EDITH
La suma era intolerable: violación y asesinato. ¿Con quién compartir semejante carga? Oprimía la ausencia de Alexander; su cara noble de ojos verdes sólo miraba desde los retratos. Cósima y Edith lloraban a escondidas, para no potenciarse el dolor. A veces adivinaban sus pensamientos y se abrazaban.
Pronto la injusticia entró en desmesura.
Edith interpretaba sus náuseas como visceral rechazo a lo que había sucedido con su padre y con ella, eran signos de su furia. Pronto descubrió otra cosa: la violación tenía una monstruosa consecuencia. Espantada, sospechó el averno. Quiso matarse. Bañada en lágrimas, blandió su puño a Dios.
—¡No podés hacerme esto! ¡Es demasiado!
No tenía derecho a castigarla de esa forma. Ya era suficiente con la sola violación y el crimen. Un mes y medio más tarde las náuseas se acompañaron de vértigo y en dos ocasiones fue a dar contra la pared.
—Jesús —rezaba durante la noche—: llevame con papá…
Alberto exigía consultar al médico y Edith aún rogaba: «Jesús: que sea hepatitis, que sea cáncer».
—Debe ser tu hígado —insistía Alberto—. No entiendo por qué te resistís a una consulta.
Si para ella era una maldición el presunto hijo que crecía en su vientre, ¿qué sería para Alberto? Empezó el derrumbe.
Necesitaba pensar su desgracia con otra persona. Sí, ¿pero con quién? No existía una sola en su horizonte afectivo que la pudiera sostener. Tampoco le brindaría una solución. Para estos casos no existe solución, sino vergüenza, ruina o muerte. Varias calles de Buenos Aires tienen declive y los tranvías aprovechan para aumentar su velocidad; bastaría pararse sobre las vías y en un instante acabaría su desgracia. Dios estaría conforme: ¿qué otro castigo podía armonizar con los que ya le había aplicado?
La preñez era evidente: no volvió a menstruar, crecía la cintura y aumentaba la pigmentación de los pezones. ¿Cuánto tiempo más resistiría consultar a un médico? Ni siquiera se animaba a descargar su pena en el confesionario porque le darían consuelos infantiles.
Una mañana despertó con el pelo mojado y quiso salir corriendo hacia lo de un rabino: quizás la religión de su papá ofrecía remedios diferentes. Pero no conocía rabinos; era católica y le dirían que fuese a lo de un cura. Subió a un tranvía con rumbo desconocido. Enfundada en su ropa de luto se sentó junto a la ventanilla. El duro banco de madera le pareció amistoso. Tiritaba el vagón como su alma. Las imágenes de las calles corrieron como las páginas de un libro. Se asombró de que la gente tuviera apuro. Se acarició el bajo vientre aún plano, ansiosa por cerciorarse de la nueva vida que habría eclosionado. Se trataba de un niño inocente, hijo suyo y nieto del asesinado Alexander Eisenbach. Pero era un bebé que no quería, porque el canalla de Rolf no merecía llamarse padre: era un monstruo bello y maligno como Lucifer. Y volvió a llorar, ahogadamente.
Al cabo de un tiempo impreciso se apeó en un barrio espectral. Caminó por calles de tierra, esquivó un grupo de chicos que jugaban a la pelota y le pareció que uno de ellos, con pelo rubio y ojos claros, muy provocador, se parecería a su hijo. Entonces se alejó presurosa, pero sin dejar de mirarlo: estaba sucio y maldecía.
Ingresó en una pequeña iglesia. La sobriedad de sus muros encalados derramaba silencio. Había pocas imágenes, tan opacas como el techo liso. Sobre el altar brillaban la Virgen y el Niño con colores artificiales. Unas pocas mujeres cubiertas con mantillas rezaban entre los bancos. Permaneció arrodillada y se esforzó en concentrarse.
Al rato vio dos confesionarios y decidió acercarse al más próximo. Se arrodilló.
Al escuchar la voz del cura no pudo contener su llanto. Pero tenía que hablar; apretó sus ojos hinchados, se sonó la nariz y dijo estar pronta. El cura pareció conmovido y esto dio fuerzas a Edith: «es un buen sacerdote, me va a comprender». Entre las lágrimas que rodaban por sus mejillas y el hipo que cortaba sus frases, manifestó su rabia contra el destino (le salió la palabra «destino» en lugar de «Dios»). Dijo que había sufrido una injusticia espantosa. Habían matado a golpes a su padre, lo habían matado porque sí, porque era judío.
El sacerdote carraspeó y preguntó incómodo:
—¿Has dicho «judío»?
—Sí.
—Pero, tú…
—Soy católica.
—¿Me aseguras que eres católica?
—Sí, como mamá.
—¿Bautizada?
—Por supuesto.
La observación resultó lamentable. Fue un tajo que cortó la confianza de Edith. Si lo había asustado el judaísmo de su padre, cuánto más lo alteraría la historia de su violación. ¿Qué ayuda podía brindar alguien atado por prejuicios? Sólo prescribiría el consabido consuelo de rezar y rezar. Ella había sido violada por una bestia, en su vientre no había un simple hijo, sino un hijo del Mal. Y ese Mal le envenenaba la sangre. Tenía que matar el Mal o matarse a sí misma.
Quiso levantarse, pero escuchó que le preguntaba si tenía novio.
—Sí.
—¿Cómo se llevan?
—Bien. Muy bien. Se las arregla para visitarme seguido. Desde que murió papá me trae flores todos los días. Me adora.
—¿Tienen relaciones sexuales?
Ella sintió una estocada y se aferró del confesionario para no perder el equilibrio. ¿Qué responderle? Ese cura imbécil no merecía otro segundo de tolerancia. ¿Cómo decirle que todavía no, pero estaba en sus planes? ¿Cómo confiarle que Alberto, en la pasión de las caricias, susurraba que anhelaba poseerla, pero se contenía porque ella le decía que aún no, tal vez más adelante? ¿Cómo explicarle que también lo deseaba y que, últimamente, lo deseaba con más fuerza, como si necesitara reparar el agravio de la violación con abrazos íntimos de pura y auténtica entrega?
—¿Te has acostado con él? —reformuló la pregunta.
Este sacerdote la condenaría como si ya hubiera pecado. Y si contaba la violación, la condenaría como si fuese culpable. Y si contaba otras cosas, diría sin rodeos que era un delito la ayuda de Alberto a la resistencia antinazi; se escandalizaría al enterarse de que venía con los bolsillos llenos de cables terribles sobre lo que sucedía en Alemania. Este cura anacrónico hasta podría romper el secreto de confesión si le decía que ella trabajaba simultáneamente para Cáritas como católica y para la Hilfsverein como hija de un judío. Se sintió desolada y rabiosa.
La confesión terminó mal para Edith, pero redonda para el párroco, que sentenció una leve penitencia y otorgó la absolución.
Edith caminó indecisa; en lugar de ir hacia la puerta volvió sobre sus pasos y se sentó. Necesitaba comunicarse de una buena vez con Dios y la Virgen. Rezó con silenciosa intensidad. La imagen de La Virgen y el Niño la miraba dulcemente. Repasó la noche de la doble tragedia y preguntó una y otra vez qué camino seguir. Sólo se le ocurría el aborto o el suicidio. ¿Había un tercer camino? ¿Un cuarto? Gimena, por otro lado, no parecía dispuesta a consentir el matrimonio pese a los esfuerzos de Alberto. Con el producto de una violación en su útero las perspectivas marchaban hacia un definitivo ocaso.
—¡Jesús! ¡Jesús! Estoy segura: si Gimena llega a enterarse de mi embarazo, y que ni siquiera pertenece a Alberto, afirmará que soy una ramera.
Entonces escuchó una voz. Las imágenes seguían mirándola fijo. Le estaban proponiendo una conducta tramposa. No podía creer que algo así resonara en sus circunvoluciones porque estaba dentro de una iglesia y frente al Santísimo Sacramento. Los ojos se le llenaron de lágrimas; la Virgen y el Niño se nublaron también, como si retrocedieran hacia misteriosas profundidades. La propuesta era riesgosa, pero expandía en su cuerpo un alivio maravilloso. Brotaba una esperanza. Rezó de nuevo con unción, las manos enlazadas y la frente pegada a las manos.