XIX

Los exalumnos de la Universidad se reunían, de vez en cuando, en el café «Magyar Világ». Pero ya eran pocos. Gran parte de ellos se había dispersado en las provincias, antes de la guerra. Uno era abogado, el otro médico municipal en algún pueblo, otro funcionario de la administración provincial, y ya no se sabía más de ellos. Muchos, también, habían caído en la guerra. Pútnoki, Pataki, Zsibai, Guszti, Kovács… nombres que figuraban ya, tal vez, en las cruces de madera de algún cementerio militar del frente ruso o del italiano.

Aquellas reuniones de café no tenían carácter político. Más bien se reunían para recordar otros tiempos, cuando, trece años atrás, ellos eran jóvenes de veinte y combatían bajo la misma bandera y por el mismo ideal: separarse de Austria y librarse de los Habsburgos. No tenían entonces la más mínima idea de lo que habría podido hacerse para lograr aquel cambio fundamental en la vida de la nación.

El ideal que alumbraba su juventud era sencillo y puro, como el sol que sentían brillar sobre sus cabezas. Y, para todos, era igual.

Pero, ahora, cuando la guerra había minado tan profunda y violentamente la monarquía y el breve terremoto de la revolución hizo caer en pedazos el terreno, bajo el trono, en las tardes tétricas y lluviosas que siguieron a la revolución de octubre, los exestudiantes universitarios se reunían en torno de la mesa de café, sintiendo encontradas emociones. Estaba ya realizado el sueño de su juventud y Hungría había reconquistado la libertad y la independencia nacional. Pero ya todos veían y sentían que para aquella independencia que no conquistó la conciencia de la nación al despertar de su largo sueño, sino que se formó por sí misma, como roca que se desprende de una informe montaña, estremecida por la guerra mundial, a cambio de aquella independencia, la nación habría de pagar un precio atroz. Desde el norte, las tropas enemigas ocuparon, una tras otra, las más puras ciudades magyares; en Transilvania, un general rumano se aproximaba a Kolozsváry seguido por su ejército amenazador. Y nadie pedía la defensa de la tierra de sus mayores y de las antiguas fronteras. El nuevo Gobierno nacional parecía estar atontado, en medio de la confusión de los sucesos. Los soldados húngaros se volvían a la patria, desde los campos de batalla; cansados y agotados, arrojaban las armas cuan lejos podían. Y los que, por suerte eran minoría, no las tiraban, las conservaban sólo para reunirse en bandas de salteadores. En la tierra magyar no se respiraba el aire de la libertad, pero, en cambio, se percibía muy bien el deseo de venganza de las multitudes oprimidas.

—Este país puede darse por perdido, amigo mío —exclamó Komoróczy, arrojando al suelo el periódico en que acababa de leer noticias tristes y desconsoladoras.

Grünfeld se ajustó con cuidado a la oreja el cordón de los lentes.

—El lugar del nacionalismo ha sido ocupado por un ideal mucho más poderoso. Y a éste, mi querido amigo, nadie podrá cerrarle el paso.

—El internacionalismo. En Rusia, el proletariado ha abierto ya los ojos.

Golpeó la mesa con el lápiz y, con el mayor fervor, añadió:

—Y, con los ojos abiertos, amigo mío, miran y examinan todo el mundo. No establecen ninguna distinción entre estados vencedores y vencidos. El nacionalismo desenfrenado es el autor de la guerra mundial. La conciencia de toda la humanidad ha tomado otra dirección, y si Hungría…

Komoróczy tocó el brazo de Grünfeld. Se inclinó a éste, de modo que su rostro casi tocaba el de su interlocutor y, con el ceño fruncido, le preguntó:

—¿Te has hecho socialista?

Grünfeld se encogió de hombros y, con las manos, hizo un gesto de resignación.

—Amigo mío… Un hombre que piensa, no puede oponerse a una corriente que transformará todo el mundo.

Komoróczy permaneció unos instantes mirando a Grünfeld con el ceño fruncido, se levantó luego, se puso el sombrero, tomando también el gabán, y, sin saludar a nadie, se alejó. La expresión tétrica de su rostro reflejaba el espasmo de las pasiones contenidas.

—No comprendo a Feri —dijo Grünfeld, muy apurado, a Komlóssy, con quien se había quedado solo a la mesa del café.

—Pues yo lo comprendo muy bien —replicó Komlóssy, con acento impetuoso.

Grünfeld hacia girar el lápiz con los dedos y no replicó.

—Somos de una madera más sólida que tú. En nosotros, el espíritu magyar ha sido absorbido de un modo más doloroso y profundo que en ti. ¿Los socialistas? ¿No recuerdas que trece años atrás pisotearon en el barro la bandera húngara y que, por una mísera promesa de derecho electoral, se vendieron a los Habsburgos? ¿Por qué tuvimos aquella noche una riña con los socialistas? También estabas tú. ¿No te acuerdas ya de tu entierro?

En los labios de Grünfeld apareció una pálida y triste sonrisa.

—Pistuka… Entonces yo tenía diecinueve años y ahora he cumplido treinta y tres. Ignoraba en aquella época lo que era la guerra mundial. Sólo dos veces he tomado parte en un combate. Sin duda te figuras que voy a decir alguna tontería. Pero si alguien, y antes de la guerra, me hubiese profetizado lo que iba a padecer, sin titubear un instante, me habría saltado la tapa de los sesos, porque cualquier sistema nervioso, por ejemplo el mío, era, a mi juicio, incapaz de soportar tales cosas. ¿Qué diferencia hay entre nosotros? Tal vez yo sea en primer lugar hombre y luego húngaro. Vosotros, en cambio, sois húngaros ante todo y luego hombres. ¿Te figuras que estamos en situación de resolver aquí este problema? Ten en cuenta, amigo mío, que, con él, se decidirá la suerte de toda la humanidad.

Komlóssy trató de interrumpir aquel discurso. No quería seguir el curso de los pensamientos de Grünfeld, pero sintió un estremecimiento de horror y que se le helaba la sangre en las venas al recordar lo que le ocurrió en la guerra. Su alma se vio, de repente, rodeada de terrible obscuridad. Una masa enorme de pensamientos gigantescos y confusos lo asediaban de todas partes, y él no podía librarse de ellos. Sin saber qué contestar, bostezó cubriéndose la boca con la mano.

—¿Dónde comes mañana?

—No estaré en Budapest. Salgo hacia Belgrado.

—¿Y qué vas a hacer allí?

—Por encargo de la dirección de mi periódico, he de acompañar a los delegados del Gobierno, que discutirán con un general francés las condiciones de paz.

Komlóssy se sintió poseído de repentina excitación.

—¿Y no podría acompañarte?

—Tal vez sí. Ya buscaré la manera de que vayas conmigo. Telefonearé esta tarde a la redacción.

Aquella misma tarde, Grünfeld avisó por teléfono a Komlóssy.

—Ven mañana a las ocho a la estación.

Tomaron el tren que había de conducirlos a Belgrado y en el cual viajaban también los ministros. Era un jueves, 8 de noviembre. Por la tarde, a las cinco y media, dos oficiales superiores del ejército serbio comparecieron en el hotel de la Corona, de Belgrado. Buscaban al primer ministro húngaro y le comunicaron que el general francés recibiría a la delegación húngara a las seis de la tarde.

En pocos minutos se preparó el ceremonial de la recepción. Ante todo, el primer ministro se presentaría al general acompañado por los miembros de la delegación; pronunciaría su discurso y, por fin, se retiraría para discutir a solas con el general.

Grünfeld, que fue testigo de la conversación, en cuanto se hubieron alejado los oficiales serbios, dijo a Komlóssy:

—Me parece que podrás formar parte de la delegación. Representarás al cuerpo de los oficiales húngaros…

—¿Cómo?

—No te preocupes. Los tiempos en que vivimos no son apropiados para los que quieren conocer el fondo de todas las cosas. No te separes de mí. —Y al ver que en el rostro de Komlóssy se reflejaba la indecisión, añadió—: Hay aquí otros oficiales y en unión con los periodistas, somos veintiuno. Por lo tanto, también podrás estar entre nosotros.

A las seis de la tarde, la delegación húngara se presentó en la Pozorisna-ulica y se vieron ante una pequeña villa de planta baja, propiedad de un hombre rico de Belgrado, en la cual se había alojado el general francés, a quien se destinaron cinco habitaciones ricamente amuebladas. Ante la puerta de entrada del gracioso y pequeño edificio de color rojo, estaban de guardia dos soldados serbios con las bayonetas caladas. En el jardín había otros soldados.

Una escalera de piedra conducía desde el jardín a la puerta blanca de la villa, que se abría al extremo de una antecámara estrecha, parecida a un corredor. Y en aquella antecámara estaba colgada de un perchero una gorra de oficial francés, llena de galones dorados y un capote de general forrado de seda roja.

Komlóssy, con los ojos desorbitados, contempló aquellas prendas. Lo sobrecogió una extraña idea: aquella gorra y aquel capote eran la Entente, aquella palabra tenebrosa y espantosa, se convertía en realidad. Allí estaba el gorro de oro y el manto de púrpura del enemigo invisible, del fantasma que se había quitado su inquietante antifaz. Y su mano sería la de un hombre; y su mirada sería una pura e inteligente mirada humana.

Una puerta de la antecámara daba a un elegante saloncito francés, en el cual entró la delegación húngara. Komlóssy se vio situado a la derecha del grupo, cerca de la pared. En la estancia reinaba profundo silencio. Todos estaban pálidos y agitados; en el ambiente parecía palpitar violento el corazón de la historia mundial.

Después de cuatro años y medio de guerra, mientras los cadáveres de diez millones de hombres no habían tenido tiempo de descomponerse en su sueño eterno, por vez primera se veían cara a cara los dos enemigos, desarmados. Estaban ya destruidos y aniquilados los frentes donde rugieran los huracanes de hierro y de fuego, y, en cambio, quedaba aquella pequeña estancia, donde se condensaban y ardían enormes e imponderables pensamientos…

En un ángulo de la salita había unas cuantas sillas de raso y una mesita de delgadas patas; en la esquina opuesta se veía un hermoso armario antiguo. Por todos lados, y también amontonados, había numerosos almohadones de seda artísticamente bordados. La gran lámpara de luz eléctrica estaba apagada porque los alemanes habían cortado el cable.

En la pared del fondo, y entre dos cortinas de seda china, se veía una gran chimenea francesa, en cuya repisa ardían dos candelabros de petróleo.

Cuando la delegación húngara entró silenciosa en el saloncito, el general esperaba en pie ante la chimenea. Quizá tenía más de sesenta años, pero ni siquiera parecía haber cumplido cincuenta. Su pequeño cuerpo, grueso y fornido, casi parecía esbelto vestido con la elegante guerrera de color azul gris, cubierta de condecoraciones, cruces, estrellas y cintas multicolores. Dos altísimas botas de charol sostenían su grueso busto como si fuesen poderosas columnas. El cuello, demasiado robusto, soportaba una magnífica cabeza varonil, de viriles facciones, bronceada por el sol, y de tipo semejante al de los zíngaros, en la cual se destacaban dos grandes ojos negros, profundos y penetrantes, coronados por enérgicas cejas negras, espesas e hirsutas, que daban a todo el rostro una expresión de rígida severidad. El abundante bigote y el cabello corto del general eran también negros, pero junto a las sienes se veían ya algunos hilos de plata. Su boca, de labios delgados, y la nariz algo encorvada, revelaban una extraordinaria dureza de carácter y una gran fuerza de voluntad[28].

Estaba ante la chimenea con la cabeza levantada y un codo apoyado en la repisa de mármol. A su lado se hallaban sus dos ayudantes, un coronel y un capitán franceses.

El primer ministro húngaro, después de haberse inclinado, hizo las presentaciones, primero de sí mismo y luego de los miembros de la delegación. El general, después de oír cada uno de aquellos nombres inclinaba ligeramente la cabeza, mas, aparte de eso, continuaba inmóvil en la misma posición y, al parecer, no estaba dispuesto a dar la mano a sus visitantes.

Aparentemente, algunas actitudes históricas se transmiten por herencia, porque en el cuadro de Sevighan también Atila se halla en una postura semejante en su tienda y en presencia de los embajadores de Teodosio, que fueron a pedirle la paz.

Cuando el primer ministro húngaro observó que los miembros de la delegación habían vuelto a sus puestos y que, a su espalda, ya había cesado todo movimiento, en voz baja y velada, empezó su discurso en francés. Y había pronunciado muy pocas palabras, cuando el general lo interrumpió haciendo un brusco gesto con la mano.

—Le ruego que se sitúe aquí, ante la luz, para que pueda verle la cara.

El primer ministro obedeció y después de exponer su rostro a la luz de la lámpara, siguió hablando. Pero era evidente que el general no escuchaba el discurso. Con escrutadora mirada, parecía estudiar los rostros de aquellos húngaros que estaban algo más lejos de la luz de la lámpara.

En cuanto hubo terminado su discurso, el primer ministro se puso los lentes de armazón de oro para leer los puntos que contenían las condiciones de armisticio. El general pareció dedicar toda su atención a aquella lectura. A veces movía la cabeza de modo violento y brusco, para manifestar su negativa, o bien, con débil y fugitiva sonrisa, inclinaba la cabeza asintiendo, como si quisiera decir: «De eso ya hablaremos». Al oír la lectura de otro punto, hizo con la mano un gesto despectivo y contrariado. Y al notar que la lectura llegaba a su fin, empezó a mitigarse la rigidez de su postura; con la mano izquierda tomó la hoja de papel que había sobre la mesa y sosteniendo con la derecha los lentes ante sus ojos, contestó inmediatamente. Y acompañaba sus palabras con breves gestos enérgicos de la mano que sostenía los lentes.

En el más profundo silencio, los húngaros escuchaban las palabras del general. Komlóssy no hablaba francés, pero lo comprendía bastante; como seguía con los nervios tensos todos los gestos expresivos del rostro del general, apenas se le escapaba una palabra.

—El pueblo francés —empezó diciendo el general—, sentía amistad por los húngaros, y admiraba los nombres de Rákoczi y de Kossuth, pero este sentimiento disminuyó y se extinguió en 1867. Hungría cayó en la servidumbre alemana, oprimió sus propias nacionalidades y con respecto a esta Hungría, los pueblos de Entente manifiestan el mismo sentimiento hostil que les inspira Alemania. Los húngaros se han hecho solidarios de los alemanes y, con ellos, recibirán el merecido castigo.

Alguien trató de protestar, pero el general golpeó enérgicamente el pavimento con un pie.

Assez! Assez[29]! —exclamó dos veces con la mayor violencia. Luego, un tanto calmado, siguió leyendo los puntos que se referían a la manera de resolver la cuestión de las nacionalidades.

Komlóssy no comprendió nada en absoluto de esta parte del discurso. Pudo comprender la primera parte de la respuesta del general, pero ello le costó un esfuerzo cerebral que lo dejó agotado. Además, lo que dijo el general le impresionó profundamente. Con gesto desesperado, se retorcía las manos. Aquel hombre, aquel enemigo a quien hasta entonces nunca había visto, logró impresionar su corazón. Aquel hombre pronunció las mismas frases, las mismas palabras que él dijo un día a su hermano Sándor, en pie, al lado de la estufa de su casa, cuando hablaron por última vez. Las palabras de aquel hombre eran el eco de su voz encerrada en el corazón oprimido de la nación magyar; ésta había desertado de la bandera de Rákoczi y de Kossuth y cayó en la servidumbre alemana. Le sobrecogió el deseo loco de dirigirse al general para suplicarle, con las manos unidas, y tratar de convencerle: «Señor, no es cierto, porque el pueblo magyar sigue siendo el mismo de Rákoczi y Kossuth, pero lo han oprimido, encadenado y traicionado… Yo mismo, señor, soy húngaro. He sido rebelde y desertor, y puede creerme si le digo que no soy el único. Hay centenares y millares de húngaros verdaderos… Mi padre… mi abuelo… Somos, señor, víctimas de un terrible engaño, de un fraude inhumano… Escúcheme, señor…».

Su mente afanosa buscaba palabras francesas para poder expresar y manifestar sus pensamientos. Pero, en la terrible excitación que sentía, no se le ocurrió ni una sola palabra francesa. Además, no habría podido hablar, porque allí no tenía ningún título, ni siquiera el derecho de figurar entre los miembros de la diputación.

Mientras tanto, había terminado la recepción. Los jefes de la delegación se quedaron para negociar con el general los detalles del armisticio; los demás, discutiendo en voz baja y excitada, se alejaron de la villa en dirección al hotel.

Komlóssy no fue allá, sino que se quedó en la calle y con las manos a la espalda, empezó a pasear, mirando, de vez en cuando, a su alrededor, como atontado. Desesperadamente buscaba en la memoria algunas palabras y frases francesas, aferrándose, convulso, a la pequeña esperanza imposible de que aquel día aun hubiese podido tener la ocasión de presentarse al general y decirle todo lo que había en su corazón.

Monsieur… Mon père… Mon grand-père[30]

Pero con estas palabras se agotaba ya su cultura lingüística francesa.

Aquel idioma extranjero le paralizaba la palabra y eso le comunicaba una sensación de abandono desolado. ¡Oh! ¿Por qué no podría gritar al mundo aquel error terrible y no conseguiría tampoco repararlo? Y el grito desesperado que no podía salir de sus labios se abría un camino interno y le destrozaba el alma.

Aquel sufrimiento era algo parecido al pensamiento de la muerte, que lo perseguía en el horror de la prisión. Quizá ahora sería más profundo, porque se daba cuenta de que no sólo él, sino también su padre, su abuelo y todos sus antepasados eran llevados al patíbulo, cargados de cadenas.

Desde la ventana del hotel, Grünfeld le gritó:

—Ven a hacer las maletas, porque nuestro tren saldrá muy en breve.