ROLF
El Obersturmführer Von Lehrhold lo llamó a su despacho para informarle que había sido elegido para entrevistarse en Berlín con el ministro de Educación Bernhardt Rust.
—Sí, señor Obersturmführer —se cuadró Rolf.
¿Significaba un salto en su carrera? No sabía que Edward von Lehrhold desde Dachau y su superior desde Berlín, incentivados por referencias de Julius Botzen, se habían puesto de acuerdo.
Ya era un flamante oficial Untersturmführer. En la revista que celebró tal acontecimiento le entregaron el puñal que, como SS, debía llevar siempre consigo. Recibió el mango labrado como si fuese un objeto celestial; en la hoja estaba grabada una consigna que relampagueó ante sus ojos y le hizo reflexionar sobre cuánto había aprendido desde que lo habían incorporado al lejano pelotón de Lobos. Unas horas antes le habían tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda; los toques de la aguja habían producido la sensación de una metamorfosis. Enhiesto, como correspondía en los sucesos inmortales, recibió el definitivo uniforme negro con el emblema de la calavera y las tibias cruzadas. Le habían explicado que remitían a los antiguos símbolos de obediencia al jefe, una obediencia que llegaba hasta la tumba y más allá. Calzó la alta gorra y se paró ante el espejo. Un SS era amigo, heraldo y ejecutor de la muerte.
Von Lehrhold le tendió un libro de tapas duras.
—Estúdielo.
Lo tomó con ambas manos; cegaba. Tenía un largo título en letras doradas: Erziehung und Unterricht - Amtliche Ausgabe des Reichs und Preuszischen Ministeriums für Wissenschaft, Erziehung und Volksbildung (Educación e Instrucción - Publicación oficial del Reich y del Ministerio Prusiano de Ciencia, Educación y Cultura Popular). Sintió un leve desagrado; no le gustaba leer libros, menos mamotretos de esta enjundia. Lehrhold tenía fijos sus ojos en él y Rolf no quiso decepcionarlo. Abrió en las primeras páginas y advirtió que el ministro firmaba la Introducción.
—Será importante que conozca las ideas de Rust antes de verlo.
Cerró el volumen, taconeó y marchó hacia la puerta. La brisa se filtraba por el follaje de los abedules. Entró en su pieza, se quitó las botas y el uniforme, alzó una manzana de una cesta de mimbre y encendió el velador. Antes de recostarse a leer amontonó los almohadones de plumas contra el respaldo de la cama.
El Lehrer (maestro) —escribía Rust— no debía ser tratado como tal, sino como un Erzieher (educador, instructor). Su tarea consistía en imponer una disciplina de hierro, impartir órdenes y afirmar ideales. Lo esencial no era una educación indeterminada, sino una educación para la lucha. Quedaban prohibidas las enseñanzas que generaban discusión o ambigüedades.
El nuevo sistema no aceptaba ninguna clase de débiles —continuaba—. Aquellos que revelasen defectos corporales o incapacidad, debían ser expelidos.
—Hasta aquí va bien —pensó Rolf—. Me gusta.
La división entre chicas y varones debía ser tajante —proseguía el ministro—. Los sexos no tienen nada en común; su misión vital diverge: los varones serán soldados y las niñas madres. La educación compartida era un síntoma de degeneración. Por lo tanto, han de diferir las materias de unos y otras. Para los varones severa educación física y algo de matemáticas, lengua, biología e historia. Para las mujeres también algo de educación física, pero más higiene y economía. Se admitirían otras materias en la medida que apoyaran el ideal nacionalsocialista.
—Tiene coherencia —se entusiasmó Rolf al llegar al párrafo siguiente.
Los educadores debían permitir que los alumnos faltasen a clase si participaban en desfiles u otras manifestaciones nazis. El sistema educativo no tenía una misión autónoma, sino apoyar la revolución nazi; debía poner todas sus energías para ese fin. No importaba que las clases de historia salteasen capítulos o períodos, si vinculaban sus contenidos con el presente de gloria logrado por el Führer. La consigna era que la biología volviese una y otra vez sobre los fundamentos del racismo. Que la geografía mostrase el mapa de un Reich que se expandía sin cesar.
Mordió la manzana.
Las democracias basaban su docencia en la perfección de la cultura. Este error, monstruoso de verdad, era agravado por otro: la ilusión de que la cultura podía proveer a la nación de estabilidad. Falso. La estabilidad y la perfección sólo se obtienen mediante los hechos que lleva a cabo la gran personalidad que guía al pueblo. Así de simple.
Mojó el índice y dio vuelta la hoja. En la página diez Bernhardt Rust sintetizaba su pensamiento con párrafos memorables.
No interesaba la libertad ni el vuelo de la mente. La educación era sólo un entrenamiento para consagrarse al Poder. Y el Poder significaba apoyar con todos los medios y hasta el fin una devoción universal por el Führer.
La escuela debía seguir al Partido —insistía más adelante; Rolf golpeó de nuevo los almohadones para que lo ayudasen a estar mejor sentado—: sólo cuando las escuelas seguían los dictados del Partido, encontraban su lugar.
No se debía permitir el surgimiento de intelectuales que escinden y confunden. Ninguna inteligencia debía ser superior entre auténticos alemanes, porque todas estaban sometidas a la gran conciencia del Estado común. El Estado nacionalsocialista era más importante que el individuo y todo individuo debía estar preparado para sacrificarse por el Estado.
Llegó a la página dieciséis. Arrojó a un cesto el cabo de la manzana.
El ministro recomendaba dureza física y espiritual con los estudiantes. Si era necesario, aplicar la coerción y el castigo. Se trabajaba al servicio de inminentes guerras. No estaba permitido perder el tiempo.
Rolf estuvo tentado de subrayar varios renglones, pero no se atrevió a ensuciar la bella edición.
Jamás un docente discutirá con los estudiantes —seguía Rust—, porque esta práctica deteriora la disciplina. Las clases tenían el propósito de inculcar una ideología desprovista de dudas. Nada de dudas, nada de ambigüedades, insistió.
El educador simbolizaba al Führer —concluía—, referencia universal y perpetua.
Rolf cerró el volumen y los ojos. Repasó tan categóricas ideas. Apoyó sus manos bajo la nuca y pensó que el nazismo era una religión que impulsaba a morir contentos. Morir por el Führer.
Evocó al niño con neumonía. Mucha gente contraía esa enfermedad y acababa en forma inútil. En cambio, ¡qué distinto era hacerlo para la gloria!
Guardó el manual.
Bernhardt Rust recibió a los jóvenes oficiales SS. No era atlético ni proporcionado: alto, de caderas anchas y carne fofa. No respondía al ideal. Tal vez por eso no aparecía en los noticiosos. Su gruesa mano se alzó pesada para saludar, como si le faltaran fuerzas al brazo: ni llegó a la altura del hombro. Luego se dejó caer en un sillón de altísimo respaldo. Sus pulmones resoplaron como un fuelle. La grasa le desbordaba el cuello. Parecía triste.
Rolf no podía creer que esa deforme cabeza hubiera redactado el manual. Pero si ocupaba ese puesto era porque se trataba del hombre más brillante en materia educativa. ¿Acaso importaba su cutis con pozos de viruela si rendía servicios al Führer? Su fino bigote se estremecía con un tic que expresaba asco.
—Siéntense.
El ministro acarició su raleada cabellera y miró los objetos del escritorio como si buscase algo. Sus párpados eran gruesos e inquietos. Parecía nervioso, tenía dificultad en concentrarse.
Los intrigados SS lo contemplaron con el anhelo de descubrir al hombre excepcional. Esa piel seguro que recubría una mente ágil y una voluntad de hierro.
Rust carraspeó suave e insistentemente hasta que pudo lanzar un proyectil contra la escupidera de loza que tenía a su lado.
De entrada dijo que no era suficiente eliminar judíos para el triunfo de la raza superior. Había que atender todos los eslabones. Por eso el ministerio a su cargo apoyaba las residencias para mujeres arias embarazadas, tuviesen o no maridos, con el propósito de enseñarles el amor al Führer y conseguir que transmitieran al bebé, antes del nacimiento, su lealtad. En esas residencias las futuras madres entonaban tiernas melodías del libro Unser Liederbuch (Nuestras canciones), especialmente la que dice Sieg, Sieg, /marchamos hacia el frente /con armas, /con tiendas, /con yelmos /y lanzas; para matar al enemigo!
—El secreto de nuestro poder… —se detuvo porque necesitaba arrancarse otro esputo que finalmente estrelló sobre el borde del recipiente— consiste en el origen. El origen es la raza. En consecuencia, debemos pulirla desde antes del nacimiento y hasta el final de la vida. Nuestros resultados no tienen precedentes.
Miró las luces de la araña, melancólicamente, y pareció cambiar de tema.
—La democracia es un invento de los judíos. Hace perder la cabeza y el tiempo; no genera un liderazgo de verdad; privilegia a los defectuosos. Por eso está condenada al exterminio.
Apoyó sus manazas sobre el borde de la mesa y se incorporó resoplando. Levantó apenas el soporífero brazo.
—Heil Hitler!
Parecía increíble pero la entrevista había concluido. Los jóvenes oficiales se pararon automáticamente, respondieron Heil Hitler!, y salieron en fila. Un soldado los condujo por un ancho corredor marmolado hasta un aula. Otro alto funcionario les detalló las tareas que el señor ministro había decidido confiarles.
Se acomodó los anteojos y leyó la lista de establecimientos modelo que deberían visitar regularmente para verificar si se cumplían las consignas establecidas en el manual. Y también les adelantó que comandarían algunos operativos para el entrenamiento de los alumnos.
—No olviden la consigna: «Educación para la acción». Los niños y los jóvenes necesitan acrecentar a la vez el odio y el coraje. Deben entusiasmarse con la guerra.
A Rolf le asignaron perpetrar un ataque a The American Colony School, de Platanen Alleé 18, en la parte oeste de Berlín. La acción sería realizada por los alumnos de la Volksschule que funcionaba en la vereda de enfrente.
Se encasquetaron las gorras sobre cuya visera relucían los huesos de la muerte y salieron del palacio. Se acomodaron en tres vehículos que encendieron sus motores al verlos aparecer. Rolf miró las calles llenas de uniformados: el Reich caminaba hacia el heroico estallido de la guerra, aunque la población prefería suponer que no estallaría jamás.
Doblaron en una calle arbolada. De pronto, al divisar una bombonería Rolf pidió al chofer que se detuviera.
—Merecemos un regalo.
Detrás de su vehículo frenaron los otros. No vio un cartel que decía «Sólo para judíos». Los bisoños guardias apostados junto a la puerta, y cuya misión consistía en impedir el ingreso de clientes arios, creyeron que les venían a efectuar una inspección; taconearon y aullaron Heil Hitler! Rolf se sintió abochornado al toparse con el aviso. Entonces simuló controlar la tarea de los guardias y miró hacia el interior de la espejante vidriera. Distinguió la espalda de una mujer.
—Es judía —justificó el guardia.
Fue asaltado por la inexplicable urgencia de verle el rostro. Pero ella hablaba con la anciana vendedora y no giraba. En los vehículos ronroneaba impaciente el motor; sus camaradas lo estaban mirando.