ALBERTO

Desembarcamos en Bremen y desde allí seguimos a Berlín en el tren rápido. Alcanzamos a desayunar los ricos panecillos alemanes en su vagón-comedor antes de bajar al estrepitoso andén. Nos reconoció un funcionario argentino de mejillas abultadas, el secretario de Embajada Víctor French, un escalón por debajo del que me habían conferido a mí. Levantaba un diario para que no lo perdiésemos de vista. Tras expresarnos la bienvenida en el castellano que habíamos empezado a extrañar durante la travesía oceánica, nos condujo a un automóvil. Según yo había pedido, fuimos alojados en el Hotel Kempinski, cuya fama era difundida por agencias de viaje, novelas y filmes. Edith sugirió pasar cómodos las duras semanas iniciales y elegir con tiempo nuestro domicilio permanente en la capital. No teníamos claro si era preferible vivir cerca de mi oficina o en los parquizados alrededores del Wannsee.

Mientras los conserjes enfundados en rojo y azul trasladaban nuestro equipaje, French nos invitó a beber una copa en el lobby. Por una ventana descomunal se veían los árboles con brotes de primavera; en la calle barrían la última nieve.

—El embajador Labougle le ofrece dos días libres para que se vaya ambientando. En esta carpeta dispone de la información inicial.

—Muchas gracias.

—También dispone de mí: con gusto los acompañaré a dar unas vueltas. Berlín se ha convertido en una ciudad inmensa —su sonrisa le llenó la cara de arrugas.

Me había enterado en Buenos Aires de que French tenía cincuenta años y reclamaba ser sacado de Berlín. Hacía una década que lo mantenían en este destino porque conocía todos los ratones de la burocracia alemana. A los actuales dueños del poder los había empezado a frecuentar cuando eran unos provocadores de incierto futuro.

—Es usted muy amable —agradeció Edith—. Sólo conozco Berlín por referencias.

—¿Les parece bien que vuelva en una o dos horas?

—Dos horas.

Estrechó nuestras manos y salió a paso lento por los fastuosos salones.

Nos condujeron a la habitación. Era una suite decorada en estilo Luis XV. Recibí nuestro equipaje, di una propina y me senté sobre la cama.

—Parece un sueño, ¿no?

Ella abrió una valija y empezó a colgar la ropa.

—Una pesadilla.

Suspiré.

—¿No has visto a los SS? —agregó irritada—. ¡Unos esbirros!… Con esos uniformes de luto, con esas botas que taconean por cualquier estupidez, con la calavera en las gorras. Hemos llegado a la más honda caverna del infierno.

La tomé por los brazos, acaricié su piel tersa y miré sus grandes ojos restallantes de indignación. La abracé. Ella dejó al principio que sus manos colgasen, pero después me devolvió el abrazo.

—Ah, querido, querido. ¡Qué represalia más sutil!

—Pero vos quisiste acompañarme.

—Soy tu esposa, ¿no?

—Podía haberme negado a venir, rechazar este destino.

—Ya lo discutimos. Te hubieran mandado a un país insignificante.

—Si las cosas salen bien, pediré retornar de inmediato; ya te lo dije.

—Te saldrán bien. Pero no soy optimista en cuanto al retorno —se desprendió y volvió a su tarea—: el cínico de O’Leary se opondrá. Al fin de cuentas, fue quien decidió tu venida.

—O mi tío. Ya no sé quién de los dos hizo más fuerza.

—Tu tío por intereses, O’Leary por maligno. O’Leary no te quiere; soñaba con hacerte daño; mi mitad judía se le atravesó en la garganta.

—Cumplida mi misión, estará justificado mi retorno. Te aseguro que más me preocupan las recomendaciones que vos traés para los católicos disidentes. Te confieso que durante el viaje quise arrojarlas al mar.

—Es lo único que me ayudará a no morirme de angustia. Mi padre me contempla desde algún lado.

—Has estado enojada con Dios.

—Y sigo enojada. Lo haré por mi padre, no por Dios.

—Suena a blasfemia. No lo repitas.

—¡Qué me importa! Reina el absurdo en las narices de Dios.

—¡Shhh! —la abracé de nuevo y susurré a la oreja—. Las paredes oyen.

Fui a darme un baño. Me dije: «Alberto, superá la irritación si querés un mínimo éxito en el primer destino diplomático de tu vida».

El secretario Víctor French nos esperaba leyendo el oficialista Volkischer Beobachter.

—Hay que estar informados —lo dobló.

Nos hizo pasar ante los refulgentes guardianes y se adelantó para abrir las puertas del auto. Emitía fragancia a colonia. Sus gestos tenían una controlada afectación.

—He decidido venir sin chofer, así conversamos tranquilos —dijo luego de arrancar—. Aquí las delaciones son una virtud. Supongo que querrán hacer preguntas sin espías en las sombras.

—Empezamos bien —sonreí amargamente—. Con este prólogo ya contestó a varias.

Lanzó una carcajada breve.

—Alemania ha cambiado muchísimo. La situación económica era insostenible, ¿quién no lo sabía? El necio Diktat de Versalles estranguló a la República de Weimar e incrementó el odio popular. Yo ya tenía un año de residencia en Berlín cuando se estableció el gobierno autoritario de Von Pappen ante el fracaso de los partidos moderados. ¡Ufa, no se imaginan qué momentos! Von Pappen quiso obtener las soluciones desde arriba, con las clases superiores. Repetía que «el pueblo alemán necesita ser dirigido: es su idiosincrasia». Sonaba a elogio. Pero la situación continuó empeorando y los nazis aprovecharon para redoblar su agresividad. Cayó Von Pappen y subió el General Von Schleicher, quien intentó una alianza social-militar. Lo conocí personalmente y adiviné su fin. El Parlamento ya era presidido por Goering, un nazi de la primera hora, un íntimo de Hitler. Las legiones de desocupados, enardecidas por los nazis, exigían soluciones milagrosas.

Giró en una esquina y aprovechó la detención de la marcha para mirarnos.

—¿Qué hacían las potencias extranjeras mientras tanto, ah? La tormenta amenazaba desintegrar el país. Con el embajador Labougle nos reuníamos para contar las horas que faltaban para que sucediese lo peor. Y sucedió. El mariscal Hindenburg tenía más de ochenta años cuando enfrentó la amarga decisión de entregar el poder a Hitler, aunque significara el abismo.

—Cobarde —masculló Edith.

Víctor French movió la cabeza.

—No sería tan drástico, señora. Había que estar aquí.

—Claudicó, French, claudicó —insistió Edith, furiosa.

—Reconozcamos que procuró algunas garantías…

—Tan frágiles como ramitas secas. ¿De qué sirvieron Von Pappen como vicecanciller y algunos ministros conservadores? Esas garantías fueron una ilusión.

—Parece que está enterada. Sí, duraron muy poco.

—¿Se da cuenta?

Anunció que acabábamos de ingresar en la elegante avenida Unter den Linden.

—Las botas y los uniformes le han quitado elegancia.

—Sin embargo —corrigió French—, hay cosas que mejoraron. Y mucho. En serio.

—¿Mejoraron?

—Hubo un vuelco espectacular en el campo económico, social, administrativo, espiritual y político. Un vuelco impresionante. Es otro país. Cosas feas y cosas buenas. Miren la prosperidad que lucen las calles, aunque desagraden las botas y los uniformes. Hace poco hasta Unter den Linden era desolación y miseria. Observe que la gente viste bien, algunos pasean y otros van y vienen de sus trabajos. El desempleo se ha evaporado por arte de magia.

—¡Qué magia! ¿No es el rearme? La propaganda nazi confunde al más pintado.

—Exageran con la propaganda, es cierto. Pero debemos reconocer que los nazis entraron con un empuje demoledor. Alemania estaba dividida, sin rumbo. Ahora asusta al planeta. No parece real.

—A qué precio, mi estimado French. A qué precio.

—Es tan difícil una evaluación equilibrada.

—Reconozca que los nazis tienen hambre de poder, son insaciables.

—En eso coincido.

—Y las ventajas que usted admira son transitorias. El fin del desempleo y el fervor patriótico se basan en el fanatismo y la segregación. ¿Cómo se puede construir sobre tamañas plagas?

—También coincido en eso. Pero los nazis han cambiado el humor del pueblo, han impuesto la certeza de que Alemania renace, que le sobran energías.

—Han enloquecido al pueblo.

—En gran parte —Víctor French movió nuevamente la cabeza—. Pero si queremos ser ecuánimes, reconozcamos que obtuvieron lo que nadie antes. ¡Y con qué rapidez! ¡Con cuánta decisión! Fíjese que Hitler, en su primer año de gobierno, después de perseguir y encarcelar a los diputados socialdemócratas y comunistas, tomó medidas hasta contra sus propios aliados…

—¿Y ése es un mérito?

—Una forma inédita de la política. De ahora en más, la política en el mundo no será la misma.

—Brillante contribución a la miseria del hombre —dije yo.

—Pero una contribución al fin. Hitler ha demostrado que en los tiempos modernos se puede violar cualquier regla. Convirtió a Hindenburg en su virtual prisionero, arrancó poderes extraordinarios al Congreso y suspendió las garantías constitucionales en materia de libertad individual, de prensa, de reunión, de propiedad, de secreto postal y telefónico, de lo que se les ocurra.

Heil Hitler! —se burló Edith.

Ingresamos en la Wilhelmstrasse. Víctor French apuntó su mentón hacia un imponente edificio.

—Es el Ministerio de Relaciones Exteriores.

—Pronto lo visitaré.

—Así es —arregló su espejo retrovisor y miró a Edith—. Quisiera evitar un malentendido, señora: yo no soy nazi.

—Menos mal.

—Pero la democracia no podía con este país: Alemania era una ruina. Ahora, con locos y criminales, una potencia. Ya en los primeros cinco meses de gobierno los nazis pusieron la nación patas arriba. Después, piedra libre: rearme, imposición del partido único, leyes racistas, ocupación de Renania, reclamos sobre Austria, sobre los Sudetes, sobre Danzig.

—Sólo falta divinizar al Führer.

—Está en camino. De ahí los crecientes roces con algunos pastores y con la Iglesia.

—Explíqueme esto —pidió Edith.