Capítulo 23

Derek no regresó por la noche, aunque Megan no esperaba que lo hiciera pues se había expresado con claridad: «Estaré muy ocupado en los próximos días, pero si necesitas que alguien te lleve a casa cuando te den el alta, puedes llamarme». Era justo, ella le había pedido tiempo y él se había tomado sus palabras al pie de la letra. Eso no implicaba que no le echara de menos. Le extrañaba y mucho. Se había sentido sola muchas veces en su vida, pero nunca como ahora, encerrada entre aquellas cuatro paredes y con un dilema moral del tamaño del edificio del hospital.

Hizo lo mismo que Jodie Graham le había comentado, echó la vista atrás y tampoco le gustó lo que vio. Nunca le había gustado pero, al menos, ahora sabía qué era lo que tenía que hacer para arreglarlo. Ahora tenía un plan que pensaba llevar a cabo en cuanto saliera del hospital.

Durmió de un tirón gracias a los antibióticos y demás medicamentos que le estaban suministrando y, cuando despertó, la habitación ya estaba inundada de luz. Eran las nueve y media de la mañana y había dormido más de diez horas seguidas. El sueño y el descanso le habían sentado de maravilla, y pasó la mañana encerrada en el baño tratando de ducharse sin mojar los vendajes.

Por la tarde, las horas se hicieron interminables y Megan dio su primer paseo por los pasillos del hospital. Le dolía la pierna a cada paso que daba, pero su empeño por salir de allí la mantenía en pie aun cuando la enfermera le aconsejó que guardara cama. Mantenerse activa la ayudaba a distraerse y a que las horas pasaran un poco más rápidas. Cuando se sentía decaer, pensaba en su ascenso profesional y pensaba en Derek, y entonces volvía a sentirse más fuerte.

Cuando al día siguiente el doctor Sager le dio el alta, Megan se sentía invencible. El tiempo transcurrido en soledad había jugado a su favor.

Condujo deprisa por la autopista, con la vista fija en la carretera y las manos cerradas con precisión sobre el volante. Había hecho ese viaje tantas veces durante toda su vida adulta que podía hacerlo con los ojos vendados. Conocía de memoria cada señal, cada curva, cada puente y cada árbol que se cruzaba en su camino, aunque las emociones que la inundaban conforme se acercaba a los límites de Allentown eran ahora diferentes.

Megan tomó el desvío hacia Allentown y, tras un trecho corto por una carretera mal asfaltada, cruzó el barrio marginal de las afueras y penetró en el barrio residencial de clase obrera donde estaba situado el orfanato.

Cuando sus muros ruinosos aparecieron frente a ella bajo el peso del cielo plomizo, Megan inspiró profundamente antes de estacionar junto el viejo olmo que siempre aguardaba su regreso. Nunca antes había sido capaz de salir del coche y cruzar esas paredes, pero ahora no había nada ni nadie que pudiera impedírselo. Arrastrando una suave cojera producto de la herida de casi diez centímetros que le atravesaba el muslo derecho, Megan recorrió el camino hacia la enorme verja gris oxidada. Sólo tuvo que empujarla hacia dentro para entrar en el patio. Los setos que circundaban los muros estaban descuidados y resecos, y crecían hierbas silvestres sin orden ni concierto sobre un suelo terregoso y polvoriento.

La puerta de acceso también estaba abierta.

Ignoraba si la directora del centro continuaría siendo aquella terrible mujer apellidada Griffith. Nunca nadie había oído que se refiriera a ella por su nombre de pila, ni siquiera al personal que trabajaba allí.

El sencillo mostrador de granito que había en recepción tenía los bordes desgastados y la superficie arañada y sin brillo. Se apilaban en el lado derecho un torrente de papeles, un cubilete con bolígrafos y un teléfono de color negro. Hacia la derecha se abría el pasillo principal. Las paredes estaban pintadas con el mismo tono gris y advirtió que la mugre se concentraba alrededor de los interruptores de la luz. El olor a naftalina que flotaba en el ambiente se hizo más irrespirable conforme Megan atravesaba el pasillo principal. Jamás podría olvidar ese olor ni los recuerdos anexados a él.

Megan la reconoció al instante. En cuanto la mujer salió a su encuentro desde una de las habitaciones adyacentes, Megan se vio catapultada al pasado.

La señora Griffith, cuyo rostro anguloso y sin maquillaje no parecía haber acusado el paso del tiempo, la obligó a detener su avance en cuanto se plantó en medio del pasillo. Siempre había sido una mujer corpulenta, pero ahora ya no le tenía ningún miedo. Sus ropas eran negras y sobrias; Megan creía que siempre había vestido así para atemorizar a las niñas.

La mujer se subió las gafas de pasta por el puente de la nariz y no dio señales de que la reconociera, pero Megan se encargó de refrescarle la memoria antes de que acabara su escueto saludo.

Cerca de una hora después Megan regresó a su coche.

Entró en el orfanato sin nada que pudiera utilizar contra la señora Griffith salvo una indeleble determinación por conocer la historia completa. No iba a marcharse de allí sin conseguir un teléfono, una dirección, un nombre o lo que fuera necesario para conocer el destino de Gina. Le trajo sin cuidado que Griffith argumentara, mientras la conducía de camino a su despacho, que no podía vulnerar el deber de confidencialidad al que estaba sujeto su cargo, pues Megan le hizo saber que no escatimaría en tiempo ni en energías para denunciar los abusos que había presenciado durante años. Su resolución y sus agallas actuaron sobre la mujer exactamente como ella pretendía y, por primera vez en su vida, vio vacilar a la soberbia y autoritaria directora del orfanato.

La señora Griffith volvió a ajustarse las gafas y le pidió que bajara el tono de voz, pero Megan estaba tan tensa y tan dispuesta a luchar con sus propias manos si era necesario, que no suavizó sus modales. Ya no era la niña asustada que corría a esconderse cuando veía a la directora Griffith pasar cerca de ella. Ahora la encaró y le hizo saber que no estaba negociando, sino que le exigía una respuesta y que no se iría de allí hasta obtenerla.

Tras unos incómodos segundos en los que se retaron con la mirada, la señora Griffith bajó la guardia e hizo una concesión. Le pidió que tomara asiento en una vieja silla de plástico que Megan rehusó, mientras se dirigía a los archivos y buscaba lo que Megan le pedía.

Le entregó un nombre y una dirección de Allentown y le hizo prometer que no la delataría. A Megan le habría gustado hacerlo, habría disfrutado haciéndole pagar tantos años de tormento, pero no iba a malgastar ni un solo segundo de su presente, y mucho menos de su futuro, en ajustar cuentas con aquella mujer. En cuanto se marchara de allí, se olvidaría de ella y del orfanato para siempre.

Se llamaba Rachel Mesler y era una treintañera menuda y muy atractiva que residía en un barrio residencial al norte de Allentown. El cabello rizado que le llegaba casi hasta la cintura era de un intenso color rojizo y tenía los ojos castaños. Un cúmulo de pequeñas pecas le salpicaba el puente de la nariz y las mejillas, y un diminuto lunar castaño le hizo recordar a la adolescente de largas coletas rojas que un buen día le dijo en el patio del orfanato que la separarían de su hermana Gina para siempre. El nombre también era el mismo y entonces supo que la mujer adulta que le había abierto la puerta y la niña de sus recuerdos eran la misma persona.

Cuando Megan le dijo quién era y por qué estaba allí, la mujer la acogió de forma imprevista entre sus brazos con la intención de estrecharla entre ellos. A Megan le hubiera gustado corresponderla en su efusividad, pero tenía medio cuerpo vendado y hubo de inventar algo rápido sobre la razón por la que no podía dejarse abrazar. Rachel Mesler repitió una y otra vez lo feliz que se sentía de tenerla allí, aunque Megan no comprendía por qué la recibía con tanto afecto. Cuando la mujer se retiró y Megan pudo volver a observarla de cerca, descubrió que sus ojos se habían humedecido.

—Traté de encontrarte cuando Gina murió —le explicó Rachel, al tiempo que jugaba con el dobladillo de su falda. La mujer la había invitado a entrar en su casa y ahora estaban sentadas en la acogedora salita frente a dos tazas de té—. Realicé unas cuantas pesquisas para dar con tu paradero pero esa horrible mujer del orfanato jamás quiso desvelar el nombre de ninguna de las familias con las que te enviaron. Poco después conocí a Peter y mi vida dio un giro radical. Él me sacó de las drogas y me ofreció la clase de vida con la que siempre había soñado. —Rachel observaba a Megan con tal expresión de arrepentimiento que Megan quiso decirle que nada de lo sucedido era culpa suya—. Con el tiempo me volví egoísta y me volqué en mi familia. Pensar en aquellos años en el orfanato, en las familias de acogida, en los días en los que Gina y yo dormíamos en los bancos de los parques y nos poníamos hasta las cejas de heroína… —Rachel movió la cabeza lentamente y arrugó la frente—. Todo eso me hacía tanto daño que quise olvidarlo y comenzar desde cero.

Rachel le explicó que, a los dieciséis años, tanto ella como Gina se fugaron del orfanato en una noche tormentosa de diciembre. Hacía muchísimo frío y no tenían a donde ir. Pasaron la noche en un portal de un edificio en ruinas, acurrucadas la una junto a la otra para entrar en calor. Durante esos días, el mayor afán de Gina era encontrar a Megan, pero no podían regresar al orfanato y ninguna de las dos sabía muy bien a dónde acudir para buscar ayuda. En la memoria de Gina se había quedado grabada la matrícula del viejo coche verde de la familia Spencer, el coche en el que montó Megan y que la llevó rumbo a su primer hogar de acogida. Pero cuando Gina consiguió la dirección y lograron acudir a la casa, la señora Spencer les dijo que Megan hacía unos meses que ya no estaba allí.

—Después, todo se fue derrumbando a nuestro alrededor como un castillo de naipes —dijo Rachel con amargura—. No teníamos dinero ni un lugar en el que vivir. Pasamos hambre y frío y nadie quería darnos trabajo porque éramos menores de edad. Un par de semanas después de fugarnos, un tipo apareció una noche en el edificio ruinoso en el que nos cobijábamos. Ninguna de las dos supimos que Charlie era un proxeneta hasta que nos mostró el lugar de trabajo que nos había prometido: las calles de una zona de bares de un barrio marginal de Allentown. No tuvimos otra opción y la droga lo hizo menos detestable.

A Megan se le encogió el corazón y un nudo del tamaño de una pelota de tenis le apretó la garganta. Bebió un sorbo de té para intentar aflojarlo, pero sólo consiguió que le doliera y que el estómago lo rechazara. Un dolor tan afilado como el canto de un cuchillo le desgarraba las entrañas y tuvo ganas de llorar a pesar de que creía que ya no le quedaban más lágrimas.

Con esfuerzo, Megan llevó la mano hacia la de Rachel que descansaba inerte sobre su regazo y la apretó ligeramente. Buscó sus ojos castaños en los que danzaban centenares de recuerdos dolorosos y entre ambas se estableció un entendimiento recíproco que ninguna palabra podría explicar.

Durante unos minutos se comunicaron con el tacto de sus manos enlazadas y Megan se fijó en lo blanca que era la piel de Rachel y en lo frágil que la hacía parecer aquella delgadez extrema camuflada en un sencillo vestido de color amarillo. Su vista se topó con las marcas de sus antebrazos que el paso de los años se había encargado de difuminar hasta hacerlas desaparecer casi por completo. Sintió que nunca antes había estado tan cerca de Gina como hasta ahora y tuvo ganas de abrazar a la mujer que la había liberado del enorme peso que cargaba a cuestas desde el momento en el que su hermana Gina le colgó el teléfono.

—El día que llamaste a Gina, ya hacía meses que había tocado fondo. Estaba abusando mucho de las drogas, se pinchaba varias veces en el mismo día y había perdido el control. —La voz de Rachel era dulce y estaba repleta de cariño hacia su hermana, cariño que pretendía hacer extensivo a Megan—. Se pasó toda la noche llorando entre mis brazos. Decía que habría dado la vida por abrazarte de nuevo pero que no podía soportar que supieras que se había convertido en una prostituta y en una heroinómana. —Las lágrimas desbordaron los ojos de Megan y se deslizaron hacia sus mejillas—. Pocos días después murió de una sobredosis.

—Si hubiera sabido el estado en el que se encontraba, yo…

Rachel negó con la cabeza sus palabras.

—No te culpes, ya no había nada que pudiera hacerse por ella. —Rachel le acarició el pelo y luego la abrazó cuidadosamente. El cuerpo de la mujer era pequeño, pero el consuelo que le ofreció fue inmenso—. Me pidió que te buscara y que te dijera que te quería. Gracias a Dios que me has encontrado tú, Megan.

La propia voz de Rachel sufrió una sacudida por la carga emocional de los recuerdos y también acabó llorando. Compartir el sufrimiento que tanto a una como a otra las había estigmatizado a lo largo de los años rasgó las murallas que contenían su mutuo tormento y gran parte de él se escapó al exterior. Megan jamás volvería a creer que existían obstáculos insalvables que había que sortear en lugar de saltar. Había saltado aquél y había caído de pie. Ya no volvería a permitir que el miedo la acobardara. Nunca más.

Megan tomó conciencia del inexorable paso del tiempo cuando la luz del sol perdió intensidad y el salón comenzó a cubrirse de sombras. No tenía prisa por marcharse, pero debía estar en Pittsburgh antes de que anocheciera.

Cuando abandonaba la casa de Rachel y cruzaba el jardín hacia su coche, Megan se dio la vuelta un momento y la miró a los ojos. Tenía una última cosa que decirle, tanto a ella como a sí misma.

—Alguien me dijo hace poco que si quería seguir adelante con mi vida, primero debía cerrar este capítulo. Yo no quise tomar en consideración su consejo porque pensaba que estaba equivocado. Pero acabo de comprender que tenía razón y que, por fin, podremos vivir en paz.

Los ojos congestionados de Rachel se entornaron y la sonrisa le llegó a ellos.

—Gina estaría muy orgullosa de ti, de la mujer en la que te has convertido.

—También lo estaría de ti, Rachel.

Un rato después, cuando Megan conducía de regreso a Pittsburgh por la autopista, pensó en las palabras que le dijo Derek poco antes de marcharse y dejarla sola en el hospital:

«Ya no eres una niña vulnerable, ahora eres una mujer valiente y muy fuerte. Tienes que dejar que esa niña se marche. Déjala ir.»

Era un día tan bueno como cualquier otro para cortar el césped. Estaba muy crecido y tenía las puntas secas por el sol. No podía recordar cuándo fue la última vez que lo cortó, pero no más tarde de septiembre. Casi un año.

Derek sacó la máquina cortacésped del garaje y emprendió la tarea con la única compañía de su humor irascible. Debería estar contento, tenía motivos de peso para largarse al tugurio donde se reunían sus compañeros y celebrar el éxito de la operación «Puerto Marina» con una ronda de cervezas tras otra. Todos los malos estaban en la cárcel, sin posibilidad de salir bajo fianza, y el juicio comenzaría en breve. Se rumoreaba que a Helsen y a Harris podrían caerles quince años de prisión, y a Ben Cole hasta diez por ser cómplice. También se rumoreaba que la fiscalía iba a pedir cadena perpetua para Annabelle, aunque dependía de lo que dijeran los informes psicológicos. Habían cazado a dos pájaros de un tiro. Se había erradicado a la banda que traficaba con mujeres orientales y se habían vengado las muertes de Charleze y Emily.

Sí, debería estar contento. Pero no lo estaba.

Una nube oscura se había cruzado en su camino y no podía hacer nada para apartarla. Todo dependía de hacia dónde soplara el viento. En ese instante no soplaba hacia ningún lado y la nube seguía ahí, engordando y tornándose más oscura.

Derek llegó hasta la acera y trazó un nuevo sendero hacia la casa. Le gustaba cómo estaba quedando el jardín, debería haberlo segado mucho antes. Conforme cortaba la capa maltratada por los rayos del sol, el verde adquiría una tonalidad mucho más brillante. Cuando Martha regresara de Los Ángeles no daría crédito. Siempre estaba diciéndole que era muy injusto, pues no quería cortarlo él y tampoco le dejaba hacerlo a ella.

Estaba deseando que regresara. Con Martha en casa de nuevo, se atenuaría aquella desazón que no sabía con qué calmar.

Ella ya estaría fuera del hospital. Si la evolución había sido favorable y el doctor Sager no había cambiado de idea, le habrían dado el alta ese mismo día. Derek no había ido al hospital y ella tampoco le había llamado. A ratos se sentía como un cretino, a ella la habían apuñalado y él no se había preocupado por su estado. Bueno, sí se había preocupado, muchísimo, sólo que lo había hecho en silencio. Durante los últimos días batalló contra la tentación de coger el teléfono y ponerse en contacto con ella, pues tenía muy presentes las palabras de Megan y, si ella necesitaba tiempo, Derek se lo daría. No le gustaba esa solución, en realidad la detestaba, pero no podía hacer otra cosa salvo esperar. Aunque no esperaría eternamente.

Derek dio la vuelta y su vista tropezó con un grupo de niños que circulaban por la calle montados en bicicleta. Reían y pedaleaban alegremente y Derek se distrajo mirándoles. Cuando Martha regresara le compraría una bicicleta nueva. Una que no llevara esas pequeñas ruedas de apoyo. La enseñaría a montar sin ellas.

El sol ya se ocultaba tras las frondosas copas de los árboles del Schenly cuando un Viper idéntico al de Megan estacionó frente a su casa. El motor dejó de rugir y la puerta del conductor se abrió. Dos largas piernas enfundadas en unos pantalones blancos salieron al exterior, y luego Derek se encontró con su sonrisa, tímida y apenas esbozada, pero sonrisa al fin y al cabo. Megan se quitó las gafas de sol y Derek la miró a lo que más le gustaba de ella, sus ojos acerados, pues la conocía a través de ellos de tantas cosas como expresaban. En ese instante, sin embargo, Derek no quiso leer en ellos, y encerró sus propias emociones en el sótano de su cerebro.

Afectada por una leve cojera, Megan atravesó el jardín con paso vacilante, que tenía más que ver con la evidente inquietud que la atenazaba, que con la herida de su pierna.

Megan tenía buen aspecto. La última vez que la vio, hacía dos días, no tenía color en la cara ni brillo en la mirada, pero ya había recuperado ambas cosas. Ahora estaba algo más delgada porque los pantalones le quedaban un poco holgados, pero conservaba las formas. Hasta que no volvió a tenerla delante, Derek no fue consciente de lo mucho que la había echado de menos en los últimos días. Sintió un repentino arrebato de efusividad por tocarla y abrazarla, pero se contuvo. Ni siquiera retiró las manos de la máquina cortacésped, que quedó tan anclada en el suelo como sus propios pies.

Ella llegó a su altura y cruzó las manos por delante de su regazo, enlazando los dedos. Antes de romper el silencio Megan admiró su obra.

—Estás cortando el césped.

—Parece increíble, ¿no?

—Martha flipará cuando regrese. —Conocía las disputas entre padre e hija sobre la necesidad de arreglar el jardín.

—Estaba pensando en lo mismo.

Megan alzó la mirada hacia él y Derek interpuso una barrera entre los dos, la sintió elevarse en cuanto sus pupilas hicieron contacto. ¿Y qué esperaba? ¿Que la recibiera con los brazos abiertos?

—Esta mañana me dieron el alta. El doctor Sager intentó convencerme para que me quedara hasta mañana, pero ya no soportaba un día más en el hospital. Llamé a un taxi para que me llevara a casa, no quería molestarte para una tontería así.

—No me habrías molestado —dijo, muy serio—. ¿Cómo estás?

—Bien, estoy bien. Cada dos días tengo que ir al hospital para que me hagan unas curas y también me dieron unos analgésicos para el dolor, aunque no me los estoy tomando. —Sonrió—. Las heridas están cicatrizando bien y pronto me quitarán los puntos.

Derek asintió y movió un poco la cortadora sobre el suelo. No estaba muy hablador.

—He seguido el caso «Puerto Marina» a través de las noticias. Me alegro de que se vaya a pedir la pena máxima para Annabelle.

—Que se pida no significa que la concedan. Todo depende de lo que digan los informes psicológicos —respondió cortante.

Megan le miró un segundo en silencio y comprendió que no rompería el hielo dando rodeos sobre el tema principal.

—Hoy he estado en Allentown. De hecho, ahora mismo vengo de allí. He visitado el orfanato y he hablado con la directora. También he conocido a una amiga de mi hermana y hemos charlado durante mucho tiempo sobre Gina, sobre nosotras, sobre lo mucho que el orfanato cambió nuestras vidas… —Hizo una pausa. Derek hacía como si no le importara y continuaba moviendo el dichoso aparatito sobre el césped—. La he dejado marchar.

Derek movió la cabeza.

—¿A quién has dejado marchar?

—A la niña que todavía habitaba dentro de mí. Seguí tu consejo y ahondé en el pasado. Ojalá lo hubiera hecho mucho antes. —Derek hizo un gesto de avenencia pero siguió mostrándose cauto y distante—. Tú tenías razón, y ahora ella se ha ido. Le he dicho adiós para siempre.

—Me alegro mucho por ti.

Pero Derek no manifestó esa supuesta alegría de ninguna manera. De hecho, reanudó su labor y se puso en movimiento, abriendo la senda que había dejado a medio hacer cuando Megan llegó. Ella deseaba arrancarle la máquina de las manos y apagar el motor que emitía un ronroneo fastidioso. Quería obligarle a que la mirara y a que abandonara aquella actitud tan indolente. Pero lo único que hizo Megan fue seguirle a lo largo del jardín armada de paciencia.

Durante el trayecto de regreso a Pittsburgh, no había pensado en otra cosa más que en el momento en que volverían a encontrarse, escenificándolo repetidas veces hasta que memorizó lo que quería decirle. En su imaginación, Derek se mostraba atento, emotivo y cariñoso, y Megan no tuvo que esforzarse mucho porque él le facilitó las cosas. Ilusa. Megan se mordió los labios. Derek estaba muy plantado en su sitio y ella iba a tener que hacer malabarismos varios para llevarle a su terreno. Se lo merecía por haber sido tan tonta.

—Derek, ¿podemos hablar sin que tenga que perseguirte por todo el jardín?

—Me quedaré sin luz de aquí a veinte minutos y no quiero dejar esto a medias. —La miró—. Habla, te escucho. —Y continuó con lo suyo.

Ni hablar, no pensaba tratar ese tema con Derek segando el jardín y ella caminando tras él como un perrito faldero. Megan posó una mano sobre la suya, que se aferraba al mango de la segadora, y apretó los dedos pidiéndole que parara.

—Comprendo que estés enfadado y que quieras castigarme por haber sido tan desconsiderada contigo. De verdad que lo entiendo.

—No intento castigarte por nada. Lo único que pretendo es terminar de cortar el césped.

Derek debía de estar fingiendo, era imposible que su frialdad fuera real. Seguro que sí. Seguro que estaba deseando estrecharla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin respiración.

Megan movió la mano sobre la de él, sin apartar los ojos de los suyos. Le quería tanto que su pecho se estremeció de emoción. No estaba segura de si sería capaz de continuar mirándole sin pasar a la acción. Sus cinco sentidos le pedían salvar las distancias que separaban sus cuerpos. Necesitaba olerle, tocarle, sentirle… oírle decir que la quería… el amor la deshacía por dentro, era maravilloso, pero le costaba expresarlo de otra forma que no fuera con sus besos.

—Ya no necesito más tiempo —le reveló Megan.

Derek la tentó con la mirada, quería descifrar el significado de esas palabras tan ambiguas, pero Megan estaba nerviosa y sus verdaderas intenciones quedaban camufladas tras ellas. Así que continuó parapetado tras su silencio, esperando a que ella continuara.

—En realidad, mis sentimientos siempre han estado claros —prosiguió.

—¿Cómo de claros?

—Transparentes —contestó—. Quiero estar contigo.

Derek sintió un alivio inmediato que deshizo la tensión que le agarrotaba todo el cuerpo. Aquella confesión podría haberle bastado, los ojos grises de Megan le pedían a gritos que lo aceptara, pero todavía no era suficiente. No, no lo era. Tanto su postura como sus sentimientos habían quedado al descubierto en numerosas ocasiones, por lo tanto, Megan iba a tener que esforzarse mucho más para convencerle. Muchísimo más. Para una mujer tan intrépida como ella, que buscaba el riesgo y se alimentaba de la adrenalina, debía de ser una auténtica tortura verse bloqueada cuando trataba de expresar lo que sentía. Pues bien, tendría que buscarse la vida porque no volvería a interceder entre ella y sus barreras mentales. De ese aprieto no pensaba rescatarla.

—¿Eso es todo lo que has venido a decirme? Porque si es así no me descubres nada nuevo.

Deliberadamente, Derek la retó rompiendo su seguridad y Megan perdió impulso.

—No, eso no es todo. Pero no es sencillo. —Le pidió comprensión con los ojos pero viendo que no se la ofrecía, Megan desvió la atención hacia las briznas de hierba que saltaban de la cortadora—. Creo que estás dejando el césped demasiado corto. Te cargarás el jardín.

—El césped está perfecto.

Megan negó con la cabeza.

—Es muy corto para ser julio. El sol lo estropeará.

Megan era experta en robarle a uno la paciencia. Derek temía que, en cualquier momento, se pusiera a hablar de violetas africanas y de cremas para pieles grasas.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó él.

—¿Qué?

—Que me importa un carajo si se estropea. —Miró su reloj de pulsera—. El sol está a punto de ponerse y todavía tengo que segar la mitad del césped. Cuando estés preparada para hablar, avísame. Mientras tanto, voy a continuar cargándome el jardín. —Reanudó la marcha y le dio la espalda y, ahora que ella no le veía, aprovechó para aspirar profundamente.

Como si no estuvieran tratando un tema de vital importancia, Megan observó impotente cómo Derek continuaba con su labor como si nada. De acuerdo, conocía esa artimaña. La estaba forzando a que expresara abiertamente sus sentimientos. Pues bien, podía hacerlo, reiteradamente había pronunciado en voz alta esas palabras mientras conducía hacia allí, y ahora las tenía en la punta de la lengua.

De espaldas a él, cogió aire y lo soltó.

—Te quiero.

Derek sonrió para sus adentros y Megan aguantó la respiración mientras esperaba su reacción, pero ésta no se produjo. La miró por encima del hombro pero no movió un dedo y Megan sintió que su autoestima sufría una fuerte sacudida.

—¿Por qué te tiembla la voz? Ya la has recuperado por completo, así que es innecesario que hables tan flojo. Apenas si te he oído. —Su tono fue crítico—. No quiero que digas nada hasta que no estés convencida.

—Estoy convencida.

—Pues a mí no me lo parece. Ni siquiera eres capaz de decirlo mirándome a los ojos.

Megan se clavó las uñas en las palmas de las manos y se mordió el labio con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre. Le vio alejarse una vez más, imperturbable, aparentemente concentrado en su trabajo como si fuera lo más importante del mundo.

En un arranque del amor que sentía hacia él, Megan le siguió para demostrarle que no permitiría que dudara de la magnitud de sus sentimientos. Nunca más viviría con ese miedo.

Derek no la oyó acercarse con el ruido de la segadora, pero la sintió a sus espaldas. Una mano se posó en su hombro, estaba fría y el helor traspasó su camiseta. El contacto era leve, superfluo, pero el acto en sí expresaba tantas cosas que Derek se detuvo en seco.

Megan deslizó los dedos suavemente, acariciando los músculos que se endurecieron como el granito bajo su tacto. Apretó la caricia y él agachó la cabeza. La sangre se le aceleró en las venas y entonces le buscó porque no podía soportar permanecer un segundo más sin sentirle. Megan apoyó la frente sobre el hueco de su espalda y sintió que su calor la arropaba, liberando las palabras que tenía atrapadas en la garganta.

—Te quiero tanto, Derek, tanto… Te he amado desde el principio pero estaba demasiado obcecada en mis problemas personales para reconocerlo. Quiero cuidar de ti y de Martha, y quiero que cuides de mí. Quiero compartirlo todo contigo, sin condiciones. —Nunca su voz sonó tan intensa como hasta ahora. Megan movió la mejilla sobre él y su mano se cerró un poco más fuerte sobre su hombro. Besó el hueco de su espalda, que permanecía tensa y rígida, y luego pasó los brazos alrededor de su cintura y los cruzó sobre su vientre, estrechándose más contra él. Megan abrió su corazón de par en par y dejó que todo saliera al exterior—. Hace poco me dijiste que tu vida no tendría sentido si no la enfrentabas de mi mano y quiero que sepas que la mía tampoco lo tendría si no la enfrento de la tuya. Temo que mi actitud haya dañado lo que sientes por mí y que en los últimos días te hayas replanteado tus sentimientos. Pero espero que no sea irreparable porque… —Megan se emocionó y la voz se le ahogó. Derek alzó la cabeza y sus manos grandes y cálidas se cerraron sobre las suyas—… te amo tanto que me duele el corazón.

En algún momento que Megan no podía precisar, Derek había apagado la máquina cortacésped y el silencio que les arropaba dotaba de mayor emotividad a sus palabras.

—¿Replantearme mis sentimientos? ¿Crees que puedo cambiar lo que siento por ti en dos días? No podré hacerlo mientras viva.

Derek se volvió y Megan se embebió en la expresión contundente con la que había pronunciado esas palabras. Su mirada azul la traspasó por completo, tan intensa que la dejó sin aliento. Derek la tomó entre sus brazos y la acercó a su cuerpo, consciente de la presión que debía ejercitar sobre ella para no lastimarla. Con un brazo la rodeó por la cintura y con la otra mano la tomó por la nuca, internando los dedos entre los rubios mechones de cabello. El calor que él desprendía la fundió y Megan alzó una mano y acarició su rostro, comprobando instantáneamente que el efecto de su caricia era capaz de suavizar sus rasgos.

Derek desplegó una sonrisa cautivadora y luego la besó con ímpetu. Mordisqueó sus labios, que se abrieron anhelantes, y buscó su lengua que le recibió ansiosa. Acarició su paladar y ladeó la cabeza para llegar hasta donde no había llegado antes. La besó de forma letal, y ella le correspondió de igual manera, con los sentimientos a flor de piel, con el deseo creciendo y haciéndoles zozobrar en una marea de emociones en la que Megan quería quedarse atrapada junto a Derek durante el resto de su vida. Su corazón estaba desbordado y su mundo resplandeció, como si hubiera descorrido una oscura cortina.

A su debido momento, Derek terminó el beso, acarició sus arreboladas mejillas y rozó sus labios con mimo. Ella sonrió y luego enterró el rostro en su cuello, aspirando su agradable olor a jabón.

—Yo hubiera hecho lo mismo —musitó Megan en su oído.

—¿Respecto a qué?

—Si tú hubieras estado en mi situación, yo también habría tratado de localizar a tu hermana.

—Lo sé. —Él apretó el abrazo de forma instintiva y besó su cabeza, una y otra vez.

—Te quiero, Derek.

—Yo también te quiero. Con todas mis fuerzas.

—Sin condiciones.

Derek buscó su mirada con el corazón henchido de amor. Una lánguida sonrisa curvaba los labios de Megan y rasgaba sus ojos grises, y Derek emprendió un recorrido lento e intenso por aquel hermoso rostro que iba a despertar junto al suyo durante el resto de su vida. Se sintió el hombre más afortunado del planeta.

—Sin condiciones —repitió él.

—Bueno, sólo una —rectificó Megan. Derek ladeó un poco la cabeza y la contempló desde otra perspectiva—. Quiero trasladarme a tu casa hasta que Martha regrese de Los Ángeles.

A Derek no le hizo falta expresar con palabras el entusiasmo que sintió, pues Megan lo leyó fácilmente en sus ojos. Su mirada se volvió más ardiente, su sonrisa más licenciosa, y eso le recordó a Megan que tenía otra condición más, una de vital importancia que no podía esperar.

—Y quiero que me hagas el amor, ahora mismo.

—¿Estás segura de que en tu estado te conviene? —La observó con devoción, haciendo denodados esfuerzos por no abalanzarse de nuevo contra sus labios carnosos—. Todavía estás convaleciente. —Rozó su nariz con la suya.

—No necesito ser médico para saber lo que me conviene. —Entornó los ojos—. Obedéceme y llévame a la cama, Derek.

Sus palabras actuaron en él como un potente afrodisiaco y su ingle se tensó dolorosamente. Su respuesta no se hizo esperar. Derek pasó un brazo por detrás de sus rodillas, otro por su espalda y la alzó. Luego cruzó el jardín como una exhalación.

Muy pocos días después, cuando a Megan ya le habían retirado los vendajes y quitado los puntos, viajó a Allentown en compañía de Derek. Todavía quedaba un asunto pendiente entre ella y su pasado, y quiso que Derek fuera partícipe de él.

El cementerio de Allentown estaba situado en una llanura que se extendía al pie de una montaña. Accedieron a él en el coche de Derek, atravesando campos verdes sobre los que serpenteaba un camino rodeado de cipreses. Siguiendo las indicaciones que hacía unos días le había dado Rachel, encontraron la tumba de Gina en una suave inclinación del terreno donde crecían amapolas y donde los pájaros rompían el silencio desde las copas de los árboles. A la tosca lápida de granito nunca le faltaban las flores de Rachel, que ella misma se encargaba de recolectar de su jardín. Las había de todos los colores y clases, y Megan depositó una única rosa blanca junto a la lápida.

Derek quiso aguardar junto al coche porque pensó que a Megan le vendría bien tener un momento de intimidad junto a su hermana, pero ella insistió en que la acompañara. Contempló la escena desde arriba, y apoyó la mano en el hombro de Megan mientras ella se arrodillaba junto a la tumba y deslizaba los dedos lentamente sobre el nombre de Gina, que estaba esculpido en la piedra sobre las fechas de su nacimiento y fallecimiento.

Sucedieron unos minutos de silencio, tras los cuales, Megan entonó un improvisado y emotivo discurso. Derek no podía ver su rostro, pero su voz susurrante se quebró cuando le dijo a Gina lo mucho que la quería. Él cerró los dedos sobre su hombro y le hizo saber que estaba a su lado mientras ella continuaba hablando y lo sacaba todo al exterior. Estaba despidiéndose de su hermana definitivamente, pero repitió muchas veces que siempre la llevaría en el corazón.

Cuando volvió a alzarse mostraba una entereza admirable, aunque tenía los ojos empañados y las pestañas mojadas. Megan enlazó los dedos a los de Derek y apoyó la cabeza en su hombro. No necesitó ningún tipo de consuelo, con sentirle junto a ella le bastaba. Lo que más admiraba de él era que sabía perfectamente cuándo debía guardar silencio.

Juntos, con las manos enlazadas y arrullados por el alegre trinar de los pájaros, emprendieron el camino hacia el coche que les llevaría de regreso a casa.