ROLF

La tarea encomendada había proseguido incluso durante su arresto, porque la orden de un SS Untersturmführer no podía dejarse de cumplir sin una orden en contrario. En consecuencia, durante la ausencia y luego, tras el retorno de Rolf, siguieron amontonándose informes sobre movimientos y actividades de «la joven rubia de ojos negros».

Devoró los datos para entender las razones que la habían traído a Alemania. Estaba casada con el consejero de la Embajada, aquel criollo de mierda, perdido y asustado, que Rolf había guiado cuando el golpe de 1930. Le llamó la atención su apellido, seguro que era un pariente del degenerado Ricardo Lamas Lynch, y tan corrupto como él. Decían los informes que «la joven» salía por las mañanas y regresaba por las tardes, concurría a misa los domingos y a veces otros días más. Pasaba horas en Cáritas y San Rafael; en dos oportunidades había ingresado a la residencia del obispo Preysing por una puerta lateral; efectuaba compras en los negocios que quedaban cerca de su casa; raramente viajaba en automóvil. En su hogar servía una sola mucama de nombre Brunilda. «La joven» no tenía hijos. Desde que empezó su seguimiento visitó en el siguiente orden los consulados de Noruega, China, Grecia, Suecia, Bélgica, México, Suiza, Chile y Egipto; en una ocasión había ido a las oficinas de la Embajada argentina y en tres a cenar con su marido en las residencias de Holanda y Perú.

Rolf se miró al espejo en forma prolongada. Interrogó a sus preocupados ojos azules sobre los pasos a dar. Uno ya lo había decidido el general Dietrich: se entrevistaría de nuevo con el canalla de Botzen esa misma noche porque el embajador Eduardo Labougle y su esposa se encontraban en Leipzig. El segundo empezaría al atardecer.

Llamó a sus subordinados y formuló las órdenes con suficiente claridad para que no se produjese falla alguna. Luego optó por dedicar las horas que faltaban a un trascendente cambio de rutina. Un operativo de semejante magnitud debía ser memorable.

Fue a su habitación, se quitó las botas y colgó el pesado uniforme. Buscó en el dial una excitante música bailable y elevó el volumen para escucharla desde el baño; abrió el grifo de agua caliente hasta llenar la bañera. Se cortó las uñas de las manos y los pies, cuidadosamente; luego se afeitó. Probó con el codo la temperatura del agua y se sumergió despacio. Apoyó la cabeza sobre el toallón enrollado que había dispuesto en un extremo y casi se durmió canturreando bajito. Al cabo de media hora se vistió con ropa limpia. Lustró con su manga la brillante visera de la gorra, sonrió a la calavera y salió a la calle fría rumbo a un buen restaurante.

Debía estar en forma. La venganza es el placer de los dioses, le dijeron desde que era adolescente. Comió con apetito y bebió un litro de cerveza. Dio una vuelta por las calles iluminadas y regresó a su cuarto. Aún faltaban dos horas. Volvió a encender la radio. El noticiario informaba que Chamberlain y su ministro de Relaciones Exteriores habían llegado a Roma para apaciguar a Mussolini. En la estación, el vanidoso premier caminó ida y vuelta con la sombrilla en una mano para saludar a la pequeña multitud de residentes británicos que el Duce había convocado para darle la bienvenida. Al mismo tiempo Von Ribbentropp era recibido en París por su colega Bonnet; los ministros de Francia y Alemania habían firmado una declaración en la que aseguraban solemnemente que no existían entre ellos cuestiones limítrofes pendientes y habían prometido consultarse de inmediato en caso de un eventual desacuerdo.

Levantó su ejemplar de Mein Kampf y se puso a releer; le caldeaba el espíritu. A las once destapó una botella de kirsch. El dulce fuego se expandió de la cabeza a los pies. Calzó la gorra y se miró nuevamente en el espejo: la calavera sonreía.

Antes de subir al auto su ayudante le informó que el segundo operativo ya había comenzado sin inconvenientes. Se dirigieron entonces a la residencia del embajador argentino. Un mayordomo soñoliento y con la chaqueta sin abrochar respondió asustado al dedo que parecía haberse pegado al timbre. Reconoció al ayudante de Rolf, quien le comunicó que el SS Untersturmführer debía reunirse con el capitán de corbeta Julius Botzen. El tembloroso hombre atinó a informar que el señor embajador se encontraba de viaje y él no tenía autorización para dejar entrar personas ajenas, pero de inmediato entendió que era peligroso resistir y, tras aclarar que el señor capitán de corbeta ya dormía, dijo «sean ustedes bienvenidos, pasen por favor».

El ayudante bajó por la escalinata de granito y comunicó lo que acababa de escuchar. Rolf le hizo una seña y su ayudante abrió la puerta del auto.

—Iré solo. Espérenme aquí.

El mayordomo le solicitó un minuto para avisar al señor capitán que tenía visita.

—¿Desea tomar un café, señor SS Untersturmführer?

—Lo haré junto con el capitán.

—Bien —se alejó.

—Un momento. Lo acompaño. No hace falta que el capitán se vista; podremos hablar en su dormitorio.

El mayordomo se sorprendió, pero ya había decidido no efectuar objeciones.

Golpeó la puerta varias veces, con respeto, antes de que sonara la dormida voz de Julius Botzen.

—Lo buscan, señor.

—¿Quién?

Rolf apoyó la mano sobre el picaporte y entró.

—Tráiganos café.

El mayordomo partió rápido hacia la cocina y Botzen manoteó la perilla del velador. Parpadeó ante la sorpresa. Se incorporó en el lecho mientras sus manos buscaban algo sobre la frazada, un revólver tal vez.

Rolf echó una mirada a la alcoba, bastante suntuosa para un asilado político. La cama era de bronce, había un ancho guardarropas con luna central, anaqueles llenos de libros, un escritorio con silla giratoria y dos pequeños sillones tapizados en rojo. La ventana estaba cubierta por un grueso cortinado. Del cielo raso colgaba una fuerte araña; el techo estaba cruzado por vigas de madera. Sobre la mesita de noche yacía su reloj de bolsillo con una larga cadena de oro y un portarretratos con la imagen del último Kaiser. Rolf la reconoció: era la misma fotografía que colgaba en la avenida Santa Fe, ante la cual había jurado y a la que había visto noche tras noche durante las sesiones de adoctrinamiento. La nostalgia tenía un agrio regusto.

Sintió olor a encierro o a viejo, parecido al de su maloliente padre.

—Levántese —dijo—. Tenemos que hablar.

Botzen frunció las cejas, tosió y se sentó en la cama con las piernas colgando. Buscó con la punta de sus dedos las pantuflas, se paró con el piyama abultado sobre el pecho y la entrepierna y caminó hacia el guardarropas, de donde extrajo una bata oscura. Luego fue a sentarse en un sillón, frente al que ocupaba ya su discípulo.

—Hace mucho que no tengo noticias tuyas, Rolf —carraspeó hasta arrancar el esputo.

El mayordomo ingresó con la bandeja humeante. Entregó un pocillo a cada uno y esperó que se sirvieran el azúcar.

—Gracias —dijo Rolf—. Puede reiterarse. No precisamos nada más.

El hombre hizo una reverencia y desapareció sin ruido. Cerró la puerta. Rolf lo siguió y echó llave. Ante la mirada absorta del capitán aclaró que no quería ser molestado.

—Tengo que hacerle una pregunta —interpeló sin rodeos—. Usted lo negará. Sólo quiero saber cómo pudo hacerle llegar un mensaje a la Gestapo desde esta residencia.

Botzen había empezado a beber y se atragantó. El café humedecía la boca del marino y salpicó sus solapas.

Mientras, el mayordomo se sentó en la cocina a fumar un cigarrillo; por la estrecha ventana veía un segmento de la calle iluminado en forma tenue por los faroles nocturnos. Podía divisar el guardabarros del auto en que había venido el SS. Vaya hora para discutir sus cuestiones, pensó. Era cierto que el capitán se mostraba amable con el personal de la residencia, pero ya resultaba molesto; no siempre se lo podía incluir en las recepciones del embajador ni en sus cenas íntimas. El capitán insistía no tener inconveniente en permanecer recluido, pero mejor si conseguía un salvoconducto y se mudaba a cualquier otra parte, aunque fuese la luna. Abrió el diario y se puso a leer los avisos comerciales.

Tras quince minutos de un diálogo de sordos Rolf miró la araña y las vigas del techo por cuarta vez. Decidió que ya era tiempo de pasar a la cruda acción. Se frotó las grandes manos y se incorporó lentamente.

—¿Sabe, capitán? He llegado a una conclusión terrible: nunca le he perdonado la vergüenza que infligió a mi padre en su despacho, delante de mí. Nunca.

A Botzen se le cayó la mandíbula. Esto sí que era una sorpresa. Le rodaron hilos de sudor; presintió que la noche acabaría mal. Por primera vez tuvo miedo de este muchacho que se quitaba la chaqueta del uniforme y la acomodaba sobre el respaldo de la silla giratoria.

Rolf se arremangó la camisa como si estuviese por emprender una tarea pesada.

—No entiendo —carraspeó Botzen—. Deberíamos conversarlo, si te duele. Tu padre…

—Hemos estado conversando, capitán. Pero es inútil. Usted primero da y luego quita. A mi padre le dio trabajo y después lo echó del trabajo. A mí me hizo ascender y ahora me hunde con denuncias absurdas. A mi padre lo obligó a cagarse delante de su escritorio y a mí me quiere ver muerto en un campo de concentración para salvar su sucio traste. ¡Usted me ha metido en una trampa!

—¡Por Dios! ¿Qué trampa? Te elegí para una misión patriótica. Te ibas a convertir en un héroe nacional.

—En un traidor.

Negó, desesperado. Tenía anudada la garganta. Presentía la incontrolable tempestad.

Rolf se paró frente al tenso capitán como si fuese un obelisco. Antes de que lograra esquivarlo, diez dedos le comprimieron la tráquea y las carótidas, furiosamente. Entre la asfixia y la impotencia el rostro del viejo se ingurgitó. Apenas emitía ahogados sonidos mientras hacía denodados esfuerzos por liberarse. Las mejillas enrojecían y se abultaban cómicamente. El torniquete era implacable. Los ojos de color marrón claro se tornaban más claros por la cianosis que los rodeaba; muy abiertos saltaban implorantes hacia los dientes apretados de Rolf.

Su resistencia no tenía sentido ante la endemoniada fuerza que lo derrumbaba hacia una creciente penumbra. El cuello le dolía menos, ya no sentía el mortal estrangulamiento. Su cerebro ingresaba en una rápida desertización. Se aproximaba el fin.

Botzen se aflojó sobre el sillón como un muñeco de trapo. Colgaban sus manos negras; una pantufla había volado hacia la cama. Inconsciente, aún emitía un ronquido sibilante. Rolf buscó en el guardarropas un cinto largo para acabar su solitaria tarea; tenía que hacerlo con arte. El tirante del techo funcionaría a la perfección.

Luego de colgarlo estiró las mangas de su camisa, se puso la chaqueta y levantó la gorra. Salió del dormitorio y cerró la puerta. Quería que apareciese el mayordomo quien, en efecto, llegó apresurado apenas lo escuchó taconear en el vestíbulo.

—El capitán Botzen está muy afligido. Me pidió que nadie lo molestase. Quiere dormir.

—Entendido, señor SS Untersturmführer.

—Fue categórico —amenazó con el índice—: que no lo molestasen por nada.

—Así será.

Heil Hitler!

Subió al automóvil y se perdió en la noche. El mayordomo apagó las luces y, obediente, se encerró en su cuarto.