Capítulo 18

Megan ya lo tenía todo previsto. Hacia las nueve de la noche acudiría al puerto Marina con Martin Spencer, el fotógrafo que había hecho los montajes de las barras de labios para los anuncios publicitarios de su curriculum ficticio. Tanto por motivos personales como profesionales, estaba deseosa de asistir al momento de la detención de Cole, aunque quizás estaba siendo demasiado optimista respecto a la presencia del policía en el puerto. Era posible que hubiera encargado el trabajo sucio a sus compañeros corruptos. De lo que ya no tenía duda era de su implicación. Le dijo a Derek que estaba segura al noventa y nueve por ciento, pero eso había sido hacía unas horas. Ahora estaba convencida al cien por cien.

Hacia las ocho de la tarde a Megan la corroía la impaciencia. Mientras adelantaba todo el trabajo sobre el artículo de la detención de Harris y lo dejaba listo para incluir la operación del puerto Marina, lanzaba constantes e inquietas miradas a su reloj de pulsera.

El tiempo había empeorado en las últimas horas. Por lo general, cuando el calor apretaba, Megan agradecía los días de lluvia pues era como si la ciudad renaciera y todo brillara con un resplandor diferente. Pero maldita la gracia que le hacía ponerse como una sopa aquella noche, mientras hacía guardia junto a su compañero en el puerto.

Las oscuras nubes grisáceas que por la mañana galopaban desde el este impulsadas por el viento, ahora estaban aposentadas sobre el cielo de Pittsburgh. Como el viento había cesado, el manto oscuro no tenía ninguna prisa por esfumarse y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer hacia las siete de la tarde.

Megan modificó los planes originales porque ya no sabía qué hacer para conseguir estarse quieta en su silla. Cogió el teléfono y pulsó la extensión de Martin. Le preguntó qué le parecía acudir al puerto una hora antes de lo previsto, aunque más que una sugerencia era una invitación que no dejaba más opciones.

Hallaron un perfecto refugio para guarecerse de la lluvia en la alameda que había junto al puerto. Los árboles estaban muy próximos los unos a los otros y sus copas verdes y frondosas hacían de perfecta pantalla sobre ellos. El suelo era tupido y Megan sintió la hierba crecida y húmeda en los tobillos desnudos.

Ya estaba oscureciendo y las aguas del puerto se volvieron más oscuras y densas bajo el peso plomizo de las nubes. Megan estaba nerviosa y excitada y no cesaba de andar en círculos mientras Martin se fumaba un cigarrillo tras otro.

—Es imposible dejar de fumar contigo al lado, ¿lo sabías? —le dijo Martin.

Ella le miró a los ojos castaños con una mueca de sorpresa.

—Tú nunca te has planteado dejar de fumar, estás enganchado a la nicotina y lo peor es que te gusta estarlo.

—Aunque quisiera no podría, mi mujer es una histérica y tú te estás comportando como ella. Vamos, relájate. —Martin apagó el último cigarrillo en la corteza de un árbol y clavó los ojos en el puerto, donde de momento todo permanecía en calma.

Martin era un reportero gráfico muy experimentado que en el pasado había cubierto algunas guerras en Oriente Medio. Con los años, y conforme se acercaba a la cincuentena, decidió que le apetecía una vida más tranquila junto a su familia y un trabajo exento de riesgos. Enfrentarse a un puñado de contrabandistas debía de ser pan comido para él.

Oyeron el ruido de un motor que se aproximaba y que silenció el sonido de la lluvia que tintinaba sobre las hojas de los árboles. Megan se puso en guardia y Martin agarró la cámara de fotos que colgaba de una gruesa correa negra de su cuello.

—Empieza a hacer fotos, sólo por si acaso —le dijo Megan.

Un Mustang de color negro se detuvo en el aparcamiento que había en el ala izquierda del puerto y que a esas horas estaba vacío. No salió nadie de su interior sino que, quienquiera que condujera el coche, se quedó dentro. Tal vez para refugiarse de la lluvia mientras esperaba a alguien más. Los cristales del Mustang estaban tintados y por ello no hubo forma de saber cuántas personas iban en el coche. El zoom de la cámara de Martin tampoco les sacó de dudas.

—Por un momento pensé que la detención de Helsen y de Harris les haría cancelar la operación, pero ya veo que no —musitó Megan—. Debe de haber muchos millones de dólares en juego.

Cerca de las nueve llegó un segundo coche, un Blazer azul que aparcó junto al Mustang. La lluvia había arreciado en los últimos minutos, pero eso no impidió a los hombres que ocupaban los coches que por fin se decidieran a salir. Y allí estaba Cole.

—Lo sabía —musitó Megan, mordiéndose el labio de pura expectación.

Cole vestía unos vaqueros negros que combinaba con una camisa también negra. Megan tomó los pequeños prismáticos que colgaban de su cuello y se encontró con sus facciones tensas. Estaba nervioso y miró a su alrededor con aire precavido. Era imposible que les viera, pero hubo un instante en que Cole miró hacia donde se escondían y Megan sintió que se le helaba la sangre. Junto a Cole descendió del Mustang el agente Spangler y otro policía cuyo nombre Megan no recordaba. Del Blazer azul se apearon dos hombres más a los que Megan no había visto nunca.

—¿Estás haciendo fotos? No oigo el disparador.

—Está en la modalidad de silencio. ¿Quieres callarte y dejar que haga mi trabajo?

A pesar de las frondosas copas de los álamos, Megan ya estaba como una sopa. Tenía el cabello pegado a la cabeza y goteaba lluvia de las puntas. Además, el agua estaba fría y se le estaba erizando el vello, por no mencionar otras partes del cuerpo. Tenía la piel de gallina y todo estaba tan oscuro que ni siquiera veía dónde colocaba los pies.

—¿En qué piensan matar el tiempo hasta que llegue el barco? —se preguntó ella.

—No tengo ni idea.

Tan sólo faltaba media hora para las diez pero a Megan se le antojaba la media hora más larga de su vida. Imaginó que la policía ya debía de haber tomado posiciones alrededor del perímetro del puerto. Megan se apoyó en el tronco de un árbol y trató de relajar los músculos mientras Martin se dedicaba a fotografiar.

—¿Has puesto la opción de visión nocturna? —le preguntó.

A Megan le dolían los ojos de enfocar la vista en la negrura de la noche. No había luz suficiente en el puerto y los hombres apenas eran manchas borrosas en la lejanía. Era Martin quien la iba poniendo al corriente de los movimientos de los hombres aunque, de momento, sólo hablaban.

—Claro que sí. —Movió la cabeza y volvió a repetirle que se relajara—. Voy a marcharme un momento en aquella dirección, desde ese ángulo de allí hay mayor visibilidad —le dijo Martin.

—Entonces voy contigo.

—No, tú quédate aquí. Es menos arriesgado si me muevo yo solo. Volveré antes de diez minutos.

—No me parece una buena idea que nos separemos —replicó Megan.

—Si perciben movimiento, ¿a quién crees que seguirán?

Eso la hizo cambiar de opinión.

—Está bien, pero no tardes demasiado. Le prometí a una persona que no volvería a ponerme en peligro.

Megan se frotó los brazos mojados y sus ojos siguieron el camino que su compañero trazó entre los árboles. Pronto la oscuridad del bosque se lo tragó dejándola completamente sola. «No tengo miedo», se dijo pero todavía tendría menos si dispusiera de algo con lo que defenderse. Estaba sola y calada hasta los huesos, rodeada de un centenar de árboles y ya era noche cerrada. Menuda vigilante estaba hecha, pero resulta que los malos eran muchos y estaban a menos de treinta metros de donde se hallaba ella.

Megan apartó una rama y volvió a su misión: espiar a los cinco hombres que había en el puerto. Seguían en el mismo lugar y conversaban sobre algo. Le llegaba el murmullo de las voces pero no era capaz de discernir ni una sola palabra. Muy lentamente y ocultándose entre los troncos de los álamos, Megan fue acercándose hacia el perímetro. Ahora no estaba Martin para radiarle lo que veía a través del zoom de su cámara y Megan necesitaba acortar distancias para darle a su artículo un enfoque lo más realista posible. Cuando llegó al borde de la alameda se mantuvo pegada al tronco grueso de uno de los árboles y asomó la cabeza cautelosamente. Le bastó un segundo más para comprender que algo iba mal, y otro segundo más para saber de qué se trataba. Ahora sólo había cuatro hombres. No estaba el que iba completamente de negro.

El agente Cole no se hallaba con los demás.

Ahora sí que tenía miedo. Megan buscó a uno y otro lado del escenario que se exponía ante sus ojos. Rebuscó entre los barcos que había anclados en el puerto y escudriñó el área donde estaban estacionados los coches, pero Cole no estaba a la vista. Esperaba que se hubiera ocultado en algún lugar cercano para hacer eso que los hombres solían hacer en cualquier lugar sin el menor problema, pero algo visceral la empujaba a moverse para reunirse con Martin.

Cuando decidió ponerse en movimiento oyó un ruido detrás de ella.

—¿Vas a algún sitio?

El corazón se le paralizó un instante y luego se puso a bombear frenéticamente. Cole estaba detrás de ella y, aunque no le viera la cara, el sonido de su voz fría y amenazante era algo que no se olvidaba fácilmente.

Megan controló su respiración como pudo mientras observaba fijamente la infranqueable oscuridad del bosque. Su cuerpo tenso e inquieto le pedía emprender la carrera, en dos segundos estaría a salvo, cobijada entre los árboles y protegida por las tinieblas. «Sácate esa idea absurda de la cabeza», le exigió su parte racional. Una milésima de segundo, eso es lo que tardaría Cole en dispararle por la espalda si se le ocurría salir corriendo. No había visto si los hombres iban armados o no, pero era de suponer que sí. Además, aunque no le disparara, le daría alcance con suma rapidez.

Era preferible enfrentarle y cruzar los dedos para que Martin regresara.

Muy lentamente, Megan se dio la vuelta. La expresión de Cole era todavía más amenazante que su voz. Sus ojos castaños siempre destilaban un brillo de demencia, acentuado por aquellas arrugas finas que le salían alrededor de los ojos cuando los entornaba.

—No puedo imaginar la razón de tu grata compañía, pero me temo que no has venido hasta aquí para pasear al chucho. ¿Me equivoco?

—Lo sé todo, Cole. Sé lo que tú y tus compañeros corruptos os traéis entre manos. —Intentó aparentar serenidad aunque por dentro temblaba.

—Reconozco que tienes un par de pelotas al admitirlo. —Cole sonrió—. Pero te advierto que esa valentía tuya no va a servirte de mucho.

—La policía también lo sabe. Ahora mismo os rodean.

—Eso es imposible, hemos inspeccionado la zona. —Su sonrisa de hiena se ensanchó al oler su miedo—. Estás aquí completamente sola.

Súbitamente, una idea espantosa le sobrevino a la cabeza. ¿Y si Derek había hecho caso omiso de la conversación mantenida por la mañana y, por lo tanto, la policía no acudía al puerto? ¿Era posible que no la hubiera creído? Sintió que las piernas le temblaban.

—Derek sabe que estoy aquí y si me haces daño, te buscará y te aplastará como a una cucaracha. —Megan perdió convicción.

Cole se echó a reír. Luego ladeó la cabeza en gesto orgulloso y apoyó las manos en la cintura. Una sonrisa peligrosa despuntó en sus labios y Megan pudo ver el revólver que asomaba por debajo de la camisa.

—No te marques más faroles. —Dio un paso adelante—. Y ahora dime ¿Cómo prefieres morir? —La palabra muerte le atenazó el estómago, y un sudor frío y pegajoso le cubrió la espalda—. Puedo hacer que desaparezcas sin dejar ni rastro. Jamás te encontrarían. —Torció los labios—. Así que dime, ¿prefieres una muerte rápida… —acarició la culata del revólver—… o lenta y agónica?

Megan sabía que lo haría, que estaba allí para matarla. Y también sabía que no la había creído, que pensaba que la operación estaba a salvo y que no les rodeaba la policía. Y tal vez fuera cierto.

Entre las opciones de quedarse allí para recibir un disparo mortal o echar a correr y adentrarse en el bosque, Megan prefirió la segunda. ¿Cuánto tiempo tardaría él en atraparla? Quizás un poco más de lo que tardaría en morir si permanecía allí quieta. Pero era su única oportunidad de escapatoria.

Con un movimiento rápido, Megan giró sobre sus talones y emprendió la carrera.

—¿Así que quieres jugar, pequeña zorra?

Ben soltó una carcajada a sus espaldas que resonó entre las sombras del bosque y enseguida escuchó sus pasos rápidos y uniformes detrás de ella. Estaba perdida, lo sabía, él era mucho más rápido y más fuerte y, además, llevaba un arma. Megan zigzagueó entre los álamos con los brazos pegados a los costados y reprimió el impulso de llamar a gritos a Martin, pues sabía que si acudía en su ayuda Cole le dispararía.

El bosque estaba oscuro como boca de lobo y Megan no sabía por dónde se movía. Las ramas más bajas de los árboles le azotaron el rostro y trastabilló unas cuantas veces al tropezar con las raíces que sobresalían del suelo. No sabía dónde se encontraba, no seguía un rumbo definido, lo único importante era correr, cuanto más rápido mejor, y rezar para que Cole le perdiera la pista.

A causa del estrepitoso sonido de la lluvia y de sus propios jadeos descontrolados por la fatiga y el miedo, Megan no le oyó acercarse hasta que fue demasiado tarde. Él la agarró por el pelo haciéndola frenar en seco, y el tirón le dolió tanto que gritó. Cole le propinó un empujón y Megan cayó de bruces sobre el manto de hierba mojada. Cuando intentó incorporarse le asestó un fuerte puntapié que le cortó la respiración.

—Todavía no has contestado a mi pregunta.

—¡Vete al infierno! —le espetó ella—. La policía está al tanto de la operación de esta noche. Yo misma se lo comuniqué tras escucharos a ti y a Harris.

Debía de encontrarla patética tanto a ella como a sus amenazas porque le escuchó reír entre dientes, como si no creyera ni una sola palabra de lo que decía.

—Antes acabaré contigo.

Cole la tomó por el brazo, hundió sus garras en la trémula piel de su antebrazo y le dio la vuelta. La lluvia cayó sobre su rostro y le cubrió los ojos. Megan parpadeó furiosamente y lanzó patadas al aire pero Cole la zarandeó como si fuera una muñequita de trapo y se colocó sobre ella. Con una mano apresó sus muñecas y las aplastó contra el suelo, justo por encima de su cabeza.

—Mataste a Emily, bastardo hijo de puta.

—En eso te equivocas. Pero voy a matarte a ti, no me has dejado otra opción.

Su mano libre se cerró en torno a su cuello y el aire dejó de entrarle en los pulmones. Boqueó y los ojos se le cubrieron de lágrimas; intentó llamar a Martin a gritos pero aquel animal le estaba aplastando la tráquea. No quería morir, era demasiado joven y todavía tenía mucho que hacer. Pensó en Gina, en la hermana que nunca regresó para salvarla del orfanato y de los hogares de acogida, en la mujer ya adulta que le pidió que no volviera a inmiscuirse en su vida. También pensó en Martha, en su sonrisa inocente y en sus ojos hambrientos de afecto. Y quería conocerla e ir a patinar con ella. Y por último pensó en Derek. No quería morir sin decirle lo que sentía. Estaba enamorada de él, le quería con todas sus fuerzas, y él tenía que saberlo. No podía morir sin decírselo.

Entonces creyó que Cole le arrebataba la vida porque tuvo una alucinación. Vio a Derek surgir de entre los árboles, empuñando una pistola y con las facciones desencajadas por la furia. Y Cole continuaba apretando su cuello mientras el cerebro se le nublaba y el corazón le latía cada vez más despacio.

—¡Suéltala!

Derek hundió el cañón de su Glock en la sien de Ben hasta que el metal chocó contra el hueso, pero Cole ni se inmutó, como si no le creyera capaz de disparar contra él. La voz de Derek dio fuerzas a Megan y la realidad se impuso ante ella. No estaba alucinando, Derek estaba allí. ¡No iba a morir!

—¡He dicho que la sueltes, joder!

Derek le agarró de las ropas mojadas y tiró de él con brusquedad. Cuando estuvo a su altura, le asestó un puñetazo con la mano que asía el revólver y sintió el crujido de su nariz contra la culata. La sangre se le deslizó entre los dedos y cubrió el labio superior de Cole, que profirió un alarido de dolor. Le había roto la nariz pero deseaba romperle el cráneo.

Pensar que Cole podría haber matado a Megan si se hubiera retrasado un segundo más le enloqueció y la emprendió a puñetazos con su compañero. Sus golpes fueron brutales y, aunque Cole también era fuerte y estaba físicamente en forma, no podía competir con la ira que dominaba a Derek.

Megan se incorporó con lentitud y apoyó la espalda en la corteza de un árbol. Se dobló hacia delante y tosió espasmódicamente hasta que los pulmones se le llenaron de aire y consiguió volver a respirar. Cuando el acceso de tos remitió, alzó la cabeza y contempló la escena a través de sus ojos anegados en lágrimas.

Las sombras plateadas que formaba la lluvia acentuaban la violencia de la pelea y oscurecían la sangre fresca que cubría el rostro de Cole. Los puñetazos de Derek eran de una violencia extrema y vapulearon su cuerpo como si fuera una masa informe y maleable. Sus puños se hundieron reiteradamente en su estómago, haciendo que Cole alzara los pies del suelo y se tambaleara como un borracho. Derek le golpeó en la cara hasta que sus rasgos fueron irreconocibles, pero lo más terrorífico de todo era que a Cole no se le borró esa siniestra expresión que a Megan le ponía los pelos de punta. Tenía la boca torcida en una sonrisa espantosa y sangrienta.

Derek estaba fuera de control, sus gruñidos de rabia se confundían con los alaridos de dolor de su compañero. La lluvia y la oscuridad volvían fieras sus facciones. Megan se frotó el cuello, todavía aturdida y mareada, horrorizada por los contundente golpes que no tenían otra finalidad para Derek que terminar con la vida de Cole. Si continuaba golpeándole así, acabaría matándole con sus propias manos.

Megan acudió junto a Derek e intentó hablar, pero le salió un hilillo de voz que no se impuso por encima del sonido de la lluvia y los gruñidos de los hombres. Carraspeó y lo volvió a intentar, colocando al mismo tiempo una mano sobre su hombro.

—Ya basta, Derek —le dijo Megan suavemente—. Muerto no nos servirá de nada.

—¡Me servirá a mí! ¡Así me aseguraré de que no vuelva a ponerte las manos encima!

—Oh, qué romántico —barbotó Cole, tambaleándose como si no pisara terreno firme. Escupió la sangre que le cubría la boca y dio un traspié. El tronco de un árbol y las manos de Derek aferradas al cuello de su camisa impidieron que cayera al suelo—. Podéis iros los dos al infierno.

—Tú irás primero. —Derek le estrelló el puño contra el estómago y Cole cayó hacia delante, doblado por la mitad.

Megan apretó la mano sobre su hombro, pidiéndole en mudo silencio que finalizara la pelea. El tacto de sus dedos temblorosos pareció relajarle aunque su respiración era agitada por el esfuerzo y la cólera. Ben Cole no volvió a levantarse para blandir sus puños contra Derek, sino que permaneció agachado, escupiendo sangre y jadeando en busca de aire. Derek agarró a Cole por las solapas de la camisa ensangrentada, le hizo girar y lo empujó sin contemplaciones contra el tronco de un árbol. Luego, acogiendo las palabras de Megan, Derek sacó las esposas del bolsillo trasero de los vaqueros y se las colocó a Cole en las muñecas con un brusco movimiento.

Martin Spencer regresó justo entonces, también a él le faltaba el aliento por la carrera. Sujetaba contra el pecho la cámara de fotos que pendía de la correa y abrió los ojos desmesuradamente tras observar el espectáculo.

—¿Qué ha sucedido? Te escuché gritar cuando el barco atracaba en el puerto. —Su mirada se paseó inquieta desde Cole hasta Megan pasando por Derek.

—¿El barco… —se aclaró la garganta, le dolía muchísimo—… el barco ya ha llegado al puerto? —inquirió Megan.

Tras los últimos y angustiosos minutos en los que Megan se había olvidado de todo salvo de seguir con vida, las nuevas noticias le hicieron recuperar el interés por el trabajo.

—La policía tiene el puerto rodeado. No sé cómo habéis entrado aquí sin que os vean —dijo Derek, que tiró de las muñecas de su compañero y le obligó a que se pusiera en marcha.

—Vinimos temprano —le aclaró Megan con un débil hilillo de voz.

Derek, respirando profundamente, la miró. Tenía tantos reproches que hacerle que la habría asido por los brazos y la habría zarandeado hasta meterle en esa dura cabezota que quería envejecer junto a ella. No obstante, el alivio que sentía al mirarla a los ojos y constatar que estaba viva era tan profundo que, de momento, sólo deseaba rodearla entre sus brazos, hundir el rostro en su pelo y sentir cómo su corazón latía junto al suyo.

Ella agachó la mirada, como si hubiera leído en sus ojos y se sintiera abrumada por el exceso de información. Así que Derek se limitó a cumplir con su deber.

Empujó a Cole a través de los árboles en dirección al puerto. La policía de Pittsburgh ya hacía su trabajo y un par de coches estaban aparcados en medio del caos con las luces rojas lanzando destellos en la negra espesura de la noche. Un helicóptero sobrevolaba el barco y removía las aguas del puerto con la potencia de sus hélices. El haz de luz de un foco muy luminoso alumbraba la cubierta del barco y, a través de un megáfono, la policía ordenaba al capitán que abandonara la cabina de mandos. Spangler, Dane y los otros dos policías del distrito de Oakland a los que Derek reconoció mientras empujaba a Ben a través del muelle estaban siendo conducidos por sus compañeros hacia los coches patrulla.

También habían llegado un par de ambulancias porque no se sabía en qué condiciones físicas se encontraban las mujeres. Se decía que había más de cincuenta y que llevaban varios días encerradas en condiciones inhumanas en el pequeño camarote del barco. Cuando Derek las vio aparecer en cubierta con las caras desencajadas por el miedo, le parecieron espectros recortados contra la noche y la lluvia. Esas pobres mujeres habían dado todo su dinero por la promesa de una vida mejor en Estados Unidos, pero habían sido engañadas y desposeídas de todo cuanto tenían, ignorando el amargo futuro que les esperaba.

Instintivamente clavó el revólver entre los omoplatos de Cole.

—¿Te sientes orgulloso, Cole? ¿Crees que ha valido la pena? —le preguntó Derek.

—Ahórrate tus lecciones de moral, tú tampoco tienes motivos para sentirte orgulloso con tu mierda de vida. Tu mujer te abandonó, tu novia se suicidó y he tenido que ser yo quien se folle a Annabelle porque no has sido lo suficientemente hombre para hacerlo tú. —Lanzó una carcajada que se vio interrumpida por un ahogado acceso de tos—. Y ahora estás colgado por esa putilla y ni siquiera te ha agradecido que le salves la vida.

Derek ignoró su comentario, ahora estaba más calmado para hacer caso omiso a sus provocaciones. Cuando llegaron al coche patrulla, Derek abrió la puerta y arrastró a Ben hacia el asiento trasero, donde el agente Spangler aguardaba con las manos esposadas y la barbilla clavada en el pecho. Después se agachó y los miró con desprecio.

—Sois escoria, la vergüenza del departamento. Pero me satisface saber que en la cárcel habrá un montón de tíos que os lo recordarán cada día que paséis allí. Y yo me encargaré de que sean muchos. —Después cerró de un portazo y el coche patrulla se puso en movimiento.

A pesar de que en el puerto todo estaba bajo control y debía regresar a comisaría para los interrogatorios, Derek decidió quedarse un rato más por allí. Las mujeres descendían del barco temblorosas, desaliñadas y demacradas. Las que podían andar por sí mismas abandonaron el puerto en coches patrulla que las condujeron hacia el hospital, pero algunas se desmoronaron y tuvieron que ser atendidas médicamente y conducidas hacia las ambulancias que iban llegando al puerto. El barco quedó confiscado y el capitán, al que habían pagado una fortuna por trasladar a las mujeres desde Foxburg a Pittsburgh, fue detenido junto a los demás.

Mientras Derek conversaba con algunos compañeros, Megan aparecía y desaparecía de su campo visual. Ella colocaba la grabadora en la boca de los agentes para arrancarles información, pero era en vano. La policía no estaba de buen humor y un tipo de Asuntos Internos con cara de malas pulgas y más de dos metros de estatura gritó a Megan y a su compañero para que se largaran y dejaran de entrometerse en la investigación. Ahora estaban apartados del puerto, merodeando en el perímetro de la alameda. Ya no había mucho más que hacer por allí, pero Derek estaba seguro de que Megan no se marcharía hasta que desapareciera el último agente.

Entonces la vio acercarse y Derek se alejó unos pasos del compañero con el que estaba hablando. No quería que volviera a surgir ninguna confrontación entre la prensa y la policía.

Megan tenía los pantalones negros y la camiseta marrón pegadas al cuerpo. Parpadeaba para apartar la lluvia de sus ojos grises, ahora oscurecidos por la noche, y algunos mechones de cabello le caían chorreando sobre las mejillas. Estaba pálida y sin color en los labios pero esbozó una suave sonrisa cuando sus ojos establecieron contacto. A él por primera vez le pareció vulnerable, o quizá no era más que una falsa ilusión porque había estado a punto de perderla. Volvió a invadirle la ira monstruosa que poseyó su cuerpo mientras golpeaba a Cole cuando vio las señales en el cuello de Megan.

Ella percibió su reacción y se apresuró en calmarle, rodeándole el brazo con la mano. Luego Megan le miró en silencio, como si quisiera grabar en la memoria sus facciones para siempre y, por fin, alzó una mano y le acarició el rostro con la yema de los dedos, justo en el lugar en el que Cole le había golpeado. Dio un respingo cuando Derek la apresó por la muñeca y besó delicadamente el dorso de su mano, sin apartar los ojos de ella.

—¿Cómo estás? —le preguntó él.

Estaba la mar de rara. Se sentía extraña y más sensible de lo habitual. Estar a punto de morir no le había sentado nada bien porque sus emociones estaban desbocadas y llevaba un buen rato pensando en que si Derek no la amaba, su vida no tendría sentido. No quería tener esos pensamientos, la idea de depender emocionalmente de alguien la aterraba. Esperaba que su vulnerabilidad fuera la consecuencia lógica del trauma por el que acababa de pasar, y que cuando despertara por la mañana viera las cosas de otra tonalidad.

Sin embargo, en ese instante, no podía impedir que sus sentimientos fluyeran.

—Estoy bien. —El corazón le comenzó a latir más deprisa mientras se miraban a los ojos. Megan apoyó las manos sobre su pecho y los músculos se le tensaron—. Gracias por salvarme la vida.

Derek movió la cabeza lentamente y acarició sus mejillas, atrayendo su rostro hacia el suyo. Después inclinó la cabeza y apoyó la frente en la de ella.

—Nunca más vuelvas a hacerme esto, ¿me oyes? —Deslizó los dedos entre sus cabellos mojados y la atrajo hacia su boca.

Megan se aferró a él como si fuera un salvavidas en medio de la tempestad y le devolvió el beso con la misma urgencia con la que él se lo entregaba. Le pasó las manos sobre los hombros y gimió contra su boca hambrienta de ella. La necesidad que tenía de él era más que física, estaba desesperada por tocar su alma y ofrecerle la suya. Estaba cansada de tener miedo y se lo hizo saber con sus besos apremiantes, con las manos que se enlazaban a él como si tuviera miedo de soltarle. Su lacerante necesidad la llevó a exigir y demandar, a luchar contra su boca abierta sobre la suya y la pasión le latió en el cuerpo como si fuera un corazón enorme.

Derek terminó el beso y le acarició las mejillas.

—Vete a casa y date un baño, necesitas descansar.

—No puedo descansar. Tengo que escribir un artículo que ha de salir en la edición de mañana. Y tengo que esperarte a ti. —Se mordió el labio inferior, que sabía a lluvia y sabía a él.

Derek le colocó algunos mechones de cabello rubio detrás de las orejas y observó encantado el destello plateado de sus ojos. Habría dado lo que fuera por marcharse con ella.

—El interrogatorio puede alargarse durante toda la noche —comentó.

—No me importa, te esperaré igualmente.

Megan volvió a besarle, quería pasarse toda la noche haciéndolo. Lo demás… lo demás en ese instante carecía de relevancia.

Reguló el grifo de la ducha hasta que el agua salió caliente. Era julio y hacía calor, pero estaba destemplada y le dolía todo el cuerpo. Mientras se llenaba la bañera y el vapor con olor a vainilla del gel impregnaba el baño, Megan se observó el cuello en el espejo. Le dolía cuando tragaba saliva y tenía unas marcas rojas en la base de la garganta. Se lo acarició suavemente con la punta de los dedos mientras reparaba otra vez en lo poco que había faltado. Entonces se retiró del espejo decidida a ignorarlo, pero cuando se sumergió en la bañera y el agua caliente aflojó la tensión, los ojos se le anegaron en lágrimas y de la garganta se le escapó un sollozo.

Lloró durante un rato, creía que de alivio. Nunca se había visto en una situación igual y, si no hubiera sido por Derek, ahora estaría muerta.

Megan se puso un conjunto de lencería de color rojo burdeos y una bata de seda de color negro. Obtuvo el efecto que perseguía, estaba muy atractiva y sugerente y quería que él la deseara como nunca había deseado a ninguna mujer. Las marcas en el cuello la disgustaban, no quería que él se fijara en ellas, así que las disimuló usando un poco de maquillaje.

Eran las doce de la noche cuando se puso a trabajar en el portátil después de comerse un sándwich de queso. Abby dormitaba a su lado mientras sus dedos tecleaban frenéticamente las teclas del portátil y la grabadora reproducía su voz con el sonido de la lluvia de fondo. Aunque cansada, estaba concentrada, y cuando el reloj marcó la una de la madrugada ya tenía el artículo listo. Lo revisó un par de veces antes de enviárselo a Preston, luego se tumbó en el sofá y esperó a que Derek llegara. Era probable que se quedara dormida, pero estaría lista y despejada en cuanto él llamara a la puerta.

Se equivocó, pues el sueño no acudió. Sin embargo, comenzó a sentirse más y más inquieta, de tal manera que fue incapaz de permanecer tumbada sin nada más que hacer salvo esperar con los brazos cruzados. Abby se había retirado a su canasto acolchado y dormía plácidamente. Cómo deseaba poder imitarla, alejarse de las preocupaciones y entregarse al sueño, pero estaba cada vez más intranquila y tuvo que saltar del sofá.

Empezó a dar vueltas por el salón. Arregló los cojines, cambió de sitio los jarrones, colocó los cuadros hasta que quedaron milimétricamente rectos y hasta movió un sillón de sitio. Cualquier cosa con tal de no pensar en las manos de Ben cerrándose alrededor de su cuello. Cualquier cosa con tal de no pensar en Derek. Tener sexo fortuito había sido una experiencia grata y como no estaba prevista no sintió ningún tipo de presión. Pero ahora era completamente diferente. Estaba desentrenada y nunca había tenido demasiada iniciativa. Entre los dos se habían generado tantas expectativas que la aterraba no estar a la altura. Necesitaba que fuera perfecto.

Preston le mandó un correo electrónico alabándola por su labor periodística y, aunque no lo hizo oficial en ese momento, Megan tuvo la corazonada de que su trabajo le había valido la plaza de redactora jefe.

Su móvil sonó desde algún rincón de la casa y Megan saltó del sofá. Estaba dentro del bolso que había dejado en el recibidor de la entrada. Imaginaba que sería Derek para decirle que los interrogatorios se alargarían durante toda la noche y que era mejor que se fuera a la cama, pero en la pantalla de su móvil apareció el nombre de Jim, cuyo número no llegó a borrar de su agenda y, por lo visto, él tampoco.

¿Por qué Jim la llamaba a las dos de la mañana? ¿Qué diablos querría? Cuando contestó no fue la voz de su ex novio la que le habló, sino la de un hombre desconocido que se alzaba sobre un murmullo de voces inconexas.

—¿Megan Lewis?

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

—Soy el propietario del bar Blue Lagoon. Tengo aquí a Jim Randall y estoy preocupado por él porque jamás le había visto beber tanto. Se niega a irse a casa y si continúa bebiendo así, se caerá redondo al suelo.

El propietario del Blue Lagoon se llamaba Sam Clyde. Hacía dos años que Megan no iba por allí, pero mientras salía con Jim visitó ese bar con frecuencia. Estaba muy cerca del Pittsburgh Enquirer.

—¿Jim está bebiendo?

—Como un cosaco. No quiere contarme lo que ha sucedido, pero a juzgar por su aspecto debe de haber sido grave. No sabía a quién llamar y tampoco puedo abandonar el bar para llevarle a casa. He pensado que tal vez a ti te haría caso —le dijo—. Ya regresa del baño, tengo que cortar.

El hombre le colgó y Megan se quedó en silencio con el móvil entre las manos. ¿Jim borracho en un bar? Jim no bebía, debía de haberle pasado algo serio para actuar así. Enseguida intuyó de qué se trataba y sintió lástima por él.

¿Cómo se habría enterado? ¿Se lo habría dicho Hugh?

Bueno, que sintiera lástima no implicaba que tuviera que hacer suyo el problema. Jim era mayorcito y sabía cuidarse solo. Además, ya nada les unía.

Megan devolvió el móvil a su bolso y tomó asiento en el sofá. Intentó distraerse con una revista que cogió del revistero, pero no pasó de la primera página porque su cabeza seguía desmenuzando las palabras de Sam Clyde. Hacía dos años que sus vidas se habían separado y no tenía por qué correr a salvarle, ni siquiera eran amigos. Pero si Hugh había sido capaz de decirle que su esposa estaba acostándose con otro hombre… eso le habría destrozado.