ROLF
Dobló en calle Alsina y cruzó a la vereda opuesta, donde estaba su pensión. El breve zaguán ya contenía los olores típicos del anochecer, mezcla de creolina y cebolla. En el comedor aún vacío, apoyado contra los vidrios que daban al patio, lo esperaba Hans Sehnberg.
Rolf casi retrocedió ante la sorpresa. Hans vestía ropas de calle, pero al instante adoptó la postura del instructor, con el mentón desafiante y un pulgar enganchado al cinto; sólo le faltaba la fusta. Ese cubo compacto, de cabeza hundida en los hombros y mirada feroz, irradiaba poder. Le dio bronca acobardarse ante ese poder. Sehnberg lo miró de arriba abajo, como solía hacerlo en la isla. Poco a poco el resplandor de sus ojos se tornó cordial, sonrió con la mitad de la cara y se acercó a Rolf. Con el brazo izquierdo le descargó una palmada en el hombro al tiempo que estiraba su mano derecha. El saludo entre ambos fue asimétrico: Hans dichoso y Rolf confundido.
—¿No me invita con una jarra de cerveza?
Rolf le señaló una mesita apartada y dijo:
—No lo sorprendió encontrarme en la estancia.
—La verdad que no.
Enrolló el borde del mantel de hule mientras pensaba. Llegaron las jarras desbordando espuma y, con cuidado, trató de sacarle información.
Hans no tuvo inconvenientes en contarle que había sido contratado como instructor de organizaciones católico-nacionalistas.
—Tienen curiosidad por el «método prusiano», admiran a la SA.
—¿Hace mucho?
—Los entreno desde que decidí poner fin a mi dependencia de Botzen.
—¿Quién le puso fin?
—Yo.
—¿Y cómo se contactó con Lamas Lynch?
—Nos conocemos desde hace rato.
—¿Hace?
—Rato. ¿Para qué necesita las fechas?
—Nada. Se enteró de que usted quedó libre.
—Sí, se enteró.
—Usted le dijo.
—Por supuesto. Si no, cómo.
—Claro —bebió media jarra.
La conversación no arrojó datos importantes. Hans respondía de tal forma que lo grueso quedaba oculto, no era un imbécil. Rolf intentó estimular su confidencia contándole sus hazañas en el Teatro Cómico y la sinagoga central. Hans, por su parte, le contó sobre los jóvenes criollos que entrenaba en El Fortín. Cuando se despidieron, dijo sin rodeos:
—Lo vine a buscar porque lo extrañaba.
Rolf sintió esta muestra de afecto como un golpe al hígado. ¿Qué pretendía?
Analizó con Botzen el inesperado giro de los acontecimientos. El capitán se frotó las cejas y dijo exactamente lo que necesitaba escuchar:
—Estuvo bien. Paso a paso es la consigna. Ahora debe encarar un trabajo más repulsivo que visitar la estancia del doctor: hacerse amigo de Hans, devolverle la visita y salir con él. Terminará por largar el rollo.
—Lo detesto.
—Yo más.
Rolf era consciente de su ineptitud para el espionaje. Lucubraba demasiado y se embrollaba. Cuando hacía el balance, quedaba insatisfecho. Había fracasado su espionaje sobre la conspiración judía y fracasaban sus averiguaciones sobre la venta de información reservada. De Hans sólo sabía que era cruel y cínico, que le gustaba beber y solía terminar borracho. Que se proclamaba nazi de la primera hora y atribuía la Noche de los Cuchillos Largos a los arribistas ineficientes.
Más adelante, en las conversaciones que mantuvo con él en la calle y en su casa de Balvanera, se enteró de que estaba más contento con Lamas Lynch de lo que había estado con Botzen. Llegó a confesarle cosas más íntimas aún: que tuvo una novia a los dieciséis años, pero que debió abandonarla por puta. Desde entonces cogía con «carne fresca». Rolf creyó que se refería a jovencitas, pero después entendió que eran niños, sobre todo varones. No dijo cómo los conseguía.
En su casa, bien entrada la noche y con tanta cerveza que le brotaba en forma de lágrimas, Sehnberg se deschavó contra Botzen. Botellas vacías sobre la mesa y el suelo sin barrer reverberaban a la luz de una lámpara baja. Dijo que era un viejo frustrado, un aristócrata decadente y un militar de pacotilla. En el fondo de su alma Botzen despreciaba a Hitler por plebeyo. Escupió a la pared como si lo hiciera a los bismarckianos bigotes y le gritó inútil y desleal.
Fue en busca de más cerveza. Rolf también había bebido mucho y yacía en el angosto sofá. Oyó el desparramo de vidrios y se incorporó con esfuerzo. Hans rompía botellas contra los muebles, enojado por el agotamiento de su provisión. Rolf lo abrazó para detenerlo.
—¡Basta, Hans!
Sudado y maloliente, dejó caer el brazo y aflojó sus dedos: el cogote de la botella rota llegó al piso y estalló. Antes de que Rolf lo soltara, Hans lo abrazó también y estiró la cabeza hacia arriba, hacia su boca. Alcanzó a besarlo en la garganta. Rolf lo separó.
—¿Qué… le pasa? —protestó Hans, bamboleándose.
Rolf fue hacia la puerta.
—¿No somos… amigos? —siguió Hans—. ¡No se vaya, carajo!
La orden resonó como en la isla; paralizaba. Rolf apretó el picaporte, pero no abrió. Le dolía la cabeza.
La pesada mano de Hans se abrochó sobre su hombro y lo obligó a retroceder hasta una silla.
—¡Si no queda cerveza, tomaremos grapa!
Zigzagueó hasta la alacena y extrajo una botella. Llenó dos copitas hasta el borde. Le tendió una a Rolf; le temblaba el pulso y derramó unas gotas.
—No se preocupe. Tengo dos botellas más.
Vació la copita de un golpe y el lengüetazo de fuego pareció mejorarle las fuerzas.
—Me gustan sus manos, Rolf, amigo mío. Son las más grandes que he visto nunca. Y, además, es alto, muy alto. Lo que a mí me falta. Por eso también lo quiero a Lamas Lynch: es alto —lamió el borde de la copita—. Yo lo quiero hace mucho… supongo que se ha dado cuenta.
—Me di cuenta aquel día —contestó resentido.
—¿Qué día?
—Cuando me obligó a caminar en cuatro patas, en la isla.
Los ojos de Hans giraron en sus órbitas y de repente lanzó una carcajada tan fuerte que casi derribó su silla. Se apretó el abdomen.
—¡Síííí!… ¡Fue tan gracioso! ¡Ja, ja, ja! ¡Y le di fustazos en el culo!
Rolf mordió sus labios, la puta madre que lo parió. Ese energúmeno gozaba hasta el recuerdo de su humillación.
—¡Así les hago a los pendejos! ¡Ja, ja! ¡Se ríen conmigo, jugamos al caballito…, ja, ja, ja! ¡Pero en vez de pegarles con la fusta les meto el dedo! ¡Ja, ja, ja! ¡Les encanta! —vació otra copita—. Pero después lloran… Cuando… ¿me entiende? Cuando se la meto bien metida. ¿No es fantástico?
Rolf miró las lúgubres sombras que producía la lámpara. Sintió molestias en el recto y pensó que debía irse antes de que la situación ingresara en un clima ingobernable.
—A Lamas Lynch le divierten estas historias. Se rííííe… ¿Nunca probó carne fresca? Le gustaba a Roehm. Dicen que siempre le tenían listos platos muy sabrosos, especialmente en los últimos años. ¿Se imagina? Unos ricos chanchitos judíos. ¡Ja, ja, ja!
Hizo girar entre sus dedos otra copita desbordante, la miró con ternura y la tragó de un sorbo.
—Lo amo de verdad —farfulló—. También lo aprecia Lamas Lynch. ¿Sabe cómo lo llama? «El teutón». ¡Ja, ja!
Hans vaciló hacia él; sus ojos brillaban con codicia.
Rolf se corrió hacia atrás, pero la cabezota de Hans se pegó a su nariz.
—Soy su amigo… Yo lo quiero.
Lo besó en la boca.
Rolf le dio un empellón que hizo caer la lámpara y provocó un choque de botellas vacías.
—¡Idiota! —gruñó Hans y fue a la cocina—. Va a ver.
El aire olía a pólvora. Rolf se secó la frente y enderezó la lámpara. Caminó hacia la puerta de calle. Quería desaparecer.
—¡Alto! —rugió Hans.
La respiración del instructor soplaba en su oído. Se dio vuelta y lo vio en posición desafiante, un enorme cuchillo de punta en una mano y la fusta en la otra. Apretó el picaporte y lo giró, pero debió saltar hacia un lado porque el arma silbó junto a su mejilla y se clavó en la puerta. Hans tomó de nuevo el cuchillo y se puso de espaldas a la salida.
—Tranquilo… —Rolf tendió las palmas en signo de paz.
—¡Qué tranquilo ni qué mierda! ¡En cuatro patas, carajo!
Una palangana con agua se derramó sobre la cabellera de Rolf y Hans aplastó la fusta a un centímetro de la oreja.
—¡En cuatro patas he dicho!
—¡Aaaaay!
La fusta pegó en sus rodillas con tanta fuerza que pareció haberlas atravesado. Cayó al piso y Hans montó su espalda; le tironeó el pelo mojado.
—¡En marcha, animal! ¡Caminando!
El acero le acariciaba la boca y pronto le cortaría un labio. Le liberó la cabellera, pero fue despedido hacia adelante por un fustazo en las nalgas. Cayó estirado y Hans, con las piernas separadas, le siguió apuntando al centro de los ojos.
—¡Arriba, mal amigo!
Se masajeó las doloridas rodillas, tenía despegado el cuero cabelludo y brotaba fuego de sus nalgas. La fusta silbó otra vez en el aire y de inmediato rodeó sus costillas como un cable de alta tensión.
—¡Aaaay!
—¡Arriba he dicho!
Se puso de pie por segmentos, le costaba enderezar los muslos sobre las rodillas lastimadas.
—Ahora se va a desvestir.
—…
—¿No entiende alemán? ¡Desvestir!
Otro fustazo en las costillas.
—¡Aaaay!
—Sólo le ordeno… amistosamente… que se desvista, ¡carajo! —la fusta relampagueó junto a su cara.
Rolf llevó sus manos al cinto y lo desabrochó. Frente a él, la mirada llameante, Hans sostenía sus armas con determinación implacable. Esta lucha lo había excitado tanto que hasta se le hinchó la bragueta.
Advertido, en la mente de Rolf se produjo un agujero negro. De súbito dejó de ver y temer. Sus dedos frenaron el movimiento en la hebilla del cinto y sus rodillas olvidaron el dolor. En una fracción de segundo atrapó las muñecas de Hans y las llevó hacia arriba y atrás con inusual energía. Lo obligó a girar y lo trabó. La maniobra salió perfecta porque Hans, ante el desgarro inminente, soltó sus armas. Pero Rolf no escuchó la caída de la fusta y del puñal, porque no le importaban. Su ciego propósito era vengarse a mano limpia. Sus músculos treparon a la espalda del instructor para también obligarlo a ponerse en cuatro patas. La oposición duró menos de un minuto porque ahora el sorprendido era él y Rolf se había transformado en un poseso.
Hans recuperó el puñal de un manotazo y mandó una estocada al hombro de Rolf. Rolf ignoró la puntada y le atrapó la mano, que mordió como un tigre hambriento. Se produjo a la vez el aullido de Hans y la sonora caída del arma. Entonces Rolf cerró sus dedos en torno al corto cuello del instructor y le apretó la tráquea con todas sus fuerzas. La compacta víctima entró en convulsiones para liberarse de las pinzas. Movió su cuerpo como un potro en la doma, pero Rolf no se despegó de su garganta. Y no la soltó ni después de escuchar que se quebraba. Siguió apretando más, siempre más, con sus grandes dedos. El cuello de Hans ya no parecía tan ancho ni tan duro.
Al rato yacía de cara al piso y Rolf, aún ausente, continuaba oprimiéndolo.
Exhausto, se desplomó en el sofá. Miró el cuerpo quieto y con el pie lo dio vuelta. Hans tenía los ojos fuera de las órbitas, con la lengua negra entre los dientes. Sintió entonces, por primera vez, el dolor de su hombro.
Necesitaba una cerveza. Tardó en recordar que se habían acabado y sólo quedaban botellas de grapa. Se sirvió una copita y luego otra. Inclinado hacia adelante, le hizo preguntas al muerto. Le asombró verlo tranquilo, muy tranquilo, como un estanque.
Fue al baño y bebió del grifo. El agua fresca corría por su mejilla. Después se quitó la estragada camisa y se lavó. Este asesinato debía parecer un suicidio. Regresó a la habitación donde la lámpara baja continuaba prodigando su siniestra iluminación. Miró por la ventana y sólo distinguió el farol callejero. Eran las tres y media. A esa hora no había testigos.
Rascó sus cabellos mojados y levantó el puñal; tenía manchas de sangre, la poca sangre que le extrajo a su hombro. Fue a la cocina, lo lavó, lo secó y lo guardó entre los cubiertos. En un rincón había una cesta llena de frutas y un plato con media docena de huevos. Eligió una manzana y la mordió. Mientras comía levantó la fusta, que depositó en el ropero sobre una pila de ropa doblada. Ordenó las botellas vacías junto a la alacena y lavó los vasos. Descubrió dos botellas de grapa sin abrir y las instaló sobre la mesa, para no olvidarse. Buscó la escoba, barrió los restos de vidrio esparcidos hasta abajo del sofá, y los arrojó en el cubo de la basura. Lo miró disconforme y tiró encima los seis huevos, que enchastraron adecuadamente los vidrios.
Lo secundario estaba hecho. Faltaba lo principal. Se acercó al cadáver, que había producido un charco de orina en derredor. Miró hacia el techo y calculó que era posible. Le quitó el cinto y se lo ajustó alrededor de la destrozada garganta. Después fue en busca de una escalera. No la encontró. Se dio cuenta entonces de que le bastaba una silla. Izó el cuerpo que resultó menos pesado de lo que aparentaba. Sudó como si hubiese vuelto a beber litros; le dolieron las rodillas, el hombro, las costillas y las nalgas. Jadeó como un proboscidio, pero no aflojó en su tarea. Por fin el cuerpo de Hans pendía del grueso tirante que atravesaba el cielo raso; lo empujó con el índice y se balanceó. Tenía la lengua afuera y los pantalones mojados como sucede con los que perecen en la horca. Pero no le gustó que mantuviese los ojos diabólicamente abiertos: no armonizaba con la voluntad del suicidio. Rolf estiró los dedos y le bajó los párpados.
—Ojalá te vayas al infierno —murmuró entre dientes.
Recogió las botellas de grapa y cerró la puerta silenciosamente.
A la tarde el secretario de Botzen telefoneó a Siemens y dijo a Rolf que el capitán necesitaba verlo de inmediato. Rolf, en cuyo rostro persistía el desarreglo de la noche, adujo sentirse mal y pidió permiso para ver al médico. Voló hacia la avenida Santa Fe. Mientras subía la escalera de granito barruntó que tanta urgencia debía estar relacionada con la muerte de Hans. Botzen había dicho que odiaba al ex instructor, más desde que se había hecho evidente su felonía. No lamentará su muerte, no. Pero tampoco querrá cargar con las consecuencias: si se llegaba a sospechar que uno de sus protegidos lo había asesinado, se desprendería del protegido. Era el jefe que no asumía culpas, y menos las ajenas.
Tuvo que aguardar unos minutos en la antesala y miró por centésima vez el desfile en Unter den Linden. Cuando ingresó en el despacho, Botzen revisaba papeles.
—Buenas tardes, señor capitán de corbeta —recordó la primera entrevista, cuando vino con su padre rescatado de Bariloche.
—Avanza —ordenó sin mirarlo.
Rolf sintió tensión. El legendario capitán había sido durísimo con su padre aquella vez.
—Siéntate.
Cerró la carpeta, se atusó el bigote y se inclinó sobre el sillón. Le hundió la mirada.
—Ha muerto Sehnberg.
Rolf mordió sus labios.
—¿Ha muerto? —no pudo evitar el falsete.
—En apariencia fue suicidio. Lo encontraron colgado de un tirante, en su casa de Balvanera.
—Ah.
—¿Sabías?
—Qué.
—Esto.
—No entiendo.
—Rolf: un subcomisario amigo me transmitió este dato confidencial: su tráquea estaba quebrada por debajo de la huella del cinto que lo estranguló. Además, existen excoriaciones de uñas.
—¿Entonces no fue suicidio?
—Sehnberg no tenía motivos para suicidarse. Lo sabes mejor que yo, porque lo estuviste frecuentando.
—Claro. Y descubrí que vendía información reservada.
—En efecto.
Hizo silencio. Sus pausas siempre generaban electricidad. Luego adelantó su cabeza y formuló un extraño pedido:
—A ver, muéstrame tus manos.
Rolf se inquietó. Las puso sobre las mesa; advirtió que no tenía bien recortadas las uñas.
—Son manos grandes y fuertes, ¿verdad? —emitió una leve y sardónica risita.
Bajó las manos.
—Si lo mataste, has cumplido una tarea patriótica, como el comandante Eicke al disparar sobre el cráneo de Ernst Roehm.
—¿Por qué supone eso?
—Mira: la investigación puede avanzar o demorarse, según los intereses en juego. Pero, por más que se demore, no será difícil dar con el autor de esa muerte. Hay huellas digitales en abundancia, especialmente sobre el cinto.
A Rolf se le fue la sangre de la cara.
—Por lo tanto, más vale que te sinceres. El único que puede ayudarte en este embrollo soy yo.
Bajó la cabeza y, tras unos segundos de reparo, empezó a contarle la repulsiva noche. El capitán lo escuchó sin decir palabra. Le impresionó la fría conducta de la última parte, y hasta quiso sonreír cuando escuchó sobre su esmero en disimular los vidrios rotos de la basura mediante una cobertura de huevos.
—Pero quedaron tus huellas digitales. Tu situación es problemática.
—Yo…
—No quiero que termines en la cárcel.
—Habrá alguna forma de defenderme.
—Terminarás en la cárcel, Rolf —el capitán estiró sus manos por encima del escritorio como si intentara abrazarlo—. ¿No lo puedes entender?
Retornó el silencio. Botzen volvió a reclinarse mientras Rolf movía nerviosamente la pierna derecha.
—Hay un camino —dijo al rato—, sólo uno.
Detuvo la pierna.
—En cuatro días parte hacia Hamburgo un barco de la Hapag-Lloyd. Cuatro días alcanzan para tener listos tus papeles de viaje. No te preocupes por Siemens y tus camaradas: yo les daré una explicación admirable. Conviene que vayas a despedirte de tu madre, pero sin dramatizar la cosa: dile solamente que partes en una misión de estudio. En realidad te ausentarás por muchos años, hasta que aquí olviden la muerte de Sehnberg.
A Rolf se le cayó la mandíbula.