XXIX

Inmóvil en el bulevar, observaba aquel desfile tan fantástico como el sueño de una noche febril. A veces miraba hacia arriba y veía los tejados de las casas y las nubes que atravesaban el cielo estival, las muestras de las tiendas y las ventanas conocidas, como para darse cuenta de que todo lo que ocurría era verdaderamente real.

El bulevar de Budapest, donde trece años atrás los jóvenes estudiantes llevaron de un lado a otro el nuevo gallardete de seda, que pasó de mano en mano, con objeto de que todos los estudiantes pudiesen transportarlo, por lo menos, un cuarto de hora; el nuevo gallardete de seda, que, en aquella tarde otoñal, él pudo salvar de las manos de los guardias, al refugiarse en la vivienda de los Gubai; el paseo de Budapest estaba lleno de ruido de los carros de las campesinos; millares y millares de carros pequeños al lado de los cuales trotaba con la campana al cuello el potro joven, hijo expatriado de los pueblos y de las granjas húngaras. Los mismos propietarios guiaban los caballos y tiraban continuamente de las riendas, porque a cada momento aquella fila interminable de vehículos se detenía y era preciso parar.

Millares de carros pequeños, propiedad de los campesinos, que transformaban de modo maravilloso el paseo de Budapest, como si en algún lugar hubiese estallado un terremoto espantoso derrumbando milenarias cadenas de montañas; millares de pequeños carros de campesinos en el paseo de Budapest y cada uno de aquellos vehículos lleno y excesivamente cargado de soldados cubiertos con casco de acero y vistiendo uniformes de color de tierra; eran soldados de las tropas de ocupación, que se sentaban en el fondo del carro o en los bordes, dejando colgar las piernas como si se tratara del cortejo de una fantástica y horrible fiesta nupcial húngara.

Aquella infinita teoría de carros era interrumpida, a veces, por las tropas de caballería y de artillería. Cañones y armones[34] negros de humo y de calor, pasaban retumbando por el paseo de Budapest. Y aquellos innumerables carros campesinos, que fueron recogidos en los pueblos y obligados a dirigirse a la capital para transportar la infantería enemiga, daban la impresión de un cuadro renovado de la Edad Media, de la época de los tártaros o de los turcos, cuando los húngaros se veían cargados de cepos.

Komlóssy formaba parte de la multitud y no podía separar la mirada a derecha ni a izquierda, sino sólo hacia adelante, a sus caballos. Por nada del mundo habría vuelto los ojos atrás, para fijarse en los soldados sentados en su carro; su rostro tenía una expresión conmovedora de dolor y de vergüenza, como nunca se habría podido observar tan intensa en el rostro sereno y taciturno del campesino húngaro. Y a Komlóssy le dio la impresión que mediante aquella mirada una línea interminable de antepasados observaba el bulevar de Budapest.

Él, confundido en la multitud, miraba, pálido como un muerto y con el alma trastornada. Pero ¿habría en aquella multitud de curiosos alguien capaz de comprender lo que sucedía? Un anciano caballero, como si hubiese leído tal pregunta en el rostro de Komlóssy, que estaba a su lado, exclamó con temblorosa voz:

—Es horrible… Créame, es espantoso.

Las tropas enemigas de ocupación entraron en Budapest. Los pequeños carros de los campesinos invadieron toda la ciudad, sin evitar siquiera los lugares más elegantes de la orilla del Danubio. El asfalto del paseo quedó sucio de paja y de basura. Los caballos fueron atados al lado de los carros, como en las grandes ferias de los alrededores de las pequeñas poblaciones de la Gran Llanura Húngara.

Komlóssy, unos días más tarde, se enteró de que las tropas del ejército nacional, después de salir de Szeged, atravesaron el Danubio y se dirigían a Siófok. Esta noticia le devolvió la fuerza de vivir. Tomó el primer tren y se dirigió a Siófok. Pero allí aun no había nadie, porque las tropas del ejército nacional aun estaban a varios días de marcha del Balaton. Al siguiente, después de haber pasado varias horas encerrado en el hotel, como ya no pudiera resistir la angustia de la espera, a medianoche se dirigió a pie por la carretera que habrían de seguir las tropas del ejército nacional.

Vestía el traje de oficial, al que se hizo coser otra vez las estrellas de capitán y llevaba ya varias horas de marcha, bajo el ardiente sol de verano y en la carretera llena de polvo, donde raras veces se encontraba con algún viandante. No había ni rastro de automóviles o coches, como si se hubiese paralizado la vida en aquella región. A veces la carretera se encaramaba por las vertientes de las colinas y, en el fondo brillaba constantemente, plateado y sereno, el inmóvil espejo del Balaton. Serían las tres de la tarde cuando, a lo lejos, vio una densa nube de polvo. Quizá sería la vanguardia del ejército. Unos momentos después pudo divisar la tropa que marchaba en fila de cuatro en fondo. La mandaba un oficial a caballo. Al verlo, Komlóssy apresuró el paso y luego echó a correr, incapaz de dominarse. ¡Ya estaban allí! ¡Ya llegaban! Aquel ejército era la última esperanza y la tropa la mensajera y la precursora de la resurrección húngara, el último manantial de vida que le quedaba a la nación desangrada. Estaban allí, ya llegaban. Aquellos jóvenes, entre los cuales había, sin duda, algunos compañeros suyos, podían con alma pura y fuerte tomar cualquier dirección para salir de aquella espantosa obscuridad, aunque él no se hallaba en igual caso, porque su alma estaba ya destrozada. Ir con ellos, combatir en su compañía y morir a su lado. Esos impulsos se le aparecían como continuación de lo que ya experimentó cuando, a los veinte años, en la manifestación estudiantil, le entregaron el nuevo gallardete de seda, para que también lo llevase durante un cuarto de hora. Aquéllos eran húngaros que venían de lejos, casi del pasado magyar y eran hombres cuyos instintos y sentimientos procedían del fondo del alma, pero no con calidad personal, sino de toda la raza, que no puede ser suprimida por ninguna fuerza o poder. Aquellos jóvenes eran sus hermanos consanguíneos y después de tanto sufrimiento podría abrazarlos otra vez.

¿Quién era el oficial a caballo que mandaba la vanguardia? Komoróczy. Sí, Komoróczy. El oficial a caballo era, realmente, Komoróczy.

Cubierto de polvo, jadeando por la carretera y agotado, con el rostro aun pálido y descompuesto por su reciente enfermedad, pero con ojos llameantes, se detuvo en plena carretera y estaba tan conmovido que no pudo pronunciar una palabra. Sólo alargó los brazos, como si quisiera estrechar contra su pecho a toda aquella tropa redentora.

Komoróczy lo reconoció en el acto y su rostro se nubló. Paró el caballo en seco, se inclinó sobre la silla, como para observar mejor a aquel hombre y luego retrocedió y, señalando con el brazo extendido, exclamó:

—¡Detened y atad a ese comunista!

En cuanto se rehízo de la primera sorpresa y pudo recoger sus pensamientos, se vio con las manos atadas, siguiendo a la tropa y en compañía de diez o quince hombres de paisano, mudos, asustados y, como él, atados. Entre ellos, algunos tenían aspecto de ser agricultores y obreros, pero otros parecían más refinados.

La fuerza continuó el camino hacia Siófok. La marcha duró cerca de dos horas, y no se hizo ninguna parada. Komlóssy no miraba a ningún lado ni tampoco a nadie. Tenía la visión fija en sí mismo, y, exteriormente, no se daba cuenta de lo que tenía delante. Luego su atención pareció concentrarse en la espalda del individuo que lo precedía, en aquel capote de paño negro, blanqueado por el polvo de la carretera y cuyas manos estaban atadas con una gruesa cuerda; los dedos habían adquirido un color azulado. Miraba, pues, las manos y la espalda de aquel hombre, mas no habría podido decir qué miraba o qué veía. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa, extraña y casi propia de un loco.

Cuando, después de dos horas de marcha, llegaron a Siófok, fueron confiados a la custodia de algunos soldados y tuvieron que esperar hasta la noche, al pie de los árboles de la orilla del lago. Luego, los llevaron a una especie de almacén, donde pasaron el resto de la noche sin poder tenderse.

Serían las once de la mañana cuando compareció un suboficial. Y, leyendo una hoja de papel que llevaba en la mano, gritó:

—¡István Komlóssy!

Lo condujo a una posada, ante la cual, y sentado a una mesa, en compañía de otros oficiales desconocidos, que estaban muy ocupados, pudo ver a Pobrányi.

Cuando éste vio a Komlóssy, se puso en pie, acudió a su encuentro, le tomó por el brazo y se lo llevó aparte, sin que los demás se fijaran en ellos.

—Oye —le dijo fríamente Pobrányi, sin mirarlo siquiera a los ojos—, esta noche he hablado largamente de ti con Komoróczy. Con gran dificultad he logrado que te permitan regresar a Budapest. Pero, en tu propio interés, te aconsejo que hagas cuanto puedas para que no te vean…

Komlóssy, pálido e inmóvil, escuchaba a Pobrányi. En sus labios se dibujaba aquella extraña sonrisa del día anterior, cuando tendió las manos para que se las atasen. Parecía como si se hubiese congelado en sus labios.

No pronunció una palabra. Cuando Pobrányi, aquel mismo Pobrányi que el día de la revolución lo llevó consigo por toda la ciudad, lo vistió y lo alojó en el hotel, para llevarlo luego al Ministerio, aquel Pobrányi que ahora se pavoneaba con su gorro de blanca pluma, con su guerrera flamante, con bandolera, parecida a la del uniforme de los oficiales de los Aliados, terminó su breve discurso con un gesto que parecía decir: «No hay duda de que las cosas son así, querido amigo, pero yo no tengo la culpa…», Komlóssy retrocedió rápidamente y se alejó sin pronunciar una sola palabra.

Tomó el primer tren y regresó a Budapest, donde sólo permaneció el tiempo necesario para preparar el regreso a su pueblo natal. Cuando echó a andar el tren que lo llevaba, comprendió que nunca más volvería a Budapest.

Su madre lo recibió con alegría y extrañeza a un tiempo, y lo miró como hiciera un año antes, en el Cuartel María Teresa, en el despacho del teniente Jakchy. Pero aquella mirada, a pesar de sus esfuerzos, no pudo disimular el dolor y el horror que le causaba la presencia de su hijo. Tenía el rostro espantosamente flaco y la mirada confusa y extraviada. Apenas logró que pronunciase algunas palabras y se notaba su esfuerzo por parecer tranquilo y normal. Su madre le dirigió numerosas preguntas mientras secaba las lágrimas que no podía contener. Maska, en cambio, que sabía algo más que su madre, miraba a su hermano con los ojos secos; quizá se asustara de ser capaz de mirar con tal inmovilidad a István, en el cual trataba de reconocer al niño con quien jugara en el jardín de la casa paterna.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —preguntó la señora Komlóssy, acariciando con una mano los hombros de su hijo.

—Aun no lo sé —contestó él en tono evasivo.

Llamó a su hijito, le tomó sobre las rodillas, le estrechó, bromeando, la nariz y lo miró con aquella sonrisa helada en los labios. Su madre, después de tratar, en vano, de despertar el interés de su hijo hacia varias cosas, se inclinó para preguntarle en voz baja:

—¿Sabes lo que le ha sucedido al viejo Zsibai? Esa gente nueva lo ha apaleado de un modo terrible, porque el viejo salió de su casa y, por el camino, gritó no sé qué. Lo condenaron a veinticinco bastonazos, pero en cuanto hubo recibido dieciséis se desmayó. Y no es de extrañar, pobre hombre, porque ya tiene setenta y tres años.

El mismo día, por la tarde, Komlóssy fue a visitar al viejo Zsibai. Lo encontró en la cama, con la cabeza y el brazo derecho vendados. Después de saludarse, el anciano fijó los ojos empequeñecidos y arrugados en Komlóssy. Hablaron de la sequía de aquel año, más acentuada que la del anterior, y de los estragos hechos en la caza porque, en aquellos turbulentos tiempos, todo el mundo cazaba sin permiso y los soldados que volvían al campo disparaban contra las liebres con sus mannlicher[35]. Y estuvieron de acuerdo en que no valía la pena de cultivar la viña, porque ya no daba ningún rendimiento.

Ninguno de los dos habló de sus propios asuntos, pero, de repente, el viejo Zsibai dijo:

—Tú eres joven y aun puedes empezar de nuevo la vida. Podrías recogerlo todo, pero yo… moriré como un perro apaleado. —Después de breve pausa, añadió—: ¿Cuáles son tus proyectos? —Y en vista de que Komlóssy no contestaba, continuó—: Voy a decirte algo, Pista. Toma mi bufete de abogado. Si te dedicas a estudiar con empeño, dentro de dos años podrás licenciarte, cosa que no has hecho todavía y así, por lo menos, tendrás seguro el pan. Además, me harías un favor, porque mis antiguos clientes no quieren ir a ningún otro abogado y vienen a molestarme, aunque esté en la cama. Ya ves, pues, que sería conveniente para ti tener un bufete en plena marcha.

La conversación con el anciano lo libró, en parte, de su letárgica postración. Sí, aun podría vivir y trabajar.

Al día siguiente tomó la dirección del bufete. En el patio de la casa de Zsibai conocía todos los árboles y las matas como en su propia casa.

Por las mañanas, al acudir a su despacho y abrir la puerta de la calle, siempre tenía la sensación de ver correteando bajo los árboles a Juanito Zsibai, inclinándose al correr hacia una pierna, para estirar su andrajosa media que se le caía y cuya ligacama de goma la tenía siempre perdida. Sus medias se le caían hasta los zapatos, dejando desnudas sus pantorrillas. Llevaba el pelo siempre cortado al rape, menos en la región frontal, si bien aquel largo mechón despeinado de color de azafrán era todo menos que un peinado oportuno, pues al pegarse con otros muchachos, brindaba un punto por donde agarrarle. La cara, la tenía siempre enrojecida por estar agitado de continuo a raíz de un sin fin de motivos diversos, y en su mirada remolineaban constantemente las típicas emociones de aquellos adolescentes por los que los padres se ven obligados a medrar, temiendo verles caer un día del tejado, en el pozo o desaparecer con la primera compañía de circo ambulante.

En aquel patio y en aquella calle, a Komlóssy siempre le visitaban, cual duendes, intensos y tenaces, los recuerdos de su infancia. Y en esos últimos tiempos, le gustaba hallarse a solas con aquellas apariciones lejanas.

Unas semanas después, a pesar de todo, tuvo que ir a Budapest para un asunto del bufete. Llevaba ya tres días en la capital cuando, una mañana, dos señores que llevaban abrigo negro, entraron en su habitación del hotel.

—¿István Komlóssy? —preguntó uno.

—Soy yo.

—Nos envía el jefe de policía. Haga el favor de seguirnos.

—¿Yo?

—Sí.

—¿De qué se trata?

—Lo ignoramos. Haga el favor de acompañarnos pacíficamente.

Bajó la escalera muy tranquilo. Aquel asunto no despertaba su inquietud. Sabía que en aquellos tiempos todos los que tuvieran alguna participación en las revoluciones, veíanse molestados por la policía. Se fijó en que uno de los agentes no iba con ellos, sino que se quedó en su habitación. Sin duda estaría haciendo un registro.

El jefe de policía le dijo:

—Se ha presentado una denuncia contra usted y ya llevamos dos semanas buscándolo.

—¿De qué se trata?

—El conde Rudolf Kallisztratusz…

Komlóssy dirigió una mirada interrogadora al oficial de policía.

—Según la denuncia, fue usted el único testigo en el momento en que la condesa enterró una noche en el Hüvösvolgy tres cofrecillos de hierro. Y éstos, ahora, no han podido ser encontrados.

Komlóssy creyó que se iba a caer. Recordó que aquella noche, al regresar con Bea a casa, lo molestó incesantemente la idea de haber dejado casualmente alguna señal reveladora cerca del escondrijo de los cofrecillos. Y también le pasó por la mente la idea de que si alguien descubriera el escondrijo y robara aquella fortuna oculta, quizá Bea pudiese pensar… ¿No se le ocurriría la sospecha de que él fuese el ladrón, puesto que nadie más conocía el secreto? Pero, entonces, abandonó todo temor, seguro de que Bea no llegaría a pensar tal cosa de él.

Las palabras del funcionario de policía lo dejaron anonadado. Apenas podía tenerse en pie. Con la mano hizo un gesto.

—No comprendo…

—¿No tiene nada más que decir?

—No.

—Haga el favor de esperar hasta que lo llame.

Hizo una seña al agente que lo había acompañado allí, para que siguiera vigilándolo. Permaneció sentado casi una hora y media, y, de repente, entró el oficial de policía, diciendo:

—Vámonos.

En la calle subieron a un automóvil, que los llevó a Hüvösvolgy. Al llegar se dirigieron al pie de un árbol donde había un hueco recientemente excavado. Los esperaban cinco o seis hombres y entre ellos un oficial superior de policía, que tenía en la mano el bosquejo que él entregó oportunamente a Bea. Un poco más lejos creyó reconocer a Kallisztratusz, envuelto en un abrigo de piel, de color botella, que le llegaba a los tobillos. El conde estaba algo separado y miraba en otra dirección, como si aquel asunto le resultara desagradable y penoso. En el señor ya anciano de encorvado cuerpo, que llevaba lentes y con el cual hablaba el conde, creyó reconocer al «señor secretario». Aquel mismo secretario que, veinte años atrás, los interrogó a él y a Zsibai cuando fueron sorprendidos dentro del parque.

El consejero de policía oyó el parte del capitán y luego se volvió a Komlóssy, preguntando:

—¿Qué tiene usted que decir?

Komlóssy, en vez de contestar, empezó a mirar entre los árboles, con los párpados entornados, como si estudiara el terreno. Miró por tres veces a su alrededor y era evidente, a juzgar por su expresión, que en su memoria empezaba a perfilarse un recuerdo. Sin embargo, se volvió al consejero de policía y con acento poco seguro, le dijo:

—Hagan el favor de acompañarme.

Echó a andar seguido por los demás. Avanzaba en línea recta, sin mirar hacia atrás, aunque oía los pasos de sus acompañantes al pisar las hojas secas. Volvió al lugar en que bifurcaba el camino. Luego se aventuró otra vez por el sendero que había recorrido ya, sin mirar a sus compañeros. Guiábase por la memoria, aunque ésta parecía haberse debilitado.

De pronto se internó en el bosque y echó a andar por entre los árboles. Los demás lo seguían en silencio. Se detuvo al fin, se volvió y, muy sereno, como si pensara en otra cosa, tendió la mano al consejero de policía, diciendo:

—¿Me permite ver mi bosquejo?

Le dirigió tan sólo una rápida ojeada y luego ya resuelto y con seguros pasos, se dirigió a un árbol. Dio dos o tres vueltas a su alrededor, mirándolo atentamente. Señaló un punto del terreno y dijo:

—Excaven aquí.

Empezaron a trabajar los picos. Reinaba profundo silencio. Entre el follaje se oyó el trino de un pájaro que echó a volar asustado. Unos instantes después uno de los picos tropezó con algo duro y todos se acercaron a la excavación.

Uno tras otro aparecieron los tres cofrecillos de hierro.

Un individuo se destacó del grupo y echó a correr para comunicar la buena noticia al conde. Kallisztratusz sacó unas llaves del bolsillo del chaleco y se retiró a su automóvil, con los tres cofrecillos. Se apeó poco después, excusándose, muy agitado y empezó a explicar algo al comisario de policía, que inclinaba repetidamente la cabeza, afirmando. Luego el comisario se dirigió a Komlóssy, que aun estaba entre los agentes.

—El señor conde está desconsolado por la confusión que ha ocurrido y le presenta sus sinceras excusas. Y yo también, por mi parte…

Komlóssy saludó con el sombrero, y sin esperar la terminación de la frase dejó plantado al comisario de policía.

Aun no había dado veinte pasos, cuando el anciano secretario lo alcanzó corriendo.

—Dispénseme, soy el doctor Held… —exclamó, jadeando a causa de la carrera.

En sus ojos se advertía una sincera desesperación suplicante, en tanto que el viento agitaba sus largos cabellos grises, antes muy bien peinados.

—El señor conde desearía hablar con usted… —añadió, retorciéndose las manos.

Komlóssy, ya dueño de sí, observaba sonriente la desesperación del buen viejo y, en tono persuasivo, le dijo:

—Hágame el favor de comunicar al señor conde que no se apure, porque yo, en su lugar, hubiese obrado de igual manera.

Saludó y se internó de nuevo en el bosque.

Mientras se dirigía a la parada del tranvía, no sintió cólera ni despecho. Se había apagado una luz en su alma, la que hasta entonces fue Bea para él. Habría podido impedir aquella escena vergonzosa, pero ¿quién podía saber cuáles fueron sus pensamientos al convencerse de que se habían perdido los tres cofrecillos? ¿Quién era Komlóssy? «En nuestros tiempos no se puede confiar en nadie». Quizá tenía razón al pensar así de él. Pero, al obrar de aquel modo, volvió a tomar todo lo que recibiera de ella en pensamientos sublimes y en secretos recuerdos… ya tan inverosímiles.

También aquello había pasado. Más le preocupaba la idea de lo que hubiese ocurrido en caso de que no encontraran los cofrecillos. Fue una ligereza por su parte la intervención en aquel asunto.

Se imaginó la cara de Kallisztratusz cuando refiriera lo ocurrido a su mujer, y sonrió.

Al llegar a su pueblo, desde Budapest, encontró en su casa una carta de Bea. La leyó rápidamente, fijándose en alguna que otra frase o palabra, porque ya se imaginaba el contenido.

«… mi estado de ánimo… es verdaderamente horrible… Usted, a quien… Rudolf obró sin que yo lo supiera…».

Rasgó en mil pedazos la carta y los tiró. Mentía. Era indudable que marido y mujer obraron de perfecto acuerdo.

En el sobre, su nombre aparecía otra vez mal escrito: «Komlosi». Le pareció que esto sólo bastaba para caracterizar a una mujer.

Pero se resignó a todo, serenamente, sin dolor ni emoción. Todos los pensamientos, todos los recuerdos que lo unieron a Bea estaban ya destruidos.

Andaba por entre las vides y así llegó a la carretera. De vez en cuando se detenía para contemplar la llanura. Las nubes del cielo de abril cubrían el paisaje con sombra ligera y suave. A lo lejos, en el horizonte, se inclinaba en tono azul el bosque Varjas. A corta distancia, y al pie de los álamos, vio unos almiares, que se levantaban en el pequeño campo de Gergely Pomázi.

Durante sus largos paseos solitarios pensaba en Zsibai.

¿La vida? ¿Las mujeres? ¿Erzsébet? ¿Bea? Nada. Nada quedaba ya de ellas.

¿Podría empezar para él otra vida más pura? ¿Se le ofrecerían nuevos propósitos, otros ideales por los que valdría la pena luchar? El doctor Fazekas le comunicó recientemente, y en tono confidencial, que, en breve, se constituiría un nuevo partido, el «Partido Húngaro» y que existía el propósito de nombrarlo secretario general.

Maska se esforzaba en inclinarlo a casarse. ¿Qué le decía sin cesar? Que Rózsi Feyés estaba enamorada… Sí, ya había notado que aquella muchacha lo miraba a hurtadillas con frecuencia. ¿Y aquella otra, esbelta y morena, la Bonyhádi? El otro nombre no lo recordaba. ¡Ah, sí! Viola… Eso es: Viola. Hermosa muchacha. Su mirada era modesta y pura, así como su frente.

¡Quién sabe! Quizá aquellas muchachas pudieran llevarle la promesa de una vida serena.

Siguió con la mirada a las cornejas que emprendían el vuelo una tras otra, desde los mojones de la carretera, a medida que él se acercaba.

Una noche decidió ir a pasar un rato al Café Central. Deseaba ver al doctor Fazekas que, por las noches, y después de cenar jugaba allí unas partiditas de naipes. Desde su regreso de Budapest, no había estado en ningún establecimiento del pueblo. Evitaba la compañía de todos y no se movía de su despacho, más que para ir al Tribunal o al Catastro.

La luz clara y pura de la luna iluminaba la plaza que a aquella hora, cerca de las diez de la noche, estaba ya desierta. Sólo aparecían iluminadas las ventanas del Café Central. Y, al mismo tiempo que la luz, llegaba hasta la plaza la música nostálgica de los zíngaros.

Atravesó la plaza como un sonámbulo. Ante todo le llamó la atención el pedestal desocupado de la estatua de Kossuth. Fue derribada en los primeros días de la ocupación extranjera. Rodearon la figura de bronce de Kossuth con unas cadenas: el héroe tenía la diestra levantada al cielo y su espada estaba cubierta de cardenillo; ataron a los extremos de las cadenas seis parejas de bueyes y de este modo derribaron el monumento. Se lo habían contado tantas veces en voz baja y con mil detalles, que ya no le llamaba la atención, pero aquel pedestal desocupado, que había visto muchas veces de día, a la luz lunar le dio la impresión de un inmenso catafalco espectral.

Entró en el café, donde los zíngaros tocaban música clásica, cuya melodía era, a veces, interrumpida por el choque de las bolas de billar. En el café, el ambiente era muy desagradable, porque estaba saturado de humo. En dos personas que jugaban al dominó, reconoció a Mányoki, el veterinario, y a Pali Fejér, el abogado. A otra mesa jugaban a los naipes. Los rostros de los jugadores eran muy conocidos para él, pero no recordaba sus nombres. Miró a su alrededor, en busca del doctor Fazekas, pero sin duda no había llegado aún. Tomó asiento a una mesita inmediata a la pared y pidió una botella de cerveza. Casualmente miró a otra mesa lejana y sus ojos se desorbitaron de extrañeza. Allí estaba sentado un señor, en posición negligente y contemplaba las espirales de humo de su cigarro. Ante él tenía medio litro de vino y una botella de agua de seltz.

Era Sándor.

En el acto comprendió lo ocurrido. Por la tarde, al volver a su casa desde el bufete, vio una colilla en un cenicero. Preguntó a su madre quién había estado allí, pero ella confusa, no le contestó y salió de la estancia. No quiso insistir, creyendo que Maska habría encontrado un pretendiente que fue a visitarla.

Sin duda había sido Sándor el visitante misterioso. Fue a ver a su madre, pero no quiso encontrarse con él y prefirió alojarse en el Hotel Central.

Miró fijamente a su hermano, que no había notado su presencia. Le pareció muy cambiado y envejecido desde la última vez que lo viera. Luego volvió el rostro a otro lado.

Poco después se abrió la puerta y con ruidoso tintineo de sables entraron unos cuantos oficiales. En conjunto eran cinco y llevaban el uniforme del ejército de ocupación. Sin duda iban ya cargados de vino, porque entraron riendo y gritando. Un subteniente fue a sentarse en la mesa del billar, donde, entonces, se jugaba la partida más emocionante, entre Mór Honvéd y Guszti Salamon, el nuevo farmacéutico. Los jugadores se apresuraron a soltar los tacos y, sin que los viesen, salieron del café. Probablemente tenían ya sus razones para obrar así.

El subteniente empezó a golpear la mesa del billar con los pies colgantes, calzados de espuelas y a llamar a gritos al camarero en tanto que, con las manos, hacía correr sobre la mesa las bolas de marfil.

Mientras tanto, sus cuatro compañeros tomaron asiento a la mesa principal que se les había reservado y pidieron champaña. En el café reinaba silencio extraordinario. No se oían más que las palabras rápidas y extrañas de los oficiales. Sin duda el tema de la conversación era muy divertido, porque se reían con frecuencia y ruidosamente. Uno de ellos, gordo, de rostro rojizo y papada, y de cabellos negros, como si los hubiesen lustrado, sufría accesos violentos de risa estridente y jadeaba porque le faltaba el aliento.

El subteniente que se había sentado en el billar, vació el vaso que le llevó el camarero y lo tiró a lo lejos.

El vaso fue a caer sobre la mesa de Sándor Komlóssy y se rompió. Sándor, pálido como un muerto, se puso en pie y miró a su alrededor, asustado. Luego, con ademanes nerviosos, empezó a quitarse los fragmentos de vidrio del traje. Hecho eso, tomó del perchero el sombrero, se echó el gabán al brazo y, con presurosos pasos, se dirigió a la salida.

—¡No salgas! ¡Vuelve a tu sitio! —gritó el subteniente.

István Komlóssy, con los ojos llameantes, contemplaba la escena. Sándor, por un momento, pareció titubear y luego, dándose cuenta de que se las había con un borracho, se dirigió otra vez a la puerta. El subteniente, entonces, se dirigió a él y, agarrándolo violentamente por la chaqueta, le gritó a la cara:

—¿No has oído? ¡Atrás!

En aquel momento, István Komlóssy, que se había puesto en pie, se reunió con ellos. Clavó la mirada en el subteniente y le gritó:

—¡Déjalo!

El oficial soltó a Sándor. Luego extendió el brazo y dio un golpe a Komlóssy en la nariz. Pero inmediatamente después cayó al suelo con la cara ensangrentada, tal fue el vigor del puñetazo de Komlóssy, que le dio debajo de un ojo.

El público del café emprendió una fuga desesperada. Los zíngaros, empujándose y pisoteándose, se precipitaron hacia la puerta, muy asustados. También desapareció Sándor, quizá sin haber reconocido a su hermano, a causa de su propia agitación.

Los cuatro oficiales restantes abandonaron sus asientos y desenvainaron los sables. Mientras tanto, el subteniente se había puesto en pie. Komlóssy apenas tuvo tiempo de retroceder hasta la mesa para asir la botella de agua de seltz que dejara Sándor.

Se originó una reyerta espantosa, acompañada de gritos y aullidos. Komlóssy no tenía más armas que la botella de agua de seltz. Batíase con ella, haciéndola voltear como si fuese una maza cubierta de hierro. Pero, de pronto, y al recibir dos sablazos, la botella se rompió. Komlóssy continuó defendiéndose con el cuello metálico. La sangre corría abundante en su rostro y le ofuscaba la vista, pues había recibido un sablazo en la frente. Luego sintió que dos manos le oprimían la garganta. Tuvo todavía fuerzas suficientes para evitar aquella presión, dando una sacudida salvaje. Y rechinando los dientes, mientras profería un aullido semejante a un estertor, volvió a golpear a todos sus adversarios con el resto de la botella de seltz. Luego se cayó al suelo, porque un sable le había atravesado el pecho. Y ya en tierra, haciendo el último esfuerzo, consiguió morder de modo salvaje la mano de alguien. Pero desde lo alto continuaban lloviendo sablazos sobre su cuerpo y su cabeza.

Unos instantes después, el café quedó desierto. El muerto, en un lago de sangre, permaneció largo rato solo. Su rostro no mostraba ninguna agitación. La muerte le quitó el color natural, dándole un tono gris. En la diestra, tendida en el suelo, como el brazo de una cruz, aun sujetaba el cuello metálico de la botella, como si fuese un revólver de forma extraña, ya casi abandonado por los dedos sin fuerza. Su posición se parecía mucho a la de Zsibai, que cayó sin vida en la orilla arenosa del Piave, entre cargamentos de granadas y armas dispersas, a pocos pasos del fragor del río, cerca del Montello, envuelto en humo y en llamas, donde rugía el infierno de los infiernos.

Yacía así, con el rostro vuelto al suelo, como Zsibai. Pero su mano extendida en la muerte, tocaba una pata del billar y estaba tendido entre los fragmentos de vidrio y de porcelana, así como de algunos restos de comida caídos de una mesa volcada y de piezas de dominó dispersas en el suelo.

FIN