ROLF
La noche previa al comienzo de su entrenamiento paramilitar dio vueltas en su cama como un adolescente en vísperas del primer coito. Entre las expectativas de empuñar un máuser, blandir cuchillos, confeccionar bombas incendiarias y patear periodistas degenerados, resonaban frases vehementes del capitán y aparecían muslos de mujeres.
Se levantó antes del alba y se vistió en silencio. Sus padres dormían al lado, en el mismo cubículo, separados por un tabique de madera. Estaba condenado a escuchar los ronquidos de Ferdinand, los suspiros de su madre y las asquerosas cópulas que él intentaba ruidosamente cuando volvía borracho.
Se escabulló sin prender la luz y con los zapatos en la mano. En el fondo del conventillo funcionaba la cocina que compartían veintisiete familias. Uno de los braseros permanecía encendido en forma perpetua con una pava negra que cada habitante se encargaba de llenar porque decenas de personas, sin orden ni horario, salían y entraban. Se arrebujó en su chaqueta de lana gruesa mientras bebía café de una taza de loza. El frío brotaba de los irregulares mosaicos y de las paredes tiznadas.
Escuchó pasos cansados. Era don Segismundo con un diario en una mano y una linterna en la otra. Saludó con un movimiento de cabeza, dejó los objetos sobre la mesada de granito y abrió la alacena donde guardaba sus pertenencias; se sirvió una jarra de té. Venía de cumplir su noche de sereno en una curtiembre; tenía los ojos sanguinolentos y la espalda tan doblada que parecía a punto de caerse. Corrió un banquito de madera y se sentó frente a Rolf.
El joven necesitaba eliminar las hormigas del sueño y el anciano quitarse del alma otra noche vacía de su vacía existencia. Rolf untó pan duro con manteca casera: le habían anticipado que su primera jornada de entrenamiento requería buena alimentación. Don Segismundo mejoró su semblante tras la segunda jarra de té y preparó su cena de madrugada con fiambre, queso y media botella de vino barato.
Rolf lo miraba comer despacio a causa de su mala dentadura; de vez en cuando empujaba con los dedos pedazos de fiambre que permanecían fuera de la boca. Mientras masticaba dijo que allí cerca, en un comité de la Unión Cívica Radical, habían degollado a un par de hombres. La sangre de las víctimas se mezcló con el vino y las empanadas de un festejo. Era la eterna puja entre yrigoyenistas y antipersonalistas que arruinaba al país, todos la misma mierda.
—Se ha podrido la cosa, muchacho. Por eso me gusta Mussolini, y me gusta Hitler.
Rolf asintió, sin agregar palabra: todavía le costaba despegar los párpados. El viejo blandió un trozo de queso con la mano temblorosa.
—Vas a ver: ¡pasarán a cuchillo a estos políticos inservibles!
Rolf cargó su mochila y atravesó el corredor impregnado de olores ácidos. ¡Si don Segismundo supiera que en esa mochila pronto escondería el puñal justiciero y otras armas! Salió a la calle glacial y aún oscura. A cien metros estaba la parada del tranvía que lo llevaba a la estación Retiro.
Retiro era una bulliciosa catedral de hierro. Correntadas de madrugadores envueltos en capotes y bufandas se desplazaban por los andenes iluminados y febriles. Bajo la inmensa bóveda resonaban silbatos, chirriaban carros manuales llenos de equipajes y bufaban las locomotoras.
Rolf recordó las instrucciones: dirigirse a la tercera ventanilla de la boletería, unirse a los otros cinco camaradas del grupo y marchar hacia el vagón de segunda clase instalado en el andén número cuatro.
La locomotora trepidó sus ferrosas nervaduras, lanzó un potente chorro de vapor y se puso en marcha a las 7 y 20 en punto. Aclaraba sobre los tejados.
En media hora se aproximaron al Tigre. Ya se elevaba el indeciso sol y desde las ventanillas los neófitos combatientes pudieron apreciar las bellezas del lugar. El Tigre era un centro turístico que se extendía sobre uno de los deltas más vastos del mundo. Allí —había anticipado Botzen— desembocaban diariamente cincuenta mil millones de metros cúbicos de agua que recogían cientos de arroyos desplegados por una cuenca más grande que media Europa. Toneladas de arcilla, raíces, hojas, troncos y frutos navegaban por las corrientes finales hasta constituir el desmesurado Río de la Plata, tan grande como Bélgica y Holanda juntas. Familias adineradas competían en la edificación de quintas para el verano porque la vegetación reproducía el paraíso. Por la ventanilla se sucedían laureles, arrayanes, álamos, mirtos y sauces, en cuyas ramas altas pudieron ver el misterioso clavel del aire.
En la estación del Tigre, Rolf cargó su mochila y caminó junto a sus camaradas hacia el embarcadero. La fragancia húmeda le evocó los bosques de su infancia, en la Selva Negra. Después quedó absorto ante la infinita cantidad de ramas de sauce que lamían el canal; entre ellos se asomaba el rojo agresivo de los ceibos alineados junto a tapias rosadas. Tanta vibración anunciaba algo grandioso.
Vio al hombre que lo convertiría en un soldado de verdad. Hans Sehnberg era petiso, calvo y sin cuello, casi un monstruoso cubo. Los esperaba junto a los restantes miembros del pelotón. Vestía botas y campera negra.
Los saludó en alemán.
—Todos se conocen entre sí. Hace meses que el capitán los adoctrina. Ahora empieza mi parte.
En tono severo les ordenó que sólo hablasen alemán; pero en forma asordinada, como lo hacía él, porque a menudo estaban cerca las orejas enemigas. Levantó su brazo y enfiló hacia el amarradero. Indicó que subiesen a tres botes inestables, con charcos de agua en el fondo.
—¡Empuñen los remos!
Se internaron río arriba. Vieron numerosos embarcaderos privados.
—Uno de ésos es el Rowing Club alemán. Allí van los degenerados. Les prohíbo siquiera acercarse.
Hans Sehnberg, sentado junto a Rolf, marcaba el ritmo de los remos y señalaba la ruta. Ingresaron en un canal ancho, después se introdujeron por un brazo que giraba hacia la izquierda; al rato se trifurcaba y había que seguir por la derecha, luego otro brazo que volvía a trifurcarse y de nuevo hacia la derecha; finalmente aparecía una bifurcación y avanzaron hacia la izquierda, por un curso angosto. Sin una hoja de ruta se hubiesen extraviado. Las aguas eran espesas y Sehnberg comentó que abundaban el surubí, la boga y el sábalo.
—Lo digo para que tengan ganas de pescar. Pero también para que sepan que no los voy a dejar pescar. No venimos a perder el tiempo —sus ojos brillaron con malicia.
A Rolf no le molestaba la severidad del instructor. Estaba encantado con la llegada de ese día y encontrarse en este paraje secreto donde se convertiría en superhombre. Miraba el entorno mágico del delta, con el cual había soñado desde que Botzen anunció que en sus profundidades tendría lugar el entrenamiento paramilitar.
El impresionante entretejido de materia orgánica había formado la sucesión interminable de islas. Una extraordinaria feracidad producía árboles, plantas y flores que en algunos sitios equivalía a una jungla. Calandrias, tijeretas, cotorras, zorzales y cardenales jugaban en bandadas, tal como había descripto el capitán en sus clases para calentar el entusiasmo de sus pequeños Lobos. También les había contado que el presidente Sarmiento, con sus absurdas ocurrencias, había propuesto a fines del siglo pasado construir allí Argirópolis, la nueva capital de la Argentina; su proyecto había quedado archivado en el desván de las cosas que este país se permite desperdiciar generación tras generación sin cargos de conciencia. Botzen despreciaba a Sarmiento porque había sido un admirador de Lincoln y otros demócratas imbéciles, y se rió de Argirópolis porque en el loco proyecto había considerado innumerables asuntos, sin sospechar que una de sus ocultas islas iba a servir para el entrenamiento de un pelotón decidido a luchar por la muerte de la democracia y el renacimiento del Reich.
Amarraron en un estrecho muelle que disimulaban los juncos. Altos árboles ocultaban una extendida vivienda baja. Sehnberg quitó el cerrojo de la puerta principal y los invitó a recorrer los húmedos cuartos. Abrieron ventanas hasta que todos los resquicios se llenaron de luz. Por doquier aparecían roperos con medias, gorras, chaquetas, botas, pantalones de brin, cinturones y bastones sin mango.
—Estos bastones sin mango son la primera arma que les dejo ver por ahora —aclaró Sehnberg con una sonrisa de media boca e indicó dónde guardar las mochilas—. Agarren los cepillos, uno por cabeza. El entrenamiento empieza con el lustrado de las botas. Calzarán botas de media caña hasta que termine el día.
Rolf se dijo que estas bravuconadas no lo iban a asustar.
—Las ampollas de los pies son las primeras medallas de un buen soldado. No las revienten: se curan solas, con nuevas ampollas.
El instructor se quitó la campera de cuero y quedó vestido con una camisa negra de mangas largas. Empuñaba una fusta con la que daba rítmicos golpecitos a su pierna derecha.
A los diez minutos consideró suficiente el lustrado de las botas, ordenó que las calzaran y corriesen a formar en el patio trasero.
—Empezarán con el paso de ganso.
El patio era una pradera de medio kilómetro. Sehnberg explicó a los muchachos formados en hilera que no se trataba de mover las piernas como señoritas, sino de hacerlo con máxima energía.
—Levanten la punta del pie hasta el pecho, sin doblar la rodilla, con decisión, y bájenlo con rudeza sobre el piso. Arriba-abajo, arriba-abajo. Así, ¿ven? Con fuerza. ¡Con muuuuucha fuerza! Empiecen: uno-dos, uno-dos.
La compañía empezó a marchar desorganizadamente.
—Con el alma, ¡carajo! —Sehnberg hizo silbar la fusta en el aire—. Arriba-abajo, arriba-abajo.
Marcharon durante diez minutos.
—¡Des-can-so!
Tenían las mejillas encendidas y las bocas exhaustas. Les ordenó formar de nuevo.
—¡Hagan mejor la línea, idiotas! —escupió—. Parecen perros cansados. ¡Dan vergüenza! Ahora marcharán el doble de tiempo, pero con el doble de fuerza. ¡Con ganas! Aquí van a caer rápido los inservibles. ¡Y los echaré a patadas!
Gustav Lustadt, de Villa Ballester, marchaba al lado de Rolf ese primer día. Era bajo y delgado, pero su cara denotaba mucho nerviosismo. Al promediar la segunda ronda sus piernas, que habían empezado con demasiado énfasis, ya no alcanzaban la altura necesaria y cometía imperdonables flexiones de rodillas. Respiraba como un fuelle.
—Más alto, ¡Gustav! ¡Más duro! —gritó Sehnberg.
Gustav hizo el esfuerzo. Resoplaba con cada paso y arrojaba hacia arriba el pie de una marioneta quebrada. Era inevitable que perdiese el equilibrio. Cayó sobre el hombro de Rolf sacándolo de la fila y rodó sobre el pasto.
—¡Arriba, Gustav! ¡Arriba he dicho! Y usted, Rolf, vuelva a su lugar.
Gustav se apoyó sobre las manos; el sudor le colgaba de las pestañas. No veía. Cuando estuvo cerca de la vertical volvió a caer.
—¡Arriba! —bramó Sehnberg e hizo silbar la fusta sobre la cabeza empapada.
El muchacho parecía al borde del desvanecimiento; sus ojos giraban confusos.
—¡Al-to! —ordenó a la compañía; luego se dirigió a Rolf—: traiga un balde con agua.
Rolf salió corriendo.
—Vuélquelo sobre la jeta de este imbécil.
Rolf dudó, pero la mirada flamígera del instructor inyectaba furia: el baldazo se derramó sobre el extenuado Gustav como un alud. Sehnberg admitió la brutalidad con su típica sonrisa de media boca y agregó unos golpecitos de fusta sobre los hombros mojados.
—¡De pie!
Gustav sacudió la cabeza chorreante en medio de toses. Volvió a apoyarse sobre las cuatro extremidades, como un perro. La tos se mezclaba con mocos. Su mirada estaba más confusa. Logró enderezarse y adoptó una inestable posición de firmes. El instructor eructó lava:
—¡Fuera! —su dedo marcó la vivienda—. ¡Fuera de aquí! Busque un hacha en el depósito y corte leña hasta que yo le diga basta. ¿Entendido?
—Sí… señor instructor.
Sehnberg giró hacia el resto de los discípulos y caminó lento junto a sus caras, como si necesitase aspirarles el aliento. Parecía más bajo y más ancho, un cajón lleno de brasas. Los muchachos no podían mirarlo de frente. Les llegaba al hombro y su pelo duro —de fiera enojada— les rozaba adrede la barbilla. Rolf nunca hubiera supuesto que un hombre tan comprimido generase tanto miedo.
Su voz rajó el aire:
—¡Sigue la marcha! ¡Prepararse! ¡Firmes! ¡Atentos! ¡Uno-dos, uno-dos, uno-dos!
Los hizo detener cuando vio que el apartado Gustav caía de bruces junto a la pila de leña.
—¡Más agua! —extendió el índice hacia Rolf—. Y después hágale tomar dos jarras de café cargado. Pelotón: ¡sigue el ejercicio de marcha!
Gustav se recuperó a medias. Bebió y vomitó. Rolf lo acomodó contra la pared de la leñera sin saber qué otra cosa debía proveerle. El instructor se acuclilló a su lado. Le tomó el pulso, le palmeó las mejillas y le regaló una breve, inusitada sonrisa.
—Ya pasará —dijo.
Ese gesto era increíble y conmovedor.
El paso de ganso prosiguió otro cuarto de hora. Tanto ejercicio les había hecho perder la capacidad de enterarse de si su cuerpo terminaba en dos piernas o en un aparato autónomo. Ya no era fatiga lo que expelían los pulmones, sino éter de lejanas galaxias. Las cabelleras estaban ensopadas; gruesos hilos de sudor resbalaban hasta las botas.
Hans Sehnberg levantó la fusta como si fuese un banderín y mandó cesar el ejercicio. La desconcentración no permitía, sin embargo, derrumbarse bajo un árbol ni zambullirse en las aguas del delta. Debían ir al baño, ordenadamente, lavarse, beber de a poco y sacarse las botas. Éstas habían sido fieles servidores de su primera marcha; había que tratarlas con respeto y volver a lustrarlas.
—Quieran a sus botas como un jinete a su caballo —sentenció.
Luego se ubicaron en la galería sobre rústicos bancos de madera e ingirieron hogazas de pan con fiambre y queso. Sehnberg fue uno más durante el almuerzo restaurador y, poco a poco, los alentó a conversar. Debían sentirse felices por la tarea realizada. Pronto les enseñaría a luchar con puños y también con bastones. Prometió que, si cumplían la práctica con esmero, les daría una sorpresa antes de finalizar la jornada.
Los quince reclutas, incluido el pálido Gustav, fueron distribuidos en parejas para ejercitarse en los movimientos de ataque y defensa. Primero con los puños y los pies. Luego con bastones. Nada de gestos inútiles: los músculos debían contraerse con el fin de golpear duro y escapar ileso.
Rolf no consiguió evitar que un golpe le pusiera colorada la oreja izquierda, pero hundió el puño en el estómago de su rival. La práctica fue rígida al principio. Sehnberg, al contrario de lo que había ocurrido durante la marcha, no quería domarlos, sino aumentarles la concentración; les recordaba que eran camaradas y no debían destruirse.
—Ya tendrán ocasión de destruir a los verdaderos enemigos.
Por último la anunciada sorpresa. Se paró delante de la formación con las piernas abiertas mientras su rítmica fusta golpeaba la bota.
—Les mostraré las armas de fuego —dijo solemnemente—. Podrán tocarlas, pero no las cargarán. Todavía no están en condiciones de usarlas. No se impacienten, en pocas semanas los dejaré tirar.
A Rolf se le agrandaron los ojos. El polígono quedaba cerca de ahí, detrás de unos sauces. Y gozó la visión de las armas que el instructor exhibía, con municiones y repuestos en abundancia. Nunca había visto tantas juntas. Acarició los fríos hierros y se delectó ante las variedades de revólver, pistola, máuser y rifle. En la isla habían acumulado un arsenal.
En agosto el entrenamiento ya se había convertido en rutina. El mes venía con lluvia y heladas. Rolf despertó en plena noche, bajo el retumbar de los truenos, y se prometió no faltar a la cita en el delta: su entrenamiento era sagrado.
Maldijo la borrasca del amanecer y llegó mojado a la estación Retiro. En la boletería aguardaron hasta las 7.15; sólo se habían reunido tres camaradas. Corrieron hacia el tren que partió, como de costumbre, a las 7.20 en punto. En el escarchado embarcadero los aguardaba el solitario Hans Sehnberg con una capota de goma que lo cubría de la cabeza a los pies. Esperaron unos minutos adicionales bajo el alero de un almacén hasta que llegaron dos más.
—Muchas deserciones —criticó mientras se ponía al frente del grupo, rumbo al muelle—. Somos seis. Usaremos un solo bote.
Repartió capotas iguales a la suya.
—Partiremos a pesar del mal tiempo. Supongo que ninguno es tan pendejo como para asustarse por una simple ventisca —carcajeó provocador—. Bien, adentro. ¡Y duro con los remos!
Se desencadenó otro aguacero. Los canales del delta se alzaron bajo las rachas huracanadas.
—¡Los buenos soldados no temen a la muerte! ¡No temen a nada! —rugió Sehnberg, excitado por el riesgo.
Con un par de baldes Rolf y Gustav tenían que dedicarse a vaciar el fondo mientras los demás golpeaban rítmicamente los remos. Ya conocían la ruta de memoria, felizmente. Era lo único tranquilizador, porque extraviarse bajo ese temporal hubiera sido trágico. Sehnberg estaba contento de someterlos a esta prueba: hubiera querido decirles que él mismo había producido el temporal.
—En Europa los inviernos son peores —bramaba por entre los latigazos del agua.
Avanzaron bajo la lluvia incesante. Por último se abrieron camino entre los juncos que protegían el muelle de la isla, aseguraron firmemente el bote y corrieron hacia la casa. La pradera donde efectuaban las marchas se había convertido en un pantano. Sehnberg encendió la chimenea y ordenó que todos se quitasen la ropa y la pusieran a secar junto al fuego. Vistieron los equipos guardados en roperos y baúles.
—Haremos ejercicios de interior.
Primero la infaltable marcha a paso de ganso por una línea que recorría en círculo todos los cuartos —uno-dos, uno-dos, uno-dos—, los pies hasta la nariz y luego el golpe firme sobre el piso. Después trote con las rodillas altas —¡pegadas al pecho, imbéciles!—. Y por último flexiones profundas y saltos de rana. Transpiraron como si hubiesen marchado tres horas seguidas por la anegada pradera.
—El mal tiempo les ha traído suerte —dijo el instructor mientras los dejaba beber varias jarras de agua—. Aprovecharemos para que aprendan de una buena vez el boxeo y el uso de armas blancas.
Gustav hizo un guiño cómplice a Rolf.
Sehnberg sabía graduar el método. Primero mostró la forma de calar bayonetas desde distintas posiciones. Después cómo avanzar en formación estricta, con paso amenazante. Acto seguido les enseñó cómo atacar a la carrera, por asalto. Dos horas más tarde repartió cortos puñales y los familiarizó con su mango, punta y filo.
—Por hoy confórmense. Arrojarán puñales cuando no llueva y los árboles sirvan de blanco.
Después de reposar una hora anunció la clase de boxeo y lucha libre.
—Arremánguense las camisas y los pantalones. ¡A mover las patas y los puños!
Tal como lo habían hecho en ocasiones anteriores, se dividieron en parejas que ensayaron movimientos de brazos, caderas y piernas hasta conseguir suficiente flexibilidad. No debían apurarse durante la primera etapa, que era un juego de retrocesos y avances. Las parejas rotaban cada diez minutos para desarrollar nuevos reflejos. Sehnberg los estimulaba a calentar los músculos. Pero en esa tarde de lluvia se le cortó la paciencia, latigó su fusta contra la bota y aulló:
—¡Basta de hacerse las señoritas! ¡Al-to!
Entregó una tiza a Gustav:
—Marque en el piso los límites de un cuadrilátero grande. Márquelo con trazo grueso, visible.
Gustav recogió la tiza pero no supo dónde hacer el dibujo.
—Ahí mismo —se irritó Sehnberg—, en medio de la sala. El resto se apartó. La atmósfera adquirió una tensión inesperada.
—Bien —prosiguió el instructor sin dejar de golpearse la bota—, ¿quiénes entran primero al cuadrilátero? —miró a los cinco Lobos, que súbitamente olieron el peligro.
Nadie respondió.
—El ganador de la primera ronda peleará con el siguiente. Vamos, ¿quiénes empiezan? —la fusta azotaba con ira la caña de su bota—. ¡Vamos, hato de señoritas!
Gustav dejó la tiza junto a la pared y se instaló en un ángulo del cuadrilátero. Sehnberg sonrió en forma siniestra y le ordenó que calzara los guantes. Rolf se asombró por la rápida y casi suicida decisión de Gustav. Estuvo a punto de ofrecerse a combatirlo, pero se le adelantaron otros dos. Sehnberg eligió al más alto:
—Otro.
Caminó en torno al cuadrilátero.
—Bien, se enfrentarán Otto y Gustav. Empezarán en cuanto haga sonar el silbato. Recuerden que ésta ya es una pelea de verdad, entre auténticos guerreros. No quiero amagos ni caricias. ¡Hay que pegar! ¿Entienden? ¡Pegar y pegar! El que gane continuará; el que pierda, aunque esté herido, limpiará los baños hasta dejarlos más brillantes que el oro. ¿Está claro? ¡Atencióóón!… Príííííííííí.
Otto le lanzó un directo a la nariz que Gustav esquivó. Otro al estómago que atajó con el antebrazo. Repitió los golpes con más velocidad, como si tuviera apuro por liquidar a su pequeño adversario. Pero Gustav poseía suficiente rapidez para evitar que los puñetazos llegaran a su cuerpo. Otto empezó a transpirar y resbaló. Gustav le aplicó un directo a la mejilla, pero no tan contundente como para voltearlo. El combate siguió durante varios minutos con las mismas características: Otto en ofensiva ansiosa y Gustav esquivando, contraída la cara y alertas los ojos.
—¡Vamos, Gustav! —chilló Sehnberg—. Esto no es un ballet. ¡Hay que pegar!
Sus palabras enardecieron más a Otto que al verdadero destinatario, porque sus puños se convirtieron en un ventilador. Frente a la baja cabeza de Gustav hizo girar sus guantes como una mancha roja, pero apenas logró rozarle la frente. Su contrincante le oponía agilidad. Otto dio muestras de cansancio. Incluso descuidó la guardia. Gustav le mandó otro directo a la mejilla, esta vez contundente, lo cual generó la inestabilidad de todo su cuerpo; se sacudió convulsivamente para expulsar los efectos del golpe. Pero fue otro desafortunado instante porque le llegó un nuevo directo, esta vez a la mandíbula. Y mientras se arqueaba hacia atrás, un tercer puñetazo, potente y hondo, penetró en su estómago. Otto cayó de costado.
Fueron a socorrerlo.
—¡Baldes de agua! —bramó Sehnberg, que aplicaba el mismo remedio a todos los males.
Miró a Rolf y con un movimiento de cabeza le ordenó ingresar al cuadrilátero de tiza. Gustav se recuperaba haciendo respiraciones profundas; Sehnberg le dijo:
—Bien ganado, Gustav. Veremos cómo te va con Rolf. Ambos recuerden: la pelea va en serio. ¡Hay que pegar! No acepto señoritas. Cuando toque el silbato, golpeen fiero. Como en la guerra. ¡A matar! ¡Atencióóón!… ¡Príííííí!
Los rivales se aproximaron con prudencia. Rolf no iba a repetir el error de su predecesor: Gustav era más hábil que lo esperado y aprovechaba la fatiga ajena. Se arrojaron algunos tiros que no dieron en el blanco. El petiso trató de enojarlo con roces a la oreja y amenazas al bajo vientre. Rolf hacía lo mismo. Al minuto Sehnberg los empezó a apedrear.
—¡Peguen, hijos de puta! ¡Muévanse! ¡Más acción! ¡Más golpes! ¡Asalten la cabeza!
Gustav estaba visiblemente cansado y no podía obedecer aunque quisiera. Rolf aumentó su ritmo, lanzó varios golpes a la cara y al pecho, pero sin conseguir una efectiva penetración. Llegó a su ceja y le hizo torcer la cabeza hacia atrás; entonces estuvo tentado de permitirse algo prohibido: darle una patada en los testículos. La pelea calentaba sus puños y le infundía una sensación novedosa. Quería golpear duro, derribar y destrozar ese bulto esquivo. La lucha le prendía llamaradas. Recordó a su hermano pegándole al padre. Sus músculos se inflaban hasta desgarrarle la piel, estaba a punto de gritar como una fiera.
La cara de Gustav quedó libre de protección y le lanzó un puñetazo mortal, con todo el cuerpo y todas las fuerzas. Su brazo se alargó hacia adelante como si fuese de goma; era capaz de llegar al otro lado de las paredes. Pero Gustav pudo arquearse con tanta suerte que Rolf pasó de largo como una ráfaga, cruzó el límite del cuadrilátero y fue a estrellarse contra el ropero del fondo.
—¡Fuera! —rugió Sehnberg a un Rolf congestionado de frustración—. ¡Así no llegará a nada, pedazo de inútil!
Calzó los guantes y desafió a Gustav.
—Se las verá conmigo, pequeño experto en huidas. Los soldados verdaderos no se hacen a un lado: atacan. ¿Me oye, mariconcito? ¡Atacan!
Se paró en un ángulo opuesto al del agotado recluta.
—Vamos: acérquese, anímese.
El agobiado Gustav se enjugó la transpiración con los antebrazos y dio un paso vacilante. El instructor empezó a provocarlo mediante saltitos en torno. El recluta se veía obligado a girar en forma permanente. A la sexta vuelta se sintió mareado, pero trató de no perderse ante los toques que le llovían de atrás. Le faltaba el aire y no lograba responder un solo tiro. Siguió esquivando puñetazos con decreciente agilidad. Sus camaradas rodearon el cuadrilátero con una premonición angustiada.
Sehnberg no pretendía enseñarle, sino castigarlo. Con tres directos al tórax le cerró los bronquios. Gustav se puso azul y se arqueó; iba a vomitar, estaba terminado. Pero Sehnberg no lo consideró suficiente. Llevó su codo hacia atrás para cobrar impulso y le descargó un cañonazo en medio de la cara.
Fue simultáneo el grito, la aparición de sangre y el susto que recorrió a los testigos.
El instructor se quitó tranquilamente los guantes y ordenó lo previsible:
—Tírenle un balde de agua.
Vómito y sangre ensuciaron el piso.
—Más agua —indicó mientras se sentaba a descansar sobre una silla.
Depués se levantó, contempló el cuerpo tembloroso de Gustav, le tomó el pulso y anunció:
—Voy a enderezarle la nariz.
La víctima, tendida sobre el piso, abrió grandes sus ojos enrojecidos. Sehnberg impartió instrucciones precisas: tres camaradas lo rodearon para ayudar y el cuarto vino con otros baldes llenos de agua y unos repasadores de cocina.
—Sosténgale los brazos y las piernas —prosiguió voceando órdenes con la misma impiedad que durante los ejercicios—. En cuanto a usted, Rolf —lo miró al centro de las órbitas—: sostendrá firme su cabeza. Con ambas manos, como si fuesen orejeras de hierro. ¿Está claro?
—Sí, señor instructor.
—Dolerá menos que el golpe, Gustav —mintió.
Se instaló a horcajadas sobre el cuerpo yacente y comprobó si estaba firmemente inmovilizado. Con suavidad abrazó la sangrante nariz quebrada entre sus dedos pulgar, índice y mayor de la mano derecha. Sobre ellos apoyó los dedos de la izquierda. Parecía medir la deformación e intentar una caricia sobre la piel. El procedimiento transcurría en forma inusualmente cariñosa. Gustav lo miraba con terror, pero no podía hablar ni moverse. De súbito Hans Sehnberg comprimió con fuerza ambas manos, movió hacia un lado la nariz hinchada, produjo un crujido espantoso y Gustav se desmayó.
—Bien —dijo mientras se levantaba—; la tendrá casi nueva cuando se le vaya la hinchazón. Ahora tírenle agua helada hasta que despierte.
Miedo, admiración y parálisis se trenzaron en el alma de los otros muchachos. Sehnberg encarnaba las deidades del Rhin, tan potentes como espantosas.
La sala donde yacía Gustav se convirtió en una pileta. El despertar del herido fue patético: temblaba de frío y dolor, tosía sangre y chorreaba flema. Cuando fue clara la recuperación de su conciencia lo llevaron cerca del hogar encendido, lo secaron y ayudaron a cambiarse de ropa. Un trapo tras otro le cubría la estropeada nariz.
Sehnberg decidió adelantar el regreso porque seguía el temporal. Gustav no remó, sino que fue autorizado a permanecer en la proa con un toallón sobre la cara. Otto, en cambio, tras haber limpiado los baños, remó junto a los demás.
Luego de amarrar en el embarcadero del Tigre, Hans Sehnberg los invitó por primera vez a una cantina.
—Hoy hemos trabajado duro.
Pidió vino caliente. Luego se encargó de añadirle canela y azúcar.
—Prosit!
Al salir, Gustav tuvo otra hemorragia nasal. Seguía lloviendo.
—Alguien debe acompañarlo —dictaminó.
No hubo respuesta. El agua caía estrepitosamente.
—¿Quién lo acompaña, pues? —su voz sonó más imperativa.
Miró a Rolf.
—Lo acompañaré —se ofreció antes de que la sugerencia se transformase en orden.
Rolf y Gustav se sentaron juntos en uno de los bancos del tren. Durante el trayecto no hablaron porque Gustav se sentía mal y a cada rato cambiaba los pliegues de la toalla con que se cubría la nariz. Bajaron en la estación más conveniente para Gustav. A pocos metros paraba el tranvía que lo dejaba en su casa.
—Sehnberg estuvo demasiado rudo —dijo Rolf, antes de despedirse.
Gustav le hundió los ojos.
—¿Rudo? ¡Es un hijo de puta!
—Así son los guerreros, así seremos nosotros —intentó consolarlo.
—No es un guerrero, es un canalla. Que les rompa la nariz a los judíos, no a sus alumnos.
—Pronto lo haremos. Para eso nos prepara.
—No era necesario que rompiese la mía. Tengo ganas de matarlo —estuvo a punto de llorar.
—Te pasaría lo mismo con cualquier instructor. Nos quiere fuertes, invencibles. Es un entrenamiento. Los golpes de la policía serán peores.
Llegaron a su casa y Gustav puso la mano sobre el picaporte.
—¿Qué le dirás a tu familia cuando te vean la nariz?
Esbozó una sonrisa triste.
—Me caí. Con esta lluvia cualquiera se cae, ¿no?
Tres semanas después Gustav ingresó como tromba en el conventillo de Rolf. Una extendida mancha le cubría la nariz y ambas órbitas. Pero en su espíritu soplaba una tormenta bélica. Sacó a Rolf de su cuarto. Hablaba como un poseso y lo arrastró por las calles que vitoreaban la revolución.
Atravesaron masas de manifestantes y se introdujeron en las exaltadas columnas. Era deleitoso ser arrastrado por una corriente cargada de fuerza sobrenatural.
Un grupo armado proponía degollar a Yrigoyen. Ni Gustav ni Rolf quisieron perderse la fiesta.