EDITH

Se trasladó en tranvía hasta la calle Goethe, cerca de cuya parada la recogió el canónigo Lichtenberg en su desvencijado auto. La previno que darían unas vueltas para despistar los seguimientos. En el camino hablaron sobre el rabino Baeck mientras observaban los preocupantes vehículos que se ponían al lado. Edith necesitaba llegar a ese hombre legendario, porque lo consideraba una referencia vigorosa de su propia identidad. Sabía que esta aventura podía acabar en tragedia.

Supo por Margarete y Cora que Baeck había tenido el coraje de desobedecer a la Gestapo cuando le ordenaron presentarse en día sábado a sus oficinas de la Alexanderplatz. Respondió que en esa jornada él no concurría a oficina alguna. Los nazis tuvieron que tragarse la réplica porque ya habían experimentado las reacciones que se levantaban en el exterior apenas amenazaban causarle daño. Eran tiempos en que aún les importaba la opinión extranjera.

En 1934, el mismo año en que asesinaron a Alexander, Leo Baeck redactó una Carta pastoral para que fuera leída en los servicios de Iom Kipur. Refutaba a quienes pretendían convertir a los judíos en culpables de las desgracias del mundo. Luego convocaba a fortalecerse en la nobleza del acervo heredado y recreado a lo largo de centurias, imploraba no doblarse ante los agravios y ejercer la ayuda mutua con espíritu optimista. La Carta fue distribuida poco antes de que se sancionaran las Leyes de Nuremberg.

La Gestapo obtuvo una copia antes de que la Carta pudiese llegar a los feligreses y notificó a los rabinos que serían arrestados si la leían en público. No la leyeron. Pero de una forma misteriosa circuló ante millares de ojos y la escucharon millares de oídos.

El único arrestado fue su autor. Era la primera vez que lo ponían tras las rejas. Cumplió el operativo un oficial llamado Kuchmann, quien lo empujó al vehículo militar y lo condujo a la cárcel de la calle Prinz Albert, donde lo encerró como a un asesino. Kuchmann preguntó burlonamente: «¿Por qué no tuvo la deferencia de mostrarnos eso antes?». Baeck mantuvo un altivo silencio. Cuando le trajeron la comida la rechazó porque sólo ingería productos casher. Ni Kuchmann ni los guardias estaban acostumbrados a semejante insolencia y el cocinero de la prisión, azorado, cocinó arroz con canela tras haber obtenido el consentimiento de Baeck. A los pocos días el ministro de Relaciones Exteriores informó a la Gestapo que decenas de iglesias americanas protestaban enérgicamente por su arresto y que nadie «podía desvalorizar su influencia enorme». Lo pusieron en libertad.

Llegaron a Schoeneberg, donde Baeck se había mudado. Aún no era noche cerrada y Edith pudo observar los espacios verdes que amaba el rabino. Zigzaguearon dudosos y finalmente estacionaron en un rincón. En menos de un minuto desaparecieron. Aparentemente, ningún ojo indiscreto los había detectado.

En el segundo piso los recibió un hombre alto y elegante, cuya lechosa barbita y enormes ojos mansos certificaban que era el anfitrión. No se equivocaban sus colaboradores que, a sus espaldas, le decían «cardenal» o «príncipe». Sostuvo la mano de Edith entre las suyas, grandes y calientes. Luego presentó a los otros invitados, unas quince personas; algunos eran jóvenes discípulos y otros maduros colegas. Cora Berliner la besó en ambas mejillas. En los rostros de la gente brillaba la satisfacción de ser visitados por dos católicos; valía como un gesto de solidaridad. Sabían que Lichtenberg era sacerdote aunque vestía ropa secular para impedir sospechas.

Natalie, la esposa de Baeck, había fallecido el año anterior. Se había dicho que las penurias y desvelos la habían inducido a suicidarse. Baeck, en su estremecedora oración fúnebre, había anunciado: «debemos aprender a sobrevivir y luchar sin la dulce compañía de Natalie». Multiplicó sus dicterios contra el despotismo de Nínive y Babilonia e instruyó a los rabinos para que lo imitasen. La multitud entendía la elipsis, no las bestias de la SD. Pero un espía, al salir de su letargo, metió en la cárcel a siete rabinos de Berlín: «¿Nos toman por idiotas?». Baeck consoló a los rabinos diciéndoles que efectivamente tomaba a esa gente por idiotas, pero convenía variar las referencias a la abominación.

Sus sermones aumentaron los decibeles: «sufrimos una propaganda brutal que pretende con inescrupulosa astucia volcar a todo el pueblo de Alemania en nuestra contra», pero «las injurias rebotan contra quienes sólo nos inclinamos ante Dios y permanecemos de pie frente a los hombres». En los servicios religiosos miraba a los espías que apenas se disimulaban entre la muchedumbre para decirles que «los judíos tenemos mil años de contribuciones a la cultura de Alemania mientras otros recién pretenden comenzar sus mil años». En otra ocasión sobresaltó a las losas al manifestar que «las familias judías crecieron enhebradas a la historia de este país y, por lo tanto, nos es difícil, por nuestra instrucción, aceptar que Mein Kampf y el programa nazi fueran otra cosa que las alienadas proyecciones del populacho».

Sobre las paredes del pequeño departamento se extendían los libros como las hiedras en los muros, rodeando incluso las ventanas por abajo y por arriba. En el living abundaban silloncitos y almohadones para que en su reducido espacio cupiera mucha gente. Pero Leo Baeck, pese a su fortaleza y sabiduría, pese a estar rodeado por gente que lo amaba, transmitía soledad.

Invitó a ubicarse en torno a la mesa cubierta con mantel blanco. Edith recordó los escasos Cabalot Shabat que había disfrutado en Buenos Aires, especialmente en la casa de Bruno Weil. Le habían explicado su rica significación. El sábado marca la ineluctable vigencia del tiempo y la imprescriptible dignidad de toda criatura viva. Es recibido como una reina o una novia; fue cantado por poetas de todos los siglos. Durante la semana el hombre padece fatigas y humillaciones, pero el sábado lo convierte en un príncipe unido al cielo.

En su carácter de anfitrión, y por la ausencia de su esposa, Baeck encendió las velas mientras pronunciaba la bendición alusiva. Después leyó el Salmo 92. Pronunció los milenarios versículos en tono convincente, como si recién hubieran sido dictados por un ángel: «Aunque florezcan como hierbas los impíos y brillen todos los malhechores, están finalmente destinados a la eterna ruina»; «El justo se elevará como palmera, como cedro del Líbano se alzará». Luego leyó el Salmo 93: «Más que la voz de las aguas incontables, más potente que la resaca del mar, es potente el Señor en las alturas».

Cerró la Biblia e invitó a ponerse de pie. El rabino cubrió entonces sus ojos con ambas manos para pronunciar la frase con la que generaciones de judíos soportaron el fuego y la espada. Esa actitud ayudaba a una intensa concentración. Y todas las bocas, incluso la de Edith y la del canónigo Lichtenberg pronunciaron con respeto: Shemá Israel: Adonai Eloenu, Adonai Ejad (Escucha Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es Único).

Luego alzó su copa y pronunció el Kidush, la bendición del vino. Recordó el par de acontecimientos que certificaban la generosidad de Dios: la Creación del mundo y la salida de Egipto.

—Tanto la Creación como la salida de Egipto no quedaron archivados: tenemos el extraño privilegio de proseguirlos durante nuestra vida. Son designios que escapan a la limitada inteligencia de los hombres. Somos protagonistas de una creación que no cesa y somos protagonistas de la eterna lucha por la libertad, que tampoco cesa. Siéntense, por favor.

Recogió un grande y hermoso pan dorado, lo espolvoreó con sal y luego lo partió. A cada comensal le dio un trozo.

—Este segundo pan —agregó mientras se ocupaba de arrojarle otro poco de sal y partirlo también— evoca el maná extra que nuestros antepasados recibieron en el desierto los días sábados.

Dos mujeres se ofrecieron para ir a la cocina y traer las soperas humeantes.

Bastó que los paladares se reconfortasen con el sabroso caldo para que se abrieran las compuertas de la ansiedad. El joven que estaba a la izquierda de Edith dijo que esa mañana, antes de entrar en la Hochschule, había visto cómo metían violentamente a un cura en un auto militar; acababa de cometer un delito.

—¿Qué delito?

—Ayudó a cruzar la calle… a un ciego judío.

—Ya ni respetan las sotanas —cabeceó Lichtenberg.

Se produjo un breve silencio, atravesado por el ruido de las cucharas. Los ojos se dirigieron hacia Baeck, quien apoyó la servilleta en sus labios y explicó algo sabido, pero que dicho por él adquiría mayor evidencia.

—No están educados para respetar sino al Führer y sus órdenes. El resto de la cultura, de la civilización, es bazofia. Hitler no creó un partido político: creó un movimiento militar de autómatas al que llamó partido político.

—Pero nadie se da cuenta —lamentó el joven.

—Lo grave —prosiguió Baeck— reside en que el pueblo ama los uniformes e idealiza los conflictos bélicos. En vez de reconstruir nuestro país con las tradiciones humanistas que tiene de sobra, fuimos desviados hacia una nueva cruzada llena de rencor y egolatría. Al principio los nazis no disponían de dinero para confeccionar uniformes y los reemplazaron por la esvástica en el brazo, los saludos eréctiles, la formación de bandas armadas y las canciones agresivas. Después vinieron también los uniformes.

—Uniformes para luchar contra enemigos ficticios y comunidades indefensas —se quejó un hombre de mediana edad llamado Perelstein.

—Lo confesó el mismo Hitler —Baeck abrió las manos ante lo obvio—: «Si el judío no existiese, lo hubiéramos tenido que inventar».

—Todavía no consigo entender cómo ha trastornado millones de cabezas —dijo Edith—. Millones. Es algo que escapa a mi inteligencia.

Cora la miró desolada; sus dedos se movieron deseosos de cruzar la mesa y abrigar los de Edith.

—Ya lo dijo Goebbels —aseguró el rabino—: «La estupidez del pueblo no tiene fin. Por lo tanto propaganda, sólo propaganda es necesario». Antes de Goebbels Hitler escribió en Mein Kampf estas palabras, más o menos: «Uno de los factores para que una mentira sea creída es la dimensión de la mentira. La masa del pueblo, con su primitiva simplicidad, cae víctima más fácilmente de una mentira grande que de una mentira chica». La mentira de Hitler y la propaganda de Goebbels se concentraron en lo más abyecto del hombre: el odio, la destructividad, la envidia y el resentimiento. Son los cuatro pilares del demonio. Y están dibujados en las cuatro patas de la esvástica: mírelas con atención y recuerde. Cuatro patas: odio, destructividad, envidia y resentimiento —volvió a empuñar la cuchara.

—Cada día es más dramático que el anterior —dijo Lichtenberg—. Ni siquiera sabemos cómo portarnos, qué hacer, por dónde suministrar ayuda. En Cáritas y en San Rafael nos sentimos desbordados.

Las miradas giraron hacia Leo Baeck, quien corrió su plato vacío hacia adelante.

—Todavía no matan judíos en la calle de manera frecuente, pero eso vendrá. Sufro al decirlo, debo decirlo. Lo que ahora se hace y lo que vienen haciendo desde antes de tomar el poder, sólo lleva a un lugar: el genocidio. La lógica existe; y las tendencias también —levantó su copa y bebió un sorbo de vino—. Debemos ser francos. Yo insisto en que es urgente la emigración de los judíos alemanes. Sus mil años de vida en este querido país han llegado a su fin. Así está hecho el mundo: todo llega a su fin.

—¡Pero no tenemos adónde dirigirnos! —exclamó un hombre con barbita, parecido a Baeck, pero más joven.

Los ojos húmedos del rabino descendieron hasta el blanco mantel.

—Es nuestro escollo, por cierto. El mundo revela hasta dónde llega su insensibilidad, su crueldad. Desde que Hitler asaltó la Cancillería hasta hoy, septiembre de 1938, los Estados Unidos sólo admitieron 27.000 judíos. ¿Qué les parece? ¡Una miseria! La burocracia americana está llena de hombres que salieron de country clubs y fraternidades universitarias donde no se admiten judíos. Fueron educados para ser antisemitas. Y no es mejor Gran Bretaña, donde el doctor Jaim Weizman presiona sin cesar. La semana pasada recibí otra de sus apesadumbradas cartas: no consigue que abran las puertas de Gran Bretaña y menos las de Palestina. Cuando, ardiendo de fastidio, Weizman le gritó a un ministro: «¡Y bien, entonces denuncie los malos tratos que en Alemania se cometen contra los judíos!», le contestó sin inmutarse: «Tampoco es posible, porque no podemos interferir en los asuntos internos de otro país».

—¿Y Francia? —señaló Lichtenberg—. En San Rafael muchos piden ir a Francia. Al fin de cuentas sólo es necesario cruzar la frontera, incluso a pie. Y podrían retornar enseguida, cuando cese el nazismo.

—¿Cuando cese el nazismo? Sobre eso, mi querido canónigo —Baeck le llenó la copa—, quiero desengañarlo: los nazis no cesarán sino después de una gran tragedia. Su veneno no se diluirá por arte de magia, sino mediante espantosas convulsiones. Pero usted se refería a Francia. Y bien; en la reunión oficial que hace unas semanas mantuvieron Ribbentropp y Georges Bonnet surgió el tema de los judíos. El ministro francés no se quejó por los malos tratos que nos infligen, sino por la corriente ilegal de judíos que cruza a su país y genera inconvenientes económicos. ¿Qué me dice? Los judíos que penetraron en Francia fueron objeto de una cacería y varios terminaron en Suiza, donde tampoco se les dio un tratamiento hospitalario. Miles fueron devueltos a Alemania, no es un secreto.

—La negativa del mundo a aceptar judíos es tan grande que ya produjo dos consecuencias vergonzosas —dijo el hombre parecido a Baeck—: por un lado el negocio del soborno y la estafa compartido por nazis y decenas de cónsules. Por otro el respaldo indirecto que reciben los nazis a su política.

—Esto es lo más triste —asintió Baeck—. Primero los nazis decretaron la persecución; luego agregaron la expulsión, etapa en la que estamos ahora y debemos aprovechar. Pronto vendrá la matanza.

—Pero usted no se va, doctor —lo interpeló una mujer—. Sabemos que ha recibido ofrecimientos.

—Es verdad. Pero abandonar a mis hermanos me hundiría en la desesperación. Saldré con el último judío. Tengo el sencillo deber de velar por ellos en la casa de la aflicción.

—También pidió que yo me quedase —denunció Perelstein.

—Comprendió mis razones —sonrió Baeck—. Perelstein es un experto en agricultura y entrena a miles de jóvenes en el único oficio que aceptan algunos países para dejarlos entrar. No obstante, saldrá antes que yo. Espero.

—Enseño agricultura en una institución dedicada a la formación de rabinos. —Perelstein se dirigió a Lichtenberg y a Edith con una mueca.

—La Hochschule enseña ahora de todo —intervino Cora—: decenas de profesores judíos expulsados de la Universidad hallan refugio y consuelo en ella.

—No podemos seguir llamándola Hochschule —lamentó el joven que estaba a la izquierda de Edith—. Los nazis decretaron cambiar su nombre por el de Lehranstalt a fin de rebajar su categoría.

—Es la obsesión de estos fanáticos, decididos a no dejar en pie ningún signo judío de valor —explicó Baeck—. Personalmente, no me molestaría que la llamasen colegio o escuela elemental o lo que fuera.

—¡Cuánta injusticia, Dios, cuánta injusticia! —balbuceó Lichtenberg mientras se acariciaba su fina nariz con los ojos cerrados.

Estalló un fuerte golpe, seguido por una insolente gritería. Cora y Perelstein se incorporaron de inmediato. El joven sentado a la izquierda de Edith hizo lo mismo con tanto susto que su silla cayó al suelo. Los golpes y las voces no podían ser otras que las de un pelotón de asalto.

Leo Baeck extendió ambas manos:

—Calma. Tardarán algunos minutos en llegar. Ustedes —señaló a Lichtenberg y Edith— escapen por la ventana de la cocina: el muro tiene suficientes hendiduras para que puedan bajar como si fuese una mala escalera; y después corran hasta su auto y evapórense. Usted, Perelstein, salga por la ventana del baño: da a un patio interior con una puertita que usa el jardinero y comunica con el edificio vecino; aparecerá en otra calle. El resto debe permanecer sentado: no podríamos huir todos.

—¿Por qué Perelstein?

—Por la misma razón por la cual no debe irse de Alemania: es demasiado valioso.

Lichtenberg empujó a Edith para que saliese primero. Apoyada en el alféizar, tanteaba con la punta del zapato las hendiduras del muro que daban al parque. Hasta ellos llegaba aún la asordinada voz de Leo Baeck tratando de contener el nerviosismo de sus comensales. Una violenta ola negra de uniformes penetró en la sala cuando Lichtenberg ya introducía sus manos y pies en los huecos del muro. Añosos árboles oscurecían la zona. Lichtenberg apretó los hombros de Edith para que se acuclillara entre los arbustos mientras recuperaban fuerzas. En lo alto seguían encendidas las luces del departamento de Baeck, pero se apagaban las de los vecinos: la irrupción de la patrulla aconsejaba irse a otro mundo.

Reptaron hacia el automóvil. No hablaban, no podían. En la garganta seca de Edith ahogaba la vergüenza del abandono, de la traición; ella huía mientras los demás iban a ser objeto de vaya a saber qué malos tratos. Lichtenberg abrió la puerta y estuvieron a punto de entrar cuando una voz estentórea les cortó la respiración.

—¡Alto!

Los rodeó un grupo de SS.

—¡Qué hacen aquí!

Heil Hitler! —saludó Lichtenberg con el brazo en alto—. Salimos a tomar aire, deseábamos dar un paseo, señor…

—¡SS Rottenführer!

—Señor SS Rottenführer —repitió Lichtenberg.

—¡Sus documentos!

Lichtenberg entregó su cédula y Edith su pasaporte argentino. Una linterna iluminó las fotografías y luego los rostros. La operación se prolongaba: la luz de la linterna enfocaba los documentos y luego brincaba a los rostros, en especial las pupilas, con la intención de encandilar.

—¿Es usted cura? —preguntó el SS.

—Canónigo.

—No usa sotana.

—Circunstancialmente.

—Ha violado la ley.

—No violo la ley. No es obligatorio usar siempre sotana.

—Me refiero a algo peor.

—¿…?

—Estuvo en la casa de un judío. Y eso es violar la ley.

Lichtenberg ya tenía las conjuntivas rojas por la quemadura de la linterna y trató de mirar al nazi invisible.

—¡Yo no violo la ley! —repitió con las últimas reservas que le quedaban; no sabía qué argumentar.

—¿Qué hacía usted con un canónigo? —la voz se dirigió a Edith. Y lo hizo con tanta violencia que la obligó a retroceder un paso.

—Lo ayudo en el Centro Cultural y decidimos salir después de muchas horas de trabajo.

—¿Centro Cultural?

—San Agustín.

—¡Una organización de maricones!… —miró con desprecio al canónigo—. Usted váyase, y piense más en el Führer. Váyase, le he dicho.

Lichtenberg vacilaba.

—Pero ella, ella estaba conmigo —resistió.

—¡Fuera! —aulló el SS Rottenführer.

—Es, es la esposa de un diplo…

—¡Por favor! —lo interrumpió Edith; lo único que faltaba era complicar a Alberto.

—¿Esposa de quién? —preguntó el nazi levantándolo de las solapas.

—Esposa de un diplomático, es una señora casada.

—¿Y usted el asqueroso amante? ¡Ja, ja, ja! ¡Estos curas sí que son una mierda! ¿Así que sale de noche por los parques con mujeres casadas? ¿Pero no es judía, verdad? ¿Es usted judía, señora casada?

—Soy argentina.

Bajó la linterna al documento y de inmediato le apuntó la luz a los ojos.

—Me acompañará —sentenció.

Lichtenberg la tomó de la mano.

—No.

—¡Fuera de aquí! —rugió el SS Rottenführer mientras dos oficiales levantaban a Edith.

—Estaba conmigo, soy responsable de su seguridad, debo llevarla a su casa —imploró mientras estiraba sus dedos para retenerla—. Por favor, señor SS Rottenführer.

Le hicieron una zancadilla y cayó sobre el pavimento.

—¡Fuera! —repitió el jefe al sacerdote mientras empujaban a Edith hacia un auto militar que arrancó enseguida.

Lichtenberg corrió tras el vehículo en un absurdo intento de recuperación.