ALBERTO

Tras la expulsión de Yrigoyen la aristocracia volvió a sentirse dueña del país y su cultura. Los teatros y los salones recuperaron la fama de ser sitios donde acudía lo mejor de la sociedad. El ámbito más fastuoso era, desde luego, el Teatro Colón, que no envidiaba a la Ópera de París.

Teníamos un palco y a menudo mis padres llevaban a Mónica, que era buena pianista. Yo empecé a concurrir cuando ingresé en la Facultad de Derecho, más por obligación que por placer: un futuro abogado debía ser visto por los familiares de sus potenciales novias.

Durante el intervalo íbamos a la confitería. En su ruidosa atmósfera el público consumaba los contactos. Un camarero sensible a la propina se ocupaba de mantener reservada una mesita para mi padre.

Esa noche, mientras nos abríamos paso entre largos vestidos de satén golpeó mis ojos una cara que me había impresionado dos años atrás. Ella también se sorprendió.

—¿Edith? —murmuré temerario, desconfiando de mi memoria.

Su mirada emitió luz. Además, su cabellera rubia estaba maravillosamente peinada.

—¿Sí?

—Nos hemos visto… —vacilé.

—No lo tengo presente.

Le costaba identificarme. Sí, era ella, me dije. Sus párpados temblaron cuando empezó a recordar.

Me invadió tanta alegría que le tendí la mano y me dispuse a no perderla. Mis padres ya habían ocupado la discreta mesita y mamá contraía el ceño para adivinar con quién me estaba entreteniendo. Pregunté si le gustaba Rigoletto, si no había pifiado la orquesta en la Obertura, si venía seguido al Colón. Pregunté más de lo razonable, más de lo que nunca pregunté a una chica en un primer encuentro. Ella no tuvo espacio sino para responder con monosílabos.

Un hombre de ojos verdes y mediana estatura la llamó por su nombre.

—Voy, papá.

—Espero verla pronto —alcancé a decirle.

Sonrió.

Fui a sentarme con la música de sus escasas palabras. A mi madre le llamó la atención mi repentina felicidad pero, acostumbrada a contenerse, aguardó que nos sirvieran el té. Cuando llevó a su boca la taza con dibujos dorados, preguntó displicente:

—¿Quién es?

—¿Quién es quién? —mi arrobamiento quería impedir la obvia conexión.

—Esa señorita.

—¡Ah! —abrí las manos—. ¿Esa señorita? No sé, la verdad que no sé. La conocí hace poco.

Aguardó un minuto y mordió el borde de una masa.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué? —descarté las cremosas y también escogí una masa seca.

—Dónde la conociste.

—Espera que recuerde —miré la guarda griega del cielo raso mientras masticaba y busqué alguna frase que cerrara el tema. No iba a contarle que me había refugiado en el hall de su hogar mientras huía de una depredación que me causaba vergüenza.

—Si exceptuamos el Aria, Rigoletto es la peor ópera de Verdi —sentenció mi padre para cambiar de tema.

Lo miré agradecido. Quizás él imaginaba otra cosa, que Edith había sido una aventura. No le gustaba que mamá me sometiera a interrogatorios sobre asuntos estrictamente masculinos.

Mamá no hizo comentarios a la estupidez que acababa de cometer su marido y se resignó a quedarse sin mi respuesta. Por supuesto que a partir de esa noche ya no falté a las funciones del Colón. Y busqué ansioso a Edith en los intervalos.

A mi madre le inquietaba no conocer su filiación. El hecho de concurrir a la ópera reflejaba buen nivel socioeconómico, pero la nefasta década y media radical había permitido la entrada de inmigrantes y nuevos ricos. Aunque sus labios trataban de evitar manifestaciones duras, le resultaba inaceptable que una «extraña» enredase a su único hijo varón.

Al cabo de dos meses empecé a tutearla y Edith no se molestó. Los fragmentos de apuradas conversaciones nos permitieron enterarnos de nuestros gustos y algo de nuestras familias. Le conté que estudiaba Derecho, pero me gustaba la diplomacia —como a mi pariente famoso—, que papá era abogado y no ejercía, que ansiaba viajar a Europa como la mayoría de los argentinos. Ella me escuchaba con interés, pero más la divertía mi impaciencia.

En el descanso de Madame Butterfly —se habían cumplido cuatro meses de incómodo flirteo— me lancé al abismo y, sin prólogo ni perífrasis, la invité a la fiesta de cumpleaños que le harían a Mónica en casa. El súbito convite le produjo asombro.

—Será muy alegre —traté de quitarle importancia.

Movió los labios sin encontrar respuesta. Un leve rubor cruzó sus mejillas. Las convenciones de la época no toleraban semejante asalto; ella ni siquiera conocía a mi hermana, aunque la había adivinado en la confitería. Preguntó entonces a qué iglesia solía concurrir los domingos.

—¿Quién, yo? —fui el asombrado, ahora.

Me pregunté si cambiaba de tema o me hacía un reproche o me estaba dando la oportunidad de vernos en otro sitio. Tartamudeé:

—La iglesia del Socorro.

—Me gustaría conocerla.

—¿Conocerla? Pero ¡fantástico! —grité casi.

Pensé que me ofrecía un eslabón intermedio; qué hábil. Nos reuniríamos en el atrio, a la salida.

—¿Está bien el próximo domingo?

—Muy bien.

Cuando me senté a compartir el té con masas, no hubo preguntas por parte de mamá porque estaba pálida: se masajeaba la nuca para aflojar el dolor que le producía la misteriosa señorita de los intervalos. Papá, curiosamente, encontraba bella e interesante la obra de Puccini.

—Cuando la música es buena, lo reconozco —sentenció.

El domingo busqué a Edith por entre las cabezas de la feligresía sentada en la espaciosa nave de la iglesia del Socorro. Por fin la descubrí unas cinco filas atrás, junto a una mujer que debía ser su madre porque se le parecía en forma extraordinaria.

El oficiante era el carniseco padre Gregorio Ivancic, quien había elegido una Epístola para ilustrar las obligaciones que debíamos asumir ante el inminente Congreso Eucarístico Internacional que se celebraría por primera vez en Sudamérica.

—Llegarán príncipes de la Iglesia y, con ellos, caudalosas bendiciones. Tenemos que acrecentar nuestras virtudes.

Enhebró los versículos del apóstol con las tareas de los fieles. Su cabeza parecía una lámpara. Como remate de sus palabras impartió una recomendación:

—No seáis como los pérfidos judíos que sólo se interesan por el dinero y, con hipocresía, financian la degeneración de nuestras costumbres. Sed como los santos que miran al Señor y, por sobre todas las cosas, obedecen Su palabra.

Al término del oficio me apresuré por llegar al atrio. En cuanto apareció Edith, me encandilaron sus cabellos fosforescentes. Estaba más hermosa que nunca; los ojos parecían más grandes y el cuello alzado como una torre. Caminó a mi encuentro con una desenvoltura que me hizo temblar: no era el desenfado de las mujeres ordinarias ni la impostación de las que se mueven artificialmente. Unía gracia, soltura y fineza. Me dio la mano y presentó a su madre, que era joven y apuesta.

—Alberto Lamas Lynch —dije mis patricias señas con el apuro de quien necesita presentar su escudo de armas cuando la seguridad le falla.

—Cósima Eisenbach —respondió.

Cambiamos opiniones sobre el tiempo y luego nos referimos al Congreso Eucarístico Internacional.

—No me gustó el cura —protestó Edith.

—Vendrá monseñor Eugenio Pacelli en persona —comentó su madre, deseosa de quitar relieve a la inoportuna observación de su hija.

Yo ignoraba quién era ese monseñor. Y ella se dio cuenta.

—¿No oyó hablar de monseñor Eugenio Pacelli? Es el Secretario de Estado, la mano derecha del Papa.

—¡Ah!

—Fue Nuncio en Munich en los años más terribles, lo conocí personalmente. Habla muy bien el alemán, tanto como el italiano, además de otros idiomas. Es un hombre excepcional.

—Qué honor entonces —comenté—. Qué honor que venga a la Argentina.

Atravesamos la reja del atrio y salimos a la calle. Los feligreses se despedían tras el oficio con el alma aligerada. Pero la efervescencia que Edith desencadenó en mi pecho no me permitía dejar pasar esa ocasión sin obstinarme en los avances. De modo que volví al tema.

—Señora —retorcí los dedos—: en casa se festejará el cumpleaños de mi hermana Mónica. Concurrirán amigos y familiares. ¿Daría permiso a su hija para que nos acompañe?

Edith reprodujo su maravillosa sonrisa y permaneció callada. Su madre la miró.

—No lo tome a mal —dijo—, pero ella nunca fue a su casa. Me parece un poco…

—Claro, pero sería magnífica esta ocasión. ¿Por qué no la acompaña usted?

Se dirigió a su hija.

—¿Quieres ir?

Ella asintió con una caída de párpados.

—Está bien. Pero no necesito acompañarla: sabe cuidarse.

Cósima me tendió la mano.

—Muchas gracias, Alberto.

Esperé con más impaciencia que mi hermana la noche del cumpleaños.

A medida que llegaban los amigos y parientes yo hacía reiteradas escapadas a la puerta y recordaba al bueno de Tomás que una señorita rubia de grandes ojos negros tenía que venir en cualquier momento y él debía avisarme en el acto. Las salas de recepción estaban iluminadas a día y se colmaron de gente. Cuando por fin Tomás me hizo señas desde lejos, arrojé la copa por el aire y corrí. El corazón me latía en la garganta. Sus manos portaban un regalo envuelto en papel de seda. Mi turbación alteró las secuencias habituales: en vez de quitarle el abrigo y traer a mi hermana para que le diese la bienvenida, conduje a Edith con el abrigo puesto hasta el fondo del living donde Mónica charlaba con un grupo. Efectué las presentaciones y se saludaron con simpatía. Mónica abrió el paquete y se mostró encantada al acariciar la delicada pieza de porcelana.

En la hora previa, mientras la había estado esperando, bailé con Mirta Noemí Paz, a la que mamá elogiaba sin reservas. Mirta Noemí era bonita y pertenecía a una familia opulenta. Pero sus modales mostraban tanta afectación que parecía tarada. Quizás le enseñaron que determinada pose de brazos y hombros, así como una insufrible impostación de la voz la hacían más atractiva. No la soportaba por más de media hora, ni siquiera cuando se adhería a mi cuerpo bailando tangos. Al llegar Edith la olvidé por completo, lo cual no dejó de molestar a mi madre.

En algunos rincones conversaban y comían los adultos. Eran tiempos en los que se consideraba un deber concurrir a las fiestas de los hijos. Por suerte se retiraban hacia la medianoche. Yo estaba tan contento que conduje a Edith donde mis padres y la presenté. Luego fui a traer bebidas con el propósito de dejarla a solas con mamá: supuse que conquistaría su aprecio rápidamente. La veía tan hermosa que daba por seguro el resultado favorable.

Un fonógrafo alternaba con la radio y llenaba la casa de música danzante. En las habitaciones y en el hall giraban las parejas. Luego de convidar a Edith con refrescos, la invité a bailar. Resultaba indiferente que se tratase de tangos, fox-trots, valses o milongas, porque quería dar vueltas con ella hasta llegar a otra galaxia.

Edith me ganaba en ritmo. Su cintura vibraba como una cuerda de violín. Dibujamos esferas lentas y otras incandescentes por una sala, luego pasamos a otra sala y otra más, sin interrupción y sin querer cambiar de pareja como urbanamente se hacía en los cumpleaños. Yo me había encerrado en la contemplación de su rostro.

Las miradas empezaron a seguirnos, en particular las de los atentos adultos.

El fox-trot nos invitó a brincar alegremente como si practicásemos gimnasia en ropa de fiesta. Pero el tango nos aproximó mediante sus torsiones inefables; el ritmo hondo —como decían los fanáticos— no sólo abrazaba cuerpos, sino almas. Sus marchas, contramarchas y giros imprevistos transmitían una clandestina fidelidad. A esto se agregaba el contacto de un pecho contra el otro hasta acompasar los latidos, mientras el roce de muslos insinuaba promesas. Yo rogaba que el final de cada tango fuera sucedido por otro, y otro, hasta el agotamiento.

Ella insinuó que nos detuviéramos. Entonces la conduje hacia el patio, donde el aire fresco nos devolvió el oxígeno. Luego le propuse saborear algunos canapés. Junto a la mesa llena de bandejas, primas y primos charlaban y reían. Pero en mis orejas seguía vibrando la música danzada y mis ojos no se apartaban de Edith.

Me había enamorado. Me había enamorado fuerte, como a los doce años de una vecinita, pero ahora con potencia duplicada y diferente. No me gustaba esa palabra porque sonaba a hechizado, a prisionero. «Enamorado» era una manifestación de lo cursi. Pero era lo que me sucedía. Y lo que me sucedía era maravilloso.

Edith estudiaba historia del arte y propuse mostrarle nuestros cuadros. Reconoció un Delacroix de la serie nordafricana. Quedó muda al identificar dos piezas de la escuela de Barbizon: una de Jean François Millet y otra de Jean-Baptiste Corot.

—¡No imaginaba que estas obras estuviesen en Buenos Aires!

—Papá las compró en París.

—Tu papá tiene un gusto exquisito.

—Diría que tiene un marchand exquisito. Hasta lo hizo quedarse con las obras completas de Chaucer impresas por William Morris, que era socialista. ¿Las querés ver?

—¿No lo espantan los socialistas?

Pasada la medianoche ofrecí llevarla de regreso en el Chevrolet de mi familia. Era la primera vez que concurría a mi casa y no debía abusar, aunque hubiera preferido que siguiésemos juntos hasta el alba.

El auto marchó lentamente, con el impúdico objetivo de alargar su compañía. Las calles de Buenos Aires estaban animadas por los incorregibles noctámbulos que fatigaban cafés, restaurantes, librerías y boîtes como si no existieran los relojes. Estacioné junto al cordón y troté alrededor del auto para abrirle la puerta. Con golosa caballerosidad aferré su mano suave y la ayudé a descender. No la pude soltar. Edith entendió el riesgo de mis apresurados avances, pero decidió no frustrarme. Caminamos los pocos metros que nos separaban del edificio. La fragancia de los follajes me envolvió y exaltó. Inhalé profundo. No me resignaba a que nos despidiéramos secamente, como en el Teatro Colón. Esta noche había sido mágica. En mis sienes latía el anhelo de besar sus mórbidos labios. No sabía cómo hacerlo para que no se imaginase algo distinto a lo que se había instalado en la base de mi alma. Edith era un sueño convertido en persona y yo la quería para mí, para siempre. Con amor ciego y extremista.

—Ha ocurrido demasiado rápido —confesé—. Incluso me suponía inmune. Pero, Edith, la verdad es… es…

Me interrumpí, miré hacia las negras copas de los árboles. Me sentía idiota, pero extendí los brazos y exclamé con la brusquedad del suicida:

—¡La verdad es que… es que te quiero!

Ella apoyó su espalda contra la puerta. Sus ojazos negros resplandecían; su boca se tensaba en interrogación.

—Creo que hace mucho —proseguí—. Creo que te quiero desde que te vi por primera vez. Desde que te vi ahí dentro, en esta casa, hace casi dos años, asombrada ante dos tipos desfigurados que apenas podían hablar.

Sonrió:

—Parecían dos pobres diablos. Y asustadísimos.

—Yo te miré como a una aparición milagrosa. No, en realidad te encontré. Eso: te encontré. Cuando uno siente lo que yo sentí en ese momento, no se trata del descubrimiento de algo inesperado, sino de algo que uno venía buscando y que produce desesperación.

—¿Desesperación?

—Sí, tal cual. Me parece la palabra adecuada. Ya estabas en mis sueños, Edith. Al encontrarte tuve una sensación de irrealidad. Por eso, cuando después, súbitamente, reapareciste en el Colón, se conectaron mis sueños con la vigilia y decidí no volver a perderte. La verdad, temo perderte. O no alcanzarte. Por eso te decía que desde la primera vez que te vi tras esta puerta, mi sentimiento carga desesperación. Te necesito ansiosamente, te quiero.

—Cómo exagerás…

—No exagero. Ahora, después de habértelo dicho, se me produce un alivio muy grande —mi voz era susurrante—. ¿Debo repetirlo, Edith? Te quiero, te quiero muchísimo.

—¿Siempre sos tan brusco?

Nuestros labios estaban muy cerca y terminaron uniéndose. Fue un beso tierno. El primero de infinitos besos.

—¿A qué hora salís de la Facultad? —preguntó papá unos meses después.

—A las cinco. ¿Por qué?

—Te esperaré a la salida e iremos a dar una vuelta.

¿Una vuelta juntos? Sospeché que no sería por la calle Florida ni por Avenida de Mayo. No pretendía que lo acompañase, sino decirme algo secreto.

Al descender la ancha escalinata lo vi parado con su canosa barbita en punta, el fino traje de tweed y la cadena de oro cruzándole el chaleco.

—Hola —miró el par de libros que yo sostenía contra mi pecho—. ¿Te molestaría caminar?

—No.

—Entonces vayamos al parque. Hay menos ruido. Contame cómo siguen tus estudios.

No era el tema que más le importaba, pero servía de lubricante. Pronto sería abogado y debería compartir el manejo del patrimonio familiar. Hizo algunas preguntas, porque varios profesores le eran conocidos aunque no ejerciese. Después nos deslizamos hacia otro tema que tampoco era el meollo: las consecuencias del golpe a dos años vista.

—Ya no podemos llamarlo revolución —murmuró con enojo—, sino fiasco. Fiasco catastrófico.

—Muchos siguen diciendo «revolución».

—Uriburu era un militar simple, ingenuo y cabeza dura, encandilado por el fascismo que no calza en nuestra tradición ni en nuestra mentalidad.

—¿No calza? Desde entonces los fascistas se han multiplicado. Uriburu, por otra parte, parecía altruista. Te acordás que llegaron a ofrecerle a tío Ricardo…

—Tan altruista como cualquiera antes de saborear el poder. Y de tu tío Ricardo no quiero hablar. Ojalá que no se meta en cosas que avergüencen nuevamente el honor de la familia.

—No sé por qué siempre tengo la sensación de que tío Ricardo oculta más de lo que muestra. Nunca lo puedo llegar a entender del todo.

—Ni entender ni conocer. ¡Y pensar que es mi hermano! ¡Qué hermano!

—Supongo que no me invitaste para hablar de él.

—No.

—Entonces, ¿qué es lo que necesitás decirme, papá?

Extrajo su reloj de bolsillo y movió la cabeza.

—Tenemos tiempo.

Caminamos por la grava del parque. Los tilos y jacarandaes trinaban con la multitud de pájaros que buscaban ramas donde pasar la noche. La fragancia del césped ascendía como invisible vapor. Papá señaló un banco.

Durante unos minutos permanecimos callados.

—Basta de política —propuso dándome unos golpecitos en la rodilla—. Quiero que hablemos de otra cosa.

Llegaba al molesto carozo.

—No es frecuente que los padres toquen ciertos asuntos con sus hijos. Por lo general, cada asunto se desarrolla entre gente de la misma edad. Ahora empiezan a decir que es mejor aumentar la comunicación entre las generaciones. Una nueva moda, supongo. No sé cuánto sabés de mí, quiero decir de mi vida íntima. Creo saber más de la tuya, por ser tu padre, aunque también lo dudo.

—No sé si quisiera enterarme de algunas cosas tuyas, papá.

—¿Por ejemplo?

—De lo que acabás de decir, de tu vida íntima. Es tuya, privada.

—¿Seguro?

—Bueno. La verdad… ¿querés que te diga la verdad?

—Sí.

—Estoy más bien temeroso.

—¿Por qué?

—Y… son cosas que uno no quiere saber de los padres. Es como enterarse, cuando chico, de cómo se engendran los bebés.

Soltó una carcajada breve, molesta.

—Y eso espanta. ¿No es así?

—Ya lo creo.

—Bien, por ahí va la cosa. Aunque nunca hablamos de sexo, ni de mujeres, ni de tu futuro matrimonio, entiendo que, al menos, conviene resolver ciertos equívocos.

—¿Equívocos?

—Nunca te ha faltado dinero para salir. Y si te falta, no tenés más que pedirlo. Sos discreto y cuidadoso; eso está bien. Tenés varias clases de amigos, y eso también es bueno. Me gusta que seas cortés y desenvuelto con las damas. Y que tus amigos más osados te lleven donde hay otras mujeres para que hagas lo que todo hombre debe hacer.

Me sentí incómodo. Pese a estar por recibirme de abogado, nunca mi padre había hablado conmigo sobre mujeres. Su repentino desenfado provenía del nerviosismo que delataba su tono de voz.

—Quisiera saber, si no te fastidia decirlo, qué pensás de Mirta Noemí.

Estiré las piernas y los brazos, miré hacia la distancia que viraba al rojo crepúsculo. ¿Era eso? No supe si sentir alivio o preocupación.

—¿Mirta Noemí? Qué sé yo, papá. Es… es…

—Bonita.

—Sí.

—Bien educada, culta.

—Sí.

—De una familia impecable.

—Sí, sí.

—¿Entonces?

—No me ha picado el bichito del amor.

—¡Hablamos de un potencial matrimonio, Alberto! El amor es importante, claro, y con las virtudes que en ella abundan, vendrá seguro. No estarás esperando el flechazo de Cupido, como en las novelitas.

Giré la cabeza y lo miré a los ojos por primera vez en esa tarde. Mi padre se irguió: iba a producirse lo temido.

—Ya recibí el flechazo, papá.

—¡No existe! Es pura mitología. Confusión de adolescentes. Y ya superaste esa edad, Alberto —su nerviosismo se desenfrenaba.

—Existe. Te aseguro que existe.

—La alemanita, ¿no es cierto? —le tembló la canosa y bien recortada barba.

—Es argentina.

—Bueno, hija de alemanes.

—Te la presenté en el cumpleaños de Mónica.

—Efectivamente.

—¿No te pareció adorable?

—Estamos hablando como hombres. No me gustan los melindres.

—Ella me gusta mucho. La quiero, papá.

—Lo temía. ¿Y te escribís seguido con ella? ¿Cartas de amor? ¡Maldito sea el fuego del desperdicio!

—¿Me abrís la correspondencia?

—En casa no se hace eso. Pero Gimena vio el remitente. No de una carta, sino de varias. Y la preocupa tanto como a mí.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de repudiable?

—¿Debo decirlo?

—¿Que sus padres son alemanes? ¿Que en lugar de haciendas trabajan un negocio de óptica? Ella no es menos refinada que Mirta Noemí. Y tiene encanto, papá. Tiene algo que no abunda, te aseguro.

—Veo que te has dejado enredar más de la cuenta.

—¿Enredar? Yo la he buscado.

—Deberás cortar con ella enseguida.

—No doy crédito a mis oídos, papá. ¿Por qué me pedís eso?

—¿Por qué? ¿Me preguntás por qué? ¿Sos idiota?

—Te pregunto por qué, papá.

Contrajo el ceño y me aferró ambos brazos. Acercó la cara y en tono despreciativo, casi sibilante, gruñó la respuesta:

—Porque es judía.

—¿Judía? Es católica, va a misa, se confiesa, comulga.

—Es judía.

—¿Cómo lo sabés? —me sobresaltó tamaña novedad.

—Ella misma se lo dijo a tu madre, en casa. Y hasta con orgullo: «Mi padre es judío».

—No entiendo.

—¿Te das cuenta? Lo venía ocultando. O simulaba ser católica. No es una buena relación para un hombre como vos, Alberto.

—Tengo que aclararlo… Tal vez su padre sea judío. Pero ella y su madre son católicas.

—Ridículo. Más que aclarar, debés abandonar esta aventura insensata —me miró con severidad—. Y te doy este consejo: andá más seguido a lo de madamas finas para que te ofrezcan hembras que sepan bajarte la calentura.