomó la linterna y enfocó la puerta que había al fondo. Iluminada por el halo de luz trémulo e insuficiente, le pareció más siniestra que la noche anterior. No estaba segura de qué era lo que había ido a buscar, pero su instinto le decía que debía ir hasta el dormitorio principal. Se encaminó hacia la puerta. En el pasillo la oscuridad era total. Sin embargo, se dijo que no había nada a lo que temerle salvo al regusto amargo del recuerdo. Se propuso ahuyentar las horripilantes imágenes que se sucedían en su cabeza sin cesar. No podía evitarlo, pensaba que en cuanto su linterna iluminara la cama volvería a toparse con el cadáver.

Pero allí dentro no había nada aguardándola entre las sombras, nada sobrecogedor esperando la oportunidad de echársele encima.

Los números rojos fluorescentes del reloj de la mesilla de noche indicaban que eran más de las nueve y media. Megan dirigió el lívido halo de luz hacia todos los rincones del dormitorio. Topó con estanterías colgantes repletas de libros y de muñecas de porcelana. Los diminutos ojos de éstas brillaron en la oscuridad con un resplandor demoníaco. Megan bordeó la cama y se dirigió hasta allí. Las zapatillas deportivas produjeron un leve siseo sobre el suelo enmoquetado.

Enfocó los libros y leyó sus títulos. La mayoría de ellos eran textos sobre cómo mantenerse más guapa, más delgada y más a gusto consigo misma. Otros eran de autoayuda, Cómo dejar de fumar, Aprende a comer y cosas por el estilo. Allí no había nada relevante, ningún dato que la pusiera sobre la pista del asesino.

Sobre una pequeña mesita que había debajo de la estantería encontró una cajetilla de cartón que servía de tarjetero. Megan tomó una de las tarjetas y leyó el estampado color lavanda escrito elegantemente sobre el fondo gris: «La Orquídea Azul». Aquel nombre sonaba a agencia matrimonial o a un negocio similar. Al pie aparecía una dirección, el nombre de Emily Williams y un número de teléfono. La guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones.

Se acercó al aparador que había frente a los pies de la cama y, mientras aguantaba la linterna entre los dientes, se sacó los guantes del bolsillo y se los puso. Abrió uno a uno todos los cajones buscando entre las diversas prendas. En el último halló algo que le llamó la atención. Si observaba el mueble desde el exterior, todos los cajones eran de idéntica altura y anchura. Sin embargo, el de la ropa interior tenía menos fondo que el resto. Megan levantó un bonito camisón púrpura y tocó la suave madera. Dio unos golpecitos con los nudillos y descubrió que había un falso fondo. Excitada por el hallazgo volvió a tomar la linterna entre los dientes y tanteó hasta desencajar la madera. El haz de luz enfocó el diario de Emily Williams.

Le sorprendía que la policía lo hubiera pasado por alto. Megan lo cogió, volvió a colocar el falso fondo en su sitio y cerró el cajón. Con impaciencia abrió la cubierta y se topó con una fecha en la primera página. Había empezado a escribirlo hacía apenas dos meses y la última vez que lo hizo fue el día anterior a su muerte.

Entonces oyó un ruido sordo y el diario se cerró bruscamente entre sus manos. Se puso alerta, tan tiesa como el palo de una escoba, y aguzó los oídos hasta que le dolieron los tímpanos. El sonido volvió a repetirse. Era el inconfundible chasquido de una puerta al cerrarse.

Alguien acababa de entrar en la casa.

El corazón comenzó un frenético aleteo contra su esternón y Megan tardó un segundo en valorar sus posibilidades. No podía volver por el pasillo o se daría de bruces con el intruso. La ventana del dormitorio era su única escapatoria. Escuchó pasos que se acercaban y el miedo le atenazó las entrañas y la inmovilizó unos instantes, pero alguien estaba peligrosamente cerca y no podía malgastar ni un solo segundo de su tiempo. Megan se precipitó hacia la ventana y tiró de la doble hoja hacia arriba. Las de su casa se deslizaban como la seda, pero las de Emily se encallaban hacia la mitad. No había hueco suficiente para escapar, así que dejó caer el diario sobre los arbustos del jardín trasero. Ya lo recogería más tarde, cuando hubiera pasado el peligro.

Corrió a esconderse bajo la cama y se sintió horrorizada al contemplar la posibilidad de que el asesino estuviera con ella en la misma habitación. Esperó, contuvo el aliento y cerró los puños tan fuerte que se le clavaron las uñas en las palmas de las manos.

Un potente haz de luz iluminó una fracción del suelo enmoquetado y enfocó la espeluznante mancha de sangre. Megan quiso cerrar los ojos.