EDITH

Margarete le había avisado que el obispo Preysing las esperaba a la mañana siguiente. A medianoche Edith fue despertada por gritos en la calle, casi al pie de su ventana. Una granizada de golpes acabó por ahogar los gritos de las víctimas.

Se sentó en el lecho, los ojos fijos en el inmóvil cortinado. Esperaba que se proyectasen las formas de los esbirros. Acababan de castigar brutalmente a un hombre y una mujer.

Desde que hubieron llegado, Edith y Alberto habían aprendido que bajo el terror era ridículo llamar a la policía, peligroso asomarse y suicida intervenir. El silencio que siguió a la masacre era más doloroso que los quejidos. Alberto también se sentó y la abrazó.

Al rato oyeron la irrupción de un vehículo. Creyeron que asaltarían la casa. Se estrecharon aun más, como si de esa forma pudiesen ahuyentar el peligro. Escucharon taconeos y saludos hitlerianos. Luego el vehículo se alejó raudo.

No pudieron hablar. Sin prender el velador Alberto fue a llenar dos vasos con agua. Bebieron y se volvieron a abrazar. Les costó dormirse.

A la madrugada estallaron los aullidos de Brunilda.

Edith corrió en camisón y la encontró en el living, doblada sobre el brazo del sofá. Vomitaba.

—¿Qué ocurre?

—En la vereda… Un viejo. ¡Ay!… ¡Ahhhh! —la quebró otra arcada.

La condujo al baño y la ayudó a higienizarse. Tiritaba. Alberto, mientras, se había asomado a la calle. Entre el remolino de sus cabellos sin peinar, los efectos de la mala noche y el olor del vómito observó el cuerpo tendido en la vereda.

—No te acerques —advirtió a su mujer—. No te acerques a la ventana.

—¿Por qué?

—Un anciano asesinado, con el cráneo partido… Hay sangre y pedazos de cerebro.

—¡Dios!

Brunilda asintió con enérgicos movimientos de cabeza:

—Lo mataron anoche; yo escuché —sollozaba—. También gritaba una mujer, estoy segura de que era una chica joven, pero a ella se la llevaron. Nunca vi una cabeza abierta… ¡Ahhhh! —repitió la arcada.

—Es raro que no hayan limpiado los rastros del crimen —comentó Edith; necesitaba decir unas palabras, aunque fuesen necias.

—No es raro —replicó Alberto—. El asesinato de judíos resulta aleccionador.

Edith le hizo señas para recordarle que no estaban solos, que semejantes manifestaciones podrían costarles la vida. Pero Alberto, desencajado, transgredía sus propias recomendaciones: Brunilda no era nazi.

—Quieren que se conozcan sus hazañas.

Brunilda lo miró con espanto; en realidad, no lo entendía.

—Posiblemente el cadáver permanezca tendido por varias horas. Así se procedía en la Edad Media con las ejecuciones ejemplarizadoras.

—Alberto —Edith lo arrastró hacia el dormitorio para que la mucama no escuchase; cuando cerró la puerta, dijo—: Me recuerda el asesinato de papá —apretó los puños contra sus mejillas.

—Debemos irnos, Edith. Irnos cuanto antes. El perverso de García O’Leary o el fascista de mi tío decidieron castigar mi casamiento. Inventaron esta misión para zamparme en el horno. Creyeron que por tu mitad judía no te animarías a venir y que yo no tendría bolas para rechazar el ascenso, que esta misión nos separaría. Tuvieron razón: no tuve bolas para rechazar el ascenso, pero se equivocaron con vos, Edith.

Trepidaba rabia.

—No aguanto más. Saltearé jerarquías; no son jerarquías ecuánimes, son perversas. Fijate en el pobre Víctor French: también lo han convertido en prisionero.

—¿Qué harás?

—Recurriré a papá. Lo que no me atreví a hacer antes, lo haré ahora. Que llegue al ministro, al presidente. Que me den otro destino; cualquiera, aunque tenga una jerarquía menor.

—Sí, debemos irnos. No podré llegar ni al año de permanencia. Pero, si no queda otro recurso… —se interrumpió.

—¿Qué, entonces? —Alberto trató de ayudarla a pronunciar la temida frase; tal vez propondría volver sola a Buenos Aires.

—Si no queda otro recurso —dijo ella—, habría que pensar en suspender tu carrera diplomática… Digo suspender, no renunciar.

Alberto había pensado lo mismo.

No pudieron desayunar. Él partió hacia la Embajada y ella hacia el domicilio de Margarete.

—Estoy lista —dijo Margarete al verla.

Caminaron hacia el tranvía. Un grupo de SS las cruzó en un vehículo militar y Edith perdió las ganas de contarle el episodio que aún la tenía descompuesta. Por la ventanilla miró los edificios en cuyos frentes colgaban largos paños rojos con la esvástica negra. Cada día aumentaban las banderas y oriflamas, como si tuvieran la intención de no dejar casa, pared, columna, vidriera o persona que no perteneciera al nazismo.

Descendieron en la undécima parada. Era la primera vez que Edith concurría a la residencia de un obispo. Margarete la tironeó de la manga y doblaron la esquina para evitar la puerta principal.

Las recibió un monje dominico de hábito negro y crema, quien las condujo por pasillos estucados hasta un salón cubierto por grandes cuadros al óleo. En el centro, sobre una mesa, lucía una reproducción de La Piedad de Miguel Ángel. Las invitó a sentarse en los bancos laterales.

No alcanzaron a apoyar la espalda cuando se abrió otra puerta y el monje hizo señas para que ingresaran. La amplia habitación parecía compuesta por marfil y oro, con muebles de estilo francés y abundante luz natural que entraba por dos ventanales. El obispo se adelantó. Margarete dobló una rodilla y besó el rubí de su mano. Luego presentó a Edith, quien también se inclinó. Monseñor Konrad Preysing despidió al dominico.

—Bienvenida, hija —sonrió a Edith y sus ojos verdes, rodeados por oscuras arrugas, se posaron largamente sobre los suyos, como si tratase de adivinar qué pensamientos la angustiaban.

Margarete dejó la cartera en el piso e instaló su portafolios sobre la mesa. Se comportaba con evidente familiaridad. Extrajo su contenido: folletos, hojas con dibujos, listas y apuntes. Mirándola, Edith se preguntó si no había sido una locura andar por las calles con semejante material: cualquier SS pudo haber tenido la ocurrencia de averiguar qué llevaba.

—No te aflijas —percibió su susto—: nadie entendería mis papeles.

Monseñor Preysing se aprestó a escuchar. Y Margarete habló sin interrupciones durante diez minutos. Con voz pausada reconstruyó el informe de tres personas que acababan de salir de un campo de concentración. Luego refirió sus penosas andanzas por consulados de países latinoamericanos y europeos. Terminó con un largo suspiro.

—Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un cónsul brinde de buena gana una visa. El mundo no se ha vuelto nazi pero, por Dios, ¡cómo imita a los nazis!

El obispo empezó a caminar con los brazos a la espalda. Era un hombre delgado, de estatura media, aparentemente frágil. Su frente se extendía hasta la mitad del cráneo.

—Ave María, llena eres de gracia… —susurró.

—Nunca imaginé tanta insensibilidad internacional —agregó Margarete.

Preysing se detuvo frente a las mujeres, pero se dirigió exclusivamente a Edith.

—Más grave que los pecados que ahora comete el mundo al desinteresarse por el destino de tantos infelices, es el permiso que otorga a los nazis para que lleven adelante sus planes. Al comportarse como lo hace, el mundo ya no es neutral, sino cómplice. Y más grave aún es el precedente que establece para futuros avances del Mal —se alejó unos pasos y retornó con más rabia—. ¿Soy claro? El mundo está saboreando otro fruto prohibido: humillar al semejante sin esperar sanciones. ¡Es la más grande abominación! De ahora en adelante, con el precedente que establecen los nazis y aprueba el mundo, nadie se escandalizará porque se ofenda o aplaste a multitudes, se les arranquen los derechos y no se les brinde ayuda.

—Monseñor —dijo Margarete—, en la Conferencia de Evián…

—¡Conferencia vergonzosa! —la interrumpió; sus ojos verdes relampaguearon—. ¿Qué decidieron allí? ¡Nada! Se reunieron delegados de treinta y dos naciones por iniciativa de los Estados Unidos, no de una institución cualquiera. Treinta y dos naciones. Hitler había engullido Austria sin el mínimo pudor, los emigrantes aullaban pidiendo visas. ¿Qué decidieron? —volvió a mirar a Edith, lisonjeada e incómoda a la vez—. ¡Nada y nada! Estados Unidos aclaró desde el vamos que no modificaría sus restricciones inmigratorias. Gran Bretaña puso en claro que no disminuiría su prohibición para el ingreso de judíos en Palestina. Era como decir: «Criticamos a los nazis, pero dejamos que hagan su voluntad». Esa repugnante Conferencia, Edith, Margarete… esa vergonzosa Conferencia nos ha dejado peor que antes. Mucho peor. Quedamos desamparados ante la soberbia del Mal. Ahora los nazis pueden comerse media Europa, o toda Europa.

—A mi marido le prometieron cuatro visas, pero exigen dinero. Se lo transmití a Margarete —murmuró Edith.

—¿Dinero? —sus órbitas lanzaban rayos—. ¡Por supuesto! Los pasaportes y las visas son el mejor negocio de estas alimañas. Y hay que pagar. Dinero por Derecho. La expulsión de judíos, sean o no bautizados, permite hacer fortunas rápidas. El Estado les confisca todo mientras los cónsules cobran disparates por las visas. Por el otro lado, funcionarios nazis que se jactan de la nueva moral, exprimen a judíos y cónsules mediante la extorsión. Es excitante para el patriotismo. Es su nuevo evangelio —se sentó y volvió a pararse; se le habían enrojecido las mejillas—. Fíjense que un jefe de la Gestapo quitó los pasaportes de una familia y, tras someterla a una horrible angustia, se los devolvió a cambio de las últimas monedas que les quedaban en los zapatos.

—Llevamos gastada una buena suma con estos corruptos —se quejó Margarete.

—Tiene mi bendición para seguir haciéndolo. Es el mejor gasto.

—Pero no me alcanza. Vea las facturas.

El obispo se desplomó sobre un pequeño sofá.

—¿Se siente bien, monseñor? —preguntó Edith.

El hombre tanteó un botón oculto bajo la mesita. Apareció el monje dominico.

—Tráiganos café y una jarra con agua, por favor —luego miró a Edith con afecto—. Estoy bien, hija, pero indignado. No freno mi furia aunque produzca taquicardia; no considero pecado a la indignación, menos en estas circunstancias. Diría que es una virtud de la que carece la mayoría de mis hermanos alemanes.

—Reconozco que, desde que llegué a este país —comentó Edith—, paso de asombro en asombro. Lo que sabía era apenas una crónica endulzada. Pero también he tenido algunas gratificaciones, como ver de cerca a un obispo tan cristiano como usted.

—¡Me indigna esta orgía del odio! Claro que sí. De todas formas, gracias por el halago, hija. Además de arrojarme facturas pesadas como rocas —guiñó—, Margarete me habló de usted; yo le pedí que la trajera. Sé que usted es judía por su padre y sé que es católica por la fe. Ahora veo que no se arredra ante un obispo. Los alemanes todavía se encogen ante un obispo, por lo menos la primera vez —sonrió.

—No he hablado con obispos: sólo los he escuchado, y de lejos.

—Créame que desearía ser más escuchado aún; pero acabaría mal. La Iglesia pasa por un momento horrible. Si será horrible que no se atreve a defender valores esenciales. Las manifestaciones públicas contra este neopaganismo son muy escasas.

—¿Por qué tanto silencio, monseñor? ¿Por qué esa renuncia al deber pastoral, humano? Sé que es peligroso…

—Porque los obispos, en esta tempestad, apuestan a la supervivencia. Mera supervivencia. Aseguran que esa supervivencia ya es suficiente, ya es una pared al absolutismo, una refutación a la homogeneidad que reclaman los nazis. No estoy de acuerdo, pero ellos sostienen que primero hay que preservar a la Iglesia, aunque en condiciones vergonzosas, y luego pensar en el resto.

—¿Eso es moral?

Monseñor Preysing apretó sus manos en oración.

—Temo que no. Y le informo por lo bajo que algunos teólogos piensan lo mismo.

—El otro día el canónigo Lichtenberg orilló el tema —comentó Margarete.

—A Lichtenberg, que es un santo varón, hay que recordarle que se cuide; es muy osado. Y yo, hijas mías, no tengo más remedio que obedecer a la mayoría episcopal. La mayoría ha decidido no enfrentarse con el régimen para, de esta forma, no darle excusas para las represalias. Nos limitamos a las acciones poco llamativas.

—Y escasas.

—Sí, lamentablemente, pero útiles. Por ejemplo, vigorizar la enseñanza religiosa donde sea. Por ejemplo, ayudar a los judíos bautizados.

—Y no bautizados también —intervino Margarete.

—Muy en secreto. Y casi nada, digamos la verdad —el obispo abrió los brazos con impotencia—. Debemos reconocer que no nos atrevemos. Pese a que algo muy fuerte nos obliga hacia ellos, porque nosotros hemos sembrado el antisemitismo durante más de mil años. Nuestra prédica fue maligna y fértil: inculcamos un antisemitismo religioso que se ha metido hasta la base del alma. ¿Qué cristiano arriesgaría sus bienes o su vida por un judío? El judío, según nuestra prédica, es pérfido y abominable. Por eso resulta menos difícil ayudar a los conversos porque, con su bautismo, han abandonado la condición maldita.

—No para los nazis —dijo Margarete.

—No para los nazis —aceptó el hombre—. Los nazis tienen el espantoso mérito de haber sincerado la cosa. ¿Sabe a qué me refiero, Edith? A que dicen sin eufemismos, de manera brutal, lo que indirectamente proponía nuestra prédica: hacerlos desaparecer. Nosotros mediante el bautismo y las expulsiones, los nazis mediante el terror. Ahora los quieren borrar de Alemania. Yo estoy seguro, sin embargo, de que pronto los querrán borrar del mundo.

Margarete emitió un largo suspiro.

—De ahí que me parezca bien salvar conversos: al menos es un paso inicial de resistencia. Reiteramos un mensaje: para nosotros los católicos la discriminación racial se opone a la fe.

—No lo entienden —protestó Edith.

—Cierto. Hay hermanos ignorantes o crueles o egoístas que hasta se niegan a compartir la comunión con los judíos bautizados; ¿puede imaginarse un despropósito más grande?

Edith movió la cabeza.

—Sí, hay otro más grande —el obispo dirigió su mirada al cielo raso—: algunos católicos me han venido a ver para que les anule el matrimonio porque descubrieron que su cónyuge tenía un antepasado judío. ¿Qué le parece?

—¿Y los cordones en las iglesias? —agregó Margarete.

—Los cordones. Cuéntale, hija —la animó Preysing.

—He tenido que lidiar en varias iglesias con católicos que parecían alumnos de Lucifer, Edith: querían dividir las naves con un cordón para evitar su contacto con fieles de origen judío.

El dominico depositó una bandeja de plata con el café, la jarra de agua, vasos y pequeñas servilletas blancas.

—Ahora rezo por los católicos que desobedecen al Reich —el prelado llenó los vasos y bebió del suyo—. En nuestras circunstancias también la desobediencia ha dejado de ser un pecado para convertirse en virtud. Algunos católicos ya la ejercen debidamente. Son pocos, pero actúan como santos; espero que no se conviertan en mártires.

Levantó su café.

—Me conmovió un capellán del ejército. Fue llevado ante la corte marcial por decir a los soldados que el culto de la raza, de la sangre y de la tierra es burdo materialismo. Fuerte, ¿no? ¿Qué pasó entonces? Lo previsible: lo condenaron a prisión y lo expulsaron del cargo. Luego un cura de mi diócesis fue arrestado por criticar a la Justicia: «la Justicia que no condena los ataques contra los judíos, que son tan humanos como los demás hijos de Dios, no es Justicia». Cuando lo dejaron salir vino compungido, seguro de que lo reprendería. No lo reprendí ni felicité. Se imagina que no puedo estimular su falta de prudencia. Pero —sonrió con malicia— debe de haberme entrado una basurita en el ojo y él lo interpretó como un guiño. Fue un guiño, en realidad. Y se sintió estimulado, naturalmente. En el primer sermón que pronunció ante su feligresía dijo, sin rodeos, que no existen diferentes cristianismos para las diferentes razas; y dijo más: que si los teóricos del Partido no estaban de acuerdo, que leyesen más seguido la Biblia. Consecuencia número uno: a este bravo sacerdote le dieron tres meses de prisión con trabajos forzados en el campo de Sachsenhausen. Moví cielo y tierra, como puede imaginar, pero no conseguí recuperarlo ni un día antes de cumplida la condena. Consecuencia número dos: no volverá a decir lo que dijo —se le humedecieron los ojos—. El campo de concentración lo ha deshecho.

—Esos campos… —murmuró Margarete con una mano en el corazón.

—Los nazis saben —continuó Preysing— que aumentan su poder mediante el terror y que el terror creciente anula las resistencias físicas y espirituales. Por eso quien desobedece a este régimen es un héroe moral. Yo rezo por estos héroes.

—Usted es valiente, monseñor. ¡No sabe cuánto me reconforta!

—No me avergüence, hija. No soy más valiente que monseñor Berning, quien apenas asumió Hitler habló del sufrimiento de los judíos pero… —hizo una larga pausa, tragó saliva—, luego se llamó a silencio. Habrá tenido sus razones. No soy más valiente que monseñor Faulhaber, o monseñor Groeber, o monseñor Bertram o monseñor Winter. Son pocos los que se pronuncian por una resistencia más dura.

Extendió su mano hacia el antebrazo de Margarete:

—Pero usted no afloje, hija. No me importan las facturas, ya sabe. La obra de San Rafael es lo más caritativo de este gigantesco y criminal manicomio. Debemos ayudar la emigración judía con toda nuestra fuerza. Antes de que sea tarde.

—¿En qué puede ser peor el futuro? —Edith pensaba que ya habían tocado fondo—. Los nazis humillan y maltratan a la gente como si fueran bestias; a los judíos les han quitado la ciudadanía y los derechos más elementales. ¿Qué más pueden hacerles? ¿Qué más? Los han empobrecido y desmoralizado. La mayoría ha perdido hasta los reflejos vitales. Están vencidos, entregados.

Konrad Preysing se rascó la nuca, acomodó el solideo y bebió el resto de su café.

—Los nazis obtuvieron este trágico resultado con una aparente legalidad, hija, sin guerra y con embajadas de todos los países en las calles de Berlín —se levantó, fue a su escritorio y extrajo varios cuadernos; los hojeó y separó uno—. Fíjese: en 1933 los nazis promulgaron cuarenta y dos leyes raciales, restringiendo a los judíos derechos para ganarse la vida, gozar de la ciudadanía plena y educarse normalmente. ¡Cuarenta y dos leyes antisemitas en un solo año! A esas medidas antihumanas, injustas, las llamaron «leyes» —dio vuelta una hoja—. En 1934 parecía que ya no había qué agregar. Usted acaba de decirme qué más pueden hacerles ahora. Bueno, en 1934 añadieron diecinueve medidas nuevas, tan crueles y espantosas como las anteriores. En 1935 reactivaron la inspiración y promulgaron veintinueve. En 1936, con motivo de las Olimpíadas, quisieron mostrarse benignos y rebajaron la producción de esas «leyes» a veinticuatro. Bajaron otra vez en 1937: veintidós. ¿Qué le parece? Un pozo sin fondo, una maldad inagotable. Y en este terrible 1938 ya van… —dio vuelta otra hoja del cuaderno— van, ¿cuántas le parece?

—No llevo la cuenta, monseñor. Estoy pasmada.

—Entonces escuche —hizo bocina con la mano—: ¡han pasado las setenta! ¿Qué tal? Es el frenesí, los nazis están más productivos que nunca. Claro, no podía ser de otra forma: masticaron Austria sin resistencia, comprueban que la prensa internacional es inoperante y que en Evián treinta y dos países manifiestan en forma oblicua que no les importa el destino de los judíos. Se han excitado como fieras. Ahora exigen disparates tales como que todo judío varón agregue a su nombre la palabra Israel, y toda mujer la palabra Sara. Y si ese varón o mujer tiene un nombre derivado de la palabra Deutsch, debe suprimirlo.

—¡Inventan cada cosa! —resopló Margarete.

—Pero con un objetivo: aumentar el oprobio. De ahí mis pronósticos lúgubres, muy lúgubres. Cada mes, cada año, será peor.

—Me cuesta imaginar algo peor. Estoy tan alterada que mi fantasía ha dejado de funcionar.

Preysing se llevó ambas manos a la cabeza no sólo como gesto de sufrimiento, sino para impedir que algunos monstruos escaparan de su cráneo. Luego, con los oscuros párpados caídos, farfulló:

—Edith: hasta ahora los nazis han recurrido a la máscara de la ley. Inclusive han cuidado ciertas formas; con hipocresía, es cierto, pero las han cuidado. Pero se están dando cuenta de que no es necesario: el mundo les teme y los deja hacer. Entonces, ¿qué vendrá a continuación?

—¿Qué quiere decir? —Edith había enronquecido.

—¿Hace falta ser vidente? La militarización y el desenfrenado espíritu bélico sólo pueden llevar a una Segunda Guerra Mundial. ¿Hace falta ser vidente para percibir que tanta deshumanización de los judíos sólo puede conducir a su matanza masiva? ¡No queda otro camino!

Konrad Preysing se hundió en el sillón y las mujeres miraron el piso. Guardaron silencio. Luego Margarete recogió los papeles en su hondo portafolios. Lo hacía con fatiga, lentamente. El obispo llenó otra vez los vasos con agua. Parecía necesitar mucho líquido para apagar el incendio de su corazón.

—Mi padre fue asesinado por los nazis —evocó Edith con la voz entrecortada—. Ocurrió hace cuatro años. Luego murió mi madre, de un tumor cerebral.

—Margarete me informó. Espantoso. Imagino la extrema pesadumbre que cayó sobre usted. La impotencia y la rabia. Es difícil hallar consuelo ante cualquier crimen, pero es más doloroso aún cuando se trata de crímenes como éstos, tan injustos. Cuesta percibir los designios de Dios.

—Estuve enojada con Dios. Creo que sigo enojada. Hoy, frente a nuestro domicilio, asesinaron a un anciano de la misma forma que a mi padre.

Margarete y el obispo la acariciaron con los ojos.

—En este mes —prosiguió Edith— los judíos celebran Iom Kipur, el Día del Perdón. Cada Iom Kipur es el aniversario de la muerte de papá. Lo había ido a buscar al término del servicio y un pelotón nazi lo mató a golpes. Desde entonces, para Iom Kipur, necesito ir a una sinagoga. Es mi infaltable homenaje.

—¿Me está pidiendo permiso? —susurró Preysing.

—No sé si es eso.

—Si es permiso, lo tiene ya. Si es mi opinión, le digo que vaya, por supuesto. Pero tenga cuidado.

—Te presentaré a Cora Berliner —propuso Margarete—. Es la principal colaboradora del doctor Leo Baeck, el más respetado rabino de Alemania. Ella te dirá a qué servicio te convendría asistir. Todas las sinagogas están vigiladas.

—Edith —el obispo tendió ambas manos sobre la cabeza de ella; pero su voz adquirió una grave resonancia—: no sólo le doy permiso, sino que le ruego: acompañe al pueblo de Israel, el pueblo de su padre, en estas dolorosas circunstancias —le apoyó el pulgar en la frente—. Tiene mi bendición.

Salieron del palacio por la misma disimulada puerta por donde habían entrado y caminaron con falsa tranquilidad hacia la parada del tranvía. Por suerte encontraron asiento. En la parada siguiente vieron una patrulla nazi que se detenía ante una tienda que exhibía los carteles injuriosos y una enorme estrella de David pintada con cal sobre la vidriera. Un uniformado permanecía en el vehículo con el motor en marcha mientras los otros irrumpían en su interior con las armas desenfundadas. El tranvía cerró las puertas y reanudó la marcha, pero Edith torció el cuello para enterarse: alcanzó a observar que empujaban a los clientes a la calle, gritándoles; a un hombre le pusieron el revólver en la cabeza. Margarete se limitó a cambiar la posición de su portafolios.

Edith apoyó su sien contra el vidrio. En esa calle abundaban los carteles: Juden unerwunscht (judíos no deseados). y Nur für Juden (sólo para judíos). Un banco amarillo se diferenciaba en un pequeño parque de los otros, negros, verdes o blancos; Edith ya lo conocía por su infaltable anuncio Nur für Juden; pero siempre aparecían vacíos porque nadie se animaba a gozar de esa cortesía, desde luego, a menos que estuviese al borde del colapso.

Margarete le habló sobre Cora Berliner y el rabino Leo Baeck. Sobre Baeck había escuchado en la Argentina a Bruno Weil y Elías Weintraub, quienes se deshicieron en elogios sobre su sabiduría y ejemplar coraje.

Descendieron en la séptima parada, ingresaron a la ruinosa Sociedad San Rafael y saludaron a quienes se amontonaban en la salita de espera. Se refugiaron en la oficina de Margarete porque necesitaban imperiosamente otra taza de café.

—Ya no es fácil que un judío pase por ario; conocen todos los trucos. Deberás manejarte con astucia. Las recomendaciones de monseñor Preysing son correctas.

—Tengo madre aria y pasaporte argentino. Para alguien medianamente razonable…

—No continúes. Se acabaron los razonables —depositó la taza sobre una pila de carpetas.

—El nazismo es un disparate, Margarete. Un disparate que genera ensañamiento.

Margarete se incorporó.

—A la inversa: el ensañamiento creó el disparate. Bueno, debemos trabajar. ¿No sientes el hedor de la angustia?

Mientras atendían a mujeres arrastrando niños y a viejos llorando el arresto de sus familiares, Edith volvía una y otra vez a preguntarse si su deseo de concurrir a una sinagoga no desencadenaría una tragedia. Pensó que Alberto las pagaría mal y Cora Berliner y el rabino Baeck también, por vincularse con alguien como ella munida de pasaporte diplomático. No estaba en Buenos Aires para poder darse el lujo de reunirse con judíos. Cora era funcionaria de la Reichsvertretung judía, puesta bajo la lupa de la Gestapo; debían tenerle registrado cada suspiro. Había tenido un desempeño brillante en la administración prusiana hasta que las leyes raciales la obligaron a renunciar. Era una bella y valiente experta en estadísticas. Se convirtió en la mano derecha del «cardenal». Leo Baeck. Margarete la había conocido en Cáritas, adonde había llevado dos familias convertidas para que les brindasen ayuda. Se midieron los quilates y reconocieron que podían haber sido gemelas.

En cuanto a Leo Baeck, Margarete lo describió con más entusiasmo que a su venerado monseñor Preysing. Lo vio en media docena de ocasiones y le escuchó dos conferencias. Además de rabino, era un académico que daba clases sobre Talmud, homelética, escribía trabajos filosóficos y, últimamente, traducía los Evangelios del griego al hebreo con el fin —decía— de mostrar cómo se expresaban los judíos en su lengua original desde hacía dos mil años, incluido un judío llamado Jesús.

Las horas se densificaron. A la semana siguiente se reunió con Cora Berliner, pese a los riesgos que implicaba. Al verla y escucharla percibió el fulgor del bronce. No imaginaba que bajo tanta opresión circulase una tenaz resistencia judía. Cora era burbujeante y dulce. Le brindó suficiente información como para llenar varios boletines de la Hilfsverein. Pero ya no se trataba de datos, sino de riesgos mortales. Esta gente escribía una epopeya, pensó Edith, con una entereza que daba escalofríos. Mientras la observaba evocó a Alexander: «¡si me viese!, ¡si papá supiera!». En la segunda oportunidad le manifestó su impaciencia por conocer al «cardenal». Cora prometió ocuparse.

Edith ya no sabía a qué atribuirlo. Si fue el honesto Preysing o la audaz Margarete o la intrépida Cora o el conjunto de recias experiencias en San Rafael: había disminuido su miedo. Se desconocía. Pensó que los seres valientes contagian un elixir que bombea desde el fondo del alma. El elixir circulaba por sus venas. La insistencia de Bruno Weil y Elías Weintraub para combatir parecía distante, ocurrida en el siglo pasado; pero ambos seguían activando en su corazón. Felicitaban su renacido coraje, eran parte del elixir.

Alberto eligió un momento de calma y le confió que estaba dispuesto no sólo a suspender su carrera diplomática, sino a renunciar a ella. Volverían de inmediato a Buenos Aires. Edith le rodeó cariñosamente la cara, le susurró que lo amaba mucho y que no debía llegar a ese extremo.

—La verdad, no sólo quiero irme por vos: soy yo quien no aguanta más —aclaró Alberto.

Ella lo dejó de una pieza al decirle que el regreso le había empezado a sonar como una fuga.

—Es una fuga.

—Me parece indigno. Estoy cambiando de opinión.

—¿Quedarte en Alemania? ¡No puedo creer lo que escuchan mis oídos!

—No demasiado tiempo: sólo un poco más. Es una obligación. Debo ayudar a la pobre gente.

—Nuestra ayuda no vale un centavo. ¿Qué podemos ofrecer, además de la lástima?

—Visas.

—¡Ya conseguí doce! Cuatro para la familia Federn y ocho para tres familias más. ¿Cuántas serán posibles aún? ¿Cinco, diez?

—Las cuatro de Federn te las dio Víctor French. Cada visa es una vida.

—Edith, el horror nazi ha conseguido dañar tu juicio —la abrazó, le acarició los cabellos—. Deberíamos irnos lejos, para que vuelvas a pensar con sensatez.

—Desde ahora, Alberto, no podría pensar en otra cosa.

—¿Visas?

Asintió. Él se llevó la palma a la frente, como si se sintiera afiebrado. Dio una vuelta por el living, alzó un almohadón y lo disparó contra un sofá. Partió sin despedirse.

El viernes por la mañana Edith le anunció que estaban invitados a una cena sabática en casa del doctor Leo Baeck.

—Estoy ansiosa por conocer a ese hombre.

—¡¿Qué?! —el espanto le erizó los cabellos.

—¿Te asusta?

—¡Es un rabino! ¿Adónde pensás llegar, bendita mujer?

—Me han explicado cómo entrar en su casa sin que nos vean.

—Yo no voy. Es la locura.

—Te imploro que vengas.

Alberto se paró con las manos colgantes, cansadas.

—Edith, usaré el argumento más simple para evitar una polémica absurda. Si llegara a saberse que compartimos una cena en casa del rabino Leo Baeck, ni hará falta que me arreste la Gestapo: Labougle en persona me echará a patadas.

Cuánta razón le asiste, pensó Edith. Pero no cedió.

—Está bien, querido. Acepto tus razones. Iré sola.

—Enloqueciste, mi amor. Enloqueciste —caminaba con furia—. No te puedo dejar ir sola, acabarás en Sachsenhausen.

—Ahora pienso que de veras sería menos riesgoso si voy sola. Por lo menos habrá alguien que gestionará mi libertad.

—¿Te estás burlando?

—Seguro que no, querido. No estoy para burlas ni para chistes. Va en serio: es mejor que no te involucres, no tengo derecho. Al fin de cuentas, soy yo quien tiene sangre judía.

—¿Qué estás diciendo? ¡A qué viene semejante cosa!

—Necesito hablar con ese hombre. El alma de mi padre late en mi cráneo. Alberto: comprendeme y… perdoname.

—¡Es tan peligroso! No estamos para aventuras. Los nazis no perdonan.

Se acercaron vacilantes mientras sus ojos despedían chispitas. Alzaron las manos y se abrazaron fuerte.