Capítulo 16
Cuando la oportunidad de husmear por la agencia se le presentó tan repentinamente, Megan experimentó un estallido de adrenalina. Tenía un plan que había trazado minuciosamente durante el día, mientras trataba de concentrarse en su próximo artículo, pero las circunstancias habían cambiado y se vio obligada a adaptar su plan a las nuevas exigencias.
Tenía pensado registrar la oficina de Harris entrada la noche, cuando regresara de su cita con Robert Farrell y en la agencia apenas hubiera movimiento. Era la mejor hora del día para hacerlo. Eve se marchaba a las ocho y Harris no solía ir por la noche, sólo tendría que vencer el obstáculo de las otras chicas que también regresaban de sus citas.
Pero a última hora de la tarde Eve le comunicó que Farrell, el presidente del Banco Central de Pittsburgh, se había puesto enfermo y anulaba la cita. Ya estaba vestida y se retocaba el maquillaje cuando Eve entró en el vestuario para anunciárselo. Al principio pensó que Farrell no podía haber escogido un día peor para caer enfermo. Reconocía que se estaba impacientando porque con cada día que pasaba allí aumentaban las posibilidades de que alguien descubriera su tapadera. Luego pensó que había tenido suerte, pues se había librado del Farrell —del que se decía que insistía en terminar sus veladas en la cama y que era tan exigente con las mujeres como con los negocios que le habían reportado tanto éxito— y la agencia quedaría desierta entre las ocho y las once, intervalo de tiempo en que todas las chicas estaban fuera.
—Siento no haberte podido avisar con mayor antelación, pero Robert acaba de llamar hace un momento. Yo ya me marcho a casa, si necesitas cualquier cosa…
—¿Sabes si Harris regresará esta tarde?
Gary Harris se marchaba a una reunión cuando Megan llegó esa tarde a La Orquídea Azul. Normalmente, sus reuniones solían extenderse durante horas y era probable que ya no volviera hasta el día siguiente, pero Megan prefería guardarse las espaldas.
—No lo creo, aunque Harris es bastante impredecible. ¿Necesitas hablar con él?
—Quería comentarle algo, una cuestión sin importancia.
—Si puedo ayudarte yo…
—Esperaré a mañana —sonrió.
Tan pronto como Eve desapareció por la puerta, Megan se levantó de la silla y comenzó a desvestirse. Por fortuna no había ninguna chica en los vestuarios que pudiera extrañarse de la velocidad con la que se despojó de su vestido y volvió a ponerse sus ropas.
Megan asomó la nariz al pasillo principal. Estaba en silencio y no había nadie merodeando por los alrededores. Una suave luz azulada procedente de los halógenos del techo dibujaba formas sobre la estructura de la escalera y Megan dirigió la mirada hacia allí. En recepción tampoco había movimiento. Descendió por la escalera de caracol sin hacer el menor ruido, gracias a los zapatos de suela de goma que se había puesto para tal fin.
Tras la marcha de Eve la recepción había quedado en penumbras, pero el blanco inmaculado del suelo resplandecía bajo la luz de los halógenos. Eve siempre dejaba encendida una pequeña lamparilla sobre su mostrador de recepción por si Gary Harris regresaba a la agencia después de que ella se hubiera marchado. Se acercó hasta allí y vigiló un par de veces por encima de su hombro para asegurarse de que arriba todo continuaba en silencio, pues en la agencia todavía había chicas que andaban preparándose para sus respectivas veladas nocturnas. De cualquier manera, se maravillaba de lo sencillo que era deambular por aquel lugar donde no había guardia de seguridad ni cámaras de vigilancia. Parecía como si se quisiera crear la falsa apariencia de que era un negocio perfectamente legal donde no había nada que ocultar. Ella estaba dispuesta a asumir los riesgos para probar lo contrario.
Megan rodeó la mesa de Eve y tiró del asa del cajón superior donde guardaba las tarjetas que abrían las puertas. Lo suponía, estaba cerrado con llave. Se llevó la mano al pelo y se quitó una horquilla que había cogido del tocador por si se topaba con aquel pequeño inconveniente. No todas las experiencias de su niñez fueron negativas. Durante sus años en el internado aprendió a abrir cerraduras con una simple horquilla.
Megan se arrodilló en el suelo, desplegó la horquilla e introdujo un extremo en el diminuto agujero. Luego la hizo girar hacia un lado y otro hasta que la cerradura del cajón emitió un chasquido. Aunque el ruido fue leve, Megan levantó la cabeza por encima del mostrador y aguardó unos segundos para asegurarse de que no se había oído desde la planta superior.
Abrió el cajón con suma delicadeza y se hizo con las tarjetas magnéticas. Todas estaban numeradas y comprobó que no había tarjetas que abrieran las puertas de los vestuarios ni las habitaciones privadas de las chicas, pero había otras con las que se accedía a lugares que desconocía. Megan se puso en pie y cruzó el vestíbulo con paso ligero.
El despacho de Harris estaba en la misma planta que la recepción, tras unas elegantísimas mamparas de cristales talladas en tonos lavanda. Junto a la ranura que leía la banda magnética había un número grabado que debía coincidir con el de alguna de las tarjetas. Megan las inspeccionó apresuradamente y la encontró. Al pasarla por la ranura metálica la puerta se abrió emitiendo un ligero zumbido.
La oscuridad allí dentro era total salvo por la luz reflectante del acuario de Harris. Los peces nadaban en las aguas azuladas y la luz la guio hacia la lamparilla de pie que había junto a su mesa. La encendió y miró a su alrededor para situarse. Ya se conocía el despacho de Harris por las entrevistas que había mantenido con él, y tenía un plano mental de los archivos y armarios que tenía que inspeccionar si se daba la ocasión. Se olvidó del portátil que había sobre su mesa porque seguramente estaría protegido con una contraseña. El armario metálico con enormes cajones archivadores que había en la pared de la derecha era su primer objetivo y sus pies la llevaron raudos hacia allí. No sabía exactamente qué era lo que deseaba encontrar, pero sus manos se movieron sobre las diversas carpetas amarillas como si lo supiera. Comenzó por el cajón superior, donde los expedientes de las chicas de La Orquídea Azul estaban ordenados alfabéticamente y, en el cajón inferior, los clientes se hallaban clasificados siguiendo el mismo criterio. Sus dedos se detuvieron sobre el expediente de Malcom Helsen y lo extrajo del archivador, después lo colocó bajo la luz de la lámpara y empezó a remover el contenido con impaciencia.
Leyó por encima buscando información confidencial, pasando por alto los datos personales irrelevantes y deteniéndose el tiempo justo sobre los que desconocía. La fotografía tamaño folio apareció hacia la mitad del dosier y podría haberle causado cierto impacto de no ser porque ya conocía la relación. Malcom Helsen estaba situado en el centro de la fotografía y en su rostro atractivo había desplegada una inmensa sonrisa. Tenía los brazos situados sobre los hombros de sus compañeros y los estrechaba contra su cuerpo con ademán afectuoso. A su derecha, Gary Harris miraba a la cámara con expresión risueña aunque, a Megan, su mirada fría siempre le provocaba la misma desconfianza. Ben Cole cerraba el inquietante grupo. Como siempre, iba impecablemente vestido con una camisa de seda azul y una corbata gris. A pie de página aparecía la fecha en que la fotografía había sido tomada: sólo hacía tres semanas.
Un ruido procedente del vestíbulo la sobresaltó y el expediente se cerró bruscamente entre sus manos antes de devolverlo al archivador. Megan se arriesgó a perder unos segundos vitales y volvió a abrir la carpetilla para quedarse con la fotografía. Luego cerró el pesado cajón metálico y corrió de puntillas hacia la lámpara de pie para apagar la luz. Oyó pasos, el inequívoco sonido que hacían los zapatos italianos perfectamente bruñidos de Harris en fricción con el suelo de mármol. Cada vez más cerca. Las pulsaciones se le aceleraron mientras miraba en rededor en busca de algún lugar en el que ocultarse.
Megan se quitó los zapatos y corrió descalza hacia el único lugar que le ofrecía una posibilidad de refugio: el elegante sofá blanco de dos plazas. El hueco entre éste y la pared era angosto, pero consiguió arrastrar su cuerpo hasta el fondo justo cuando la puerta del despacho se abría. Acoplada en su escondite y fuera de la vista del intruso, Megan aguantó la respiración. ¿Encontraría Harris algún indicio que le hiciera sospechar que alguien había entrado en su despacho? Hizo un rápido repaso mental de todo lo que había tocado y creía que había dejado las cosas tal cual las había encontrado. Especuló sobre las consecuencias de que Harris la encontrara escondida en su despacho y una oleada de miedo la recorrió de los pies a la cabeza. La harían desaparecer como hicieron con Emily Williams.
La luz de la lámpara despejó su alrededor de las penumbras y escuchó que Harris tomaba asiento en el sillón orejero reclinable. Luego abrió un cajón y, al cabo de unos segundos, se puso a teclear en su portátil. Esperaba que no hubiera regresado para pasarse toda la noche trabajando, pues no sabía cuánto tiempo más podría permanecer en aquella postura tan forzada.
Harris pulsó la tecla del altavoz del teléfono, tecleó un número, y una voz masculina contestó a la tercera señal de la llamada. En el timbre ligeramente metálico, a Megan le pareció reconocer la voz de Ben Cole, pero entonces Harris desactivó el altavoz y sólo pudo escucharle a él, aunque fue más que suficiente.
Durante los siguientes diez minutos, Harris mantuvo una airada conversación sobre una nueva remesa de mujeres orientales que venían en un barco procedente de Foxburg que atracaría en el puerto de Pittsburgh a las diez de la noche del día siguiente. Al parecer y, según los planes originales, la entrega de las mujeres no estaba prevista hasta dentro de cinco días, pero Harris había agilizado los trámites porque la policía andaba pisándole los talones y tenía todo preparado para largarse del país cuanto antes.
Ese hecho fue motivo de discusión entre los dos hombres. El que creía que era Cole no estaba seguro de poder retirar a la policía portuaria con tan poca antelación, pero Harris no atendía a sus razonamientos pues él tenía los suyos propios: el buque llegaría mañana según los nuevos planes y la manera de ingeniárselas para que tuvieran campo libre era trabajo suyo. Con un tono firme y autoritario que indicaba quién era el jefe, Harris recalcó que para eso se le pagaba e insistió en que no quería ningún fallo. Era una de las operaciones más importantes y arriesgadas de cuantas habían llevado a cabo y, probablemente, una de las últimas hasta que las aguas se calmaran.
Harris habló de la investigación a la que estaban sometiendo a Helsen y de los discos duros confiscados. No le importaba que la información recuperada hasta el momento no sirviera para arrestar a Helsen, tarde o temprano encontrarían algo que sí serviría. Por extensión, la policía también había puesto los ojos en la agencia y era cuestión de tiempo que también le investigaran a él. Por ello debían ser cuidadosos y acelerar el trabajo. No se alteró lo más mínimo al asegurarle a su interlocutor que si él caía le arrastraría con él.
La conversación llegó a su fin con un tono cortante y agrio que ponía de manifiesto que Harris estaba relativamente preocupado. No era para menos. Había mencionado que ésa sería la última operación de contrabando que se llevaría a cabo en aguas de Pittsburgh hasta que la policía diera carpetazo al asunto por falta de pruebas o bien arrestaran a Helsen si encontraban indicios suficientes para hacerlo. Sucediera lo que sucediera con el arquitecto, a él no le importaba lo más mínimo, en realidad se lo merecía por haber puesto en peligro su pellejo y el de los demás al liarse con esa putilla rubia que había fisgoneado en su ordenador. Por sus estúpidos errores ahora tenía a la policía de Pittsburgh investigándoles de cerca, así que no le quedaba más remedio que desaparecer hasta que dejara de estar en el punto de mira.
Harris se pasó la mano libre por el pelo con ademán intranquilo y después se sirvió un whisky que paladeó con lentitud. No iba a tolerar más fallos como el de Emily Williams. La chica estaba muerta y no tenía ni puñetera idea de quién lo había hecho. Había encargado ese trabajo a su persona de confianza pero se había negado a mancharse las manos de sangre, como si no las tuviera ya más que manchadas. Quizá no de sangre, pero sí de otras sustancias que también podían conducirle directamente a la cárcel. A veces parecía que estaba tratando con un montón de incompetentes, pero no iba a tolerar un segundo error.
Harris agitó los cubitos de hielo dentro del vaso y bebió otro sorbo mientras observaba la graciosa danza que sus peces tropicales trazaban en el agua del enorme acuario.
No le gustaba que hubiera cabos sueltos, y el asesinato de Emily Williams era una pieza que no conseguía encajar en ningún sitio. Él había ordenado su muerte por los errores de Helsen, pero había sido alguien ajeno a su círculo quien la había liquidado. Pero ¿quién y por qué? Estaba seguro de que no era una mera casualidad.
Megan sentía tal torrente de adrenalina inundándole las arterias que no podía soportar continuar allí escondida, inmóvil como una estatua. El sonido de los cubitos de hielo chocando entre sí le proporcionó una carga extra de ansiedad. ¿Pensaba quedarse en el despacho toda la noche? La desesperación por salir de allí y ponerse en contacto con Derek la estaba matando, y eso era sin duda lo que haría Harris si la encontraba. Después de todo lo que había escuchado, su muerte sería tan agónica y espeluznante como la de Emily.
¿Quién de los tres había empuñado el arma que segó la vida de su vecina? Ben Cole era el único que no tenía una coartada contrastada y, aunque a los tres los consideraba capaces de cometer un crimen, si se basaba en los hechos su mejor candidato era Cole. El policía era un hombre violento y peligroso, Megan había experimentado su ira en sus propias carnes. Y también era el último eslabón en aquella cadena de mando, la clase de persona a la que se le encargaría tanto un asesinato como una operación de contrabando en el puerto Marina.
Pensó en el titular de su próximo artículo. Habría una fotografía del puerto de Pittsburgh una vez la red de contrabando fuera incautada, y ella sería la primera en mencionar los nombres de los tres principales cabecillas. Preston la felicitaría y la nombraría redactora jefe y Derek no tendría más remedio que admitir que se había equivocado desde el principio.
El sillón reclinable volvió a chirriar sobre su eje y los zapatos de Harris se pusieron en movimiento. Que apagara la luz era un buen presagio, se marchaba, y Megan volvió a quedar envuelta en las tinieblas. Una puerta se abrió y después se cerró, pero Megan aguardó en su guarida algunos minutos más. No se fiaba de Harris ni tampoco lo subestimaba, era demasiado listo y podía estar fingiendo que desconocía que ella estuviera allí.
Agudizó tanto los oídos que le dolieron, pero sólo escuchaba el suave murmullo eléctrico del acuario. Cuando por fin se atrevió a asomar la cabeza por encima del sofá, la soledad y la penumbra del despacho aflojaron un poco sus nervios. Megan se puso en pie pero no se colocó los zapatos, atravesó el despacho con sigilo y se detuvo junto a la puerta, donde apoyó la oreja para escuchar. Nada, silencio. Movió el picaporte lentamente y la abrió.
Primero asomó la cabeza y aunque la vidriera lavanda ocultaba el vestíbulo y le impedía ver si Harris todavía estaba allí, no lo creía porque todo estaba a oscuras. Megan anduvo de puntillas y se ocultó entre las sombras y las estructuras que encontraba a su alrededor. Cruzó el vestíbulo de punta a punta con el corazón al galope y devolvió las tarjetas metálicas al cajón de Eve. Después subió por la escalera de caracol porque una vez la recepcionista se marchaba, nadie podía salir por la puerta que había en el vestíbulo.
De vuelta a los vestuarios, no se detuvo ni para recobrar el aliento. Recuperó su bolso del tocador y tomó el pasillo que conducía a las escaleras. Escuchó risas femeninas y Jodie Graham salió de una de las habitaciones envuelta en seda y raso. No había tenido ocasión de verla desde hacía días, y pese a que tenía que hablar con ella para contrastar la coartada de Ben Cole, ahora tenía asuntos más acuciantes que atender.
Jodie Graham la saludó con su habitual simpatía y Megan ocultó la fotografía detrás de su cuerpo. No había tenido tiempo de doblarla por la mitad y guardarla en el bolso.
—¿Te marchas ya? —le preguntó Jodie.
—Sí, se ha anulado mi cita con Robert Farrell.
Jodie llevaba un vestido precioso de seda azul y un moño alto del que escapaban algunos mechones platino que le rozaban las clavículas desnudas. Estaba radiante pero la expresión de sus ojos no se correspondía con el resto del envoltorio. Parecía permanentemente preocupada por algo, pero Megan no se atrevía a indagar hasta que su labor allí hubiera concluido. Cuando eso sucediera, le gustaría tener una conversación con ella para explicarle todo aquel entramado. Le caía bien, y no disfrutaba mintiéndole.
—Estás de suerte. Farrell es un tipo despreciable.
—Eso me han comentado. —Jodie parecía dispuesta a entablar conversación, pero Megan no podía detenerse en ese preciso momento—. Tengo un poco de prisa, me esperan. Hablamos en otra ocasión.
—Claro, cuando quieras. —Jodie prosiguió su camino pero antes de que Megan saliera por la puerta, volvió a dirigirse a ella—. Hilary.
—¿Sí? —Y se dio la vuelta.
—¿Estás saliendo con el policía de Homicidios que investiga el asesinato de Emily? ¿El agente Derek Taylor?
Megan se quedó sin habla y mientras los ojos de Jodie le exigían una respuesta, ella vaciló. ¿Cómo había llegado a esa conclusión? ¿Le habría visto en el hotel de Nueva York? Jodie contestó por ella.
—Me encontré con el agente Taylor en el hotel Carlyle, cuando yo regresaba del hospital él salía del ascensor. —Jodie se fijó en la fotografía doblada que Megan llevaba en la mano—. No creo en las casualidades. ¿Qué está pasando aquí?
—Todavía no puedo decírtelo —contestó, con la voz queda.
Ya no tenía sentido continuar con la farsa, pues Jodie no se tragaría que Taylor y ella estaban saliendo juntos sin más. Sin embargo, todavía era demasiado pronto para confesarle quién era ella realmente y qué estaba haciendo allí. No podía poner en peligro la vida de Jodie.
—¿Eres una poli infiltrada o algo por el estilo?
Megan suspiró lentamente y movió la cabeza.
—No, no soy policía.
—Pero tampoco eres quien dices ser. —Su voz sonó acusatoria.
Megan asintió.
—Te prometo que en breve te lo explicaré todo.
—¿Por qué no ahora? Están pasando cosas muy extrañas. La policía ya me ha interrogado dos veces y la prensa menciona sin cesar a La Orquídea Azul y la vincula con el asesinato de Emily. Quiero saber si estoy en peligro —se impacientó.
Megan levantó una mano para indicarle que no alzara la voz. Había chicas en las habitaciones que podían escucharlas.
—No puedo contarte lo que está sucediendo. Lo único que ahora puedo decirte es que no estás en peligro y que debes seguir actuando como si no sucediera nada extraño. Te pido que confíes en mí. —Jodie no parecía muy dispuesta a hacerlo, su mirada era profundamente recelosa—. Tengo que marcharme.
Megan se disculpó con la mirada, cruzó el umbral y bajó las escaleras con paso acelerado. Se preguntó si Jodie sería discreta, si guardaría silencio frente a sus compañeras y frente a Harris tal y como Megan le había pedido que hiciera. Que le pareciera una persona de confianza no significaba que lo fuera, pues apenas la conocía.
Lo más sensato era no volver por allí, en veinticuatro horas todo habría terminado.
Mientras recorría a paso rápido la distancia que la separaba de su coche, Megan miró su reloj de pulsera. Ya eran casi las diez de la noche. Había lloviznado mientras estaba en la agencia, pues las calles estaban mojadas y el olor de las flores impregnaba el aire húmedo. Era agradable pasear por Pittsburgh cuando la lluvia aplacaba el calor bochornoso del día, pero Megan no podía recrearse en lo maravilloso que era sentir la caricia del viento sobre su cuerpo cargado de adrenalina. Le sudaba la espalda y estaba rígida de ansiedad.
Sacó el móvil de su bolso y llamó a Derek antes de colocarse tras el volante del Viper, pero Derek tenía el móvil apagado o estaba fuera de cobertura. ¿Acaso esa noche estaría de servicio? Él no le había dicho nada o, si lo había hecho, Megan no lo recordaba. Entonces llamó a comisaría, y le pidió a la recepcionista pelirroja a la que no le caía bien que le pasara con el agente Taylor. Esta le pidió que se identificara y, al hacerlo, la mujer le comunicó que el agente Derek Taylor no se encontraba en comisaría en aquellos momentos.
Megan hirvió de frustración.
—¿Cuándo regresará?
—No tengo ni idea, está de servicio —dijo con hostilidad—. Necesito tener la línea libre para las emergencias, así que voy a colgarle.
—¡Escuche, se trata de una emergencia! —le gritó Megan.
Annabelle cortó la comunicación y Megan soltó una maldición. Hecha una furia, arrojó el móvil al interior del bolso y repasó sus opciones mientras conducía de regreso a Hazelwood. Pero las alternativas eran escasas, o bien iba a casa de Derek y aguardaba en la puerta hasta que regresara, o bien se dirigía a comisaría y le esperaba allí. Ninguna era de su agrado, pero no se le ocurría otra forma de localizarle.