EDITH

Alexander regresó de su óptica cuando las inesperadas visitas ya se habían marchado. Los comercios habían decidido bajar sus cortinas para no sufrir el pillaje. Se ubicó en su sillón hamaca y, en tono mustio, recordó los incendios que habían barrido las ciudades de Alemania después de la guerra.

No era político, ni su negocio había sido asaltado, ni existían amenazas contra los inmigrantes. Cósima lo señaló con un tierno gesto de reprimenda.

—En muchas partes han volteado gobiernos. Desde la guerra, ¿cuántos suman ya? Han caído imperios, monarquías, sultanatos, presidentes, de todo. Ahora es moneda cotidiana, Alexander. Casi una moda.

Él movió la cabeza.

—Creo que en pocos días ni se hablará más del asunto —insistió la mujer—. Este Yrigoyen era un viejo caduco.

Cósima Richte, de cabellos rubios y ojos pardos, había nacido en Colonia, junto al Rhin. Su familia era católica practicante. Desde niña le enseñaron que en Renania hasta las papas y las uvas eran católicas apostólicas romanas. Fue educada por monjas y tuvo un deseo transitorio de convertirse en una de ellas; pero le duró pocos meses. En cambio caló hondo su fe en Cristo y en su Iglesia, fe que nunca disminuyó pese a las vicisitudes que zarandearon su existencia. Le gustaba el nombre Cósima, con el que fue bautizada; amaba la música lírica y asociaba este hecho al de tener el mismo nombre de la hija de Liszt, una mujer temperamental y transgresora. Con el tiempo, sin embargo, dejó de evocarla como su modelo porque Cósima se unió a Richard Wagner y ambos se manifestaron antisemitas. El odio no cabía en su corazón, menos aún el prejuicio antisemita, porque a los diecinueve años se permitió enamorarse de Alexander Eisenbach, un judío peculiar. Esto ocurrió unos meses luego de haber esquivado un intento de violación por parte de Alois, su querido primo seminarista, en quien había confiado hasta entonces, hasta la noche de Todos los Santos, cuando se quedó sola en la enorme casa. Alois cesó el ataque cuando ella le arrancó un trozo de mejilla con los dientes.

Cósima y Alexander se conocieron bruscamente en el centro de Colonia. La muchacha seguía viviendo en lo de sus tíos —que no se habían enterado del sangriento incidente— desde que había quedado huérfana de padre y madre cuatro años atrás, luego de un alud en las montañas.

Alexander estudiaba óptica en el Instituto Tecnológico y provenía de una pequeña población ubicada en el norte de la Selva Negra. Un mediodía primaveral descubrió a su futura mujer.

Los peatones se derramaban por la colmada Hochstrasse hacia el espacio que se abría frente a la catedral. Caminaban inocentemente hacia su encuentro. Cósima cargaba las compras en una alta bolsa que le tapaba la cara. Pese al inconveniente, vio a Alexander, así como Alexander la vio a ella. Y porque se vieron se imantaron, sus cerebros funcionaron al revés y terminaron en un choque que produjo un patético desparramo.

Alexander la aferró por los brazos e impidió que cayese de nariz. Cósima se dejó tomar y luego clavó sus uñas en la manga de Alexander. Tambalearon unos segundos, abrazados y atónitos. Alexander tartamudeó disculpas mientras conseguía enderezarla y ponerse él también en una digna semiverticalidad. Cósima lo miró fijo y en ese instante supo que esos ojos verdes pertenecían al hombre de su vida. No sólo se le esfumó la rabia, sino que registró la nariz corta y ancha sobre la que calzaba anteojos cómicamente ladeados por el choque.

Cósima sostuvo otra vez la bolsa mientras Alexander recogía los objetos. Enternecía su esmero por terminar cuanto antes la tarea mientras balbuceaba disculpas. Ella esbozó una sonrisa. Alexander se puso más torpe por la gentileza de la muchacha y repetía Fraulein de acá y Fraulein de allá para que entendiese su desconsuelo. Cósima, como respuesta, le ampliaba la turbadora sonrisa, a la que agregó un suave movimiento de hombros. Para ella estaba superado el accidente y sólo le importaba Alexander. Pero Alexander se confundía con la seductora amabilidad de Cósima. Siguió machacando excusas porque no le salía algo gracioso.

Con una temeridad que las monjas hubiesen castigado, Cósima lucubró en voz alta que lo conocía. ¿Que lo conocía? Sí, de algún lado, pero no recordaba bien de dónde. Alexander cesó de hablar y llevó la mano al pecho; de esa muchacha provenía algo terrible, mezcla de ángel y tentación. Y Cósima pensó cuán torpe se ponía un varón cuando la mujer tomaba iniciativas. Finalmente se dieron los nombres y Alexander, mareado, contó que estudiaba óptica para congraciarse con el chiste más estúpido de todos los tiempos: ¿para qué estudiaba óptica si no pudo ver a una chica que cargaba una bolsa más alta que su cabeza? El «ja ja» de ella fue una obra de estricta clemencia.

En Alexander aumentó el bochorno. Pero Cósima, fulgurante, le dijo que necesitaba anteojos y no sabía dónde comprarlos. En realidad Cósima no necesitaba anteojos y las monjas también la hubiesen castigado por esa mentira; pero Alexander picó y de inmediato se ofreció a darle los nombres de las mejores ópticas de la ciudad. Ella escuchó el listado, tan preciso como tedioso y, sin preocuparle el impulso que imprimía a la taquicardia de Alexander, le preguntó frontalmente si no le molestaría acompañarla a comprarlos, así le aconsejaba sobre marcas y precios.

En el encuentro siguiente ella no tuvo empacho en decirle que el oculista le había indicado esperar y ambos modificaron el zonzo itinerario de las ópticas por los románticos bordes del Rhin. Como ocurría con muchas parejas, los crepúsculos no sólo reflejaron los últimos rayos de sol sobre las viejas aguas, sino la impetuosa creciente del amor. Cósima y Alexander se dieron el primer beso cerca del puente, gracias a que un ave les revoloteó las cabelleras y los acercó de tal forma que ya no pudieron evitar el contacto.

—Ese pájaro eran tus dedos haciéndome círculos —la acusaba él cuando evocaban el episodio.

—Eran los tuyos, para confundirme —replicaba ella, riendo.

Al mes de frecuentes encuentros Alexander decidió comentarle que su hermano Salomón, casado con Raquel, había viajado a la Argentina.

—¿Adónde?

—La Argentina. Cómo te explico… ¿Te acuerdas del mapa americano? Bueno; América del Sur es como un triángulo con el vértice hacia abajo. Argentina, dentro de ese triángulo, forma otro más chico en la parte inferior.

—Casi sobre el Polo Sur.

—Casi. Su extremo sur llega al Polo, pero el norte cruza el trópico.

—¡Qué país!

—Salomón y Raquel están muy contentos.

Alexander se había enamorado y deseaba que su historia de amor continuase. Pero intuía que el proyecto de emigrar a la lejana Argentina no iba a ser bien visto. Debía presentarle el alocado plan de tal forma que no generase rechazo.

Le contó historias y le mostró cartas y removió anaqueles propios y ajenos para convencerla de que era un país mágico. En Argentina prevalecía lo joven y vital —insistía—. Sobraban la riqueza, las oportunidades, las perspectivas de ascenso social. Su hermano aumentaba las ganancias de año en año. Y él, Alexander, que terminaba sus estudios y agotaba sus ahorros, ¿qué futuro podía esperar en Alemania? En el mejor de los casos no pasaría de ser un empleado durante lustros, durante la vida entera.

—¿Y cuáles son tus pretensiones?

Alexander dudó en confesarlo. Pero finalmente dijo que era ambicioso. Aunque provenía de una familia pequeño-burguesa de Freudenstadt en la que predominaban los artesanos vitalicios, pretendía mucho más. Pretendía, por ejemplo, ser el propietario de un negocio, comprarse una casa grande con muebles de cedro y vajilla de plata, tener tiempo para leer, disponer de dinero para hacerle lindos regalos a su mujer.

Cósima le acarició las sienes; le encantaba esa ambición.

En Argentina había más libertad que en Colonia o Berlín. Uno podía entrar y salir del país cuantas veces quisiera, de modo, querida Cósima, que, si al cabo de un tiempo él decidía regresar, nada le impediría encontrarse nuevamente con ella junto al antiguo Rhin.

—¿Acaso piensas irte solo? —le tironeó cariñosamente el pelo.

Alexander sintió un vahído. En lugar de responderle insistió que en la Argentina el trigo crecía por oleadas, maduraban mejores viñedos que en el Mosela y abundaban frutas prediluvianas. Pero sobre todo, el ganado se reproducía como la hierba de los valles.

Cesó la perorata y la tomó en sus brazos. La miró con fiereza. Se le descosieron las arraigadas inhibiciones y exclamó:

—¡Quiero casarme contigo!

A ella se le humedecieron los ojos.

Alexander, en estado de trance, prosiguió:

—Nuestro viaje de bodas será la travesía del Atlántico. ¿Qué te parece?

Cósima estaba feliz.

—Lo tienes decidido, parece.

—No me has contestado aún.

Cósima lo abrazó fuerte:

—¿Qué te voy a contestar? Te adoro, te quiero desde que te vi. Acepto casarme contigo, acepto irme al fin del mundo. ¡Alexander, Alexander!

Después hablaron sobre lo que significaría balancearse durante semanas sobre la desmesura del océano. Cósima era valiente, amaba a su gracioso estudiante de óptica y no quería seguir dependiendo de sus tíos. El último escollo —debían considerarlo— era su fe católica. Dijo que solicitaría consejo al párroco. Alexander lo estimó justo. Cósima expuso sin rodeos, como era su costumbre:

—Padre: estoy enamorada de Alexander Eisenbach. Es judío.

Reconoció que los modales caballerescos y tiernos de ese estudiante la habían cautivado desde la primera vez. Y no sólo los modales: su cara, sus ojos, sus manos. El párroco se sacó las pesadas gafas, restregó sus órbitas, se las calzó de nuevo y dijo que iba a proceder en forma cauta. No tenía claridad sobre el rumbo correcto. Con la misma sinceridad que ella le había hablado, él dijo que por el momento no alentaría ni prohibiría un romance que apuntaba al matrimonio mixto.

—¿Entonces?

—Regresa en una semana, hija.

Cósima descubrió que Alexander era un judío aguado: provenía de una familia alejada de su grey. A su hermano lo habían bautizado con el nombre de Salomón por insistencia de los abuelos. Pero el segundo hijo, que nació tras la muerte de los abuelos, recibió un nombre sin connotaciones bíblicas. En su hogar no se celebraban las festividades que marcaba la tradición, no respetaban el sábado ni sabían qué era la comida kasher. Nadie concurría a la sinagoga ni a centros comunitarios. No hablaban sobre la historia ni el destino de los judíos y jamás se interesaron por los pioneros delirantes que se afanaban en reconstruir un hogar nacional en Palestina. Es cierto que no practicaban otro culto. Tampoco negaban ser judíos; sólo que no encontraban elementos que inyectaran valor a su identidad.

En la tercera entrevista con el cura Cósima perdió la paciencia y lo arrinconó: necesitaba urgente su permiso para casarse con este judío aguado. Pero al párroco no le alcanzaba: «aguado no significaba bautizado». Se quitó las gafas y restregó sus órbitas, como siempre, volvió a ponerse las gafas y se paseó a lo largo de la sacristía con los brazos a la espalda murmurando fragmentos de derecho canónico.

Las protestas de Cósima rebotaron contra la dulce firmeza del sacerdote. Ella frenaba sus deseos de lanzar una palabrota y recibió la bendición.

Alexander escuchó tranquilo. El inconveniente podía haber sido una sorpresa para ella, no para él. Pensó un rato y dijo:

—Bueno, si no hay otro remedio, me convertiré.

—¿Así nomás? —reaccionó ella—. ¿Convertirte por resignación?

—¿Y por qué otra causa?

—¡La conversión no es un trámite administrativo!

—Pero así la presentan, querida. ¿Cuántos médicos y abogados han debido convertirse hasta hace pocas décadas para que la Universidad les concediera el diploma? ¿Crees que abrazaron a Cristo de corazón?

—Es como burlarse, entonces.

—No culpes a los conversos, sino a quienes los forzaron. En mi caso, te aseguro que no me produce violencia. Si debo bautizarme para tenerte de esposa, me bautizaré. No es una condena. Mis padres han fallecido y, de todas formas, no les hubiera importado mucho. Judíos más importantes que yo se han convertido por causas que van desde una genuina convicción hasta burdas imposiciones.

Alexander miraba el perfil irritado de su novia y le aumentaba el amor al ver cómo se enojaba con las exigencias de su propia fe. Hacía poco había terminado de leer una biografía de su poeta favorito, Heinrich Heine.

—Tengo que hablarte de Heine, Cósima, es una vida deslumbrante. También debió someterse a la conversión, y lo hizo para obtener un título de abogado que jamás le sirvió. Para Heine fue un trámite del que se burló hasta el final de su vida por su naturaleza interesada, carente de decoro. Después de recibir el agua bendita dijo: «Antes me despreciaban los cristianos; ahora, además de los cristianos, me despreciarán los judíos».

Cósima explotó en llanto.

Alexander le enjugó las lágrimas con su pañuelo y sugirió ir otra vez juntos a lo del cura.

El párroco los recibió de inmediato en su perfumada sacristía y se esmeró por brindarles comodidad.

Los enamorados hablaron sin rodeos. Describieron su amor, su angustia y sus planes para viajar al otro lado del mundo. El párroco escuchó sin pestañear, pero sus gafas subieron y bajaron cuando Alexander explicó su agnosticismo. Casi se le cayeron al piso cuando evocó una humorística frase de su amado Heine: «A un judío le resulta imposible aceptar que otro judío sea Dios». La referencia a Heine facilitó que derivaran hacia temas de filosofía, teología y literatura. Alexander estaba encantado con el tolerante párroco, pero éste finalmente dijo algo que lo sorprendió:

—Si usted fuese más judío, estaría más cerca de obtener la gracia.

Se levantó. Había llegado el momento de fijar el camino a seguir. Ante la pareja expectante sentenció:

—Autorizaría el matrimonio sin su conversión.

Los enamorados creyeron que temblaba la tierra.

—Lo autorizaría —dijo—, pero bajo una solemne promesa.

Cósima y Alexander se miraron.

—La promesa de que vuestros hijos serán bautizados y educados como manda la Iglesia.

Cósima interrogó a su novio con ojos despavoridos.

Alexander no podía doblegarse ante algo que avasallaba sus derechos. Pero encogió los hombros y dijo «está bien». Entonces el párroco repitió el ritual de sacarse las gafas, restregarse las órbitas y calzarlas nuevamente, esta vez como expresión de alivio.

Los tres se apretaron largamente las manos y el sacerdote, conmovido, los bañó con una mirada muy bondadosa y paternal. Entonces la temperamental Cósima y el tierno Alexander formularon la promesa.

Meses después sonrieron a las nubes rojas que coronaban el Rhin: Alexander anunció que ya tenía los pasajes. Se cumpliría el deseo de realizar su viaje de bodas sobre las ondas del océano.

Cuando pisaron la cubierta del transatlántico informó a su esposa que había invertido casi todos sus ahorros en los tickets de primera clase: allí la nave se balanceaba menos y cada noche sería una fiesta.

En el ajetreado puerto de Buenos Aires los recibieron Salomón y Raquel, quienes agitaban el sombrero y un pañolón carmesí desde hacía una hora, cuando la gigantesca proa había ingresado al muelle. Se besaron, lloraron y finalmente escucharon una noticia desconcertante: Salomón y Raquel partían de la nerviosa Buenos Aires rumbo a «los paraísos del sur», donde tenían la oportunidad de adquirir un establecimiento muy rentable.

—¡Pero si vinimos aquí porque estaba tu hermano! —protestó Cósima apenas quedaron solos.

La profesión de óptico no le brindaría mejor futuro en «los paraísos del sur» que en la conservadora ciudad de Colonia, calculó Alexander. Pese al irremediable alejamiento de su hermano y su cuñada, decidió permanecer en la capital y probar suerte. Su título de óptico alemán fue bien recibido en Lutz Ferrando, una empresa con sucursales en todo el país. También empezó el aprendizaje del español. ¡Qué diferente sonaba a su lengua materna! Pero le servía el latín que había martirizado su adolescencia y pronto advirtió que la gente utilizaba innumerables palabras italianas. Esto fue una ventaja estupenda, porque la pareja amaba la ópera y memorizaba trozos de Verdi, Donizetti, Leoncavallo y Rossini.

En el año siguiente, 1913, nació Edith. La bautizaron en la iglesia de Santo Domingo. Fue también el año en que Alexander concretó su anhelo de abrir un modesto negocio propio. Aunque su racionalidad detestaba cualquier atisbo de superstición, solía repetir que su tierna hijita le había traído suerte.

El negocio creció rápido. En poco tiempo aumentó los empleados, los técnicos, la variedad de ofertas, la publicidad y las ganancias. Pronto no se sabría a quién le iba mejor, si a Salomón en «los paraísos del sur» o a Alexander en la bullanguera Buenos Aires.

La Guerra Mundial canceló las comunicaciones con sus familiares del Viejo Continente. A su término llegaron tardías cartas que informaron sobre el horror, las bajas militares y civiles, la devastación de campos y poblaciones. De haberse quedado junto al Rhin, quizás ninguno de ellos estaría vivo o entero.

Leyeron indignados las humillaciones que las potencias aplicaron al fenecido Reich. Desde que el mundo era mundo los derrotados jamás habían tenido razón.

Se alegraron cuando por fin se instaló la República de Weimar sobre bases democráticas y progresistas. Weimar había sido la pequeña y amada ciudad de Bach, Goethe y Schiller, símbolo de lo mejor que había producido el país. Por otra parte, era la primera vez que en su larga historia Alemania se abría al sistema republicano. Depositaron grandes esperanzas en el flamante sistema, especialmente cuando una figura brillante como Walter Rathenau fue designado canciller.

Edith creció familiarizada con dos diarios que un canillita deslizaba bajo la puerta de su casa: La Nación en castellano y el Argentinisches Tageblatt en alemán. Al decir de sus padres, ambos eran inteligentes y serios. Ambos a menudo incorporaban colaboraciones de grandes escritores franceses, españoles, norteamericanos y alemanes. Alexander aseguraba que era una prensa digna de Hamburgo, Francfort o Berlín. Sentaba a su hijita sobre las rodillas y le leía los periódicos en ambos idiomas. Edith disfrutaba las noticias porque Alexander seleccionaba las más divertidas, que mechaba con comentarios. Pero a veces se abstraía en un denso artículo y Edith se adormecía en sus brazos mientras respiraba el perfume de su camisa o miraba el caracol de su oreja.

La casa funcionaba como cualquier hogar católico y alemán. Guardaban las fiestas, comían pescado los viernes, celebraban Navidad, Pascua y Corpus Christi, e iban a misa los domingos. Lo confesional era cumplido sólo por Cósima y Edith: Alexander no concurría a la iglesia, ni rezaba, ni hacía demostración alguna de fe, pero en el hogar acompañaba a sus mujeres con buen talante. Tampoco iba a la sinagoga ni a institución judía alguna, aunque se vinculó con varios judíos de origen alemán. Prefería asociarse a bibliotecas y organizaciones puramente culturales como museos y teatros.

En la noche del 6 de septiembre de 1930 recibieron una llamada telefónica de Bruno Weil. También estaba preocupado por el golpe de Uriburu y los invitaba a una reunión de amigos para analizar los acontecimientos.

—Me parece que han ganado los fascistas. Y no me gusta nada, nada —dijo Bruno.

Alexander se dirigió entonces a Cósima:

—¿Te das cuenta? No soy el único que huele la tempestad.