XX

El día siguiente por la mañana, apenas hubo regresado del viaje, se dirigió al comisario gubernativo de la Defensa Nacional, nombrado pocos días atrás.

—Vengo a ofrecerte mis servicios —dijo al comisario gubernativo.

—¿Quieres ir a la Hungría superior?

—¿Se han tomado ya algunas disposiciones para la defensa de nuestros territorios septentrionales?

—Vuelve dentro de media hora, porque estará aquí el teniente Barlai, que mañana parte al frente de un destacamento para expulsar al enemigo de las poblaciones húngaras. Hablaré con Barlai para que puedas acompañarle. Él será el comandante, porque ha organizado el destacamento.

—Esto —contestó Komlóssy sonriendo— no será motivo de disputa entre nosotros.

Media hora después, a su regreso, encontró en el despacho del comisario gubernativo, a un joven de figura esbelta y de rostro dotado de energía extraordinaria. Era el teniente Barlai que mandaba el destacamento destinado a la Hungría septentrional. Acogió la petición de Komlóssy con cierto aire de superioridad y expresión glacial. Tomó nota de su deseo y le comunicó que el destacamento saldría a las ocho de la mañana siguiente de la estación del Oeste. Hablaba con Komlóssy con voz apacible y cortés, pero con sus maneras quería dar a entender que el comandante era él y que en todos los casos necesarios, únicamente él daría las órdenes. A Komlóssy le pareció naturalísimo.

Salieron juntos del despacho del comisario gubernativo, y en el corredor Komlóssy le dijo:

—Para evitar toda posible confusión, te advierto que me pongo por completo a tus órdenes. Yo no quiero más que batirme con el enemigo.

Barlai hizo un movimiento de aprobación y replicó:

—Te encargaré el mando de la tercera compañía. Como es natural, no debes pensar siquiera en una compañía con el contingente normal en tiempo de guerra. Ahora consiste únicamente en ochenta hombres… Pero, por el momento, no dispondré más que de unos cuatrocientos soldados…

—Los húngaros del territorio septentrional —contestó Komlóssy, entusiasmado—, vendrán en masa para aumentar nuestro número.

—Ya lo veremos una vez allí —contestó Barlai, encogiéndose de hombros.

Luego le tendió la mano, añadiendo:

—Aun tengo que hacer alguna cosa en contaduría.

Delante de una puerta se despidió de él, sonriendo afablemente.

Komlóssy regresó a su hotel; por el camino adquirió diversos objetos necesarios para completar su equipo de guerra: maletas, mantas, gemelos de campaña, un revólver de oficial, medicamentos, vendas, una maquinilla para hacer el té y otras varias cosas.

La idea de que al día siguiente volvería a los campos de batalla, le infundió extraños sentimientos. No temía a la muerte, aunque le constaba que llegarían jornadas muy duras. En el frente siempre experimentó una sensación angustiosa de miedo ante la muerte. No porque la temiera en sí, sino porque le asustaba su forma y su cualidad. Desaparecer ignorado, innominado, en alguna fosa calcinada del campo de batalla; estos pensamientos siempre fueron obsesionantes para él. Morir sin ver claramente el fin o la idea a los que sacrificaba la vida. Morir en la horrenda hecatombe de la guerra mundial, morir en tierra extranjera, bajo el mando de generales austríacos y en defensa del trono de los Habsburgos. Jamás consiguió resignarse a esta idea.

Pero la guerra que iba a empeñar era muy distinta. En aquella lucha sería hermoso morir. No se atrevía a confesárselo; pero en secreto esperaba muchas cosas de aquella empresa. Las épocas revolucionarias traen consigo la posibilidad de hacer brillantes carreras a jóvenes completamente desconocidos. Por ejemplo, Napoleón, inició su vuelo como capitán de artillería; Görgei, a los treinta años, ya era general. ¡Quién sabe si también él podría inscribir su nombre en las páginas de la historia húngara! A su paso se abría la puerta de los tiempos, a través de la cual se difundía una luz maravillosa. Y en aquella luz valía la pena de morir.

Al día siguiente, por la mañana, llegó a la estación mucho antes de la salida del tren. Poco tardó en comparecer el destacamento de Barlai, para el cual el Gobierno dispuso un tren especial. Komlóssy se presentó debidamente a Barlai, en su calidad de comandante del destacamento. Pero el teniente, riendo, le tendió la mano.

—Por caridad, te ruego que no me hagas víctima de las ceremonias militares. Ven, te entregaré ahora mismo la tercera compañía.

Las compañías estaban ya dispuestas para subir al tren. Komlóssy experimentó una amarga desilusión al ver a aquella chusma, procedente Dios sabía de dónde. La mayor parte de la tropa de Barlai estaba formada por soldados de marina, pero muchos tenían tipos de mala catadura, vestían de paisano y llevaban en el cinto bombas de mano. También iban provistos de fusil, pero por el modo de llevarlo colgado del hombro, era fácil advertir que muchos no habían sido nunca soldados.

—Señor teniente, no tenemos bastantes cigarrillos —exclamó en la fila un joven de aspecto desagradable, que sobre un chaleco de paño de color pardo llevaba un smoking manchado de grasa, lo cual daba a entender que sería un camarero sin trabajo.

—Tened paciencia y se os dará todo lo que haga falta —le contestó Barlai.

A Komlóssy no le gustó el trato que aquellos hombres dispensaban a su jefe. El espíritu de la tropa era muy distinto de lo que imaginara, pues siempre se figuró que se disponía a defender las antiguas fronteras y que realizaría el último esfuerzo en sepulcral silencio y con el corazón saturado de solemnidad y de valor desesperado. Creyó encontrar enérgicos rostros de soldados, en cuyas facciones se advirtiera la decisión de servir a una causa justa y santa. Pero aquellos hombres se reían en las filas, se empujaban, se pegaban en broma y todos, en fin, parecían muy risueños, como si se dispusieran a llevar a cabo una alegre excursión. Una mirada escrutadora examinó los rostros y le pareció haber visto a algunos de aquellos tipos detrás de las rejas del Cuartel María Teresa, donde estaban encerrados los desertores.

—Volopka, ¿dónde está Volopka? —gritó Barlai ante las filas.

Compareció un sargento, bajito, de pelo corto y nariz achatada, que le daba una expresión huraña y socarrona a la vez.

—El señor capitán tomará el mando de la tercera compañía —le dijo Barlai.

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando lo plantó allí, porque lo asediaban de todas partes con numerosas preguntas y noticias.

Volopka tomó nota con un breve movimiento de cabeza, de la orden de Barlai. Con ojos recelosos miró a Komlóssy, sin saludarlo siquiera. Y faltó muy poco para que Komlóssy le diera un bofetón.

—¿Por qué no me saluda? —preguntó, irritado.

Volopka lo miró por debajo de sus cejas. Levantó un dedo y, con apacibilidad irritante, contestó:

—¡Despacio! Ahora ya no estamos en los antiguos cuarteles.

Miró a Komlóssy otra vez, de los pies a la cabeza, le volvió la espalda y se alejó.

Komlóssy, exasperado a más no poder, se dirigió a Barlai. Se cuadró, le saludó militarmente y también del mismo modo le dio el parte.

—Señor comandante, deseo saber cómo y en qué medida he de mantener la disciplina militar.

—¿Qué quiere decir?

—La voz y las maneras que el sargento Volopka…

—Ya le pararé los pies —exclamó bruscamente Barlai, que se alejó en el acto.

Komlóssy, pocos instantes después, observó que a corta distancia de la cola del tren, Barlai hablaba con Volopka. Mas, a juzgar por sus actitudes respectivas, no era posible creer que él teniente regañara al sargento. Todo lo contrario. Al parecer hablaban en tono confidencial.

Aquello lo alarmó y le produjo sentimientos desagradables. Pero ni siquiera le pasó por la mente la idea de alejarse, sin tomar el tren. En la tercera compañía cuyo mando le había entregado Barlai, había magníficos tipos de soldados veteranos, uno de los cuales, al dirigirle la palabra, se cuadró respetuosamente.

—¿De dónde eres hijo?

—De Háromszék, señor capitán[31].

—¿Has combatido ya?

—¡Oh, sí!

—¿Y ya sabes que ahora no vamos a Transilvania sino a la Hungría septentrional?

—Demasiado, mi capitán. Pero no importa. Esperaremos que en breve podremos volver a casa. ¿No es verdad, mi capitán?

Otro viejo soldado, que tenía el rostro como si fuese de corteza de encina y la voz profunda, semejante a una campana hendida, intervino tímidamente en la conversación.

—Convendría organizar estas cosas de manera que cada uno combatiese ante sus propias puertas. Entonces no serían necesarias las órdenes ni los mandos, y todo marcharía por sí mismo, como el agua del Maros.

Komlóssy se acomodó en un vagón de tercera clase, donde habían sido instalados los veteranos e hizo el viaje en su compañía. Sentíase como entre hermanos. Con palabras sencillas conversó con ellos, acerca de su patria magyar y de las vicisitudes de este mundo.

—¿No se ofenderá usted, mi capitán, si le ofrezco un poco de tocino? —preguntó respetuosamente uno de los veteranos, ofreciéndole un pedazo de tocino y una rebanada de pan.

Salió de un bolsillo una botella de agua de colonia que entonces contenía un exquisito aguardiente de ciruelas. Aquella bebida resultó muy grata en el vagón desprovisto de calefacción. En el exterior llovía intensamente y soplaba un frío viento de noviembre.

Hacia el mediodía llegaron a la primera población de la Hungría septentrional. Barlai hizo formar las compañías en la estación e informó a los soldados acerca del cuartel en que se alojarían. También les dio permiso para ir de paseo hasta medianoche. Luego se dirigió a los soldados, y añadió:

—El dinero que os dieron ayer os servirá para que os mantengáis a vuestras expensas. Por lo tanto, daré a todos el permiso de llevar los distintivos propios de los sargentos, porque no quiero ver a mi alrededor soldados rasos.

—¡Viva! ¡Viva Barlai!

—Y, empezando mañana por la mañana —añadió el teniente con voz más alta—, cada uno de vosotros recibirá diariamente el estipendio de treinta coronas.

Aquella suma correspondía, más o menos, a la que percibían los oficiales de Estado Mayor. Los soldados acogieron la declaración de Barlai con vivas y gritos más entusiastas. Luego, en desordenados grupos, se dirigieron a la salida.

Komlóssy no quiso acompañar a Barlai, porque temió que acabarían disputando. Aquel asunto no le gustaba, pero se consolaba diciéndose que frente al enemigo todos cumplirían con su deber y que los húngaros de la región septentrional se unirían, sin duda, a ellos. Además, quizá Barlai tenía razón. En el primer período era necesario animar lo más posible a la soldadesca, aun valiéndose de medios inusitados. Al fin y al cabo, no se necesitaba ninguna fuerza extraordinaria para que todos, después de cuatro años y medio de guerra, empuñaran de nuevo las armas en aquel frío invierno fangoso y otra vez expusieran la vida al peligro de los shrapnells, cuando ya todo el mundo gritaba entusiasmado, al advertir la luz rosada de la paz. Sí, era posible que Barlai tuviese razón. Ante todo convenía encaminar bien las cosas y luego ya todo marcharía por sí solo.

Penetró en la población paseando lentamente y deteniéndose para examinar los escaparates, en los que aun parecía reflejarse la tétrica miseria de la guerra. De repente, observó que en la acera opuesta dos soldados de marina habían detenido a un teniente coronel, que pasó a corta distancia de ellos.

—¿Por qué no saluda? —preguntó uno de los marineros al teniente coronel.

Éste miró hacia atrás, porque en aquel momento no se le ocurrió la posibilidad de que le interpelasen a él.

—¡Saluda, payaso! —exclamó el otro marinero, amenazando al teniente coronel con el puño cerrado.

Aquel jefe era un viejecillo pequeño y delgado, y llevaba en el pecho las insignias de la Corona de Hierro. Se detuvo, pálido, ante sus agresores. Llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero los dos soldados que empuñaban revólveres y disponían de bombas de mano le miraron con expresión amenazadora, de modo que el anciano oficial se volvió para alejarse, sin mirar atrás.

Komlóssy presenció la escena desde la acera opuesta, conteniendo la respiración. ¿Qué debería hacer? Le constaba ya la inutilidad de dar parte a Barlai. Creyó preferible hablar de un modo razonable con aquellos dos soldados y tratar de conmoverlos. Pero en aquel momento no se sentía con humor para hacer eso. Además, dudaba de que su intervención alcanzara el fin propuesto y, por otra parte, aquella escena lo irritó de tal manera, que, sin duda alguna, tal conversación con los dos hombres terminaría difícilmente de un modo amistoso. Decidió, por fin, dirigirse allí. Con toda seguridad hallaría también al teniente coronel que recibió el insulto. Convenía escoger muy bien el remedio apropiado, porque no era posible permitir que por culpa de unos cuantos tunantes se estropease y naufragara aquella hermosa empresa.

Pero en el puesto militar de la población no encontró a nadie, quizá porque habían terminado las horas de oficina o porque también allí se hubiese trastornado todo.

Mientras recorría el pasillo y probaba de hacer girar los pomos de las puertas, llegó subiendo la escalera y jadeante un señor ya de alguna edad, vestido con cierto atildamiento.

—¿Dónde está el señor coronel?

—No lo sé. También yo ando buscándolo.

—¡Dios mío! ¡Eso es un horror, una infamia!

—¿Qué ha sucedido?

—Un tal Barlai, teniente, acompañado por un grupo de soldados de marina, se ha presentado en el Municipio y ha impuesto a la población un tributo de guerra de doscientas mil coronas. Quisimos explicarle que no podíamos pagar esta suma, más que por orden directa del Gobierno. Y él, sin pronunciar una palabra más se ha llevado la pequeña arca de caudales. ¿Le parece a usted posible? Perdóneme, soy Zsigmondy, secretario del Ayuntamiento.

Komlóssy, en compañía del secretario, se encaminó directamente al Municipio. Al llegar observó que el corredor del Ayuntamiento estaba ya lleno de señoras que lloraban y de comerciantes desesperados. Los soldados de Barlai habían saqueado establecimientos y viviendas particulares.

Komlóssy se dirigió al teléfono, para conferenciar con Budapest y dar cuenta de lo ocurrido al comisario gubernativo. Pero la central le contestó que durante toda la mañana había tratado, en vano, de comunicar con Budapest. Todos los aparatos del Ministerio estaban constantemente ocupados. Komlóssy salió entonces en busca de Barlai, decidido a reconvenirlo enérgicamente y quitarle el mando del destacamento.

Durante su camino llamó a sus propios soldados para preguntarles si habían visto a Barlai. Después de inútiles pesquisas, encontró a un hombre que le dijo que lo había visto en una callejuela, acompañado de diez o doce soldados de marina. Y se ofreció a acompañarlo a la villa en la que habían entrado.

En cuanto Komlóssy llegó al lugar indicado, vio ante la puerta de la villa un carro muy grande. Los soldados de marina salieron cargados con muebles antiguos, tapices persas y lo cargaban todo en el carro. Barlai estaba al lado del vehículo y dirigía aquella faena.

Komlóssy se fue a él, muy excitado, y con acento rudo y fijando la mirada en aquel hombre, le preguntó:

—¿Qué sucede aquí?

En los labios pálidos y sutiles de Barlai apareció una sonrisa fría y sarcástica. Sostuvo, impasible, la mirada de Komlóssy, en tanto que con la fusta se golpeaba las altas botas. Parecía haberse quitado la máscara y sin ocultar su propia expresión, miraba, tranquilo, irónico, frío y provocador a Komlóssy.

—¿Qué pasa aquí? —repitió éste con ojos llameantes.

Barlai, sin alterarse y con sonrisa mefistofélica, le contestó:

—Te aconsejo que regreses cuanto antes a Budapest.

Komlóssy, instintivamente, se volvió, al darse cuenta de que tenía a alguien a su espalda. Vio en efecto a dos marineros, que apoyaban las manos en las culatas de sus revólveres y tenían los ojos fijos en Barlai, como si esperasen una orden muda.

Permaneció Komlóssy indeciso por unos instantes y luego se alejó. Ya no había duda de que Barlai era un salteador vulgar. Se dirigió al pequeño hotel, donde se había citado con los veteranos, arrojó la gorra a una mesa y se dejó caer en una silla. Estaba muy pálido.

—¿Qué pasa, señor capitán? —preguntó uno de los veteranos al observar su rostro descompuesto.

—En el tren de la tarde volveremos a Budapest.

No quiso comunicar a sus hombres las cosas que había averiguado y ellos no le preguntaron nada. Se hicieron cargo de la orden con un simple movimiento de su cabeza.

Aquella misma tarde Komlóssy emprendió el regreso a Budapest con sus veteranos. Llegaron de noche a la capital y Komlóssy se dirigió acto seguido al Ministerio, con la esperanza de encontrar al comisario gubernativo, pero el portero le dijo que media hora antes había salido para ir a cenar.

Lo buscó largo rato en los restaurantes que le indicó el portero y, por fin, a las dos de la madrugada, lo encontró en su casa, ya acostado.

El comisario lo recibió en el dormitorio y escuchó su relato haciendo esfuerzos para mantener abiertos los ojos hinchados de sueño. Pero estaba tan cansado, que el codo que apoyaba en la almohada parecía hundirse continuamente bajo su peso. A veces y mientras hablaba Komlóssy, se le cerraban los ojos y empezaba a roncar. Luego se despertaba sobresaltado y dirigía a su alrededor una mirada de consternación. Se advertía en su rostro la fatiga que sentía y por último se durmió definitivamente, mientras Komlóssy le refería el saqueo del Ayuntamiento.

Komlóssy, atónito, se quedó mirando al dormido. Experimentaba intensa angustia en el corazón y lo oprimía un sentimiento raro y atormentador, pues le pareció que detrás de aquella máscara de hombre dormido, dormía también la conciencia mortalmente agotada de su infeliz raza.