Capítulo 6
El sepelio de Emily Williams fue tan triste como la muerte que había tenido. El césped del cementerio estaba verdísimo y las tumbas adyacentes estaban recubiertas de una miríada de flores de variados colores, pero no eran muchos los que habían acudido a su entierro. Los cipreses se erigían majestuosos hacia un cielo de rabioso azul celeste, y un pequeño grupo de personas hacían un círculo en torno a la fosa recién excavada. El reverendo recitaba unas palabras de la Biblia que sostenía entre las manos, pero no había ni un solo rostro compungido. Helsen lo intentaba denodadamente, pero Derek sabía que estaba fingiendo.
Los conocía a todos. Los había interrogado el día después de su muerte y tenía una idea bastante precisa de la relación que les había unido a ella. Por ello le resultó ridículo que las tres chicas vestidas de negro cuyas expresiones permanecían invariables apretaran pañuelos arrugados con las manos. Eran compañeras de trabajo de Emily, y él sabía a ciencia cierta que Emily jamás despertó la simpatía de ninguna de ellas.
Malcom Helsen llevaba un elegante traje marrón oscuro, tenía las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha. Llevaba puestas unas gafas de sol tras las que esconderse y la mueca que esgrimía podría haber sido confundida con una expresión de dolor de no ser porque Derek sabía que era una pose. El arquitecto deseaba aparentar que había amado a Emily y que estaba profundamente consternado por su muerte, pero Helsen tan sólo había codiciado su cuerpo y su belleza. Ocultaba algo, se había mostrado esquivo en el interrogatorio y era el principal sospechoso.
Tenía cincuenta y cinco años y se había casado en tres ocasiones. En la actualidad volvía a estar divorciado. Era el afamado arquitecto responsable de la mayoría de los edificios más emblemáticos de Pittsburgh y Pensilvania. Tenía un hijo de treinta años y una hija de veintiocho aunque no se hablaba con ninguno de los dos. Su fortuna era incalculable y se decía que le gustaban demasiado las chicas jóvenes y que sus líos amorosos habían sido la causa de sus tres divorcios. Había conocido a Emily cinco o seis meses atrás, cuando Malcom se hizo cliente de La Orquídea Azul. Se encaprichó de ella y trató de que abandonara su trabajo.
A su lado se hallaba Gary Harris, el fundador de La Orquídea Azul y amigo de Helsen. Él era el único que no fingía lamentar su muerte. Su rostro era inexpresivo, podría haber estado en una boda y no desentonar en absoluto. Miraba al cura con fijeza y, de vez en cuando, murmuraba algo al oído de Helsen. Seguro que no eran palabras de aliento.
Harris había enviudado hacía unos años pero, al contrario de Helsen, no se le conocía ninguna otra relación amorosa. La relación con sus hijos era ejemplar y era considerado un buen padre de familia. Sin embargo, como jefe era déspota y desconsiderado, así se lo habían dicho algunas de las chicas que trabajaban para él.
Derek observaba la escena desde lejos. Todos los presentes le habían visto llegar en coche y detenerse a varios metros en el ala este del cementerio, pero nadie volvió a girar la cabeza hacia él. La policía solía provocar esa reacción de desagrado. Derek sentía el deber moral de acudir al funeral de Emily y, al mismo tiempo, quería estudiar el comportamiento de los asistentes aunque no descubrió nada nuevo. Todos guardaban las apariencias como correspondía.
Ella observaba el funeral desde una distancia mucho mayor. Costaba distinguirla en la lejanía, al abrigo de un ciprés y vestida de negro de los pies a la cabeza. También llevaba puestas unas gafas de sol y tenía las manos cruzadas sobre el regazo. Podría ser cualquiera pero Derek sabía que era Megan Lewis. Tenía su silueta grabada en la memoria. Imaginó que no quería codearse con la gente sobre la que se vería obligada a escribir en sus artículos conforme avanzara la investigación.
Cuando el cura terminó la breve ceremonia se procedió al entierro. En cinco minutos había terminado todo y los asistentes comenzaron a dispersarse. Las tres chicas caminaron juntas hacia uno de los coches, pero Helsen y Harris guardaron una distancia prudencial. El primero le lanzó una mirada que debido a la lejanía no pudo interpretar, pero Derek se cruzó de brazos y le observó con dureza hasta que desapareció dentro de su coche. Los tres vehículos abandonaron conjuntamente el cementerio y todo quedó en silencio.
El viento agitó las hojas del ciprés bajo el que Emily estaba enterrada mientras Derek se acercaba a su tumba. El susurro de las hojas se asemejaba a un lamento y a Derek volvió a asaltarle la misma tristeza que le había invadido cuando llegó al cementerio. Ella también se había puesto en movimiento y se acercó lentamente por el pequeño sendero que culebreaba entre las lápidas.
Cuando Megan llegó a su altura se quitó las gafas de sol y le saludó sin mirarle a los ojos, y Derek lo interpretó como un castigo por haber sido mezquino con ella. De eso tan sólo hacía unas horas y todavía sentía la rabia de haberla visto con Ben. ¿Dónde habrían pasado la noche? ¿En casa de él o en casa de ella? Y qué diablos importaba, ella tenía clase y dinero, y era de imaginar que buscara a su homónimo. Se dijo que no valía la pena malgastar ni un solo pensamiento más en ella. Sin embargo, cuando ella por fin levantó la mirada y sus ojos se encontraron, pensó que era la mujer más bonita que había visto en su vida.
—Ha sido un funeral muy triste —comentó ella.
—Todos lo son.
—Pero Emily estaba completamente sola. —Retiró el cabello que el viento había arrastrado hacia sus ojos.
—Supongo que eligió la vida que deseaba tener. ¿Por qué se ha mantenido a tanta distancia?
—Quizá por la misma razón que usted —le contestó.
«Está molesta», pensó Derek. Mejor, así no tendría que esforzarse por ser amable con ella.
Derek se agachó junto a la tumba y leyó de cerca la inscripción que se había tallado en la piedra blanca de la lápida. No había epitafio, sólo aparecía su nombre junto a las fechas de nacimiento y fallecimiento. Era más que triste, era deprimente que una mujer tan joven hubiera pasado por la vida de puntillas.
Megan le observó con detenimiento pero su rostro estaba vacío de cualquier expresión.
—¿Conocía a Emily? —le preguntó.
Derek se alzó y Megan levantó la cabeza hacia él. El viento matinal también agitaba su cabello moreno y las hojas del ciprés dibujaron sombras en su rostro. Era tan atractivo que dolía mirarle.
—Nadie la conocía realmente —le contestó. Luego se dio media vuelta y regresó a su coche.
Siempre que acudía a La Orquídea Azul, Malcom Helsen solicitaba los servicios de Emily Williams. Le hacía costosos regalos y la trataba como a una princesa, según palabras textuales de Emily; sin embargo, pronto descubrió que el lado amable de Malcom no era más que su tarjeta de presentación y, tras las primeras cinco o seis citas, él le había exigido que fuera su amante y que abandonara el trabajo. El arquitecto pensaba que mantenía relaciones sexuales con otros hombres y, aunque Emily le juraba que no era así, él no la creía.
Sus celos comenzaron a provocarle brotes de cólera, y Emily confesaba en su diario que a veces sentía miedo. Si de verdad la hubiera amado habría comprendido la actitud de Malcom, pero Emily pensaba que sólo era un capricho pasajero y por eso no quiso abandonar su empleo.
Cuando conoció a Derek Taylor se le planteó un serio dilema: Emily quiso deshacerse de Malcom Helsen. En el diario no entraba en detalles sobre quién era el misterioso hombre que había irrumpido en su vida y que le hacía plantearse su marcha de La Orquídea Azul. Sólo mencionaba que le gustaba mucho y que era muy atento con ella, pero Emily no le había contado a qué se dedicaba.
La tarde en que había acudido a casa de Helsen para romper con el arquitecto, éste estaba reunido en la piscina con unos socios. El ama de llaves la condujo hacia el salón, donde Emily aguardó a que concluyera la reunión. Sobre un rincón de la mesa encontró el portátil de Malcom. Estaba encendido y algo que había escrito en la pantalla le llamó la atención. Desde la piscina le llegaban carcajadas y la distendida conversación parecía no haber hecho más que comenzar, así que cedió a la curiosidad y se acercó al portátil.
He descubierto algo terrible en el ordenador de Malcom. Sé que debería compartirlo inmediatamente con Derek, pero entonces me vería obligada a descubrirle facetas de mi vida que deseo que él jamás conozca. Creo que Malcom se ha percatado de que he estado fisgoneando en su portátil y por ello me he visto obligada a ser amable con él y a postergar la ruptura para otro momento. Tengo miedo.
Esa fue la última vez que Emily escribió en su diario, un día después estaba muerta. Megan lo cerró y se quedó mirando a través de la ventana de su casa, con la vista perdida en los setos del jardín.
Aunque no consiguiera recordar con detalle cuáles fueron las emociones de Derek la noche del asesinato —ya que era incapaz de recordar otra cosa más que su propia angustia— por los datos que Emily había escrito y porque por la mañana en el cementerio él no había negado que la conociera, estaba segura de que era el mismo Derek Taylor. De todos modos, pronto tendría ocasión de preguntárselo sin rodeos, pues debía poner en su conocimiento lo que había descubierto en el diario. Malcom Helsen no era trigo limpio y aunque la policía ya le habría investigado por su relación con Emily, habrían pasado por alto lo que ocultaba en su ordenador.
Megan pasó la mañana recabando información para preparar su segundo artículo sobre Emily Williams, y cuando lo tuvo todo listo tecleó a buen ritmo. Mencionó detalles que conocía sobre su muerte y sobre su relación amorosa con Malcom Helsen, aunque también descartó datos que de momento no le parecía oportuno desvelar, como que había fisgoneado en el portátil de Helsen o que tenía planeado abandonarle. Tampoco hizo alusión a Derek Taylor, tendría que investigar más concienzudamente para hacer pública esa información.
Envió el artículo por correo electrónico a Preston Smith y esperó su visto bueno para que fuera incluido en la edición de la mañana siguiente. Su jefe le otorgó la confirmación poco después de las doce y media de la mañana y Megan envió una copia a la imprenta.
Por la tarde, tomó la autopista y condujo hacia Allentown. El tráfico era fluido y la monotonía de la carretera la ayudaba a pensar. Casi todas las decisiones importantes de su vida las había tomado mientras conducía. Había dos horas de camino entre su actual vida y los fantasmas de su pasado, pero algo la empujaba a regresar una y otra vez a la ciudad en la que había nacido. Ese algo tenía nombre de mujer, se llamaba Gina.
Siempre visitaba Allentown en domingo porque el orfanato estaba cerrado a los visitantes y así podía escudarse en ese pretexto para no entrar. Solía pasarse las horas observando los muros de la fea construcción que se asemejaba a una cárcel y, aunque no quería, Megan terminaba por bucear en su interior, atravesando murallas de acero hasta que llegaba al lugar donde se topaba con un dolor permanente que no desaparecía por muchas capas con que lo revistiera.
Como otras tantas veces, Megan dejó que sus ojos vagaran por las inmediaciones durante largos minutos. La verja gris estaba oxidada y las paredes que algún día fueron blancas, ahora tenían manchas ennegrecidas por el humo de las fábricas que había alrededor. Detrás de la inmensa mole estaba el patio donde Megan pasaba largas horas con otros niños del orfanato. Ahora había columpios pero entonces sólo había árboles y un pozo horrible con una reja por encima. Se vio a sí misma con el sucio vestido azul y el osito de peluche que le entregó Gina cuando a Megan se la llevaron al primer hogar de acogida.
Todavía lo conservaba.
Su marcha del orfanato aconteció pocas semanas después de que la mujer de asuntos sociales las llevara allí. Durante ese tiempo ambas compartieron la misma cama porque no había ninguna otra disponible. Por las noches, cuando se acurrucaban sobre el viejo colchón y se abrazaban para darse calor, era Gina quien le secaba las lágrimas. Megan lloraba todas las noches desde que una niña con grandes coletas rojas le dijo que un día las separarían y las llevarían a casas diferentes. Gina le prometió que eso nunca sucedería y que siempre permanecerían unidas pero, un buen día, la directora del centro le dijo que le habían encontrado un hogar. Tuvo tanto miedo que corrió a esconderse para que nadie pudiera encontrarla, pero lo hicieron, y mientras Gina se abalanzaba contra la directora con los puños cerrados para golpearla, a Megan se la llevó el matrimonio que había viajado desde un pueblecito de Allentown para acogerla en su casa.
Fue al cruzar la horrible verja gris oxidada en dirección al viejo coche verde de la familia Spencer cuando Gina, que al parecer había burlado todas las barreras que la confinaban en aquel cuartucho maloliente donde las encerraban cuando las castigaban, apareció detrás de ella con el osito de peluche apretado contra su cuerpo. Con lágrimas que anegaban sus ojos y recorrían sus mejillas, Megan estiró los brazos para recibir de manos de su hermana el osito de peluche, y Gina, que quería hacerse la valiente frente a ella, le prometió que volverían a estar juntas muy pronto. Aunque el peso de las responsabilidades la había endurecido y obligado a madurar con rapidez, Gina también lloraba.
A su mente acudían ése y otros muchos recuerdos que jamás desaparecerían por muchas vidas que viviera. Pero aquel recuerdo en concreto era el más amargo de todos, ese que la atormentaba en sueños y siempre la hacía llorar de regreso a casa.
A las siete de la mañana del lunes, el Pittsburgh Enquirer ya estaba en la calle empapelando todos los quioscos y los escaparates de las papelerías. La respuesta de la policía no se hizo esperar. A propósito, Megan planteó la duda de si el asesinato se correspondía con un hecho aislado o si, por el contrario, se encontraban ante un nuevo asesino en serie como el que azotaba las calles de Bloomfield. Obtuvo el efecto deseado cuando la policía se vio obligada a acallar esa última hipótesis. El pánico podría cundir entre la población femenina de Hazelwood si se extendía la noticia, así que concedieron una rueda de prensa a la que asistieron varios medios de comunicación.
El capitán de policía Bryan Flint presidía la mesa y contestó a las preguntas de los periodistas. A su derecha estaba sentada la fiscal adjunta, Holly Blair, una joven de belleza sureña que Megan ya había visto trabajar en los tribunales. Derek Taylor y Ben Cole estaban sentados a su izquierda.
Durante una hora las preguntas se sucedieron sin tregua aunque la mayoría de ellas no fueron contestadas por el capitán Flint. «Siguiente pregunta», repetía sin cesar cuando éstas hacían alusión a Malcom Helsen como sospechoso principal del asesinato. Megan dejó que los minutos transcurrieran sin tomar un papel activo. Escuchó y tomó notas, y cuando la rueda de prensa estaba a punto de finalizar, se levantó de su asiento y soltó toda su artillería:
—Hay dos detalles de suma importancia que están intentando encubrir a la prensa. El primero es que la puerta de Emily Williams no fue forzada, lo cual parece indicar que conocía a su asesino o que no creía que fuera una amenaza para ella. El segundo es que recibió múltiples heridas con un objeto punzante. Un asesinato con arma blanca en el que hay ensañamiento es indicativo de que el asesino sentía una profunda ira hacia la víctima. —Dirigió una mirada a Derek, que la observaba con el ceño fruncido. Megan continuó sin pestañear—: Emily tenía una relación sentimental con el arquitecto Malcom Helsen y éste le pidió que abandonara su trabajo. Sin embargo, ella no lo hizo porque estaba enamorada de otro hombre. —Hubo un murmullo generalizado y Megan apartó los ojos de los de Derek cuando la mirada del policía se volvió incisiva y ominosa—. ¿En serio tratan de hacernos creer que todavía no se ha abierto una investigación contra al señor Helsen?
La expresión adusta del capitán Flint propició que los murmullos se elevaran. Después se aclaró la garganta y acercó la boca al micrófono:
—No sé de dónde habrá sacado esa información, pero no creo que sus fuentes sean fidedignas puesto que los agentes al cargo de la investigación la desconocen. Siguiente pregunta.
Megan sonrió satisfecha. Había sembrado la duda y despertado la curiosidad de los presentes. Ben Cole tenía las mandíbulas fuertemente apretadas y los puños cerrados sobre la mesa. Estaba furioso aunque en público lo disimulaba cuanto podía, pero Megan no se amedrentó ante él. Quedó muy satisfecha cuando las siguientes preguntas fueron hechas en el mismo sentido.
Cuando Megan descendió por la larga escalinata del palacio de justicia el sol ya se ocultaba tras los altos edificios de Allegheny. El resto de periodistas también abandonaban la sala de conferencias y Megan pudo sentir que el engranaje de sus cerebros ya estaba en funcionamiento. La bomba acababa de estallar y el rostro de Malcom Helsen aparecería en todos los periódicos a la mañana siguiente. La policía ya no podría escurrir el bulto y se vería obligada a dar explicaciones.
Al otro lado de la calle, Jim Randall alzó una mano en dirección a la entrada de los juzgados y Megan quedó paralizada a los pies de la escalinata. ¿Era él realmente? Le observó con detenimiento mientras una mujer oriental cruzaba la calle y se dirigía a él. Por supuesto que era Jim, pero ¿qué estaba haciendo en Pittsburgh? Cuando la mujer llegó a su altura Jim la tomó por los hombros y se besaron en los labios. El beso se alargó lo suficiente como para deducir que tenían una relación amorosa. Era de esperar que la tuviera puesto que ya habían pasado dos años desde que ambos pusieron fin a lo suyo; sin embargo, mientras su cerebro se acostumbraba a verle de nuevo, Megan permaneció como una estatua sobre la acera mientras los periodistas que habían acudido a la rueda de prensa la sobrepasaban.
Nunca pensó que llegaría el momento en que volverían a encontrarse de nuevo, aunque sí que esperaba que cuando eso sucediera su corazón hubiera cicatrizado por completo. Megan analizó sus emociones y concluyó que, a pesar de que se le había acelerado perceptiblemente el pulso, su corazón sí que había cicatrizado.
Megan reanudó el paso lentamente, atrapada en la indecisión. Su coche estaba aparcado junto a la pareja por lo que, si no quería dejarse ver, tendría que esperar a que se marcharan. Lo pensó un segundo, sólo tenía que seguir caminando en sentido contrario, pero le pareció ridículo comportarse de manera tan infantil. Él no era un extraño del que ocultarse, habían compartido muchas cosas juntos y existió una época en la que Jim la besaba a ella como ahora besaba a aquella mujer.
Se habían conocido cuando Megan se unió al Pittsburgh Enriquer. Jim Randall era entonces el redactor jefe, su superior más inmediato y la persona de la que Megan tenía intención de aprender todo cuanto le fuera posible. Pronto surgió un inconveniente, y es que Megan se sintió atraída hacia él. Sin embargo, eso dejó de ser un problema cuando Jim la encerró en el ascensor exterior e hicieron el camino unidos en un beso cargado de las emociones que habían estado reprimiendo.
Fueron tres años de relación los que se truncaron el día en que Jim aceptó marcharse como corresponsal a Japón. Lo cierto es que rechazar aquel empleo habría supuesto un suicidio profesional y, Jim, que ambicionaba llegar muy lejos en su profesión, no tenía más opción que cogerlo. Megan entendía su decisión y jamás se opuso a su marcha, pero no podía acompañarle. Le gustaba Pittsburgh y le encantaba su trabajo en el Enquirer, y Megan no estaba preparada para marcharse tan lejos, ni siquiera por amor. Sin saberlo, Jim trató de convencerla de la peor manera que podría haber escogido, pues en cuanto ella descubrió la cajita de joyería negra que él ocultaba en su chaqueta, los barrotes de la celda en la que se sentía atrapada se hicieron tan gruesos y sólidos que Jim ya no pudo traspasarlos. Se desenterraron todos sus demonios personales y el miedo al compromiso la paralizó. Si existía una posibilidad, por remota que fuera, de trasladarse con Jim a Japón, ésta se esfumó para siempre.
Megan tomó aire y comenzó a cruzar la amplia avenida en dirección a su coche. Jim y su chica tenían las manos enlazadas y conversaban. Era cuestión de segundos que él se percatara de su presencia.
La última vez que lo vio fue cuando Jim subió al avión. Era una mañana lluviosa de junio y él no sabía que ella estaba allí. Megan tenía la frente apoyada contra el cristal del ventanal del aeropuerto y la mirada fija en el avión que partía hacia Japón. Lloró en silencio. Las lágrimas hicieron surcos en sus mejillas como la lluvia los hacía en el cristal de la ventana. Jamás olvidaría el momento en el que Jim, dispuesto a sacar el último as que le quedaba en la manga, llevó la mano hacia el bolsillo de su chaqueta con la esperanza reflejada en los ojos. Megan le detuvo y la esperanza se evaporó.
Aquel simple gesto supuso un punto y final.
Luego se dijeron cosas, sin perder nunca las formas, y algunas de las que Jim le dijo quedaron grabadas en su memoria para siempre.
Todavía podía escucharlas: «Megan, eres una inválida emocional».
Después lo pasó mal, pero su espíritu de supervivencia la sacó del trance y Megan se volcó en el trabajo. Ahora ya nunca pensaba en Jim, de ese episodio de su vida se había curado por completo.
Megan agachó la cabeza hacia su bolso y buscó las llaves del coche. ¿Cómo reaccionaría en cuanto la viera? Lo supo en seguida.
—¿Megan?
Ella alzó la vista y se encontró con sus atractivos ojos verdes. Jim estaba agradablemente sorprendido, como si ella fuera una amiga a la que hacía años que no veía. Megan no esperaba que Jim volviera la cabeza o que le lanzara una mirada de desprecio, pero tampoco que sonriera de oreja a oreja. Su despreocupada reacción le causó cierto desconcierto, sobre todo cuando se inclinó sobre ella para besarla en la mejilla. ¿A qué obedecía tan caluroso recibimiento? ¿Estaba actuando delante de la mujer oriental?
—Megan, qué alegría verte. Estás estupenda.
Jim sonreía, contemplándola, sobreactuando por alguna razón que sólo él sabía.
Megan se aclaró la garganta.
—Qué sorpresa, Jim. —A ella no le salía ser tan vehemente y se limitó a curvar lo labios—. No esperaba encontrarte en Pittsburgh.
—Hemos regresado hace una semana. —Megan percibió que la mujer asiática apretaba su mano—. Oh, disculpa cariño, soy un maleducado. Megan, te presento a Keiko, mi esposa.
—Encantada de conocerte, Megan. —Keiko extendió una mano hacia ella y Megan la estrechó con la suya—. Tu intervención en la rueda de prensa ha sido fabulosa.
Keiko sonrió y sus ojos se rasgaron formando dos rendijas verdes. Era muy atractiva y tenía una voz muy sensual. Su cuerpo era esbelto y delgado, e iba ataviada con un vaporoso vestido rojo que la hacía parecer una modelo de alta costura. Ahora sí que estaba aturdida. Así que Jim Randall se había casado… ¿y por qué no iba a hacerlo? Megan se obligó a recordar que ya hacía dos años que ese hombre no le pertenecía.
—¿Has estado en la rueda de prensa? —preguntó Megan.
—Sí, trabajo para el Post Gazette.
—Keiko también es periodista y escribe artículos sobre crímenes violentos —intervino Jim con un deje de orgullo—. Hace dos semanas me ofrecieron la plaza de redactor jefe en el Post Gazette, así que hicimos las maletas y nos hemos mudado a Pittsburgh.
Desde hacía años, el Post Gazette y el Pittsburgh Enquirer eran rivales y se disputaban el primer puesto en el ranking del periódico más leído de la ciudad. No había un ganador fijo, todo dependía de la noticia que ocupara la portada y de la ambición de sus periodistas. A Preston Smith no le gustaría saber que Jim Randall se había pasado a la competencia. En su ámbito, que era la política, Jim era el mejor. Hugh Fagerman era un mero aficionado a su lado.
A Megan se le abrieron los labios en un acto reflejo. Jim estaba casado, Jim había regresado a Pittsburgh, Jim se había pasado a la competencia y Megan tendría que medir sus fuerzas con su mujer. Era demasiada información para guardar el tipo y hacer como si no le afectara.
—¿Lo sabe Preston? —Formuló esa pregunta para salir del paso.
—Todavía no —contestó Jim—. Apenas hemos tenido tiempo de instalarnos.
Megan se mordió el labio.
—Te felicito por tu matrimonio. Bueno, por tu matrimonio y por todo lo demás, claro. —Dio rienda suelta a su curiosidad—. ¿Cuánto tiempo hace que…?
—Nos casamos hace un año, siete meses, tres semanas y dos días —contestó Keiko.
La japonesa entrelazó los dedos a los de Jim y le dedicó una mirada amorosa. Acercó sus labios a los de él y le besó suavemente. Cuando Jim volvió a centrar su atención en Megan, ella detectó por primera vez que no estaba tan cómodo en aquella situación como pretendía aparentar.
Megan hizo un rápido cálculo mental de fechas. Jim se casó con Keiko cuatro meses después de marcharse de Pittsburgh. Cuando tuviera un momento para asimilar aquello, sabía que la afectaría más de lo que imaginaba.
—Y bien… ¿cómo te va, Megan? —Jim rompió el inquietante silencio—. ¿Continúas trabajando para Preston?
—¿Para quién mejor? —Esperó que él captara su tono mordaz, pero tanto Jim como Keiko habían desviado sus miradas hacia un punto localizado detrás de su hombro.
Alguien se aclaró la garganta y Megan volvió la cabeza. Luego alzó la vista hacia Derek Taylor, que esbozó una sonrisa apagada y se disculpó por la interrupción. Después tomó a Megan por el brazo y la miró con sus profundos ojos azules. Acercó los labios a su oído.
—No se largue. Cuando termine quiero hablar con usted. La espero junto a su coche.
Su voz lanzó una advertencia tan aplastante que fue imposible de ignorar. Megan asintió con la cabeza, él debía de estar furioso por el rumbo que había tomado la rueda de prensa gracias a su participación. Megan sabía que tendrían una conversación al respecto.
A pesar de la hosquedad que reflejaban sus ojos, cuando Derek hizo ademán de marcharse Megan se lo impidió.
—Espera, no te vayas. —Megan pasó la mano alrededor de su musculoso brazo y le sonrió con dulzura—. Quiero presentarte a unas personas, cariño. —Derek vio que sus ojos grises le lanzaban una mirada de socorro, y tras un leve titubeo por su parte, entró en su juego—. Jim, Keiko, os presento a Derek Taylor.
Megan contempló el cruce de saludos y apretones de mano y sintió una profunda satisfacción. Sí, reconocía que había utilizado un recurso muy tonto para sacarse de encima esa sensación de inferioridad que le había provocado Jim al restregarle por las narices lo estupenda que era su vida y lo anclada que estaba la suya. Pero valió la pena por ver la cara de Jim, quien observó con recelo al agente Taylor, como si se comparara con él y se sintiera en desventaja. Megan todavía asía el brazo de Derek, y apretó sutilmente los dedos sobre su duro bíceps para agradecerle en silencio su colaboración.
—¿No es usted uno de los policías que había en la rueda de prensa? —inquirió Keiko.
—Lo soy. —Derek pasó un brazo alrededor de la cintura de Megan y la atrajo hacia él. La besó furtivamente en los labios durante un segundo, un único segundo que bastó para que a Megan se le quedara el cerebro en blanco. Le miró y deseó que volviera a besarla hasta que le robara el aire. Luego cerró los ojos, sacudió la cabeza y se obligó a recordar que estaban jugando a su propio juego—. Hay un tema muy urgente que tengo que tratar contigo, cariño —le dijo Derek mientras la miraba de forma seductora.
A Megan se le ruborizaron las mejillas y se olvidó de que Jim y Keiko se hallaban presentes. Quedó hipnotizada por aquellos iris tan azules y por el beso que había calentado sus labios. Se estaba poniendo en evidencia delante de todos pero no le apetecía mover ni un solo músculo. Entonces sintió un leve apretón en la cintura y los labios de Derek se curvaron ligeramente. Ella regresó a la realidad.
—Si nos disculpáis… —Megan extendió la mano hacia la esposa de Jim y la mujer la apretó calurosamente con la suya—. Ha sido un placer conocerte, Keiko. Jim, me alegro de volver a verte.
Derek no la soltó de la cintura hasta que se alejaron lo suficiente y se mezclaron con los transeúntes que paseaban por la calle, y que salían y entraban de las tiendas y cafeterías de Allegheny.
—¿A qué ha venido el numerito?
Una mueca de humor distendía las facciones de Megan. Ella se encogió de hombros y levantó la barbilla, que le temblaba por la risa contenida. Cuando no pudo reprimirla más, se llevó una mano a la boca y se echó a reír.
—Lo siento, ha sido una salida ridícula. —Movió la cabeza contra la mano con la que ahogaba sus carcajadas.
—¿Quiénes eran? —Megan Lewis tenía una sonrisa preciosa, era una lástima que tuviera que hacerla desaparecer.
—Jim Randall y su esposa. —Megan respiró hondo y recuperó la compostura. Se reía por lo absurdo de la situación, no porque la situación fuera graciosa en sí—. Jim y yo tuvimos una relación hace unos años. No nos veíamos desde entonces.
—¿Y me ha utilizado para ponerle celoso?
—No exactamente. Yo no sabía que él se había casado y no quería que pensara que yo continuaba… —No terminó la frase, aunque tampoco hizo falta. Él lo entendió a la perfección.
—Me alegro de haberle servido de diversión.
—Creo que usted también se ha divertido. —Alzó los ojos hacia él y Derek se perdió un momento en el gris plateado de sus iris—. Aunque no era necesario que me besara.
—Eso no ha sido un beso, señorita Lewis.
Su respuesta la hizo callar durante un breve período de tiempo en el que Megan no pudo evitar imaginar —por segunda vez consecutiva— cómo sería entonces un beso en toda regla del agente Taylor. Estaba sumida en esa rápida y emocionante fantasía cuando, de repente, cayó en la cuenta de que su coche había quedado muy atrás y que ambos continuaban avanzando hacia algún lugar que desconocía.
—¿Adónde me lleva? —Frunció el ceño, la diversión se había acabado.
—Usted y yo tenemos que hablar.
Derek señaló una cafetería y no esperó a que ella le otorgara su consentimiento. La tomó por encima del codo y la guió hacia dentro. El intenso olor a café despejó la neblina que todavía envolvía los sentidos de Megan. Tomaron asiento en una mesa que había en una esquina y un camarero acudió a su encuentro.
—Café para mí —le indicó Derek.
—Un brownie por favor, y con mucho chocolate caliente. —Sus ojos brillaron golosamente y Derek volvió a sentir el familiar impulso sexual. Megan se encogió de hombros cuando se sintió observada—. El chocolate es bueno para el estrés.
—¿De dónde diablos ha sacado tantas conjeturas? —Fue directo al grano.
—¿A qué se refiere?
—Lo sabe muy bien. Acaba de convertir la investigación en un circo mediático. —La miró con dureza y ni siquiera suavizó su expresión cuando el camarero regresó a la mesa.
Megan hincó la cuchara en el bizcocho y se la llevó a los labios. Lo saboreó con deleite antes de contestarle.
—No tengo obligación de responderle. Aunque ya que ha sido tan considerado conmigo hace un momento, le diré que mis fuentes son fidedignas.
—Sólo se me ocurre una manera de que haya llegado hasta ellas.
—¿Cuál, agente Taylor? —Le desafió con la mirada.
—Va a meterse en un buen lío como descubra que se ha apropiado de algo que no le pertenece.
—¿Apropiarme? —Arqueó una ceja.
—La noche en que la sorprendí en la casa de Williams, la ventana del dormitorio estaba alzada. La noche del asesinato estaba cerrada. ¿Dejó caer algo por allí para recogerlo después, señorita Lewis?
El corazón de Megan se aceleró.
—Intenté huir por la ventana cuando escuché que alguien entraba en la casa.
«No mientas, Megan, ¡dile la verdad!»
No podía, necesitaba unos minutos para pensar fríamente en cómo salir del atolladero, pero era imposible pensar bajo la implacable mirada del policía.
Megan tomó un poco de helado de vainilla y leyó en los ojos del agente que sabía que le mentía.
—Sólo porque haya hecho público que Emily Williams mantenía una relación amorosa con Malcom Helsen, usted no puede venir aquí a intimidarme —dijo con seguridad pero por dentro estaba temblando. El diario de Emily debía estar en manos de la policía. Pensaba entregárselo, por supuesto, sólo que aún no había encontrado el momento—. Discúlpeme, agente Taylor, pero no me apetece continuar manteniendo esta conversación, estoy un poco aturdida. Acabo de descubrir algo que… —Sacudió la cabeza y tomó un trozo de bizcocho que masticó con vehemencia.
A Derek le gustó el movimiento impetuoso de su mandíbula y de esos labios carnosos que se estiraban y se fruncían. El buen humor del que ella había hecho gala hacía unos momentos se había disipado por completo. Ahora estaba muy seria y se había evadido en algún pensamiento que seguramente estaba conectado con el episodio que acababa de suceder en la calle.
Tal vez, ese repentino cambio de humor no era más que una táctica para que Derek dejara de hacerle preguntas que no sabía cómo responder. La señorita Lewis era muy escurridiza.
—¿Qué ha descubierto?
Ella pareció reacia a responderle, pero tragó el trozo de bizcocho y habló.
—Que el hombre con el que compartí tres años de mi vida se casó con otra mujer cuatro meses después de que lo nuestro terminara. —Movió la cabeza y esbozó una sonrisa amarga—. Todavía nos queríamos cuando él se marchó a Japón, y yo me sentí hundida durante mucho tiempo. Sin embargo, fueron cuatro meses los que él tardó en olvidarme. —Su tono se volvió demasiado emotivo y sus confesiones demasiado íntimas para compartirlas con un extraño, por ello, Megan cuadró los hombros e hizo un gesto con el que le quitó dramatismo a la situación.
—¿Cuánto tiempo hace?
Creyó que el agente Taylor retomaría el tema de la investigación y que no demostraría ningún interés por lo que acababa de revelarle. No fue así, su expresión endurecida se había relajado y la inflexión de su voz sonó incluso cordial. Megan le miró a los ojos, con la cucharilla a medio camino entre el plato y su boca, y acogió la pregunta con agrado.
—Dos años. —Por alguna extraña razón, se vio impelida a hablar—. Conocí a Jim hace cinco años, cuando entré a trabajar en el Enquirer. Nos enamoramos y estuvimos juntos tres años hasta que a él le ofrecieron un empleo importante en un prestigioso periódico de Japón. Jim no pudo rechazar la oferta y se marchó.
—¿Y usted no fue con él?
—No —dijo escuetamente, sin ánimo de entrar en detalles—. Ahí terminó todo.
Derek la escrutó como él solía hacer cuando la estudiaba en silencio, en busca de indicios, pero Megan permaneció inalterable, con las emociones cerradas a cal y canto.
—Me ha parecido que ha controlado perfectamente la situación. —Dio un sorbo a su café.
—Ha transcurrido mucho tiempo. —Hizo círculos con la cuchara sobre el chocolate derretido—. Me alegro de que sea feliz, aunque me sorprende que haya escogido a una mujer como Keiko como esposa.
—¿Por qué?
—Porque Jim nunca se sintió atraído por mujeres tan exuberantes como Keiko. Por Dios, ¡esa mujer es perfecta! ¿Ha visto su estatura, su cutis? Pensé que era modelo antes de que Jim dijera que era periodista. —Miró a través de la ventana con la vista desenfocada y luego dirigió la mirada hacia él—. Tendré que competir profesionalmente con ella, ambas escribimos sobre crímenes violentos. —Hizo una mueca.
Derek rió entre dientes.
—No es posible que exista algo en Kaiko o como se llame que usted pueda envidiar. Esa mujer no es más que una columna sin formas.
—Oh, es muy amable por su parte, pero no trate de hacerme creer que no se le ha caído la baba cuando la ha visto.
Sí, eso era lo que le había sucedido, pero no cuando vio a la japonesa, sino cuando volvió a verla a ella. A pesar de que la señorita Lewis había descendido muchos puntos en su escala de valores tras enrollarse con Ben Cole, Derek no podía evitar encontrarla preciosa.
—En absoluto. No es mi tipo.
—¿Y cómo le gustan las mujeres, agente Taylor? —Megan lamió los restos de chocolate de la cuchara antes de volver a hincarla en el bizcocho.
—Exactamente como la que tengo delante. No añadiría ni quitaría nada —dijo con intensa suavidad.
El corazón de Megan dio un pequeño brinco dentro de su pecho y ya no pudo apartar la mirada de él. Sabía que había vuelto a sonrojarse porque tenía las mejillas acaloradas, bueno, no sólo las mejillas, pues experimentó un súbito calorcillo que le ascendió desde los pies a la raíz del pelo. Si su garganta no se hubiera quedado bloqueada por la emoción, ella habría querido decirle que él también le gustaba, mucho, muchísimo, y que cada vez eran más frecuentes sus repentinas fantasías en las que ambos se besaban y no precisamente como habían hecho hacía un momento.
En el espacio que les separaba la energía fluía entre los dos. Megan lo sentía con los cinco sentidos.
«Tranquilízate, Megan. No es nada elegante que un hombre se percate de que te lo estás comiendo con la mirada.»
Pero es que era tan atractivo y su tamaño tan imponente que no podía dejar de mirarle. La luz del atardecer dibujaba sombras en su perfil y volvía sus ojos de color índigo. La incipiente barba le oscurecía la mandíbula y resaltaba su atractivo viril. Se fijó en sus manos que rodeaban la taza de café. Eran grandes y fuertes, se estremeció al imaginar que la acariciaban. Dos años sin sexo eran demasiados aunque eso no la había preocupado hasta ahora. Sencillamente, en el transcurso de ese tiempo no había aparecido ningún Derek Taylor en su vida.
Megan bajó la vista a su plato y se aclaró la garganta.
—Gracias, es muy amable.
—Sólo digo lo que pienso. —Él se llevó la taza de café a los labios y sus ojos le sonrieron por encima de ella. Bebió un trago y agregó—: Y aunque me pese, usted es muy buena en su trabajo, no tiene motivos para sentirse amenazada por ella.
—No es sólo por ella, me siento amenazada por muchos frentes. Jim es el mejor en su trabajo pero ahora lo tiene el Gazette y nosotros, por el contrario, tenemos a Hugh. Hugh Fagerman es un miserable que va a casarse con la hija de mi jefe para conseguir el puesto de redactor jefe.
—Supongo que usted también aspira a ese puesto.
—He trabajado mucho más duro que Hugh para conseguirlo.
—Me apuesto el cuello a que sí —dijo con incisiva ironía—. ¿Se lo juega todo con este caso?
—Todo depende de Preston. —Cruzó las piernas por debajo de la mesa—. Derek…
—¿Sí?
Iba a decirle que tenía el diario de Emily Williams. Entorpecería la investigación si seguía ocultándolo y eso no la beneficiaría a ella en absoluto. Megan ya lo había leído y no tenía sentido que continuara en su poder. Era hora de que la policía tomara esa información y actuara en consecuencia. Sin embargo, no le apetecía volver a enfrascarse en esa conversación y cambió de opinión en el último momento. Se había creado una atmósfera amigable entre los dos y quería alargarla tanto como pudiera.
—¿Qué hay de usted, agente Taylor? —Evaluó su expresión con tiento.
—¿Se refiere a mi vida privada? —Megan asintió—. Hay un divorcio y poco más que contar.
—¿Ha estado casado?
—¿Por qué se sorprende?
—No lo sé. Supongo que me parece la típica persona que vive comprometida con su trabajo.
—También me gusta el sexo y salir a pescar.
Megan pensó que si hacía el amor con tanta intensidad como con la que miraba, debía de tener a sus espaldas una lista de mujeres muy satisfechas.
—Estoy de acuerdo en lo primero. —Megan esbozó una sonrisa nerviosa—. ¿Qué es lo que sucedió?
—Dejamos de amarnos. Un buen día Karen hizo las maletas y se marchó. —El camarero pasó por su lado y Derek le pidió otro café. Megan no había terminado el helado, disfrutaba degustándolo lentamente—. Hace cuatro años de eso. Ella quería retomar su carrera de actriz y regresó a Los Ángeles. Ahora vive en nuestra antigua casa de San Diego.
—¿Es usted de Los Ángeles?
Derek asintió.
—Trabajaba en el Departamento de Narcóticos de San Diego. Nos casamos al año de conocernos y diez meses después acepté un cambio de destino a Pittsburgh. Siempre quise trabajar en Homicidios y ser policía en Los Ángeles me estaba matando. —Su tono era neutro y desafectado—. Al principio Karen me apoyó. Nuestro traslado suponía para ella tener que renunciar a abrirse camino en Hollywood, pero aquí encontró trabajo en una compañía de teatro y se conformó durante seis años. Un buen día decidió que su vida estaba estancada y que había dejado de amarme, así que regresó a Los Ángeles.
—¿Es una actriz conocida?
—No. Ella hace pequeños papeles en series de televisión y en películas de bajo presupuesto. —Derek vertió un sobre de azúcar en su segundo café y Megan apuró el plato bajo su atenta mirada—. Es usted una viciosa del chocolate. —Hizo un gesto para indicarle que tenía helado en la barbilla y Megan se limpió.
—Lo soy —admitió.
—¿Ha probado el helado de stracciatella? —preguntó él:
—¿Le gustaría compartir uno conmigo?
Derek asintió.
—Me gustaría.