ALBERTO
El recepcionista levantó sus anteojos hasta sus cabellos grises y se puso rápidamente de pie al escuchar mi nombre.
—Su señor tío lo espera en la salita —anunció con entusiasmo—. Tendré el honor de acompañarlo —hizo señas a un colega para que ocupara su puesto tras el mostrador fileteado en bronce—. Por aquí.
Era el Club de los plutócratas. Ricardo solía concurrir desde media mañana para disfrutar un baño turco, en el que purificaba piel y cerebro mientras alternaba con personajes útiles a sus objetivos. Después se relajaba con un masaje y leía los diarios. El almuerzo con admiradores en algún restaurante y la siesta reparadora en su casa o en otra, secreta, lo tenían ocupado hasta la tarde.
El recepcionista golpeó con delicadeza una puerta llovida por visillos de encaje.
—¿Quién es?
—Ha llegado su señor sobrino, señor doctor Lamas Lynch.
—Que aguarde un minuto.
Se abrió la ancha puerta y el espacio se llenó con su corpulencia. Alcancé a echar una ojeada: la salita era un simple y blindado locutorio con un teléfono instalado sobre una pequeña mesa de caoba, sobre la cual se erguía un vaso lleno de lápices y yacía un anotador.
—Vamos al salón de té —dijo tras mirar en su reloj de bolsillo—. Hice una reserva en el ángulo más silencioso para charlar cómodos. Vamos a decidir algo importante mientras saboreamos los magníficos escones que sirven a las cinco en punto.
El corazón me empezó a saltar. Intuía que había escogido el marco del Club para dejarme sin aliento.
No bien se sentó ordenó al mozo que sirviera y se arregló el alfiler sobre la luminosa corbata. El monóculo estaba guardado en el bolsillo superior y prendido al ojal de la solapa con una fina cadena de oro. Apoyó los brazos sobre la mesa y disparó a quemarropa:
—Decime, Alberto: ¿te volviste loco?
Parpadeé. Mis omóplatos empujaron el respaldo como si su golpe me hubiera lanzado contra las cuerdas.
—¿Te volviste loco? —insistió.
Moví la mandíbula sin atinar a preguntarle la causa de semejante agresión.
—No necesito explicarte mi desencanto, Alberto.
Bajé la mirada.
—Supongo que habrás meditado sobre las consecuencias, las largas y múltiples consecuencias que afectarán tu carrera, tu vida familiar y tus amistades —interrumpió al llegar el mozo con una reluciente vajilla, y aguardó hasta que terminó de instalarla—. Si meditaste, y tomaste nota de las consecuencias inevitables y, a pesar de todo, querés avanzar hacia tu definitiva ruina, entonces te volviste realmente loco. Loco sin remedio.
Bebí agua para humedecer mi garganta, tosí, bebí de nuevo.
—Medité, por supuesto —corrí la copa hasta el centro de la mesa, como si quisiera establecer un equilibrio con mi avasallador pariente—. Y llegué a una sola conclusión: jamás me perdonaría ceder ante el prejuicio.
—¡Qué prejuicio ni prejuicio! —adelantó su cabeza—. Lo que tenés es miedo, miedo a cortar con esa judía, a decirle de frente, como un varón, esto no va más.
—La amo. ¿Entiende esa palabra?
—¿Me querés tomar el pelo? Si algo amás en ella, es una caricatura del amor: no se puede amar algo que a uno lo degrada. El deslumbramiento que produce cualquier chinita que levantás por ahí se apaga con el uso y el disfrute, no con el matrimonio. Y aquí no se trata siquiera de una chinita, sino de algo que llena de horror. ¡Cómo se te ocurre, Alberto, que los Lamas Lynch incorporemos una judía!
—Es católica. Tal vez más católica que muchos de nuestra familia.
—¿Católica? ¡Pero de raza judía! Lo decisivo es su raza.
—Su madre es aria y también católica.
—¡Bah! Por lo menos es media judía; ¿o no? ¿Acaso dirías que una manzana es buena porque sólo una mitad tiene gusanos?
—Eso de clasificar a la humanidad en razas es la verdadera locura, tío, no mi decisión de casarme con ella.
—Millones de cerebros piensan ahora en la raza. Los alemanes, uno de los pueblos más cultos de la Tierra, luchan por su pureza de sangre. Ignorarlo es propio de boludos. Estoy profundamente decepcionado de vos, Alberto.
—Hoy desprecian a los judíos y mañana despreciarán a los eslavos, y a los árabes. No nos salvaremos los latinos: es una coartada miserable de los nazis, que son unos acomplejados de mierda, para erigirse en los únicos bellos y dignos.
—¿No te das cuenta de hacia dónde va el mundo? Por favor: mierda son los ciegos. No seas ciego. Primo de Rivera, Mussolini, Hitler señalan el camino.
—¡Y qué camino! Pavimentado de odio y mediocridad. Estimulan el fervor de las hordas. Terminarán barriendo la civilización.
—Mirá, Alberto: desde que salís con esa judía no sólo te has vuelto más estúpido, sino más insolente. Imagino dónde acabarás. Pero ni yo ni nadie de tu familia te brindará socorro.
En una bandeja llegaron los perfumados escones. Cuando el mozo acabó de servirnos el té, la ira de Ricardo pretendió estrujarme.
—La semana próxima —amenazó—, a esta misma hora, te espero aquí, en este rincón, para que brindemos por tu valiente ruptura. Una semana sobra para liberarte.
—Tío, nunca fui tratado de esta forma. No lo acepto.
—Nunca habías llegado al borde del abismo.
La despedida fue seca y oprimente. Dijo adiós y retornó a la salita del teléfono confidencial. Caminé hacia la calle, vacilante. El empleado de la recepción me saludó con indiferente sonrisa.
Mientras aguardábamos la llegada de monseñor Pacelli en el último acto del Congreso Eucarístico comuniqué a Edith que celebraríamos en casa el cumpleaños de María Elena.
—Los cumpleaños de tus hermanas son trascendentes —dijo con ironía—. En el de Mónica me declaraste tu amor.
—¿Vendrás al de María Elena?
—En tu casa no soy bien vista.
Detuve la marcha y giré con disgusto.
—Vendrás lo mismo.
—No. Claro que no.
Mamá había regalado a María Elena un fonógrafo con veinte discos de fox-trots, charlestons y tangos. Incluso decidió que sus hijas retomaran las lecciones de baile con Jacques Lambert: debían estar en condiciones para destacarse en la sociedad porteña de los nuevos tiempos. Lambert era divertido y enérgico. Vestía levita con solapas de terciopelo fucsia y se bañaba en perfumes. No daba abasto con las damas de la alta sociedad; su repertorio empezaba en el minué y terminaba en los ritmos norteamericanos. Hablaba con fuerte acento francés, lo cual le confería una pátina de distinción.
Las llegadas del maestro Lambert producían revoltijo. La servidumbre enrollaba alfombras y corría muebles, mientras mis hermanas reían por cualquier estupidez. Mamá se resignaba a tolerar los avances modernistas ante el peligro de que el diablo volviese a meter la cola. Sus hijas debían encontrar novios decentes y casarse rápido. Los bailes en casa podían ser bien controlados.
Mónica era la única que la irritaba.
—No entiendo tu rechazo a Edith —le decía.
—Sos una mocosa para entender. Quiero salvarle la vida al inconsciente de Alberto.
—Te arrepentirás.
—¡Callate! Ya imagino qué nos espera de vos. Cualquier día te aparecerás con un judío, un protestante o un masón.
El cumpleaños de María Elena fue concurrido y alegre. Edith no vino, por supuesto, pero mandó un regalo con la expectativa de que fuese arrojado a la basura. Pero María Elena le mandó una cariñosa esquela de agradecimiento. ¿Empezaba a quebrarse el frente del rechazo?
Fue una sorpresa enterarme de que mi vínculo con Edith había llegado al Ministerio de Relaciones Exteriores. A un lado de mi mesa habían depositado las carpetas que debía examinar durante la mañana. Cuando levanté la segunda, apareció una esvástica; de su gancho inferior bajaba una cuerda, de la que pendía una mujer. Quien había fraguado esta infamia no era buen dibujante, pero se las había ingeniado para que su mensaje fuera transparente. Por si resultaba poco claro, una flecha apuntaba hacia la figura colgante con la palabra «Edith».
Hice un bollo y lo amasé dentro de mi mano varios minutos. Maldije a los cobardes que no tenían mejor cosa que hacer. No arrojé el bollo en el cesto: lo deslicé a mi bolsillo y mascullé que esto no podía quedar impune.
Fui a solicitar que me adelantasen el café de media mañana. Pero ni el café ni las advertencias sobre urgente despacho que etiquetaban algunos expedientes me permitieron concentrarme. Tenía ganas de decir que estaba enfermo y necesitaba irme. Quizá me espiaba el autor del dibujo y gozaba mi desestabilización. Abrí otra carpeta.
Las horas rodaron con desesperante lentitud.
Esa noche, encerrado en mi cuarto, desplegué el arrugado papel sobre el escritorio donde apilaba libros y recortes. Acomodé la lámpara para examinarlo con buena luz. Por la irregularidad de los trazos colegía que se trataba de alguien con mal pulso o que dibujó a las apuradas, lo cual indicaba que no disponía de suficiente privacidad, no pertenecía a las jerarquías superiores. Pero ¿podía estar seguro de ello? Las letras de EDITH, todas mayúsculas, eran también irregulares. Tal vez simuló temblor para encubrir sus rasgos caligráficos, o trabajó con la mano izquierda. Golpearon.
—Soy yo —susurró mi padre. Guardé la hoja.
—Adelante.
Apareció envuelto en su larga bata de seda oscura.
—¿Trabajando? —arrimó una silla.
—Ordenando la información.
Acarició su canosa barbita en punta. La reluciente bata emitía perfume a tabaco. Sus ojos recorrieron los lomos de los libros apilados sobre la mesa y el tintero de bronce con una efigie de Sarmiento. Apoyó su mano sobre mi hombro.
—Alberto —hizo una pausa—: ciertos tragos deben pasar rápido, como los remedios de mal sabor.
Corrí innecesariamente la pila de libros, como si debiera ofrecerle más espacio a sus palabras.
—Gimena sufre, tus hermanas se alborotan y Ricardo me tiene cansado.
—Papá —suspiré—: te ruego que seas frontal. Si alguien está cansado, soy yo. Imagino a qué te referís.
Estiró el cuello del piyama.
—Gimena sigue insistiendo con Mirta Noemí.
—Obstinada, mi vieja.
—Ya lo creo. Me preocupa que siga alimentando las esperanzas de esa chica; y la de sus padres. Puede llevarnos a un feo desenlace.
—Mirta Noemí es un asunto acabado, papá. No me mueve un pelo.
—Vuelvo a preguntarte: ¿estás seguro?
—Papá…
—Bueno, está bien.
Sonrió y su sonrisa cambió la atmósfera.
—Confieso que Edith me gusta. Y que me está avergonzando nuestra oposición.
—¡Por fin! —le apreté el brazo—. Tendrías que hablar con mamá, entonces. Hablarle mucho y claro.
—Inútil. Pertenecemos a una generación en la que el marido y su mujer no saben cómo decirse algunas cosas. En eso el mundo está cambiando rápido; nosotros ya tenemos demasiada rigidez.
Cerró los párpados. Sentí gratitud por su confidencia. Estimulaba una especie de amistad inesperada. Me asaltó el deseo de retribuir su confianza y abrí el cajón; extraje el dibujo, que alisé sobre la mesa y puse en sus manos.
Pegó un respingo. Hurgó en sus bolsillos los anteojos. Se los calzó sin dejar de mirar la arrugada hoja.
—¡Qué hijos de puta!
—Ya ves: no sólo se opone mi familia. Esta hoja apareció entre las carpetas de mi escritorio.
—¿Sospechás de alguien?
—No.
—¡Qué perversos! —movió la cabeza.
—¿Qué debería hacer?
—Supongo que nada. Cuidarte más, tal vez. ¿Pero cuidarte de qué? ¿No abandonarás a Edith, no?
—Por supuesto que no.
—¿Estás decidido a casarte con ella?
—Vaya pregunta.
—¿Estás decidido?
—Claro que sí.
—Entonces: ¡casate!
Mis labios se entreabrieron.
—Casate —repitió—. Fijá la fecha y da por concluido el asunto. Con el tiempo Edith será aceptada por Gimena.
Tío Ricardo llamó para recordarme la cita.
—En el Club, a las cinco.
—No vale la pena —dije—. ¿Qué podríamos agregar?
—Tengo algo importante que agregar. No escapes a tus obligaciones, Alberto.
—¿Verme con usted es también una obligación?
—¡Y un placer! —rió.
El recepcionista levantó sus anteojos hasta el cabello gris, dibujó su falsa sonrisa y me condujo a la salita desde donde mi tío se comunicaba con relaciones secretas. Luego nos sentamos en su rincón favorito.
—¡No olvide los escones de las cinco! —advirtió al mozo.
Lo miré desconfiado: seguro que iba a descargar su fusilería desde el primer minuto, como la otra vez. Pero no fue así.
—¿Hace mucho que la conocés?
—¿A Edith?
—No me dirás que hay otras —guiñó.
—No hay otras.
—Bien.
—Sí, la conozco desde hace años.
—¿Sabés? Estuve reflexionando sobre el asunto.
—Las razas.
—No exactamente. ¿Te referís a la fracasada pieza de Ferdinand Bruckner?
—No. A sus convicciones, tío.
—Mis convicciones están bien, gracias a Dios.
Fruncí el entrecejo.
—Estuve reflexionando sobre tu amor con esa muchacha.
Mi inquietud viró hacia la sorpresa: su tonalidad no era condenatoria esta vez. Al menos por el momento.
—Para un buen cristiano importa el amor.
—Así nos enseñan…
—¿Pensás distinto?
—Pienso que a menudo se declama el amor y se practica el odio.
—¡Bah, bah! Somos de carne y hueso, somos pecadores. Lo esencial es el amor.
—¿Entonces?
—Amás a esa muchacha.
—Edith.
—Edith. Bonito nombre. La vi aquella noche, cuando estiró la pata el Peludo, ¿te acordás? Pese a las sombras, advertí que era realmente hermosa. ¡Y bueno! Ella te ama, ¿no es así? Entonces me dije: ante la realidad no debemos ser como la piedra.
Yo estaba desconcertado.
—No creo en lo que dice. No parece el mismo de la semana pasada.
—Lo soy. Ocurre que te cuesta entender la compleja profundidad de mi pensamiento. Anhelo que el nacionalismo católico se expanda por doquier, no sólo por la felicidad de nuestra nación y de la Iglesia, sino del mundo. De ahí mi rechazo a los judíos, los masones, los liberales, los bolcheviques y cuanta abominación ensucia a la verdadera humanidad. Pero tu chica es católica, me aseguraste.
—Sí, lo es.
—Entonces no hay problema.
—Pero usted habló de raza, que era medio judía, que los gusanos de media manzana y cosas así.
—Confío en que sabrás cortar la mitad enferma y quedarte con la sana.
—¿Confía usted?
—Mirá, Alberto. Para el Señor no hay imposibles. Si están bendecidos por el amor, debo inclinarme y decir amén. He llegado a esa conclusión.
—Gracias. No esperaba su apoyo. Ojalá que influya sobre el ánimo de mamá.
—Y sobre Emilio.
Mordí el sabroso escón.
—En realidad, papá…
Le brillaron las pupilas.
—Debe estar fuera de sí —rió levemente y también mordió el suyo.
—No.
—¿Cómo que no? —escupió miguitas; rápidamente apoyó la servilleta en sus labios.
—En este asunto piensa igual que usted. Se extendió una nube sobre su cara.
—No entiendo.
—Apoya mi casamiento con Edith.
—¿Que te apoya?…
Su mano se abalanzó sobre la bandeja de escones y eligió otro, que mordió con rabia. Miró a la mesa vecina mientras sus mandíbulas trabajaban. Sorbió el té y dejó de hablar. Yo estaba más asombrado que antes. Luego repitió su conocido monólogo sobre el demoliberalismo. A los quince minutos me despidió con inusual cortesía, pero su sonrisa denotaba frustración.
Cuatro días más tarde mamá pellizcó mis brazos.
—Ricardo estuvo en casa y dijo que te casarás con esa judía. Que es un hecho irreversible.
—Mamá, por favor. Ya te dije que no es judía.
—¡Nos acusa!
—¿Tío Ricardo? ¿De qué?
—De irresponsables, de anticristianos.
—¿Por oponerte a mi boda?
Su llanto se detuvo en seco.
—¡Por aceptarla, estúpido!
Edith, pese a su deterioro físico, se empeñaba en concurrir algunos días por semana a Cáritas y, a la vez, armar notas para el Boletín de la Hilfsverein. Yo seguía copiando para ella los cables que llegaban a la Cancillería.
Una tarde, mientras revisábamos papeles sobre la mesa de su cuarto, sentí una oleada de erotismo. Su rubia cabellera emitía luz y sus ojazos tiernos se posaron en los míos.
Envolví sus manos frías, que empezaron a transmitirme un conocido temblor. Luego deslicé mis dedos hacia sus hombros, su cuello terso y sus mejillas calientes. Comprimí su cara con infinito cariño y acerqué mis labios. El beso fue rápido, apenas una insinuación. Pero enseguida se produjo otro. Y otro. Cada vez más largo y más sentido.
Empezamos a olvidar pudor y penas. Los besos adquirían libertad, osadía. Los labios expresaban anhelo y también voracidad. Se succionaban febriles, sedientos. Mi lengua rozó sus dientes, luego la suya entró en mi boca.
Sentí que levitaba. Nuestros veinte dedos se buscaron ansiosos. Ella acariciaba mi garganta, mis hombros, mi esternón. Yo acariciaba su nuca, su espalda y, con reticencia, los costados de su abdomen.
Entre gemidos de placer borboteamos palabras. No registraba su significado, sino su galope. Tampoco registré la forma en que ella fue perdiendo la blusa y yo la camisa. Sólo recuerdo que sentí la proximidad de una revelación. Por fin conocería a mi amada en plenitud. Los conflictos por nuestra boda habían introducido en mi cabeza el afán de poseerla cuanto antes. No sólo por deseo, sino para terminar de convencerme de que la quería de verdad. Tras el coito muchos hombres se decepcionan. Yo necesitaba la prueba de que eso no me ocurriría jamás. Era la secreta refutación que opondría a mis últimas dudas.
Edith se resistía porque así lo exigían las costumbres: una joven decente debía llegar virgen al matrimonio. Las costumbres eran severas, afirmadas por un consenso que sólo impugnaban pocas excepciones. El mérito consistía en abstenerse.
Ella ofreció la debida resistencia y yo, mareado por la ruta que se abría a mis caricias, dejé de pensar en los cuidados. Pasión y sufrimiento, curiosidad y locura me impulsaron a avanzar hacia su cama, junto a la pared.
Por instantes Edith parecía recuperar los sentidos y se crispaba. Sus movimientos de oposición despabilaban mis frenos; entonces se lentificaban las caricias y se endulzaban mis besos, los que durante años fueron tan amorosos como entonces, pero castos. Edith, abrumada por un dolor tan grande que ya le había quebrado la salud, parecía haber tomado la decisión de permitirse lo prohibido. Quizás era una forma de desquitarse de Dios.
Logré desvestirla mientras seguía pintándola de besos. No recuerdo cómo me abrí paso entre sus piernas. Escuché un grito ahogado; sus dedos se prendieron a mi nuca. Mordió levemente mi hombro y yo noté que un maremoto me cubría de pies a cabeza. Se multiplicó al infinito mi ansia por fundirme en ella.
Agitados, yacimos el uno sobre el otro sin atrevernos a decir palabra. Escuchamos cómo nos latía el corazón. Y reanudamos los besos, ahora breves y agradecidos. Se oían algunos ruidos de la calle, pero en la casa, por suerte, no había testigos que amenazaran nuestra intimidad.
Por fin erguí mi tronco y la miré. Edith lloraba en silencio y les hablaba a la Virgen y el Niño.
—¡Mi amor! ¿Estás arrepentida?
Levantó el pelo de mi frente y negó con la cabeza.
—Me tengo que levantar —dijo—. Debo estar sangrando.
Me aparté y Edith corrió a lavarse. Me incorporé también, preocupado por las sábanas. Felizmente no se habían manchado.
Nos vestimos y retornamos a la mesa, donde aguardaban los papeles de Cáritas y de la Hilfsverein. Nuestras sillas se juntaron y permanecimos abrazados hasta la noche. La sentía mi mujer, mi incuestionable mujer.
De cuando en cuando rodaban lágrimas por sus mejillas. Se las limpiaba a besos.
—Me parece que nado en el mar —dije.
—Tonto. Dejame secarlas.
—¿No estás feliz? —levanté su mentón delicado.
—Mucho, querido. Mucho.
En casa seguían divididas las posiciones, aunque mi madre empezaba a ceder. De esto tuvimos la prueba tras un accidente que puso el mundo patas arriba. Me cuesta narrarlo.
El traspié empezó cuando, pensando que aún faltaba un último recurso, mamá urdió la peligrosa trama. Quiso reunirnos durante un fin de semana en nuestra estancia para celebrar las buenas ventas de ganado. Parecía una iniciativa inocente, pero también invitaba a Edith y a Mirta Noemí.
—¡¿Cómo?! —se sobresaltaron mis hermanas.
—Edith no debe haber visto una estancia en su vida —explicó fastidiada—. Ni debe saber cómo funciona.
—Pero Mirta Noemí…
—Es tiempo de que el testarudo de Alberto las vea juntas. Y compare. Dios le abrirá los ojos.
—¡Es ridículo, Gimena! —papá tartamudeaba perplejidad—. Es arriesgado.
—¿Por qué?
—No quiero enemistarme con los Paz. Su hija no es una mercancía.
—Los Paz valorarán mi esfuerzo. Mirta Noemí es adorable y siempre la pasa bien con nosotros.
—Pero Alberto atenderá a Edith. Estoy seguro de que Mirta Noemí se sentirá mal, muy mal.
—No tenés idea de cuánto resiste una mujer. Mirta Noemí lo quiere a Alberto y hará lo posible para arrancárselo a ésa…
—¡Gimena, por favor!
La estancia era el emblema de nuestro poderío de clase, la fuente de nuestra declinante fortuna y el catecismo de nuestra mentalidad. Era la base común de familias patricias como los Paz y los Lamas Lynch, no de una parvenue como Edith Eisenbach. Ahí estaba la cifra. En ese sitio se luciría Mirta Noemí, nunca una judía alemana de clase media.
Mónica me imploró que no llevase a Edith, porque sería humillada.