Capítulo 4
Las escaleras iban a parar a un largo y sombrío pasillo que tenía celdas a ambos lados. A Megan se le cayó el alma a los pies en cuanto los colocó en el basto suelo de cemento. El olor a sudor rancio de los maleantes que a diario pasaban por allí era tan intenso que arrugó la nariz. Se detuvo al pie de las escaleras, aunque él no le había dado la orden de que lo hiciera. Derek le propinó un pequeño empujoncito y Megan le miró malhumorada. No había ni rastro de compasión en sus ojos, tan sólo un atisbo de ironía que hizo trizas su orgullo.
—Esto es innecesario, yo…
El agente Taylor la acalló.
—Esta experiencia le servirá de recordatorio para la próxima vez que decida delinquir.
—Usted no está de servicio. Si quisiera podría pasar por alto este pequeño… altercado.
—No me dejo sobornar por una voz dulce y una cara bonita, señorita Lewis. —Megan habría jurado que él disfrutaba enormemente de la situación—. ¿Quiere hacer ahora esa llamada? —Señaló un teléfono que había colgado de una pared encalada.
Negó con la cabeza: prefería ocultar tan lamentable episodio tanto tiempo como le fuera posible.
—Esperaré.
—Como quiera.
—¿Piensa encerrarme en una celda?
—Mientras hago las gestiones oportunas.
Megan sabía a qué gestiones se refería. La ficharía, redactaría una denuncia y establecería una fianza. La humillación y la rabia le encogían el estómago como un acordeón y conforme avanzaron apretó a Abby más fuerte contra su pecho. Algunos de los inquilinos que habitaban las celdas le provocaron escalofríos y sintió un odio atroz hacia el maldito policía que iba a obligarla a convivir con ellos. A su derecha, había un par de prostitutas vestidas con ropas de cuero que se ceñían grotescamente a sus protuberantes curvas. A su izquierda, un tipo mugriento con el cabello largo y la dentadura cariada se agarró a los barrotes de su celda y le dijo con la voz cascada:
—¿Me quieres hacer una mamadita, preciosa?
Su impúdica lengua relamió sus labios y un espasmo de asco atravesó el cuerpo de Megan.
—Cállate, Luke, te advierto que no quiero movidas extrañas esta noche —le amenazó Taylor.
Guiada por el agente, llegaron hasta el final del corredor donde aguardaba su celda. Se sentía tan impotente que penetró en el interior con las manos cerradas en puños y las mandíbulas apretadas. Frente a sus ojos y en el rincón de la derecha, había un pequeño camastro con un colchón sucio y roto. Los muelles y el relleno se salían por una abertura enorme que tenía en un lateral. Megan esperó a que Taylor se esfumara sin darse la vuelta.
—Llámeme si Luke le causa problemas. Enseguida vuelvo.
—Váyase al infierno —murmuró entre dientes, sin importarle que él la oyera.
—No se lo tome así. No es nada personal.
—Entonces lárguese y prepare el papeleo cuanto antes.
Taylor cerró la pesada puerta de hierro y echó la llave. El sonido metálico de la cerradura atravesó sus tímpanos y confirmó el peor de sus temores: iba a ser fichada por la policía y tendría una mancha en su historial.
Megan Lewis también era un encanto cuando se enfadaba y a Derek le habría gustado alargar un poco más el placer de estar en su compañía, pero ya no se le ocurría ninguna excusa para hacerlo. Sabía que le odiaría por lo que estaba haciendo pero, más tarde, cuando la rabia no la cegara y analizara los hechos de manera objetiva, estaba seguro de que incluso se lo agradecería. Derek no iba a ficharla ni a redactar ninguna denuncia tal y como debería haber hecho, pero la dejaría creer que sí mientras esperaba toda la noche encerrada. Ese sería suficiente castigo.
Megan permaneció de espaldas todo el rato mientras Derek observaba lo frágil que parecía entre aquellas solitarias y sucias paredes, pero no tuvo remordimientos de conciencia. Los periodistas tenían la maldita costumbre de meter las narices en las investigaciones y muchas veces no hacían más que perjudicarlas, por eso la señorita Lewis merecía un castigo. Pasarse la noche en compañía del desalmado de Luke, que la atormentaría con todo tipo de aberraciones sexuales una vez él se marchara, le estaría bien empleado. A Luke lo habían detenido por exhibicionismo público y provocación sexual. La última vez lo habían pillado frente a la puerta de un colegio masturbándose frente a un grupo de asustadas colegialas.
Aquélla no era la mejor manera de atraer la atención de una mujer sexualmente bonita, pero una cosa era cierta, ella jamás le olvidaría.
Con ese pensamiento, Derek apagó la luz y acto seguido se marchó a casa.
Eran cerca de las once de la noche cuando Annabelle alzó la vista del televisor y le miró desde el sofá. Ella disimuló como pudo la decepción que le ocasionaba su tardanza mientras se levantaba con el mando a distancia en la mano y apagaba el televisor. Derek sabía lo que significaba esa mirada, pero no la recriminaba. Annabelle se había encariñado mucho con Martha y censuraba que él llegara tarde a casa. Siempre discreta, Annabelle no se atrevía a manifestar sus pensamientos en alto, pero no era necesario, la expresión de su cara era el exacto reflejo de éstos. Derek era consciente de que los imprevistos de su trabajo le mantenían alejado de casa a horas intempestivas, pero hacía todo cuanto podía para procurarle un hogar estable a Martha.
Derek le dijo que sentía aprovecharse de su gratitud y obligarla a posponer su vida para ayudarle con la suya, pero Annabelle hizo un mohín para restarle importancia. Acomodó los cojines sobre el sofá y se arregló la ropa mientras Derek aguardaba junto a la puerta.
—¿Martha ya duerme?
—Ha estado despierta hasta las diez y media, por si llegabas.
Sus enormes ojos verdes le miraron cuando pasó por su lado en dirección a la cocina. Derek la siguió.
—Han surgido complicaciones. Siento que hayas tenido que quedarte hasta tan tarde.
Thelma, la asistenta, terminaba su jornada laboral cuando Derek finalizaba la suya, así podía llegar a casa y pasar el resto de la tarde con Martha. Sin embargo, había días en los que su trabajo no estaba sujeto a un horario fijo y, afortunadamente, podía contar con Annabelle para que le echara una mano.
—Sabes que no me importa ayudarte en todo lo que pueda. —Annabelle cruzó la cocina en dirección al horno. Pasada la decepción inicial, ahora se la veía resuelta y complaciente—. ¿Has cenado?
—No, no he tenido tiempo. Huele muy bien aquí dentro.
Annabelle abrió el horno y sacó la bandeja del asado que había cocinado para la cena. Todavía estaba caliente y tenía una pinta deliciosa. El suculento olor le recordó que no había comido nada salvo una triste hamburguesa al mediodía, y el estómago le dio un vuelco.
—No tenías que haberte molestado. Te preocupas demasiado por nosotros.
Derek le agradecía enormemente su ayuda desinteresada. Sin embargo, no le agradaba que poco a poco hubiera ido ampliando sus competencias sin que él se lo pidiera. Annabelle sólo tenía que cuidar de Martha hasta que Derek llegaba a casa, pero ahora cocinaba e incluso la semana anterior había hecho la colada. No sabía cómo decirle que no quería que se ocupara de todas esas cosas, pero Annabelle disfrutaba haciéndolas y tenía la sensación de que heriría sus sentimientos si se oponía.
—No permitiré que os alimentéis de comida basura. —Troceó la carne y la sirvió en un plato que puso sobre la mesa.
—¿No apruebas los guisos de Thelma? —Su asistenta se ocupaba de preparar la comida.
—Thelma es casi una anciana. Le viene bien que la libere de un poco de trabajo.
Derek estuvo a punto de decirle que pagaba a Thelma para que lo hiciera, pero era tarde y no le apetecía tener esa conversación. Tomó un par de cubiertos del cajón de la cocina, una cerveza del frigorífico y finalmente se sentó a la mesa, frente al plato de asado.
Le apetecía estar solo y en silencio, dejar fluir los pensamientos que le conducían tercamente hacia la misma dirección: las circunstancias del asesinato de Emily. La suya no había sido una amistad íntima, pero su muerte le había afectado más de lo que se permitía reconocer y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para encontrar al culpable. No obstante, había otro asunto que se interponía en sus pensamientos y que le hacía perder el hilo de éstos: la periodista que tenía encarcelada y que cuando descubriera que él no iba a regresar hasta la mañana siguiente se pondría hecha una auténtica furia. La verdad era que estaba deseando conocer su reacción.
Pero Annabelle no le dejó a solas. Ella se sentó a la mesa con un vaso de té frío y se atusó los rizos rojos que caían sobre sus mejillas. Derek tenía el presentimiento de que quería decirle algo y aguardó mientras daba buena cuenta del exquisito asado de carne. Annabelle comenzó a parlotear desordenadamente sobre las reformas que estaba haciendo en el baño de su casa y de ahí pasó a preguntarle sobre cuál era el mejor momento del día para cortar el césped del jardín, como si Derek supiera de jardinería. Estaba dando rodeos, con la mirada verde danzando por la cocina sin detenerse en sus ojos. Cuando se atrevió a mirarle lanzó su sugerencia sin titubear.
—He pensado que el domingo podríamos llevar a Martha al parque de atracciones.
Annabelle tomó el vaso de té frió y bebió un trago; prefería mantenerse ocupada mientras esperaba su respuesta.
—Me parece bien.
Su contestación la alivió, aunque no detectó en él indicio alguno de que sintiera la misma emoción que ella. No dejó que esto la afectara y sonrió ampliamente mientras depositaba el vaso de té sobre la mesa.
Eran las tres de la mañana cuando Megan miró el reloj por última vez. Las maldiciones se le escapaban de los labios mientras daba vueltas por la celda apenas iluminada. A punto de digerir el hecho de que Taylor no iba a regresar en toda la noche, Megan dejó un momento a Abby en el suelo y retiró el cochambroso colchón de la cama. Lo apoyó contra la pared y después se frotó las manos con una mueca de repugnancia.
En los presupuestos municipales deberían incluir la compra de colchones nuevos para las celdas de comisaría. Desgraciadamente, había ido a parar al lado desafortunado de las rejas, y no era justo que tuviera que convivir con los gérmenes de los demás.
Le dolían las piernas de estar tantas horas de pie, y la tensión le causaba estragos en los músculos del cuello y de la espalda, que sentía rígidos y doloridos. No sin cierta reticencia, se sentó sobre los muelles de la cama, que cedieron bajo su peso. Abby acudió a su lado y se hizo un rosco. Menos de un segundo después la perra dormitaba. Megan apoyó los brazos sobre las piernas y quiso taparse los oídos con las palmas de las manos. Luke, el pervertido de la celda contigua, martilleaba sus oídos con un aluvión de expresiones obscenas que iban dirigidas tanto a las prostitutas como a ella. Muy zalameramente, las mujeres le contestaban sin recato, y el constante cruce de palabras se convirtió en algo sucio y nauseabundo. Lo peor de todo fue oírle mientras se masturbaba.
Sobre las cuatro de la mañana estaba tan aburrida y frustrada que la somnolencia atacó su cuerpo. Se resistió a ella con todas sus fuerzas, pero los párpados le pesaban toneladas y finalmente el sueño la venció. Megan se tumbó sobre el basto somier de hierro y cayó en un sueño poco profundo que se vio interrumpido una y otra vez por las voces de sus compañeros. En una de esas ocasiones escuchó un sonido metálico. Desorienta y adormecida, le costó identificar que el ruido lo producía una llave que giraba en una cerradura. La cerradura de su celda. Alguien había encendido una luz y los ojos le dolieron cuando abrió los párpados. Los frotó y los entornó, enderezó la cabeza y dirigió la vista hacia el corredor. Derek Taylor estaba al otro lado de las rejas.
Derek empujó la puerta, que rechinó sobre los goznes. Un fugaz e infundado sentimiento de culpa le acosó durante un instante cuando contempló el sugerente cuerpo de la periodista sobre el somier de la cama, cuyo colchón había apartado a un lado. Sujetaba a la caniche con una mano y se frotó los ojos para enfocar la vista. Estaba adormilada y despeinada, y contuvo un bostezo llevándose la palma de la mano a los labios. En ese instante, Megan le pareció dulce e indefensa y despertó en él un sentimiento entrañable.
—¿Qué hora es? —preguntó ella con la voz pastosa.
—Las siete de la mañana. Venga, nos vamos.
Megan le dirigió una fría mirada.
—¿Las siete de la mañana? ¿Ha tardado ocho horas en formalizar una denuncia? —Megan se levantó de la cama y apretó los labios con indignación—. No puede tenerme aquí detenida durante tanto tiempo y…
—Cállese y salga de la celda —masculló Derek—. Va a despertar a todo el jodido mundo con sus gritos.
—¿Cree que eso me importa, después de todo lo que me he visto obligada a escuchar? —Estaba sulfurada.
—Salga —repitió en tono imperante.
Megan le aniquiló con la mirada. Él no tenía mejor aspecto que ella, parecía como si no hubiera pegado ojo en toda la noche. No se había afeitado, y era deprimente que incluso con aquel aspecto desaliñado fuera tan atractivo. Megan tomó a Abby en brazos y salió al corredor.
—¿Adónde me lleva?
—A ningún sitio, ya puede largarse a su casa. —Una sonrisa perezosa perfiló sus labios, como si encima estuviera haciéndole un favor—. ¿Prefiere salir por comisaría o usamos la puerta trasera?
Ella entornó los ojos con desconfianza y buscó una posible explicación.
—¿Por qué no ha querido cursar ninguna denuncia, agente Taylor?
—Todavía estamos a tiempo —la provocó.
—Esto que ha hecho es ilegal.
—¿Prefiere aparecer en nuestra base de datos, señorita Lewis? Cada vez que se cometa un robo y apretemos una tecla, aparecerá su foto junto a su ficha policial.
Megan se puso en marcha, no fuera a ser que cambiara de opinión.
—No crea que voy a agradecérselo. Me ha tratado como a una vulgar delincuente.
Derek la siguió por el corredor haciendo un esfuerzo por contener la risa, pues ella saltaría sobre él a la mínima expresión de ironía. Hizo un rápido repaso de las vistas que ella ofrecía de espaldas y admiró las nalgas prietas y redondas que le marcaban los ajustados vaqueros negros. Tenía las piernas largas y la cintura estrecha, y también se había fijado en sus senos, que eran del tamaño que a Derek le gustaban: ni demasiado grandes ni demasiado pequeños. Megan Lewis era un bombón.
—Existen condiciones —la advirtió—. No quiero volver a encontrarla escarbando por ahí. Le aseguro que la próxima vez no tendré piedad.
—Su trabajo y el mío están relacionados, agente Taylor —replicó ella—. No puede prohibirme que investigue, siempre que me atenga a las reglas.
—Tengo la sensación de que volverá a necesitar que se las recuerden.
Derek pasó junto a ella y abrió la puerta metálica que conducía a la calle. Luego la miró en señal de advertencia y Megan parpadeó con aquellas largas y frondosas pestañas en un falso gesto de inocencia.
Una calle poco transitada y atestada de cubos de basura fue el panorama desalentador de la salida trasera. Megan echó un vistazo a su reloj de pulsera e hizo una mueca. Tenía el tiempo justo para llegar al trabajo y no podía pasarse por casa para ducharse y cambiarse de ropa.
—Tengo que llamar a un taxi.
—Vamos, yo la llevaré —dijo sin entusiasmo.
Megan no protestó.
El Pontiac azul que por la noche la condujo hacia comisaría emprendió ahora el camino hacia el Enquirer. Después de todo, el agente Derek Taylor también tenía su corazoncito. Megan lo advirtió por la noche cuando Spangler, el policía de las facciones porcinas, la llamó prostituta y Taylor acudió en su defensa.
Desde el asiento del copiloto y a su paso por el distrito de Oakland, Megan se entretuvo en observar la Catedral del Aprendizaje y la capilla de Heinz. Pero el fascinante estilo neogótico de ambas construcciones no la distrajo lo suficiente de su preocupación principal: la espantosa imagen con la que iba a presentarse en el trabajo.
—¿Cómo se portó Luke anoche? ¿Le dio mucho la lata?
Su tono mordaz la exasperó, pero decidió controlarse.
—Creo que he pagado todas mis deudas con la sociedad.
Derek soltó una carcajada ronca y espontánea.
—Es un exhibicionista y habla demasiado. Pero no le haría daño ni a una mosca.
Derek hizo un giro hacia la izquierda para incorporarse a la transitada autopista y Megan se fijó en las fuertes manos que aferraban el volante. Esas mismas manos la habían tocado la noche anterior cuando la cacheó contra el suelo. No de un modo sexual, pero la habían tocado igualmente y el recuerdo la hizo estremecer.
—Tal vez no sea peligroso, pero anoche se masturbó frente a las prostitutas y yo tuve que escuchar sus asquerosos gemidos. No deberían dejar suelto a ese degenerado.
—La diferencia entre Luke y la mayoría de los hombres es que él no se muerde la lengua cuando habla —dijo, sin mover la vista de la carretera.
Megan le observó con los ojos entornados y repletos de estupor. Su silencio hizo que Derek la mirara y se encontrara con aquella expresión confusa que le hizo sonreír. Estaba encantadora a la luz del amanecer y Derek se preguntó si estaría saliendo con alguien, si habría algún hombre en su vida. Era simple curiosidad.
—Me alegro de haber nacido mujer —sentenció ella.
—Yo también me alegro.
Megan le dirigió una mirada cautelosa.
—¿Me está tirando los tejos, agente Taylor?
—¿Bromea? Ya le dije que no me fío de usted a menos que esté esposada.
—Entonces, ¿por qué se alegra?
«Joder.» Derek había olvidado que era periodista y que le sacaría punta a cualquier comentario que hiciera por insignificante que fuera.
—Porque fue más sencillo reducirla.
—No pensó lo mismo cuando le rompí el cenicero en la cabeza.
—Fue un rasguño superficial. La próxima vez que intente defenderse de alguien, asegúrese de tumbarle.
Por supuesto que un hombre con tanta virilidad y fuerza como aquél jamás reconocería que una mujer le había hecho daño ni aunque le amenazaran con arrancarle las uñas una a una. Peor para él. De todas formas, Megan sabía que las razones por las que se alegraba de que fuera mujer eran otras. Estaba segura de que el agente Taylor había coqueteado con ella.
Aprovechando el repentino silencio entre ambos Megan se dedicó a estudiar su aspecto en el espejo del parasol. Tenía el pelo hecho un desastre, en su rostro ya no quedaba ni un ápice de maquillaje y, para colmo, su blusa negra estaba completamente arrugada. No llevaba el bolso consigo, pues se marcharon inmediatamente a comisaría y sólo tuvo tiempo de coger las llaves de casa. Ni siquiera disponía de su tarjeta de crédito para hacer una compra rápida por el camino.
De repente, Megan encontró la solución a sus problemas más acuciantes cuando un centro comercial que estaba abriendo sus puertas surgió tras un grupo de edificios que bordeaba la autopista. Había olvidado por completo que estaba allí y que era el único centro comercial de Pittsburgh que se ponía en funcionamiento a horas tan tempranas.
—Necesito que abandone la autopista —dijo con urgencia.
—¿Abandonarla? ¿Por qué?
—Porque tengo que hacer unas compras rápidas, no puedo presentarme así en el trabajo.
Derek hizo un rápido repaso de su imagen.
—A mí me parece que su aspecto es estupendo.
—Estoy hecha un desastre, así que tome la primera salida, por favor —insistió, sin apartar la vista del centro comercial.
Megan oyó que maldecía entre dientes mientras seguía sus instrucciones. Tomó la primera salida y continuó por el carril que conducía al centro comercial a una velocidad superior a la permitida.
El sol era un gigantesco globo de fuego que ascendía lentamente por encima de los montes Apalaches. Se lo encontraron de frente, derramando su cegadora luz sobre el asfalto y la luna delantera del coche, por lo que Derek se obligó a bajar el parasol y disminuir la velocidad para no salirse de la calzada.
Mientras Taylor atravesaba el aparcamiento en busca de la plaza más cercana a la entrada, Megan se preparó para hacer frente a la siguiente confrontación.
—¿Tiene dinero en efectivo?
Ahí estaba, Derek le lanzó una de esas miradas que hubieran podido apagar el fuego del infierno.
—No me dio opción a recoger mi bolso —se justificó.
—¿Cuánto necesita?
—¿Cuánto lleva encima?
Arrepintiéndose de no haber llamado a un taxi para que llevara a la señorita Lewis a su puñetero trabajo, Derek apretó las mandíbulas y metió los dedos en el bolsillo delantero de sus vaqueros desteñidos. Sacó unas monedas y un billete arrugado de diez dólares.
Megan arqueó una ceja.
—¿Sólo lleva eso?
—¿Acaso cree que soy el Banco Central, guapa?
—¿Podría prestarme su tarjeta de crédito? Le prometo que le devolveré hasta el último centavo.
Megan cruzó los dedos mentalmente y le rogó con la mirada aun cuando sabía que él no se tragaba ninguna de sus tácticas femeninas. Su mirada era recelosa y por un momento creyó que le ordenaría salir del coche para dejarla allí tirada. Sin embargo, tras un pulso tentativo de miradas, Derek cogió su cartera y le entregó la tarjeta de crédito. Sumamente agradecida, Megan depositó a Abby sobre su regazo antes de salir del coche.
—Regresaré enseguida, ni se dará cuenta de que me he marchado.
—Si no está aquí dentro de dos minutos iré a buscarla —dijo con tono amenazante.
Megan le creyó y por ello se dirigió como una exhalación hacia el edificio acristalado.
Esa mujer era un auténtico incordio, pensó Derek. En menos de veinticuatro horas había usado su cabeza como si fuera un saco de boxeo, se había librado de una orden de arresto por allanamiento de morada y, para colmo, ahora tenía su tarjeta de crédito. Pasar un día completo junto a ella debía de ser como lanzarse de un avión sin paracaídas. Tal vez ésa era la razón por la que no se había deshecho todavía de ella, porque era un adicto al riesgo.
La lengua húmeda y suave de Abby le lamió los dedos y sus diminutos ojos negros le miraron de tal forma que le hicieron sentir culpable. Probablemente, la caniche se había convertido en el primer perro de la historia que había pasado una noche en la cárcel.
Su crispación afloró de nuevo cuando comprobó que ya habían transcurrido más de quince minutos desde que Megan Lewis abandonara el coche.
¿Acaso se habría pensado que era su maldito taxista?
—Tu dueña está chiflada ¿lo sabías? —Abby emitió un gruñido que vibró en su pequeña garganta—. Apuesto a que sí. Y tú terminarás igual que ella.
Una cantidad infame de bolsas de cartón con el logotipo de los grandes almacenes inundó el interior del Pontiac bajo la insólita mirada de Derek. Sin su ayuda, pues estaba tan asombrado que no quería o no podía reaccionar, Megan repartió las bolsas en el asiento de atrás y luego le tendió la tarjeta de crédito.
—Doscientos cuarenta y cinco dólares, está todo en los tiques.
Megan se los entregó por si quería cerciorarse de que no mentía y, para su sorpresa, Derek los ojeó aunque con la intención de asegurarse de que no era una broma.
Y no lo era. La lista era interminable y, puesto que todos aquellos artículos habían salido de su tarjeta Visa, Derek se tomó la libertad de enumerarlos en voz alta sin importarle si vulneraba su intimidad.
—Toallitas perfumadas, desodorante, cepillo para el pelo, perfume, cepillo de dientes, pasta dentífrica. —Cambió de tique—. Bolso de piel, cinturón de piel, canasta para perro, comida para perro… —Cogió el último recibo—. Sandalias, blusa, pantalones, sujetador y tanga… —En ese punto el policía hizo una pausa y la miró. Su voz sonaba crispada y en sus ojos había una mezcla de furia, incredulidad y… deseo. Sí, sus pupilas se habían oscurecido y durante unos segundos la observaron como si quisiera quitarle toda la ropa que acababa de comprarse. Fue una reacción efímera pero intensa, y Megan sintió que sus mejillas se ruborizaron ante la atenta mirada del hombre. Luego volvió a dirigir la vista a los recibos y su ceño volvió a fruncirse—. ¿Juego de jardinería?
—Sí, necesitaba nuevas herramientas para el jardín y aproveché que estaban en oferta.
—Es usted una caja de sorpresas, ¿sabe?
—Lo tomaré como un cumplido. —Intentó no hacerse la graciosa, él no estaba de buen humor precisamente.
Derek la volvió a mirar mientras ella recuperaba a Abby sobre su regazo. Tenía una imagen diferente, ahora estaba más… atractiva. Vestía unos pantalones blancos de algodón y una blusa roja con un generoso escote. También se había comprado unas sandalias rojas de tacón alto y era mejor no pensar en el tanga que llevaba puesto. Además, iba envuelta en una nube de agradable perfume que olía a frutas cítricas.
—A simple vista sus pechos engañan. —Admiró su escote—. Creía que utilizaba una talla más pequeña.
—Deme eso.
Megan le arrebató los recibos de la compra de las manos y los guardó en una de las bolsas. Sintió un repentino calor en las mejillas y, consciente de que él habría percibido su turbación, se sintió un poco torpe.
—Recuérdeme que nunca salga con usted de compras. Si se gasta doscientos cuarenta y cinco dólares en diez minutos, no quiero ni pensar lo que pueda llegar a despilfarrar en una hora.
—Yo no despilfarro el dinero. Necesito ir decente al trabajo, eso es todo. —Se puso a la defensiva—. Además, Abby necesitaba un canasto nuevo.
Megan dio un respingo involuntario cuando Derek llevó una mano hacia su nuca y le rozó el cuello. Enseguida supo lo que hacía, pero no se relajó.
—Se le ve la etiqueta.
Él levantó la tela y la ocultó. A Megan se le erizó el vello de la nuca cuando su mano se detuvo sobre su piel más tiempo del necesario. Mientras ella había quedado sumida en un estado de confusión por su inesperada maniobra, Derek volvió a la autopista y aceleró el coche para recuperar el tiempo perdido. Le ardía el rodal de piel donde él la había tocado y detectó el familiar cosquilleo sexual que tan adormecido estuvo durante los últimos años. Su mente se bloqueó en esa dirección y dedicó los siguientes minutos a mirarle de soslayo.
Sus brazos desnudos eran fuertes y atléticos, tenía el vello oscuro y su piel era morena, bronceada por el sol. Tenía la espalda ancha y los pectorales muy duros, ella los sintió contra su espalda cuando batallaron en la casa de Emily. Estaba segura de que se le marcaban todos y cada uno de los músculos de los abdominales bajo esa camiseta azul oscuro, y tenía el vientre plano. Continuó deslizando la mirada hasta que se topó con su bragueta y un súbito calorcillo le recorrió el cuerpo como si tuviera fuego en las venas.
«Basta ya, Megan. Deja de pensar en eso.» Apartó la mirada de él y buscó en una de las bolsas los artículos de maquillaje que había comprado. Comenzó por una base de maquillaje muy parecida al tono de su piel y luego cogió una barra de labios.
—¿Qué tal su cabeza? ¿Le sigue doliendo? —Un poco de conversación le iría bien, sentía mucha tensión en su interior.
La tensión era compartida, pues ella se estaba aplicando un brillo de color rosa en esos carnosos labios tan incitadores. A Derek se le fundió el cerebro mientras contemplaba aquella acción tan sumamente femenina y sensual, pero se obligó a centrar la atención en la carretera para no provocar un accidente. Apretó el volante con tanta fuerza que pensó que podría partirlo en dos.
—Mi cabeza está bien.
Otras partes de su cuerpo no lo estaban tanto.
—Si me facilita su número de cuenta puedo ordenar una transferencia esta misma mañana. —Tras aplicarse una máscara negra en las pestañas, Megan guardó todos los utensilios en su bolso nuevo.
—Tengo dos reglas que siempre trato de cumplir. Nunca me liaría con la mujer de un amigo y jamás le daría el número de mi cuenta bancaria a una mujer a la que acabo de conocer.
—Son dos buenas reglas. Le preparé un cheque entonces.
Megan tenía el talonario en casa, por lo que su negativa a facilitarle su número de cuenta supondría que volverían a verse las caras. Esa realidad no la disgustó en absoluto.
En el lugar donde el Boulevard Allies dejaba atrás la imponente Universidad de Point Park, cuyas tonalidades verdes y doradas refulgían gloriosas entre los edificios que la rodeaban, Megan le indicó que se detuviera al pie de una torre acristalada de oficinas, sede del Pittsburgh Enquirer.
Con ayuda del agente, Megan recogió todas las bolsas que había dejado sobre el asiento trasero y luego cogió a Abby con la mano libre. Como tenía las manos ocupadas, Derek hubo de inclinarse sobre su asiento para abrir la puerta, tarea harto complicada pues las bolsas obstruían la palanca. Ella se removió en el asiento para facilitarle la labor y el codo del policía rozó su vientre. La leve presión la puso rígida y volvieron a inundarla sensaciones que no había manera de controlar. Una parte de sí volvió a sentirse viva.
—Le agradezco que me haya traído. Prepararé un cheque cuando regrese a casa. ¿Le parece bien que se lo lleve a comisaría?
—Si no me encuentro allí puede dejárselo a Annabelle. —Asintió y luego agregó—. Procure no olvidar nada de lo que hemos hablado hoy.
Se refería a lo de husmear en la investigación del asesinato de Emily Williams, pero ella no podía prometerle tal cosa.
—Trataré de recordarlo cada vez que me asalte la tentación —sonrió.
A media tarde ya estaba exhausta. En la redacción se vio obligada a dar explicaciones sobre la presencia de Abby y sobre las bolsas de los grandes almacenes que había amontonado bajo su mesa.
Durante el trayecto en taxi de regreso a casa, analizó su plan para recuperar el diario de Emily. Era sencillo, tan sólo debía esperar a que fuera de noche, rodear la casa de su vecina hacia el jardín trasero y buscar entre los arbustos. Esperaba que Taylor no anduviera por allí cerca, desconfiando de las vacuas promesas con las que ella había pretendido convencerle de que no volvería a traspasar los límites. Sabía que no la había creído y que no sería sencillo quitárselo de encima, aunque tampoco estaba segura de que fuera eso lo que quisiera hacer.
El diario seguía allí, escondido entre los arbustos del jardín. La maleza y las espinas de los rosales sin podar le arañaron los brazos, y el gato negro de la señora Simmons la sobresaltó cuando cruzó el jardín como un ciclón.
Megan se metió en la cama temprano y aunque estaba agotada dedicó un rato a leer las primeras páginas. El sueño la venció poco más tarde de las once. Se hizo la dura y parpadeó obstinadamente, pero la vista se le desenfocaba y los ojos se le cerraban como si los párpados le pesaran una tonelada.
Por la mañana en la ducha, repasó mentalmente la información que había leído por la noche. La vida de Emily Williams giraba en torno a los hombres, sobre todo a los que pagaban sustanciales sumas de dinero para que los acompañara a actos sociales. La mayoría la agasajaban con caros regalos y la llevaban a los mejores lugares de la ciudad.
Mientras desayunaba un cuenco de copos de avena prosiguió con la lectura antes de marcharse al trabajo. Hojeó un par de páginas más y topó con una revelación que le llamó poderosamente la atención:
Malcom quiere que sea su amante. Me ha ofrecido mucho dinero por abandonar La Orquídea Azul y dedicarme a él en exclusiva. Pero no quiero hacerlo. Sólo abandonaría mi trabajo por alguien como Derek Taylor.
La cuchara del desayuno se desprendió de los dedos y cayó sobre el cuenco, salpicando la leche sobre la mesa. Las pupilas se le quedaron clavadas sobre ese nombre mientras era pasto de las conjeturas y su mente se ponía a trabajar a mil revoluciones por minuto. Megan releyó el párrafo por si había pasado algo por alto pero su confusión no hizo otra cosa más que aumentar.
Ya en la oficina postergó el trabajo pendiente y retomó la lectura del diario. Estaba ansiosa por avanzar y conocer más datos, impaciente por toparse de nuevo con cualquier referencia hacia Derek Taylor.
Quizá sólo se tratara de una increíble coincidencia, pues estaba convencida de que en Pittsburgh existirían otros hombres con el mismo nombre y apellido. Algo, sin embargo, le decía que se trataba del policía. Megan hizo memoria e intentó recordar cuáles fueron las emociones de Taylor la noche en que se descubrió el cadáver, pero no llegó a ninguna conclusión determinante. Nada en su forma de comportarse indicaba que le uniera alguna relación con Emily Williams.
Ya no halló más menciones a Derek Taylor aunque sí las había sobre Malcom Helsen, a quien Emily describía como un hombre muy atractivo de cincuenta y tantos años que poseía un alto nivel cultural y una cuenta bancaria astronómica.
Megan introdujo el nombre en un buscador de Internet y aparecieron en pantalla cientos de enlaces sobre arquitectura.
Aunque ella no había escuchado antes su nombre, Malcom Helsen era un arquitecto muy afamado de Pensilvania, que había diseñado algunos de los edificios más emblemáticos y de mayor belleza arquitectónica de Pittsburgh y Filadelfia.
La fuente de Point Park, esa maravillosa construcción que a Megan le encantaba contemplar desde la ventana de la oficina, era una de sus creaciones junto con la catedral del Aprendizaje.
Megan pensaba que La Orquídea Azul era un negocio discreto, pero esa teoría caía por su propio peso si entre sus clientes se hallaban personajes de tanto poder adquisitivo como Malcom Helsen.