ALBERTO
Los imbéciles de Chamberlain y Daladier no se daban cuenta de sus errores. Creían posible impedir la guerra ofreciendo más víctimas al vientre de Moloch. Le dieron sin adecuada resistencia el Sarre, Renania, Austria y Checoslovaquia, le dieron a los judíos que sus mandíbulas trituraban felices. ¿Qué vendría después? La política de apaciguamiento fracasaba; para regímenes como éste no había transacción posible porque quería y necesitaba algo más que la derrota ajena: quería y necesitaba su denigración. Algunos ingleses parecían darse cuenta.
Víctor French me contó que su amigo Zalazar Lanús, de nuestra Embajada en Londres, había visto a obreros excavando refugios antiaéreos en Hyde Park y Regent’s Park. Le dijo que se movilizó la Armada y que varios altos oficiales iban y venían de París, dispuestos a proclamar «basta».
Zalazar Lanús le contó aquello que no podíamos leer en Berlín: cómo había sido la sesión del Parlamento británico cuando Chamberlain informó que no renunciaba a lograr un acuerdo con Hitler y propuso, pese a las ofensas, visitarlo por tercera vez, donde él determinase, para salvar la paz. La respuesta de Alemania no llegaba y algunos diputados pensaban que no llegaría nunca. Pero en plena sesión, como si un dramaturgo hubiera ideado el libreto, fue depositado ante el presidente de la Cámara un cable con el asentimiento de Hitler y Mussolini para celebrar una conferencia cuatripartita en Munich. Por un instante —Zalazar Lanús aseguraba que había sido un caso único en la historia de Inglaterra— el viejo Parlamento perdió el dominio de sus nervios. Los diputados se pusieron de pie, aplaudieron y gritaron; las galerías retumbaron de alegría. Nunca se había producido semejante explosión de júbilo en el adusto recinto. A él lo había hecho lagrimear tanto anhelo por preservar la paz. Los militares más precavidos, en cambio, olfatearon una trampa.
El embajador alemán informó a Berlín hasta qué punto Gran Bretaña estaba dispuesta a cualquier sacrificio para impedir la conflagración. Chamberlain no viajó a Munich para negociar la paz, sino para implorarla. Nadie quería imaginar el tipo de capitulación que le habían preparado. Los militares ingleses, empero, continuaron excavando en los parques, exigían la multiplicación de las fábricas de armas, instalaban cañones antiaéreos y distribuían máscaras antigás. Pero la mayoría de la gente soñaba con la habilidad del primer ministro y confiaba en la picardía de su rostro de pájaro. Viraban el dial de la radio para escuchar los noticiarios y enterarse sobre el curso de la negociación. Pasaron jornadas insoportables de ansiedad, incluso para los miembros de nuestra Embajada. Hasta que de pronto se abrieron las nubes y estalló una insólita esperanza: Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier habían llegado a un acuerdo óptimo. Más aún: el primer ministro Neville Chamberlain había conseguido firmar con Hitler un tratado para la solución pacífica de todos los conflictos entre ambas naciones. La radio de Londres repitió hasta el cansancio el mensaje acuñado por el premier: Peace for our time.
Al regresar, el ministro agitó desde la escalerilla del avión un papel que aseguraba la paz para nuestro tiempo. La gente lloraba de alivio. Zalazar Lanús lloró en nuestra Embajada con los demás funcionarios; era un momento histórico. En seguida los diarios de Gran Bretaña reprodujeron la cabeza de pájaro con impecable traje de tweed y la inolvidable fotografía. Por la noche la gente se ponía de pie en los cines y se abrazaba cuando el noticiero mostraba la escena. Al día siguiente los obreros suspendieron las excavaciones y muchos fueron a devolver las espantosas máscaras antigás. Chamberlain era el héroe de una hazaña sin precedentes; los comentaristas aseguraban que, con su firmeza política y su pesado estilo, había logrado frenar la rapacidad de Alemania. En París se propuso erigirle un monumento: algo nunca visto ni sospechado en la conflictiva historia de las relaciones anglofrancesas.
Después cayó la desilusión como una avalancha. Se supo cuán incondicional había sido la rendición de Chamberlain y Daladier en Munich ante la intransigencia de Hitler, respaldado por Mussolini. Se supo con cuánta indignidad había servido en el altar de Moloch el impotente cordero de Checoslovaquia.
Los primeros ministros de Francia y Gran Bretaña no imaginaron que, antes de que se secara la firma del tratado, Hitler lo violaría en todas sus cláusulas. La verdad fue proclamada por Goebbels, cuando gritó a la multitud enardecida: «Inglaterra fue aplastada contra la pared».
Víctor French emitió un largo suspiro.
—Lástima que todavía nadie se anime a asesinar a Hitler.
—¿Puede alguien ser tan loco para intentar semejante cosa?
—El complot es cierto. Han encontrado y ejecutado a varios personajes. Tal vez alguno consiga burlar las barreras.
—Imposible. Eso es imposible.
—En Alemania hay de todo. También infinitos locos.
—¿No podrían enviar las democracias un asesino profesional, un buen espía, un comando? Se juega la paz del mundo.
—No. Las democracias se dejan destruir, no atinan a defenderse. Será alguien de aquí. O nadie. Las democracias tuvieron un rosario de oportunidades para detener a Hitler. No lo hicieron. Bueno, les pesará. Lamento ser pesimista.
Edith continuaba trabajando en Cáritas y San Rafael pese a las advertencias del embajador. Era un torbellino de actividad. Estaba más delgada y casi siempre ojerosa. Hasta se había recortado su rubio cabello para no demorarse en las mañanas. No le oculté mi preocupación. Ella me entendía y lamentaba que así fuera.
—No puedo dejar este trabajo.
—Ruego al cielo que no terminemos en un campo de concentración.
—Debemos luchar, Alberto. Yo no confío en las negociaciones con Hitler ni en sus promesas de paz. ¿Cómo pueden algunos ser tan ingenuos?
—Eligen ser ingenuos.
—Mucha gente de buena voluntad cree de veras que un tratado es un tratado y que el derecho funciona. No se da cuenta de que el nazismo ha inaugurado una nueva inmoralidad.
—Es un monstruo. Y estás luchando contra un monstruo, Edith. ¿Creés posible tu éxito?
—No contra el monstruo. Sí con sus víctimas, aunque parcialmente. Los pocos éxitos que Margarete y yo y sus colaboradores conseguimos, suenan a gloria.
Rodeé su cara con ambas manos y le besé las mejillas.
—Te amo.
—Las víctimas son personas que de la noche a la mañana se convirtieron en portadoras de una plaga absurda. Les quitan todo, las hunden en un campo de concentración o las expulsan sin clemencia. Ah, no olvidar que los generosos nazis les dejan el traje puesto y sólo diez marcos en el bolsillo.
—¿Para qué atormentarnos más?
—Porque no hay visas, Alberto. Te lo recuerdo otra vez. Nuestro cónsul las sigue negando y nuestro gobierno manda decir que no le interesa la gente desvalijada.
—Yo usé esas palabras. He hablado de nuevo con el cónsul y me aseguró que entiende la emergencia, pero no puede transgredir órdenes. Víctor French ya nos ha provisto de una buena cantidad por otra vía.
—¿Las considerás suficientes? Las víctimas de este despojo aceptan irse a cualquier parte, al Polo Norte o al Polo Sur, a China, al Sahara o al Caribe. Y debemos ayudarlos. ¿Te imaginás familias con hijos y hasta nietos que recorren el planeta rumbo a tierras donde se hable cualquier idioma, donde deban someterse a leyes extrañas y trabajos desconocidos? Tendrías que ver el desfile que recorre las oficinas de San Rafael: empresarios, artistas, profesores universitarios, jueces, médicos, músicos.
—No lo repitas: estoy enterado.
—Tengo que hablar, Alberto. Durante el día trago litros de aflicción. ¿A quién puedo recurrir? ¿A tu tío Ricardo?
—Menos mal que ya partió. No lo aguantaba ni a diez metros de distancia.
Volví a besarla y me levanté para buscar un licor. Abrí las ventanillas del bar y extraje el Bayleys que Víctor me había regalado al volver de su breve estadía en Londres. Llené dos copitas y coloqué una en la pálida y tensa mano de Edith.
—Ha empezado un éxodo —dijo ella—. Incontables seres pisoteados han decidido partir. Esperan la ayuda de gobiernos sensibles y de instituciones de beneficencia. Esperan nuestra minúscula ayuda. Requieren visas, permisos y dinero. Ya sé que recito la misma letanía. Disculpame.
—¡Qué podemos hacer!
—Si cada uno hiciera un poco… ¿Sabés qué me impresiona más? Los judíos convertidos. Sus antepasados al menos sabían por qué se los maltrataba: eran los iluminados de una fe, de una elección, de un Libro. Pero esta gente perdió su antigua identidad y ya nada les importa de su pasado, de su tradición. Se sienten alemanes y hermanos de los cristianos, los mismos cristianos que tanto les pedían la conversión y ahora que la han realizado los ignoran.
Repetimos la dosis de Bayleys y nos fuimos a dormir. Lo cual no siempre podíamos hacerlo en forma apacible. De modo alternativo sacudíamos nuestros hombros para arrancarnos las pesadillas. Nos abrazábamos, besábamos e intentábamos conseguir la escurridiza calma.
En la Embajada las conversaciones no eran mejores. Además de comentar la evolución del régimen y sus alternativas con las declinantes potencias de Europa, llegaban noticias sobre purgas en la URSS, el sangriento balance de la Guerra Civil Española y el creciente sometimiento de Mussolini a los caprichos de Hitler.
Otra escapada de Víctor French a Londres me hizo sospechar que Zalazar Lanús era algo más que su amigo. Trajo un perrito pequinés del que no se desprendía ni siquiera en la oficina. Mi secretaria comentó con asco que lo había visto besándole el hocico. Víctor estaba locuaz y usaba en exceso las manos. Su nerviosismo le movía el nudo de la corbata, desprendía los botones del chaleco y desestabilizaba su disimulado peluquín. Cada vez que cruzaba un espejo se detenía a controlar el peluquín y, aparentando mirar sus orejas, lo corría según el desplazamiento sufrido. En una ocasión exclamó horrorizado:
—¡Cielos! ¡Me parezco a Hitler!
A principios de 1939 lo invité a cenar en casa. Apenas se sentó le ofrecí un cocktail. Aceptó con desconfianza porque era un experto en la preparación de bebidas. Apenas vertí el Martini sobre un vaso se levantó y me rogó que no siguiera con el estropicio.
—Un Martini no se sirve como si fuese agua —protestó indignado.
Eligió tres copas con fino pie de cristal y pidió que las enfriase.
Edith encogió los hombros y yo decidí complacerlo. Cuando le devolví los vasos en condiciones, agregó:
—No se trata de whisky, por lo tanto el hielo debe ser puesto después, no antes. Hay que servirlo puro, ¿ve?, y revolver, nunca agitar.
Fui a sentarme mientras lo contemplaba finalizar su tarea.
La indigna reunión cuatripartita de Munich parecía quedar lejos. Hitler, como un tigre cebado, apresó la cercenada Checoslovaquia. Luego ocupó Memel. A continuación la prensa dirigida por Goebbels reclamó Danzig y el corredor polaco. La tensión seguía creciendo. Zalazar Lanús estaba desesperado; llevaba tantos años en Londres como Víctor en Berlín; se consideraba inglés.
—Yo, en cambio, nunca podré considerarme alemán con estos nazis de por medio.
Su amigo le había asegurado que la gente del común detestaba la guerra y se ilusionó con la política apaciguadora de Chamberlain; pero ahora sentía angustia. En la calle, en los pubs, en las entradas de los edificios repetía una y otra vez que el bueno de Chamberlain se había molestado en viajar a las residencias de Hitler sin reciprocidad alguna; que le llevó cordialidad, buena voluntad y comprensión; que efectuó concesiones. Pero ninguna concesión había sido suficiente. Hitler siempre juraba que era su última exigencia, y unos meses después pedía otra. Su voracidad no tenía límites, se incrementaba con cada bocado. La oposición inglesa reclamó entonces una actitud firme y se reanudaron los preparativos para la defensa antiaérea. También volvieron a distribuirse las máscaras antigás porque no se había borrado el recuerdo de la Gran Guerra; además de las nuevas máscaras, se revisaron las que se habían distribuido antes de Munich.
La situación había retrocedido al horrible clima del año anterior, pero con menos esperanzas.
—Mi amigo presiente el bombardeo. Quiere huir de Londres. Todas las semanas da un ansioso paseo por los muelles para ver partir los transatlánticos desbordados. Pero los canallas de Buenos Aires no aceptan cambiar su destino, como tampoco el mío.
Sacó un pañuelo y se secó los ojos.
—Temo que se enferme. Los presentimientos de Zalazar Lanús son más confiables que un cheque suizo. Tiene un incomparable olfato.
Víctor amaba alargar las sobremesas «para recuperar el amor a la noche que reina en Buenos Aires». Se fue cuando nos vio bostezar. Pero nuestros bostezos no se convirtieron en apacible dormir, sino en insomnio. Coincidíamos con Edith en que los presentimientos de Zalazar Lanús eran correctos.