Capítulo 9
El recio manto de césped del parque Schenly le hacía cosquillas en las piernas desnudas. Tenía la espalda apoyada en el tronco de un árbol y las piernas estiradas mientras contemplaba las aguas del lago Panther Hollow, envuelta en el sopor de la tarde veraniega. Las pequeñas olas que se alzaban por la acción de las barcas que surcaban el lago, atrapaban la luz y los colores cálidos de la tarde, y las copas de los árboles parecían enjambres que daban cobijo a toda clase de pájaros. Su suave trinar la relajaba y la belleza de las vistas aflojaba la tensión acumulada durante la semana. Y esa semana había acumulado tanta que seguro que era la razón por la que cada vez que tocaba una superficie metálica recibía una descarga.
La pequeña Abby estaba a su lado, corriendo de un lado a otro y persiguiendo la chuleta de goma que Megan le lanzaba cada vez más lejos. Siempre regresaba a su lado con la presa entre las fauces, y una vez la depositaba junto a la mano de Megan, lanzaba enérgicos ladridos al aire hasta que su chuleta volvía a salir disparada de la mano de su dueña. Sus pequeñas patitas corrían sobre el césped arrancando pequeños montículos de tierra y aunque ya hacía una hora que había comenzado el juego, Abby no daba muestras de cansancio.
Megan recogió la chuleta del suelo, revolvió los rizos blancos de la cabecita de la caniche y la miró a los ojos para que atendiera.
—Ahora tienes que estar atenta porque voy a lanzarla mucho más lejos. ¿Ves aquellos arbustos de allí? Pues tendrás que dar la vuelta para recogerla porque caerá al otro lado. —Megan se puso en pie y la arrojó con todas sus fuerzas. Abby salió disparada con las orejas hacia atrás y Megan soltó una carcajada antes de volver a su sitio—. Chica lista.
Derek esperó a que el hombre del quiosco llenara la bolsa de las gominolas que había escogido Martha para pagárselas. No le agradaba que Martha las tomara porque producían caries, pero tampoco podía negárselas. Habían hecho un pacto: sólo podía tomarlas los sábados por la tarde. Pero no habían pactado ninguna cantidad, así que Martha se aprovechaba y siempre llenaba una bolsa de las grandes con la que tenía para toda la semana. A su hija se le hacía la boca agua pensando en sus gominolas y a él le ocurría lo mismo cuando pensaba en Megan. No se la podía sacar de la cabeza. Una vez le había puesto las manos encima ya sólo podía pensar en volver a ponérselas. Ella le había hecho sentir como si el sexo fuera algo nuevo para él. A estas alturas de su vida, cuando ya creía que no le quedaba nada nuevo por descubrir, aparecía la encantadora Megan y le regalaba el orgasmo más intenso y demoledor de toda su vida. Le habían temblado hasta los huesos y la mente se le había nublado. Algo tan bueno no podía quedar en el recuerdo, pero era un mal momento para acercar posiciones. Él era policía y ella periodista, aunque sus profesiones no serían ningún impedimento de no ser porque estaban trabajando en el mismo caso. Cuando la investigación llegara a su fin y los culpables estuvieran entre rejas, tendría que volver a probar aquel bocado tan exquisito.
Derek escuchó un ruido procedente de las ramas más bajas del árbol que tenía enfrente y alzó la cabeza. Un objeto volador no identificado describió un arco por el aire y cayó en medio del sendero flanqueado de árboles por el que paseaban. A continuación, un perro pequeño de color blanco que ladraba como un energúmeno salió disparado desde algún lugar y se abalanzó sobre el objeto como haría un gato con un ratón.
—¡Papá! —exclamó Martha con entusiasmo señalando al chucho de pelo rizado—. ¡Qué perrito tan bonito!
El perro emprendió otra veloz carrera con el objeto en la boca y Martha echó a correr tras él, ocultándose los dos tras los setos que había detrás del quiosco.
—¡Martha! —la llamó Derek con irritación.
Martha siempre salía corriendo detrás de todos los perros con los que se encontraba. Incluso de los grandotes con enormes dientes.
El hombre del quiosco echaba unas piruletas a la bolsa con demasiada parsimonia.
—Ya está, dígame cuánto le debo —le apremió. Derek sacó su cartera del bolsillo trasero de los vaqueros al tiempo que lanzaba miradas por encima del quiosco hacia el lugar por el que había desaparecido Martha—. ¡Martha! —volvió a llamarla.
Le tendió un billete de cinco dólares porque no tenía paciencia para perder el tiempo. Martha se llevaría una buena reprimenda, le había dicho mil veces que no saliera corriendo detrás de los perros.
Una voz infantil surgió de entre los setos envuelta en los vigorosos ladridos de Abby. Una niña sonriente intentaba acariciarla, pero Abby danzaba en círculos a su alrededor. Megan esbozó una sonrisa. A Abby le encantaban los niños y siempre trataba de soltarse de la correa para salir corriendo detrás de ellos.
—Si te sientas en el suelo y te quedas muy quieta, Abby acudirá a ti —le sugirió.
La niña la miró y decidió poner en práctica su consejo. Al principio Abby vaciló, pero cuando entendió que se había rendido a la persecución, acudió a ella y se colocó entre sus piernas para recibir con agrado sus caricias.
Era una niña preciosa. Tenía unos impresionantes ojos azules y el cabello largo y abundante, tan negro como el ónix. Debía de tener alrededor de diez años. Su risa inocente era provocada por los constantes lametones que Abby le prodigaba afectuosamente en las manos. Megan sonrió ensimismada.
—¿Te gustan los perros?
—Sí. —La niña la miró con sus resplandecientes ojos claros—. Pero mi padre no me deja tener ninguno en casa.
—¿Ni siquiera uno pequeñito?
La pequeña negó con la cabeza mientras prodigaba caricias al níveo cuerpecillo del cachorro.
—¿Cómo te llamas?
—Martha.
—Se me ocurre una idea, Martha. ¿Qué es lo que más detesta tu padre que hagas? —Cambió de postura y tuvo una visión completa de su rostro angelical.
Martha frunció el ceño, miró al vacío y puso una simpática mueca. Después se encogió de hombros.
—No le gusta que no me gusten las mujeres que a él le gustan.
Megan se tomó un momento para descifrar el galimatías.
—Pues prométele que te gustarán algunas de las mujeres que a él le gustan, si a cambio te deja tener un perrito. ¿Qué te parece? Ya sabes, aunque en el fondo sea mentira —sonrió.
La niña se mordió el labio inferior y suspendió sus juegos con Abby.
—Me gusta una mujer. Pero creo que no son novios. No se besan como en las películas. —Su ingenuidad le pareció adorable—. Pero aun así no puedo tener un perrito.
—¿Y cuál es la razón?
—Dice que no soy responsable.
—¿Y no lo eres?
La niña esbozó una sonrisa traviesa.
—A veces no ordeno mi cuarto.
Abby acaparó la atención de Martha cuando comenzó a mordisquear uno de los lazos de plástico que adornaban sus zapatos blancos. Martha se agitó y se echó a reír, acunando a Abby contra su cuerpo.
Una voz masculina se inmiscuyó entre la algarabía de risas y ladridos. Gritaba el nombre de Martha y provenía desde el otro lado de los árboles que flanqueaban el camino principal.
—¡Estoy aquí, papá! —gritó Martha, tumbando a Abby patas arriba para rascarle la barriga—. ¿Cuántos añitos tiene?
—Ninguno todavía. Tiene tres meses y medio pero aprende muy rápido.
Megan volvió a apoyar la espalda en el tronco del árbol y disfrutó de los juegos entre Martha y Abby. El padre de Martha apareció entre los olmos que limitaban el lago y Megan sintió que se le paraba el corazón. El hombre se dirigió directamente a la niña y la regañó por su conducta sin percatarse de la presencia de Megan.
—Te he dicho mil veces que no salgas corriendo detrás de todos los perros.
Los ojos de Megan se habían abierto de asombro. Nunca, ni en un millón de años, habría imaginado que Derek Taylor tenía una hija. Él le había hablado de su matrimonio y de Karen, de su traslado a Pittsburgh y de su divorcio, pero no mencionó que fuera padre. Tampoco tenía por qué mencionarlo, habían mantenido relaciones sexuales pero apenas si se conocían. La necesidad de solventar ese inconveniente la llenó de impaciencia y sintió que necesitaba saber mucho más de él. Se aclaró la garganta y esbozó algo parecido a una sonrisa cuando los ojos azules de Derek se posaron en los suyos. Si estaba asombrado no lo manifestó, aunque Megan ya sabía que era bueno en dominar sus reacciones.
—Megan. —Su voz sonó con intensa suavidad.
Megan se puso en pie pero no se acercó a Derek sino que aguardó junto al árbol mientras se sacudía las briznas de hierba que habían quedado adheridas a los pantalones cortos.
—¿Tú también sueles venir al parque Schenly los sábados por la tarde? —comentó ella con desenfado—. Nunca te había visto por aquí.
—Eso es porque hasta hace dos semanas no nos conocíamos. —Derek sonrió—. No he reconocido al chucho cuando Martha ha salido detrás de él como una loca.
—Se llama Abby y es hembra —le rectificó—. Y no le gusta escuchar la palabra «chucho». Se vuelve feroz.
—¿De verdad? —Derek estableció una relación inmediata entre la palabra «feroz» y la forma en que Megan peleó con él la noche en que la sorprendió en la casa de su vecina.
—Sí. —Megan se metió las manos en los bolsillos porque no sabía qué hacer con ellas desde que su mirada se había vuelto sugerente. De repente, se sentía tensa—. A tu hija le encanta Abby —dijo recalcando la palabra «hija» mientras las observaba jugar sobre el césped.
Derek captó su tono y la miró en silencio durante unos breves instantes. Megan estaba preciosa recortada contra la puesta de sol que inundaba el lago de intensos tonos violáceos y anaranjados.
—Martha, quiero presentarte a alguien. —Derek instó a su hija a que se levantara del suelo—. Megan es una compañera de trabajo y la dueña de Abby.
Megan se aproximó a Martha, pero donde antes había una risueña sonrisa ahora había una expresión gélida. Reparó en las palabras que la niña había dicho hacía unos momentos. «No le gusta que no me gusten las mujeres que a él le gustan.» ¿Se habría dado cuenta de cómo se miraban? Megan hacía todo lo posible por guardar la compostura pero incluso una niña de su edad era capaz de captar las sutilezas.
—Encantada de conocerte, Martha.
Martha apretó los labios y su ceño se frunció ligeramente. No dijo nada, sino que volvió a su lugar junto a la caniche, que volvía a mordisquearle los lazos de los zapatos.
La mirada de Megan se volvió esquiva cuando Derek la buscó. Él no había educado a su hija para que se comportara de forma grosera con los desconocidos, pero Martha solía olvidarse de sus buenos modales cuando le presentaba a alguna mujer joven y guapa. Calibró la situación con rapidez y decidió seguir sus impulsos.
—Martha y yo dábamos un paseo por el parque. ¿Te apetece venir con nosotros?
Le apetecía. Lo deseaba aunque el ceño de la niña se frunciera un poco más. Megan tanteó hasta qué punto Derek no la invitaba por puro formalismo.
—Bueno, en realidad estaba muy entretenida haciendo… —Megan señaló el árbol junto al que se había sentado, pero no había ningún libro, ningún MP3 para escuchar música, nada que le sirviera para demostrarle lo ocupada que estaba—, pensando.
—Pensando —repitió él con un matiz de ironía.
—Sí.
—¿Y en qué pensabas?
—En cosas importantes.
—Ven con nosotros.
Derek hizo desplegar su poder de persuasión, que consistía básicamente en aflojar el tono de su voz para que vibrara en un ronco susurro y en entornar los ojos en aquella mirada suya tan atractiva que la traspasaba. Megan sintió las piernas como si fueran un par de tallarines cocidos.
—Estaba llegando a conclusiones… importantes —titubeó—. No puedo hacer un paréntesis ahora porque…
Derek la interrumpió e inclinó la cabeza en un ángulo orgulloso.
—¿Vuelves a desobedecer una orden policial?
—No —balbució Megan.
—Eso creía —sonrió.
Martha les observaba desde abajo. Megan le pareció simpática al principio pero, en cuanto apareció su padre, puso sonrisa de boba y a él se le cayó la baba. No obstante, la expectativa de pasar más tiempo con la perrita era mayor que el desagrado que le producía la presencia de la mujer. Por lo tanto, no se mostró disconforme y acató la decisión de los adultos sin rechistar.
Había ardillas merodeando por los alrededores y Abby corría detrás de ellas dando pequeños brincos. A su vez, con el nudo del vestido azul desatado y la goma del pelo suelta, Martha corría tras Abby. El efecto de la caniche sobre Martha era asombroso. Su hija tenía un carácter reservado y tranquilo, aunque no siempre había sido así. Desde que Karen regresara a Los Ángeles, Martha se había replegado dentro de una concha a la que Derek le costaba acceder. Ni con todo el esfuerzo del mundo había logrado arrancarle aquellas risas que ahora sonaban a lo lejos como música celestial. Se le dibujó una sonrisa en los labios mientras la observaba.
—No me dijiste que tenías una hija —comentó Megan.
—No lo preguntaste.
—¿Cómo se me pudo olvidar preguntarte algo tan obvio? —Él sonrió—. ¿Cuántos años tiene?
—Nueve años. Aunque es muy madura para su edad.
—Es una niña guapísima. —Megan buscó su mirada—. Se parece a su padre.
—¿Estás intentando ligar conmigo? —Alzó una ceja y ella apartó la mirada.
—Quizá. —Megan se mordió el labio inferior—. ¿Existe algún problema?
—Ninguno, a menos que quieras salirte con la tuya.
Las mejillas volvieron a entrarle en calor y la nuca se le cubrió de sudor. Demasiadas horas recordando cada detalle de cómo se había sentido mientras él la poseía sobre el capó de su coche. Quería que volviera a suceder porque jamás se había sentido tan viva. Megan fue consciente de cómo vibraba cada minúsculo pedacito de su cuerpo y de la existencia de lugares que no sabía que existían. Quería más de eso y lo deseaba con la única persona que se lo había ofrecido hasta ahora. Era como si Derek hubiera abierto un nuevo mundo a sus ojos.
La cálida luz del atardecer pugnaba por filtrarse entre las ramas más bajas de los olmos y teñía la piel de Megan del color de la miel. Su rostro estaba ligeramente sonrosado y se preguntó si estaría pensando en lo mismo que él.
—¿Cuánto tiempo pasa contigo? —Megan cambió de tercio como método para sobreponerse.
—Martha vive conmigo. Visita a su madre en el mes de julio y una semana en Navidad. —La inflexión de su voz le indicó que habían tocado un tema espinoso.
—¿Se deshizo de Martha?
Reaccionó como si acabara de decirle que había visto un Big Foot.
Megan no podía concebir que una mujer abandonara a su hijo. Ella había perdido a su madre y estaba especialmente sensibilizada con ese tema. Observó a Martha que correteaba con Abby en la lejanía y se preguntó qué clase de mujer podía anteponer su trabajo a su propia familia. Seguro que Derek era un buen padre, pero a Megan se le rompió el corazón por Martha y por las carencias afectivas con las que tendría que cargar durante toda su vida.
—Karen lo llama «nuestro acuerdo». Para ella siempre fue más importante su carrera que nosotros dos. —Derek metió las manos en los bolsillos de los vaqueros—. Martha es la persona a la que más quiero en el mundo y agradezco todos los días de mi vida que esté conmigo.
Derek observó que sus ojos grises se oscurecían como nubes que anunciaran tormenta. Se sentía profundamente atrapado por sus constantes demostraciones de carácter.
—¿Cómo lo lleva Martha?
—Cree que Karen y yo volveremos a estar juntos algún día. Pero eso no ocurrirá en esta vida.
Megan experimentó un profundo alivio.
Martha continuaba riendo al fondo del sendero. Muy afanosamente trataba de hacer comprender a Abby que al chasquear los dedos debía sentarse sobre las patas traseras. Pero la caniche estaba más pendiente de las ardillas que de las órdenes de la niña.
—A Martha le encantan los animales —observó Megan.
—Sobre todo los perros. Hacía mucho tiempo que no la veía disfrutar así.
—Tal vez deberías permitirle que tuviera uno.
—Lo haría si supiera que no tendría que ocuparme yo de pasear al chucho todas las noches.
—Vamos, no te hagas el duro, a ti te gustan los perros.
—Me gustan en las casas de otros. Además, Annabelle es alérgica a los animales.
Escuchar el nombre de la mujer pelirroja que siempre la miraba con tanto desdén le causó tirantez. No había vuelto a pensar en lo que Cole insinuó la noche del sábado anterior acerca de Derek y Annabelle, pero el comentario que Derek acababa de hacer hizo que sus alarmas se pusieran a sonar.
—¿Annabelle?
—Se queda con Martha cuando yo estoy trabajando y la asistenta se marcha a su casa.
—Así que Annabelle es esa mujer a la que no besas como en las películas.
—¿Cómo dices?
—Martha me contó que a ella le gusta Annabelle pero que no os besáis.
—Ah, eso… —Sonrió entre dientes—. Me temo que a Martha le gustan todas aquellas mujeres que no representan una amenaza para ella.
—Cole me dijo que os acostabais juntos.
Derek no mostró extrañeza.
—Cole dice muchas estupideces. Hace tiempo que no doy demasiado crédito a nada de lo que dice.
—De todos modos, no lo creí.
—Pues claro que le creíste. La noche del sábado te morías de celos —la provocó a conciencia.
—No estaba más celosa que tú. —Su expresión se distendió y él resistió el impulso de llevar la mano hacia el óvalo de su cara y acariciarlo—. ¿Ha habido muchas mujeres después de tu divorcio?
—Sólo una y fue una relación breve. —No le gustaba hablar de ello, pero Megan mostraba un incisivo interés que no sería sencillo eludir—. Martha se encarga de espantarlas a todas.
Megan apreció un matiz de resignación en su voz.
—¿Qué sucedió?
—¿De verdad quieres oírme hablar sobre esto? —preguntó, sin perder la esperanza de una respuesta negativa.
—Desde luego. Yo te hablé de Jim.
—Y yo de Karen.
—No ha habido otro hombre en mi vida desde él, así que te toca a ti.
Derek movió la cabeza y procuró ser breve.
—Ella se llamaba Charleze y era profesora de primaria. Le encantaban los niños y en nuestra segunda cita se empeñó en conocer a Martha. Por eso la invité a cenar a casa y ella vino con un enorme oso de peluche y una tarta de fresa, la favorita de Martha. Mi hija soltó a sus hámsteres durante la cena porque Charleze comentó que le aterrorizaban los ratones. Terminamos la noche en urgencias porque sufrió un ataque de ansiedad.
Megan soltó una carcajada sin reparos, en parte por el tono humorístico que Derek empleó. Sin embargo, un segundo después sus ojos azules se oscurecieron y, cuando prosiguió, su voz había perdido todo rastro de diversión.
—Charleze sabía que Martha la detestaba pero no se dio por vencida y seguimos saliendo durante un tiempo. Era una mujer agradable, podríamos haber tenido algo juntos de no ser porque se quitó la vida tres meses después.
El testimonio de Derek la despojó del habla durante unos instantes.
—¿Se suicidó?
—Saltó al vacío desde el balcón de su casa. Vivía en un quinto piso y murió en el acto. La autopsia reveló que había ingerido tranquilizantes una hora antes de su muerte y el informe de su psicólogo mencionaba que sufría una depresión desde hacía años. —Tomó aire profundamente—. Nunca me dijo que tuviera problemas.
—Lo siento.
—No ha habido otra mujer desde entonces, tengo especial cuidado por Martha. —Sus miradas se encontraron en el silencio que sucedió—. Me encantas, Megan.
Megan sintió el azul de su iris presionando sobre sus retiñas. Se estremeció y su corazón se infló tanto de dicha como de miedo.
—No me mires así.
—¿Así? ¿Cómo? —Repasó con detenimiento su figura.
Iba vestida de forma sencilla, con pantalones cortos marrones y una camiseta de tirantes blanca que se amoldaba a sus pechos. El escote era pecaminosamente pronunciado y la visión de la parte superior de su camiseta, por donde se vislumbraba el nacimiento de sus senos, le hizo pensar en lo mucho que deseaba tocarlos.
—Como si estuvieras desnudándome con la mirada. —Megan quería controlar sus arrebatos de timidez aunque a él parecieran fascinarle.
—Estoy desnudándote con la mirada. —Derek retiró un mechón de cabello rubio que le caía sobre la mejilla y lo colocó detrás de la oreja—. Acompáñanos a casa, tengo algo para ti.
Megan volvió la cabeza hacia él y se imaginó a sí misma saltando sobre su cuerpo. Quería verle desnudo y contemplar con detalle cada rincón. Quería tocarle y sentir el tacto de su piel contra las palmas de sus manos. Y deseaba besarle y que Derek la encerrara entre la muralla de sus brazos. El descubrimiento de que sus instintos sexuales estaban tan desarrollados era una grata sorpresa, pues siempre creyó que el sexo en una relación estaba sobrevalorado. Pues bien, con aquel hombre en particular no lo estaba en absoluto, el simple sonido de su voz era capaz de despertar en ella toda clase de fantasías.
—¿Y qué piensas hacer con Martha? —Su voz se tornó sensual, respondiendo a su flirteo.
—Se quedará con Abby en el jardín de casa mientras yo te doy eso que tanto deseas.
Megan reprimió una risita y movió la cabeza.
—¿Y dónde piensas dármelo?
—¿Qué importa el sitio?
—Tienes razón, no importó la otra vez.
—¿Qué otra vez?
Derek fingió extrañeza y Megan frunció el ceño.
—¿De qué demonios me estás hablando?
—Del informe forense. ¿Y tú?
Megan le habría atizado un buen empujón de no ser porque ansiaba ese informe tanto como acostarse con él. Bueno, un poco menos.
—¿Vas a darme una copia? —Su excitación eclipsó por completo todo rastro del anterior coqueteo—. Todavía no se ha levantado el secreto de sumario.
—Me juego mucho, creo que ya lo sabes. Pero confío en ti.
Y esa confianza se manifestó en su mirada y la hizo sentirse bien.
Un rato después, cuando dieron por concluida una conversación sobre su mutua afición a hacer senderismo, Megan le preguntó si las cosas andaban calmadas en comisaría.
—Ben está manso como un cordero y no despega la nariz de los papeles. No sé si eso será bueno o no, porque ha adoptado la teoría de que fue un ex novio de Emily quien la asesinó. Flint le ha alentado para que siga esa línea de investigación pero yo pienso que está perdiendo el tiempo.
—¿En qué se ha basado para sospechar de un ex novio?
—En que cumplió una condena por tráfico de drogas en el condado de Amstrong y en que una antigua novia le dijo a Cole que Greer era un tipo violento.
Megan reflexionó, pero antes de decirle a Derek que ella tampoco creía que lo hubiera hecho un antiguo ex novio, Martha, que acababa de dejar a Abby en el suelo y ahora corría junto a ella envueltas en una algarabía de risas y ladridos, tropezó con la cinta suelta del lazo azul de su vestido y cayó de bruces sobre suelo terregoso. Martha se apoyó inmediatamente sobre las palmas de las manos y se levantó como si no hubiera sucedido nada. Vio la sangre en sus rodillas y los arañazos en las palmas de sus manos pero ni aun así se inmutó. Sin embargo, Derek apretó el paso y, mientras Megan sujetaba a Abby y se quedaba al margen, Derek inspeccionó las heridas. Veía la sangre a diario, pero no la soportaba en el cuerpo de su hija.
—¿Te duele?
—Un poco —asintió.
Martha se estaba haciendo la valiente a pesar de que tenía los ojos húmedos y los labios apretados. Derek limpió cuidadosamente la tierra adherida a la sangre y le preguntó si podía caminar. La niña dijo que sí y Derek la tomó de la muñeca para conducirla a la fuente más cercana.
—Vamos a lavar bien esas rodillas.
Derek era un padre protector, pensó Megan mientras los seguía de cerca. Le gustaba ver cómo su rostro, habitualmente duro, se enternecía cuando se dirigía a su hija. Sin embargo, había algo en la actitud de Martha que reclamaba su independencia, pues el padre estaba más preocupado por los rasguños que la propia Martha.
Cuando llegaron junto a la fuente, Derek abrió ligeramente el grifo y sujetó las manos de Martha bajo el chorro de agua. Después hizo lo propio con las rodillas y Megan le tendió un par de pañuelos de papel para que la secara.
—Siempre corres demasiado deprisa —la regañó Derek.
—La culpa ha sido del lazo del vestido, papá.
—Tenemos que ir a casa para desinfectarte en condiciones. —Arrojó los pañuelos en la papelera más cercana.
—Pero si ya no me duele y no sangro nada —protestó Martha, que veía que se acercaba el final de sus juegos con Abby.
La perrita se encaramó a un banco y lamió los dedos de Martha. La niña sonrió y alzó la cabeza para mirar a su padre con ojos suplicantes, pero Derek no flaqueó.
—No me mires así, sabes que hay ciertas cosas con las que no puedes sobornarme. —Martha puso cara de malhumor—. Sin embargo, y para que sepas que tienes un padre estupendo, dejaré que Abby venga con nosotros.
¿Martha se daría cuenta de que ese favor no sólo se lo estaba haciendo a ella sino también a él?, pensó Derek de buen humor.
—¿Puede? —El ceño de Martha se desintegró y sus ojos brillaron de emoción.
A lo mejor la niña creía que Megan no estaba incluida en la invitación.
Derek cruzó una fugaz mirada con Megan que no se perdía detalle.
—Puede si Megan quiere —contestó él con desenfado, entretenido en recomponer el lazo suelto del vestido de Martha.
Los ojos de Martha se elevaron para hacer un breve contacto con los de Megan antes de bajar la vista hacia Abby, que con las diminutas orejas alzadas la miraba desde el banco. Martha se giró hacia su padre y dio un tirón de la manga corta de su camiseta para que descendiera hacia su altura. Entonces apoyó los labios en su oreja.
—¿Si viene Abby también tendrá que venir ella?
—Sí, la perrita es suya, ¿recuerdas?
Martha observó los ojos negros de la caniche que la miraban con interés y su pequeña lengua sonrosada volvió a lamer sus dedos cuando Martha le acarició el hocico. La niña esbozó una sonrisa y asintió.
—Vale, papá.
—Muy bien, pues todos en camino.
Megan nunca había pensado en crear una familia. Ella procedía de una familia desestructurada que se había encargado de aniquilar cualquier instinto natural de pertenencia. No conocía el concepto de familia como el núcleo sólido de unión entre personas que se apoyan las unas en las otras, sino que ese concepto estaba más asociado al abandono y al sufrimiento.
Sin embargo, mientras observaba a Derek y a Martha, se le formó una sonrisa en los labios y un sentimiento cálido y novedoso le inundó el pecho. El amor que los ojos de Derek reflejaban hacia su hija evidenciaba que entre ambos existía un vínculo inquebrantable e indestructible y, por primera vez en su vida, ella quiso ser partícipe de algo así. Desconcertada, Megan se mordisqueó la uña del dedo pulgar y cruzó los brazos sobre el pecho.
Derek le dedicó a Megan una mirada de complicidad.
De regreso a casa, Martha se empeñó en hacer una parada en la pizzería de Anthony. Ya habían cubierto el cupo de pizzas para esa semana, que Derek había establecido en dos raciones sin posibilidad de negociación, pero sucumbió a los caprichos de su hija cuando Megan medió entre ambos, posicionándose del lado de la niña. La pizza que le gustaba a Martha era también la favorita de Megan.
Derek residía un par de manzanas al oeste del parque Schenly. Su típica vivienda de dos plantas con el amplio jardín delantero estaba ubicada en un tranquilo barrio residencial donde los vecinos se saludaban por la calle aunque no se conocieran. Había niños montando en bicicleta y familias pasando la tarde del sábado en los porches de sus casas. Se respiraba un aire jovial y cálido. Megan hizo comentarios sobre lo acogedor que le pareció su vecindario.
Al contrario, la casa de Derek era fría e impersonal, muy masculina y austera. El mobiliario brillaba por su ausencia y los escasos toques de color los daban los peluches de Martha que poblaban el sofá del salón. Volvió a invadirla esa incisiva sensación de querer formar parte de algo mientras Derek curaba las heridas de Martha en la cocina. La presión que Megan sentía por simpatizar con la niña era tan aplastante que arruinaba sus vagos intentos por comunicarse con ella. Al menos, cuando interfirió en el tema de las pizzas consiguió ganarse una minúscula sonrisa.
El ocaso caía lentamente en el oeste y matizaba el cielo de Pittsburgh de tonos anaranjados y violetas. Todavía quedaba una hora de luz antes de que anocheciera y cuando los rasguños de Martha quedaron convenientemente desinfectados, se comió su trozo de pizza acompañado de un vaso de leche y después salió con Abby al jardín trasero.
Mientras Derek introducía en el lavavajillas los cubiertos de Martha y el plato sucio, Megan siguió sus instrucciones y se sirvió un vaso de agua de una botella de agua mineral que cogió del frigorífico. La cocina de imitación de madera blanca resplandecía, y Megan se preguntó si Annabelle también le echaba una mano con la limpieza.
—Vamos arriba. —Al pasar por su lado la tomó por el brazo y lo apretó suavemente. Derek se había percatado de que Megan estaba muy tensa y sabía cuál era el motivo. Tal vez no tendría que haberle contado la anécdota de Charleze y los ratones. Megan era completamente diferente a Charleze. Esta se había esforzado tanto por complacer a Martha que se había vuelto en contra de ella. Sin embargo, Megan no parecía tener ni idea de cómo tratar con su hija y por ello se quedaba al margen. Aunque Megan creyera lo contrario, eso le había hecho ganar puntos. Eso y Abby—. Relájate —le dijo.