EDITH

La invitación a pasar un día en la estancia Los Cardos le produjo una erupción de ambivalencia.

—Es un redondo disparate —reconoció Alberto—. Mamá supone que yo terminaré convencido de que no encajás entre nosotros.

—¿Pensás lo mismo?

—¿Me creés idiota?

—Tu madre no es idiota.

—Es obstinada.

—Francamente, no estoy para este tipo de pruebas. Además, no me interesa la candidata de tu madre. Creo que hemos consolidado nuestra relación —sus ojos negros, rodeados de las ojeras que no la abandonaban desde la muerte de Alexander lo miraron con intensidad.

Alberto la besó y abrazó.

—Te adoro. Más que nunca.

—Me disguta este torneo; carezco de fuerzas.

—No cambiará mis sentimientos. Tampoco me gusta que vayas en estas condiciones.

—Tu madre comenzó a aceptarme.

—¿Cómo? ¿De dónde sacás esa conclusión?

—Tu madre me invita a la estancia, me deja penetrar en el santuario. Tal vez ella misma no se ha dado cuenta de que levanta una barrera.

—¡Las ocurrencias que afloran en tu cabecita! —volvió a besarla.

—Iré, aunque a disgusto —hundió sus cabellos en el pecho de Alberto.

—Yo te cuidaré como la más valiosa gema del mundo.

Y volvieron a extraviarse en la sensualidad de sus cuerpos. Besos, saliva, gemidos y semen les hicieron olvidar las horas.

Cuando Alberto fue a buscarla el domingo, un tenue rosicler se insinuaba sobre los tejados de la ciudad. Edith envolvió su cuello con una chalina. La atmósfera era fragante, pero en su corazón latía el mal augurio.

—Mi familia partió ayer —contó Alberto—; les gusta dormir en el campo.

Viajaron hacia el oeste. A medida que se alejaban de la ciudad se expandía la luz. El rocío había esmerilado las praderas. Ordenadas bandadas corrían hacia las escasas nubes.

Alberto describió la estancia que su padre había comprado tras el conflictivo reparto de la herencia. Enumeró las habitaciones del casco, su moblaje, vitrinas con marfiles y porcelanas, tapices rústicos, alfombras de cuero vacuno y profusión de espadas históricas. Después le explicó la utilidad de los potreros, las cualidades del stud y la abundancia de ganado. También mencionó los nombres de peones y mujeres que servían desde hacía años con sagrada lealtad.

Ella simuló escuchar cada detalle, pero a menudo sus pensamientos volaban en otra dirección: el secreto de su embarazo le mordía las entrañas.

Ingresaron en un corredor de álamos. En el fondo se divisaba la casona. Se detuvieron en una explanada sobre cuyo centro se erguía la sombrilla enorme de un ombú. Dos peones se arrimaron presurosos para ayudarlos a descargar el equipaje.

La casona era baja, sólida, pintada de rosa y blanco. Tenía una galería en torno a cuyas columnas se enredaban madreselvas en flor. Las ventanas estaban protegidas por rejas.

Edith siguió a Alberto rumbo a la entrada. El sol mañanero ya cubría las baldosas de la galería y nacaraba trozos de muebles en el interior. Pudo distinguir el aparador alto y las rústicas alfombras de cuero.

Emilio, Mónica y María Elena se adelantaron para darles la bienvenida y los invitaron a ubicarse en los sillones que daban a la chimenea apagada. Luego aparecieron Gimena y María Eugenia. Alberto las miró con ganas de controlarles la lengua, pero sus saludos fueron impecablemente cordiales.

Por último se hizo presente Mirta Noemí Paz con vistoso equipo: botas con espuelas, breeches, cinturón y chaleco; de su muñeca colgaba la fusta. Excepto su madre y Edith, todas las mujeres vestían pantalones de montar.

Una sirvienta gorda, en delantal blanco con puntillas ofreció un mate de plata.

—Para la señorita Edith —ordenó Gimena.

—Aquí empezamos a matear de madrugada —notificó Emilio—. Después viene el desayuno.

—¿Has tomado mate alguna vez? —preguntó Gimena en tono dulce, pero equivalente a la pregunta de un profesor malicioso.

—Por supuesto —dijo mientras recibía el mate de plata—. Y me gusta amargo.

Mientras se desarrollaba la ronda del mate, las miradas de los presentes cruzaban de una a otra dirección. Había comenzado una carrera entre dos mujeres que se empeñaban por parecer distendidas.

—¿Sabés cabalgar? —preguntó Gimena.

—Yo…

—Tenemos muchos caballos y podemos facilitarte el que te venga mejor. Sería lindo que los jóvenes den una vuelta antes del desayuno. Perdoname, no escuché tu respuesta.

—Cabalgué algo. En Bariloche.

—¡Ah, qué bien! —aplaudió suavemente—. Entonces vas a poder montar a Flecha; es un alazán bellísimo, de crin y cola blancas. Un sueño. ¿Te parece, Emilio?

—Es inestable. Quizá le convenga el tobiano.

—¿Ese matungo?

—No exageres, Gimena.

—Para un bebé, apenas se mueve. No ofendas a nuestra invitada. Dice que ya ha cabalgado.

—Dejémoslo para más adelante —interfirió Alberto—; tenemos todo el día. Además, no se vino con ropas de montar.

—¡Estamos en una estancia! —Gimena le miró la falda urbana, los zapatos de gamuza, la fina pero inadecuada blusa de seda con cuello de organdí—. Y en una estancia hay animales, campo. Para divertirse y gozarla hay que mezclarse con ellos.

—Podemos hacer muchas cosas sin cabalgar —sugirió Emilio.

—Pero una vueltita antes del desayuno… —insistió Gimena—. No los vas a privar. Mirta Noemí ama cabalgar. ¡Qué buenas botas, Mirta Noemí! Creo que no son las mismas de la última vez.

—¡Claro que sí! Las usé para montar a Flecha, precisamente.

—¿Te atrevés al alazán? —preguntó Emilio a Edith.

—Voy a probar.

—Sugiero que elijas otro —intervino Mirta Noemí con falsa generosidad—. A menudo se encabrita.

Gimena pidió a la mucama que transmitiese una orden a los peones. Mónica ofreció prestarle ropa a Edith, quien, tras un segundo de indecisión, fue tras sus pasos. Regresó vestida con breeches, pero no lucía como una amazona. En cambio Mirta Noemí no sólo usaba un conjunto impecable, sino que sabía cómo moverse dentro de él: le sacaba varios puntos de ventaja.

El mate siguió su minuciosa ronda hasta que se produjo un movimiento en el patio. Salieron a la galería alfombrada de sol. Tres peones avanzaban con seis corceles, la rienda baja y elegantes aperos. Alberto susurró a Edith:

—No montes a Flecha. Es redomón.

—¿Qué significa?

—Poco domado.

—No lo exigiré.

—Elegí el zaino.

—¿No montaron otros a Flecha? ¿No lo montó Mirta Noemí?

—Por favor —susurró enojado—. No te pongas a competir.

—¿Debo retroceder de entrada, nomás?

Mirta Noemí se adelantó al alazán, tomó las riendas que le presentaba el peón, introdujo la punta de su bota en el estribo y de un salto quedó esbeltamente sentada sobre el nervioso animal. Edith fue ayudada para instalarse sobre el tobiano, mientras Alberto y sus hermanas montaban las demás cabalgaduras. Rodearon el casco y salieron a campo abierto. Mirta Noemí se puso a la cabeza; su espléndido corcel tenía un trote parejo y elegante. El resto la siguió y Alberto se mantuvo cerca de Edith.

Se introdujeron en un extenso pastizal. La densa vegetación ondulaba bajo el soplo de la brisa como si la peinara un gigante. A lo lejos se erguían oscuros bosquecillos de álamos. Mirta Noemí pasó del trote al galope. El horizonte se había limpiado de nubes y el rosa de la madrugada pasó a un celeste acerado. Flecha ganaba distancia: el infinito de esa pampa lo hacía resoplar de gusto. Corrieron junto a las alambradas de un extenso potrero y apenas aminoraron la velocidad para saludar los ojos quietos de las vacas. Después volaron hacia una aguada que las últimas lluvias habían convertido en un bello estanque sobre el que aparecieron nenúfares. Otros potreros alimentaban un punteado incontable de ganado vacuno y caballar. Hacia un costado, con viviendas de los peones asignados a esa tarea, se había construido una extensa piara donde —explicó Alberto— experimentaban con cerdos para diversificar la producción ante la caída de los precios internacionales. Edith miró hacia atrás y el casco de la estancia se había reducido a un promontorio que engullía el mar de cebada.

Regresaron alternando trote y galope. El cuero del tobiano brillaba sudor, pero Flecha resoplaba ansias como si no hubiera salido del corral. Gimena y Emilio los esperaron con la mesa del desayuno lista. Era evidente que la cabalgata les había desatado el apetito y festejaron el café con leche, pan casero recién horneado, manteca del lugar, quesos variados y dulce de membrillo.

Luego fueron a caminar por los alrededores del casco. Detrás de unos arbustos emergía una columna de humo con sabroso aroma a carne asada. Un hombre atendía paciente las crucetas con costillares puestos en torno de un montículo de brasas.

—¿Quieren jugar al truco? —invitó Gimena.

—¡Querida! —Emilio abrió los brazos—. No te conocía el vicio.

—Prefiero el bridge, pero en el campo se juega al truco.

—Y a la escoba —agregó Mónica.

—¿Sabés jugar? —Gimena preguntó sonoramente a Edith.

Negó con la cabeza.

—¿La escoba? ¿El chinchón?

—El bridge, como usted.

—¡Ah! Qué bueno. Pero mis hijas saben el truco. No es para señoritas, claro, pero no debe faltar en una estancia. Es un juego nuestro.

Depositó las cartas sobre la mesa. Mirta Noemí las barajó. Se sentaron las tres hermanas y Alberto no supo qué hacer.

—Sentate con ellas, hijo. Edith me ayudará a preparar la picada que serviré antes del almuerzo.

La llevó a la cocina, donde la gorda sirvienta preparaba ensaladas. Gimena instaló sobre la mesada fiambres, quesos, aceitunas y galletitas. Edith volvió a sentirse incómoda. La madre de Alberto no le sacaba los ojos de encima y estaba alerta a las modulaciones de su voz. Hacía lo posible para parecer amable, pero era una amabilidad impostada que sólo quería poner de manifiesto cuán torpe y extraña era Edith para su familia.

Edith dejó el cuchillo sobre la mesada y se excusó para ir al baño. Apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta y se dobló en un ataque de náuseas.

—Parece que falta más de una hora para que esté listo el asado —se quejó Emilio—; han empezado demasiado tarde.

—Podrían disfrutar otra cabalgata —propuso Gimena.

Juntaron las cartas de truco. Mirta Noemí les había dado una paliza.

—¿Ahora te atrevés al alazán? —preguntó Gimena.

—Por supuesto —contestó Edith.

Mónica le dirigió una mirada a su hermano:

—No es prudente.

—¿Por qué no? Vi cómo montaba al tobiano y lo hizo perfectamente bien —insistió la madre.

Alberto la tomó del brazo.

—Querida, escuchame: no lo hagas.

—Estás exagerando.

—Entonces te ruego que mantengas las riendas cortas y los talones muy apretados. No lo azuzes, que marche a su gusto.

—Así lo haré.

—Si se encabrita, tirá fuerte de las riendas. Sin compasión.

—Estás asustado, Alberto.

—Vení, que te ayudo a montar.

—Lo haré sola.

Los seis caballos tenían diferencia de altura y color. Eran una estampa junto a la sombrilla del ombú. Edith asió las riendas de Flecha y admiró sus ojos, que brillaban como dos tizones entre las blancas crines. Le susurró palabras dulces, como le habían enseñado en Bariloche. Flecha mostró sus grandes dientes sujetados por el freno. Ella enganchó su pie en el estribo y saltó a la montura. Flecha se mantuvo quieto. Parecía un buen signo.

Gimena contemplaba desde la galería. Hasta ese momento Mirta Noemí revelaba franca superioridad en todo, pero tal vez necesitaría otro encuentro de este tipo para abrirle los ojos a Alberto. Cuánto se acelerarían las cosas si Edith se cayese del caballo, por ejemplo. O dijera que no le gustaba el asado con cuero. O no entendiese el juego del pato que realizarían a la tarde. O expresase llanamente su disgusto por la vida rural.

De súbito Flecha disparó hacia el túnel de álamos. Fue tan repentina la explosión que todos quedaron paralizados por la sorpresa. Edith acortó las riendas y hundió sus talones con furia. El animal, no obstante, ganaba terreno delante de la nube de polvo que levantaban sus cascos.

Los jinetes y los peones volaron tras el desbocado alazán. A Gimena se le fue la sangre. Corrió hacia el ombú retorciéndose las manos. Un poncho de hielo la envolvió como si fuese un sudario. Dos veces en su vida había sentido algo así: cuando murieron su madre y su hermana menor. Había llegado el Ángel de la Muerte. Pegó un grito de horror. Se tapó la cara con las manos y tiritó de la cabeza a los pies como si su guadaña la hubiera empezado a desollar.

La vocinglería retumbaba en su cabeza. Pensó que ella lo había convocado, que ella había llamado al Ángel de la Muerte. Entreabrió los dedos que apretaban su cara fría y le pareció distinguir su guadaña entre las extendidas ramas del ombú. Los cascos de Flecha galopaban en su garganta y no dejaban pasar el aire. El ombú daba vueltas. Trozos de confesiones, plegarias y homilías granizaban sobre sus hombros; y la doblaron.

De pronto la nube de polvo regresaba. Era una esfera multilobulada que crecía en el fondo del camino, empujada por incontables jinetes. En el entrevero pudo distinguir a Edith, que brincaba sobre el enloquecido alazán como un tallo frágil. Volaban las cinchas, bastos y caronas en su torno. Tenía el pelo suelto y saltaba tan alto que parecía trepada a los hombros de los otros jinetes. Era increíble que no la hubiera derribado aún. Seguía tironeando de las riendas y golpeando con sus talones en la sudada panza. Los peones escupían talerazos a las ancas y la cabeza del animal.

Gimena pensó que Edith no caía por milagro. Debía entonces ayudar a la Providencia y espantar la guadaña. Corrió hacia el ovillo de patas y herraduras para frenar con sus desnudas manos al asesino alazán. No calculó que podía ser pisoteada por los cascos ciegos y se metió entre la gente, los gritos y las bestias. Gimena no tenía rebenque, ni lazo, ni botas. Sus dedos apuntando hacia adelante parecían los de los mártires que rogaban clemencia a los bárbaros mientras en sus pechos penetraban las lanzas.

—¡Mamá! —chillaron—. ¡Fuera de aquí! ¡Te pisarán!

Edith fue despedida como un muñeco, golpeó contra el hombro de un peón y aterrizó en el pasto.

El espumante Flecha sacudió su estructura mediante una convulsión final. Liberado de la carga, dejó que lo sujetasen.

Entre los vahos de eucaliptus que perfumaban la habitación, escuchó su nombre. Era la voz de una mujer, pero no la de su madre.

—Edith… Gracias a Dios, ya abre los ojos.

Gimena no se había apartado de su lado desde que el animal la había arrojado al suelo. Atacada por un asfixiante sentimiento de culpa, había caído de rodillas junto al cuerpo inerte y lloró sin poder articular palabra en tanto los peones alejaban los caballos. Emilio ordenó que corriesen en busca de un médico. En el corazón de Gimena latía un ruego desesperado a la Virgen. No se animaba a mirar los ojos de su hijo. Aproximó la mano temblorosa hacia las mejillas blancas de Edith cuando fuertes brazos la alzaron. Se resistió y consiguió mantenerse junto a la muchacha hasta que llegó una camilla donde la instalaron, suavemente. Le tomó entonces la mano fría y la acompañó hasta el living. Allí comenzaron los remedios caseros con paños de agua embebida en colonia, gotas de limonada sobre los labios inmóviles y una bolsa de hielo en la frente. El médico de un pueblo vecino le tomó el pulso, la tensión arterial, examinó pupilas, comprobó la tensión de nuca, palpó el cráneo, revisó el tronco y las extremidades y diagnosticó conmoción cerebral.

Alberto, blanco como el mármol, se derrumbó sobre una silla. Gimena pellizcaba frenéticamente su rosario y Mirta Noemí fue a cambiarse las ropas de equitación. Una ambulancia la trasladó a la Capital Federal mientras Alberto y su familia la siguieron con el auto.

Los párpados pesaban. El techo ondulaba en torno a una araña.

—Me duele…

Una gasa mojada le refrescó los labios.

—Me duele el hombro, la cabeza.

—Edith… —la voz se acompañó de una caricia. Buscó con la mirada. Fragmentos de color pastel fueron armando un rostro. Le costaba darse cuenta: era la madre de Alberto con un mechón de cabellos pegados por las lágrimas.

Otros dedos le tocaron la frente: giró el cuello entumecido y divisó a su mamá, también llorosa. Resultaba difícil entender que no soñaba en esa desconocida habitación. Al pie de la cama distinguió a María Elena, María Eugenia y Mónica. La miraban con alegría. Qué absurdo. ¿Por qué era el centro de esa atención?

Se abrió la puerta.

—El doctor Galíndez —murmuró Cósima.

Edith se asombró por el repentino movimiento. Una puntada le atravesó la clavícula. El desconocido vestía guardapolvo blanco y, sin hablarle aún, rodeó su muñeca. Mirándola con afecto, dijo:

—Tranquila, tienes el brazo enyesado; ya hemos reducido la fractura.

—¿Fractura?

—Has sufrido un traumatismo de cráneo y lesiones en otras partes. Tu evolución es buena. No te inquietes.

—Perdiste el conocimiento; lo acabas de recuperar. Las radiografías no revelan daños que preocupen.

—Me duele el hombro.

—Y otras partes. Ya te están suministrando analgésicos. Lo más importante es que has recuperado la conciencia y no hay lesión cerebral. Ahora, si me permites, voy a revisarte.

Con un gesto despidió a las visitas.

—Alberto —pidió Edith.

—¿Quién es Alberto?

—Su novio —respondió la enfermera.

—Ah, sí; ya regresará —dijo el médico—. Parece que te adora, estaba muy preocupado.

Arrimó el tensiómetro al brazo de la paciente. El manguito se infló mientras oscilaba la columna de mercurio.

—Bien —liberó el brazo y pidió una bandeja con instrumentos.

La enfermera desabrochó el liviano camisolín de la paciente y retrocedió unos pasos. Galíndez la estudió en forma sistemática y, como final, le pellizcó paternalmente una mejilla.

—Tu evolución me deja tranquilo. Pronto irás a casa.

—Gracias, doctor. También me duele aquí —señaló el hemitronco derecho.

—Es un problema menor. Tendrás dolores en forma decreciente por unos días. También hematomas en varias partes. Se esfumarán completamente.

En el pasillo las mujeres rodearon al facultativo y bebieron sus tacañas palabras.

Media hora después volvió Alberto con un ramo de rosas. Aunque ya le habían dado las buenas noticias, miró en los húmedos ojos de su novia y sintió que él también regresaba a la vida.

—Dicen que pronto te darán de alta —le besó las manos—. Yo quiero escucharlo de la boca del médico.

—Estuvo aquí y nos aseguró —dijo Cósima.

—Entonces que lo diga de nuevo —volvió a besarla—. Edith querida… ¡qué suerte!

Fue hacia el consultorio y Galíndez accedió a recibirlo.

—Discúlpeme la molestia. Hemos estado muy angustiados.

—Siéntese —invitó—. Nos conocemos. Alberto se ubicó en una silla que enfrentaba el escritorio.

—Es verdad; usted atendió a varios familiares míos.

—En efecto. ¿Cómo está su papá?

—Alterado, después del accidente. Se imagina.

—Imagino. Me contaron cómo fue. Puedo decirle ahora que su novia… es su novia, ¿verdad?, ha tenido suerte. Su diagnóstico era de temer: fluctuaba entre conmoción y contusión cerebral. La diferencia reside en la existencia de daño orgánico. Ha recuperado la conciencia y no hay signos preocupantes. La fractura del brazo está reducida, creo que evolucionará bien.

Golpearon la puerta y apareció la enfermera, demudada.

—¡Se desmayó!… No le encuentro el pulso.

Galíndez se puso de pie con tanta precipitación que hizo caer su butaca contra la vitrina que espejeaba detrás. Disparó por los corredores seguido por Alberto. Se arrojó sobre la paciente y palpó sus carótidas.

—¡Pronto: una transfusión! ¡Pronto! ¡Corriendo!

Aparecieron otras enfermeras.

—Salgan —ordenó a los familiares.

Alberto se resistió a desalojar la habitación y el médico le clavó sus uñas en el brazo:

—¡Por favor, déjeme trabajar tranquilo!

Al destaparla quedó a la vista una enorme mancha de sangre en torno a su pelvis. Galíndez frunció el ceño.

—La trasladamos al quirófano. Traigan una camilla volando. Usted —indicó a otra enfermera— llévese las sábanas ensangrentadas, pero que no se den cuenta los parientes; no quiero pánico. Nadie abrirá la boca.

Mientras la llevaban al quirófano, Galíndez dijo a la familia:

—Quédense en la sala de espera.

—¿Qué ocurrió? —gritó Mónica.

—Se produjo una caída tensional y trataremos de revertirla.

—¿Por qué, doctor? ¿Qué pasó? —imploró Cósima—. Nos dijo que iba bien.

—La revisaremos mejor. Ha perdido sangre.

—Pero estaba bien.

—No esperábamos esto, francamente.

Desapareció con la camilla tras una puerta que sólo podía trasponer el personal del sanatorio.

A los cuarenta minutos mandó a informar que la paciente se estaba recuperando. A los setenta una enfermera preguntó por Alberto Lamas Lynch.

—Por favor, acompáñeme.

El corazón le saltaba. Se dejó conducir y apareció en el consultorio del médico. Lo esperaba masajeándose las órbitas.

—Sea franco, doctor. Estoy dispuesto a saber la verdad.

—Para eso estamos aquí. Los dos, a solas.

—¿Es grave?

—Ya ha recuperado el pulso y la conciencia. Hubo una gran hemorragia. Podía haber sido la ruptura de un órgano interno. Suele ocurrir en estos accidentes.

Alberto retorcía sus dedos.

—Pero fue una hemorragia de matriz.

—¿Cómo dice?

—El accidente produjo un aborto.

Alberto palideció.

—Estaba embarazada. ¿No lo sabía?

—No —se secó la frente.

—Tuve que hacer lo único que cabe en estos casos: un raspaje. Ella está bien.

Alberto no sabía qué decir. Lo rodeaba un espacio negro. Al rato se le ocurrió una afligida pregunta:

—¿Podrá tener hijos en el futuro?

Galíndez se inclinó sobre el respaldo de su butaca y midió la respuesta.

—Entiendo que sí. No hubo daño genital. Fue un aborto espontáneo; es decir, provocado por la caída, por el accidente.

—¿No es seguro?

—En medicina no existe lo seguro. Poco antes le había dicho que estaba en condiciones de alta.

—Dios mío. Pobre Edith.

—Quise hablar primero a solas con usted.

—Me doy cuenta, gracias. Es terrible. Dios mío.

—Supongo que nadie sabía lo del embarazo; ustedes son sólo novios.

—Ni siquiera lo sabía Edith. No habrá tenido tiempo de darse cuenta.

Galíndez volvió a frotar sus órbitas.

—Tendré que dar una explicación al resto de la familia.

—Sería la ruina de mi novia —se le trabaron las palabras, apretó sus puños—. ¡Era lo único que faltaba!

—Quisiera ayudarlos.

—No le pido que mienta, doctor, pero… —tenía la lengua seca—, por favor, no diga que estuvo embarazada.

—Han visto que la trajimos al quirófano. Algo grave sucedía.

—Limítese a informar que controló una hemorragia. Con inyecciones, con transfusiones, qué sé yo. Pero no mencione el raspaje; nadie le va a preguntar semejante cosa.

Galíndez inspiró hondo.

—No sería mentir, doctor —Alberto le tendió ambas manos.

—Si me apuran, diré que fue una hemorragia intestinal. Si me apuran.

Pidió acompañarlo cuando transmitiese a Edith, en secreto, la penosa noticia. Se quedó junto a la puerta mientras el médico la examinaba. Le informó que ahora sí estaba en condiciones de alta. El yeso no constituía un problema y se lo removería antes de lo esperado; no existía amenaza de otra hemorragia. Después guardó silencio por un largo minuto mientras clavaba sus pupilas en las tristes ojeras de la paciente. Le comprimió la muñeca, como si quisiera tomarle de nuevo el pulso, y dijo que tal vez no se había enterado de que había estado embarazada, y que tuvo que someterla a un raspaje de útero.

Edith abrió grandes los párpados. Asomaron lágrimas gruesas mientras buscaba a Alberto, quien enseguida le tendió su mano. Galíndez se levantó para dejarle lugar. Alberto le susurró palabras de consuelo mientras ella rodaba por un laberinto lúgubre: Dios o el azar la tironeaban por un camino incomprensible. Se preguntó si debía sentir alivio o vergüenza. Y apretó su frente sobre el pecho de su amado para no tener que mirarle la cara.

—Podrás tener hijos en el futuro —murmuró Alberto con amor y ese amor la conmovía hasta los huesos—. Te hicieron el raspaje para detener la hemorragia, mi dulce. Eso es todo. No hay daño, ningún daño. Estás bien.

—Querido…

—Fue un accidente que pudo haber terminado en tragedia, pero terminó bien.

—Es horrible.

—Se convertirá en simple anécdota, ya verás.

—¿Te parece?

—Claro que sí.

—¿Me seguís amando? —se le cortó la voz.

—Muchísimo.

—Soy mala, Alberto.

—¡Qué estás diciendo! Sos un ángel. Y yo te amo.

El médico se acercó.

—De esto sólo estamos enterados nosotros tres.

—Sí —confirmó Alberto—. No quiero que mi familia sospeche que estuviste embarazada.

—Hasta luego —Galíndez enfiló hacia la puerta—. Hipócrates me perdone.

Alberto se levantó y le estrechó la mano.

—Hipócrates lo felicita.