ALBERTO

Aún no era tarde y esperaba a Edith leyendo en el sillón hamaca de nuestro dormitorio.

Sonó el timbre. La forma de pegarse al botón me hizo pensar en la Gestapo. Sospeché lo peor y volé hacia la puerta. Cuando me asomé al recibidor, ya Brunilda había dejado pasar a un hombre que parecía tiritar dentro de su traje azul oscuro.

—¿Doctor Lamas Lynch?

—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?

—Perdóneme —no hablaba con claridad—. Soy el canónigo Lichtenberg, del Centro San Agustín. Edith…

Al instante comprendí todo. Corrí a vestirme y, ante su propuesta de seguirme con su viejo auto, lo introduje sin cortesía en el mío. En mi precipitación ahogué el motor y, transpirando, le hice preguntas para ordenar su relato. El canónigo no cesaba de culparse por haber permitido que se la llevasen; nunca se rescataba a nadie en la jungla de prisiones nazis.

—Ni siquiera su pasaporte diplomático alcanzará para abrirnos la debida puerta, doctor.

—¿Esos imbéciles no vieron que ella también tenía un pasaporte diplomático? —volví a estimular el arranque.

—Creo que sí; pero eran oficiales de baja graduación, unos analfabetos. Y Edith no quería complicarlo a usted.

—¿Complicarme? ¡Vaya tontería!

—Al jefe del grupo sólo le impactó que era una mujer casada paseando con un sacerdote. Y por eso la llevó, supongo. Tiene la mente podrida. ¿No deberíamos pasar a mi auto?

Arranqué al fin y disparé hacia Schoeneberg. Seguramente la habían encerrado en el cuartel más próximo al domicilio de Baeck. Por las calles circulaban pocos vehículos privados: casi todos eran de la policía. Cuando avisté las luces del cuartel con las esvásticas flameando y botas haciendo guardia en la puerta, mi pie aflojó el acelerador para no despertar sospechas por exceso de velocidad, pero no pude apretar el freno. Pasé de largo y doblé en la esquina. Lichtenberg me miró atónito. Le dije que no tenía sentido presentarnos de esa manera, como dos gallinas que ruegan la clemencia del zorro. Empeoraríamos su situación: no sabíamos si había confesado haber visitado a Baeck; tampoco sabíamos si había dicho que era medio judía.

—¿Entonces? —me miró angustiado.

Tomé otro rumbo y aumenté la velocidad. Su nombre había aparecido delante de mí como un chispazo. Era el único que conocía los vericuetos del albañal.

Le ordené levantarse. Se manifestó francamente disgustado, porque acababa de regresar de Viena, adonde lo había mandado Labougle para auditar lo que quedaba de nuestra embajada tras la anexión de Austria. Cuando le expliqué, maldijo por lo bajo la execrable ocurrencia de celebrar el Shabat en casa de un rabino.

—Su mujer es una imbécil, señor consejero —caminó nervioso alrededor de la mesita ratona.

—Le advertí lo mismo que usted. Pero ahora debemos salvarla. ¡Víctor: ayúdeme!

—Espere, espere —amplió su vuelta por el coqueto living enfundado en una larga bata de seda verde; tenía el pelo revuelto y la barba naciente, por lo que parecía notablemente envejecido. Dio un puñetazo sobre la palma y fue hacia el escritorio disimulado por un biombo japonés. Sacó libretas.

—¡French! —exclamé—. Por favor, no podemos demorar tanto. Vaya a vestirse, yo busco las direcciones que necesita.

—¿Vestirme? —su arrugada cara dibujó un enorme signo de interrogación—. ¿Para qué?

—Tenemos que buscar a Edith. Encontrarla. Sacarla.

—Yo no me visto, señor consejero. Ni salgo de aquí. No sea torpe —siguió buscando en sus libretas.

Miré a Lichtenberg en busca de ayuda, pero estaba más estupefacto que yo.

—Esos asuntos se arreglan desde aquí, amigo mío. Por teléfono. Y sólo por teléfono. Sin meter la nariz ni la pata. ¿Entiende? Siéntense. A los dos les digo. Y sírvanse una copa, allí están las botellas. Así me dejan trabajar tranquilo.

Al cabo de dos horas y media escuché la frenada de un vehículo ante la casa de Víctor French. Estuve a punto de salir corriendo a la calle, pero el dueño de casa me hundió en el sillón:

—Usted no se mueve; ni usted tampoco, padre.

Sonó el timbre. French alisó su bata y ordenó con los dedos su cabellera. Ensayó unos pasos tranquilos, elegantes, y fue a abrir.

Heil Hitler! —rugió alguien.

Heil Hitler —contestó French.

—¿Es usted el señor Víctor French, secretario de la Embajada argentina?

—Sí, señor oficial.

—Traigo a una señora, por órdenes superiores.

—Gracias, señor oficial.

Escuché el taconeo, puertas de auto que se abrían y cerraban. Enseguida entró Edith. Contraje mis puños para no correr a su encuentro hasta que Víctor cerrase. Entonces saltamos el uno hacia el otro y nos abrazamos conmocionados.

—¡Gracias, Dios mío! —Lichtenberg levantó sus palmas al cielo.

Víctor French examinó las botellas del bar y ninguna lo satisfizo.

—¡Bah! Ni ganas de beber me quedan. Ustedes me arruinaron la noche. Ya no podré dormirme ni con un mazazo en la cabeza.

—Nos vamos —dije—. No le puedo describir el tamaño de mi gratitud.

—¿Gratitud? Entonces vuelvan a sentarse. Los condeno a hacerme compañía hasta que me venga el sueño.

Miré a Edith, que estaba pálida, exhausta.

—Ella no da más…

—Tiene tan roto el equilibrio como yo; tampoco se dormiría. Charlemos un rato, nos relajará. Prepararé café con mis propias manos. Sabrán qué es un buen café en esta inmunda cloaca.

Edith no podía contarme lo que acababa de vivir. El paso por los círculos diabólicos del poder quitaba el habla. Sólo atinó a emitir algunos calificativos de repugnancia y desdén. No la dañaron físicamente por la sencilla razón de que no tuvieron tiempo. Estaban por empezar cuando les llegó la orden de liberación.

Víctor trajo una enorme bandeja con el mejor servicio de café que vi en Alemania.

—Y ahora me voy a desquitar —amenazó—. Les contaré mis impresiones sobre Austria anexada.

Tendí mis manos para rogarle que no lo hiciera: excedía lo que podía digerir en una sola noche.

—Al revés, señor consejero: masticando vidrio en polvo nos entrenamos para el vidrio en fragmentos grandes. Porque eso es lo que viene. Hay que prepararse.

Edith aflojó su nuca sobre el respaldo del sofá; Lichtenberg se frotó la rodilla del pantalón, donde quedaban huellas de su caída.

Sorbí el delicioso café mientras French confesaba que él no había estado preparado como había supuesto. Y que ninguno de nosotros lo estaba. Pensé que tenía razón, aunque no era el momento para hablar de eso: me sentía agotado. Pero él necesitaba compartir para no ahogarse. Había confiado en Francia y Gran Bretaña: protegerían a la bella y pequeña Austria. Confió en los tratados.

—¿Saben qué acabo de ver en la paradisíaca Viena anexada al Reich? ¡No pongan esa cara! —vertió más café sobre los pocillos. Edith se enderezó para escucharlo, le estaban volviendo las fuerzas—. Es como aquí, sólo que en otro escenario más, ¿cómo diría?, más rococó. Vi catedráticos con gorros académicos, y mujeres y viejos, que debían fregar las calles con cepillos, en cuatro patas, mientras alegres rondas nazis les hacían burla. Vi mujeres arrastradas por los cabellos y ancianos tironeados por sus barbas. La policía miraba divertida y cómplice. Por las dudas palpé mi pasaporte diplomático y seguí a un grupo de muchachones que forzaba a unos judíos para que entrasen en una sinagoga. Simulé festejar su proeza, por curiosidad. Tanta excitación enardece. Entonces vi cómo los hacían arrodillarse a patadas frente al Arca y gritar Heil Hitler. No les alcanzó y ordenaron que gritasen «los judíos somos mierda», «infectamos el mundo», «merecemos la hoguera».

—¿Podríamos cambiar el tema de conversación? —imploró Edith.

French vació su pocillo y vertió coñac en cuatro redondas copas.

—En Berlín tengo amigos. Gente que llamo amigos. ¿Captan la diferencia? Muchas veces miro sin ver. En Austria, en cambio, vi. Vi lo que acá me pasa de largo. Como a ustedes.

—A mí no me pasa de largo.

—¿Pero usted vio cómo se meten en las casas y arrancan los pendientes de las mujeres temblorosas y luego las llevan a los cuarteles para que limpien las letrinas? Bueno; lo vi en Viena. Creo que está llegando lo peor. ¿Saben a qué me refiero? ¿Lo sabe, padre? Me refiero a que ahora los nazis demuestran que por resentimiento se puede violar y profanar todo, todo, todo. El resentimiento autoriza cualquier desmán.

—Es lo que dijo el rabino Baeck —lo interrumpió Lichtenberg—. Y agregó al resentimiento el odio, la agresividad y la envidia. Las cuatro patas de la esvástica —abrió los dedos y dobló el pulgar.

—Es una elocuente imagen. Siempre la esvástica me pareció una araña —bebió—. Hitler debe mantener la movilización continua. Después de un triunfo tiene que venir otro. Si la máquina para, el régimen se derrumba.

La cabeza de Edith cayó sobre mi hombro.

—Nos vamos, querida.

—Mi amigo Zalazar Lanús, de nuestra embajada en Londres, sufre tanta vergüenza por la debilidad del gobierno de Su Graciosa Majestad ante la inescrupulosidad de Hitler como si fuese un ciudadano inglés.

Víctor la ayudó a ponerse el abrigo y nos despidió en la puerta con un abrazo. Al girar el picaporte agregó un párrafo asombroso:

—Nos queda una remota esperanza: hay rumores de complot militar.