XIV

«Momsi», en lenguaje bosníaco, significaba hombre. Sin embargo, esto no corresponde a la verdad sino en apariencia. En efecto, los «momsi» bosníacos, exteriormente se parecen mucho a los hombres, pero su mirada humilde, dócil y obtusa, no es ya una mirada humana, porque en ella no se puede descubrir ningún pensamiento abierto o una clara intención; en realidad, los «momsi» proceden del corazón de los Balcanes, de los países montañosos, aun salvajes, de la Bosnia meridional, donde el número de los hombres es realmente mínimo en comparación con el de las ovejas y donde también se ha comprobado que saber leer y escribir son cosas superfluas para la felicidad o, por lo menos, para el bienestar humano. Los «momsi» no tienen la menor idea del arte de la escritura, pero Alá, que es su dios, los conservó, a pesar de todo, en buena salud y aun los hizo crecer… hasta dos metros de altura.

Quizá por espacio de siglos, no habrían salido nunca de las altiplanicies de aquellos montes solitarios y continuaran viviendo en los arcaicos ambientes del Tasso y de Metastasio, aun en la Europa transformada, si el hambre conquistadora de la corte vienesa no hubiera tendido sus ávidas manos hacia aquella provincia del debilitado imperio otomano y no los enviara a hacer el servicio militar en los cuarteles de Viena y de Budapest.

Los «momsi», durante aquellos largos años de servicio, aprendían el saludo castrense, los diversos y complicados misterios de la marcha militar, la maravillosa ciencia del «¡De frente… mar…!» y del «¡Media vuelta… mar…!», y, en una palabra, de todas aquellas cosas que consiguen aprender los perros de caza y los lebreles.

Aquella dosis de ciencia militar era perfectamente absorbida y asimilada por los «momsi», pero, por lo demás, continuaban tan ignorantes y alejados de las cosas del mundo y se aventuraban por las calles en grupos los domingos por las tardes. En los montes salvajes de su tierra natal y a mayor gloria de la democrática Europa, a principios del siglo veinte, aun seguía en auge el sistema del «kmet», lo cual significaba que aquellos hombres-jirafas seguían siendo vasallos. No tenían escuelas, envejecían sin haber visto un tren o un automóvil y, en general, el tipo europeo lo conocían sólo porque de vez en cuando se presentaba entre ellos algún agente judío que iba a comprar pieles de oveja y de cabra para el mercado inglés. Con tal vida les faltaba materia con que alimentar sus pensamientos. La conciencia nacional, la democracia, el socialismo o el antimilitarismo, eran para los «momsi» cosas desconocidas, como, por ejemplo, no se podría imaginar que los perros de guarda se reuniesen un día para formar un sindicato. Si se añade a eso que aquellos gigantescos montañeses eran extremadamente sencillos, sin pretensiones, resistentes a la fatiga, de nervios apacibles y, en los ataques contra el enemigo, valerosos y sanguinarios hasta lo increíble, se comprende por qué el mando militar enviara siempre a los «momsi» a los puntos y lugares importantes donde la mayor virtud es la fidelidad probada.

En el Cuartel María Teresa de Budapest y en el último año de la guerra mundial, un batallón entero de «momsi» vigilaba a los desertores detenidos. El gigantesco cuartel, construido en tiempos de Napoleón y cuyos grandes pasillos y arcadas vieron los altos quepis de los soldados de Wormser y del viejo general Alvinczy, fue transformado, en su ala izquierda en una verdadera prisión. En las ventanas de arco de los corredores se fijaron grandes rejas de hierro hasta el segundo piso, de modo que aquella parte del cuartel parecía una inmensa jaula poblada por aquellas fieras humanas que, por muchos y distintos motivos, no podían aprobar la guerra y acabaron, al fin, por desertar.

En tales prisiones el continente habitual de soldados desertores superaba al millar. Tal número no daba una idea, ni siquiera aproximada, de los desertores que hubo en el ejército austrohúngaro compuesto por millones de hombres, porque aquella sólida prisión no era más que una red a través de la cual pasaba toda la corriente de aquel río.

Continuas eran las entradas y las salidas de los desertores. Aquélla no era más que una estación de tránsito o mejor aún, un puesto de clasificación en el que los prisioneros apenas pasaban dos o tres días. Si en los pueblos o en cualquier parte del país los gendarmes o las autoridades militares capturaban un desertor, se apresuraban a enviarlo a Budapest y al Cuartel María Teresa. Allí eran sometidos, ante todo, a un reconocimiento médico para comprobar si durante sus andanzas de un lado a otro habían llevado a los pueblos alguna infección de la peste o del tifus; luego, y cuando ya se sabía a qué arma había pertenecido cada uno de ellos, era enviado a su propia unidad. Y, como es natural, todo eso no sucedía de un modo demasiado amistoso.

El desertor era cargado de cadenas muy gruesas que ninguna fuerza humana hubiese podido romper. Los ataban en grupos de dos o tres. Pero si transportaban a cuatro a la vez, los disponían de un modo que tres de ellos iban delante y atados por una cadena que unía sus manos, cruzadas a la espalda; luego, desde cada uno de los tres, partía separada una cadena que sujetaba al cuarto, que iba detrás con las manos encadenadas delante. Ser, pues, el cuarto en un grupo semejante, equivalía casi a un grado. Y ese honor se concedía a los presos más resueltos y peligrosos. Aquel cortejo cuádruple siempre iba acompañado por una escolta de ocho «momsi», de modo que la fuga era absolutamente imposible. Así eran conducidos los desertores hasta el día en que habían de responder de su delito. Más tarde eran enviados al frente y con toda probabilidad, destinados a los grupos de choque. Los que habían desertado más veces o tenían antecedentes parecidos, eran enviados ante el tribunal militar que tenía su sede en el Margit-Körut y que, en aquel tiempo, había dictado ya numerosas penas de muerte.

Komlóssy, en unión de sus nuevos compañeros, fue llevado al segundo piso y encerrado en la gigantesca sala del corredor abovedado. La débil luz de una lámpara de petróleo iluminaba la prisión. Y ante cada una de las puertas había un «momsi» con la bayoneta calada.

El comandante de los «momsi» era el teniente húngaro András Jakchy, que, por haber sido herido en la mano izquierda, movía difícilmente los dedos. Era muy joven. Probablemente se hizo voluntario a los veinte o veintiún años, puesto que, sin duda, no tenía más de veinticinco. Y debía probablemente el mando de una compañía de «momsi» a su imponente estatura, porque habría sido ridículo que un hombre pequeñito mandara a aquellos soldados bosníacos altos como un campanario. Aun así, a Jakchy, el más pequeño de los «momsi» lo aventajaba por lo menos en media cabeza.

A la mañana siguiente Jakchy inspeccionó a los recién llegados durante la noche. Tenía su habitación en el segundo piso, al lado del calabozo y en aquella parte del corredor donde no había rejas. Sobre su mesa se veían algunas libretas militares, muy usadas, una serie de tarjetas rotas y sucias, y una colección enorme de documentos militares falsificados.

Jakchy hizo alinearse a los nuevos huéspedes. Era hombre de pocas palabras y tenía el rostro tan huraño como el de un viejo sargento de gendarmes. Y, sin embargo, cuando se alistó era estudiante de Derecho del segundo curso. Aquellos cuatro años durísimos habían destruido en él por completo al hombre civil. No miró la cara de los desertores y sólo tomó de sus manos los documentos que le ofrecían, los examinó atento y copió los datos en una libreta. Quizá no sólo por costumbre sino también a causa de una filosofía superior, jamás miraba la cara de los hombres que tenía delante, porque, en ellos, sólo hubiese podido descubrir reflejos llenos de desesperación, de furor reprimido, de pasiones lacerantes y de espantoso terror de la muerte, porque todos sabían muy bien que, según la ley marcial, proclamada recientemente, la deserción se castigaba con el fusilamiento. En los periódicos, los cronistas de Budapest, en la última época, daban pruebas de su habilidad describiendo minuciosamente las ejecuciones. Las autoridades militares que, por regla general, obligaban a los periodistas a mantenerse a respetuosa distancia, ahora invitaban en cambio a los que sentían avidez de experimentar sensaciones fuertes. Así, por lo menos, la canalla burguesa acabaría por enterarse de que aquello no era cosa de juego.

El teniente Jakchy estaba prometido. Después del servicio iba todas las noches a visitar a su novia, muchacha que apenas había cumplido diecisiete años y que habitaba en Buda, a corta distancia del monte Rókus. Sentábanse todas las noches en la galería iluminada por la pálida luz de la lámpara que se filtraba a través de la cortina del comedor y, algunas veces, al resplandor de la luna y de las estrellas en tanto que la madre, viuda de un consejero de sección en el Ministerio, solía retirarse con mucho tacto a la habitación más recóndita de la vivienda, asegurando que tenía muchas cosas que preparar para el día siguiente; eso no era cierto, porque, en aquella casa, no había nada urgente y el único acontecimiento importante, después de las nueve de la noche, era la llegada de Jakchy.

Éste no quería confundir aquella parte de su existencia, de las nueve a las once de la noche, con lo que veía desde las ocho de la mañana a las nueve de la noche en los calabozos del cuartel, mejor dicho, con lo que hubiera debido ver, porque, en realidad, y aparte de las cosas inevitables y absolutamente necesarias, no miraba nada. Todas las noches debía inspeccionar personalmente los calabozos o las salas que los substituían. Pero ni aun entonces miraba la cara de los desertores que se habían cuadrado al pie de los sacos de paja que había en el suelo. Él miraba al techo. Realizaba aquella parte de su servicio como si se hubiera visto obligado a pasar por entre filas de cadáveres y deseara forjarse la ilusión de que avanzaba por entre flores. Cumplía de mala gana su servicio, pero se guardaba de renunciar a él, porque, de este modo, podía permanecer en Budapest.

Aquella mañana recogió también los documentos personales de los desertores sin mirar la cara de éstos y evitando fijarse en sus manos.

Komlóssy, con toda intención, le entregó un documento en el cual se recordaba el hecho que le costó la degradación. Como es obvio, en aquellas condiciones, eso había de agravar forzosamente su situación, ya que significaba haber sido condenado ya previamente.

Jakchy leyó atentamente aquel documento y luego, obrando al revés de lo que tenía por costumbre, levantó los ojos y dirigió una larga mirada a Komlóssy. Pero no lo hizo con expresión tranquilizadora ni tampoco su mirada hubiese podido acercarle el alma del hombre que tenía delante. Lo hizo de un modo escrutador, para descubrir todo lo que pudiera ocultarse en aquel soldado roto y barbudo. Miró luego el ángulo de la mesa, como si hiciera un esfuerzo mental extraordinario. El resultado de aquella meditación bastante larga, fue que dejó el documento en el borde de la mesa y no tomó datos en su libreta. Extendió la mano para tomar los documentos de un soldado inmediato a Komlóssy y, en cuanto hubo pasado toda la fila, hizo una seña a los «momsi» para que encerraran de nuevo a los prisioneros.

Komlóssy no conseguía imaginar cuáles serían los propósitos con respecto a él de aquel teniente de aspecto huraño y hostil. Cuando estuvo de regreso a su puesto, metió las manos en los bolsillos del pantalón, se apoyó en el muro y empezó a reflexionar. Ignoraba si era buena o mala señal que el teniente no hubiese anotado en la libreta los datos de su filiación. Dedujo que su caso sería quizá objeto de una tramitación especial. El teniente no había pronunciado una sola palabra, de modo que no podía adivinar a qué nacionalidad pertenecía.

Quizá fuese un checo o bien un austríaco.

Se volvió a uno de sus compañeros, soldado muy joven, uno de aquellos muchachos corrompidos de las grandes ciudades que aun no había estado en un campo de batalla. En cambio su traje parecía probar lo contrario. En realidad se vestía a los jóvenes reclutas con los uniformes devueltos del frente o procedentes de los hospitales que muchas veces se habían quitado a los muertos. Aquél era el primero de los presos a quien Komlóssy dirigió la palabra, porque le repugnaban sus compañeros. Eran figuras torvas que a una legua de distancia daban ya la impresión de ser unos tunos; campesinos de mirada sombría y ceñuda; intelectuales con aspecto de tísicos que, por decirlo así, apenas tenían aspecto humano.

—Oye, ¿sabes cómo se llama el teniente? —preguntó al joven soldado que estaba silbando y sentado al borde de su saco de paja.

Él lo miró sin dejar de silbar y, al fin, dijo:

—Lo sabrá el diablo.

Hizo la misma pregunta a otros, pero ninguno pudo decirle el nombre del teniente. Uno de ellos le contestó:

—No lo sé. También yo me vi ayer «entre los cirios».

Komlóssy conocía ya aquella expresión. Ir «entre los cirios» significaba estar rodeado por una patrulla de soldados con las bayonetas caladas. Estas últimas, de lejos y a la luz del sol, parecían arder de modo que aquella expresión metafórica recordaba una lúgubre escena.

Komlóssy empezó a sentir una viva inquietud. Se dirigió a un «momsi», pero éste le contestó con un gruñido.

El teniente Jakchy, mientras tanto, y solo en su habitación, volvió a tomar el documento de Komlóssy. Le parecía haber oído ya aquel nombre, conocerlo, pero no recordaba cómo. Quizá lo oyó en su vida de estudiante o, más tarde, alguien le contó que en el frente un «muchacho» húngaro había dado un palo a su mayor. Pero todo aquello se le aparecía confuso en su mente. En los pocos instantes que miró a Komlóssy sintió una profunda impresión. Adivinó en él al patriota magyar, al hermano desventurado, cuya suerte lo conmovía. Pero no acertaba a tomar una decisión ni averiguar para qué le servía aquel sentimiento. Jakchy era un buen húngaro en quien existían sentimientos parecidos a los de Komlóssy, con respecto a la suerte de los magyares. Pero eran mucho más confusos y primarios y no se atrevía a precisarlos para convertirlos en pensamientos. Vivían en él sin voz y sin luz. Jakchy era el ejemplo vivo del soldado magyar que tomó parte en la guerra mundial y combatió con la conciencia deprimida y aturdida. Era un buen soldado que lo posponía todo a su deber. Por esta razón jamás le hubiese pasado por la mente la idea de cometer una irregularidad cualquiera que hubiese podido acarrearle muchas molestias y algo peor. Y esta prudencia había aumentado en él después de haberse librado de la guerra, porque esperaba permanecer tranquilo y seguro hasta el final rodeado de sus «momsi». Además, el amor le hacía amar la vida.

Sin embargo, aquel Komlóssy logró emocionarlo y hacer estremecer algo olvidado en su alma. Y empezó a reflexionar.

—Yo debería enviar mañana a ese hombre al tribunal… Si lo hago así, lo fusilarán con toda seguridad; pues no lo haré. Estas notas han de ser firmadas por el comandante del batallón. Ahora está enfermo… Lleva ya cuatro días con la gripe española y lo substituye el capitán Majthényi. Dejaré simplemente el documento sobre su mesa sin decirle una palabra y sin llamarle la atención. Majthényi es muy desordenado y podría darse el caso de que extraviara el documento. Y, en el supuesto de que el asunto tuviera consecuencias y quisieran hacerme responsable, yo haría arrestar el sargento, porque, entonces, el desordenado sería él…

Después de haber resuelto así su crisis espiritual, llamó al soldado que paseaba por el corredor, para ordenarle:

—Tráeme de la taberna vecina un jarro de cerveza.

Se retiró a su habitación, se quitó la guerrera porque hacía mucho calor y, después de apoyar los codos en la mesa, empezó a leer una novela. Dedicaba toda su atención a aquel libro y seguía el relato con verdadero esfuerzo que transformaba la expresión de su rostro, como les ocurre a los que se dedican a la lectura en circunstancias excepcionales, y, por esta razón, puede preservarles por completo su fresca imaginación inmune de las sutilezas de la crítica. Durante la guerra, no sólo los cuarteles y los campos de batalla, sino también la literatura fueron invadidos por las masas famélicas. Los editores afirmaban que nunca se había leído tanto como durante la guerra. Vaciábanse las librerías e innumerables novelas, ya sepultadas, que hablaban de vidas imaginarias, revivían en las trincheras, donde perecían las verdaderas vidas.

Cuando Jakchy, por la noche, visitaba la cárcel, no se acercaba nunca a Komlóssy, temeroso de que él le preguntara: «¿Qué será de mí?». Eso lo habría puesto en una situación difícil, aun frente a su propia conciencia. Pero su temor era infundado. Komlóssy se había resignado a su suerte con apática indiferencia. Los prisioneros cambiaban cada dos o tres días, y así no pudo trabar conocimiento o amistad con ninguno, aun en el caso de haber deseado tal cosa.

El décimo día, hacia las doce de la noche, como de costumbre, entró por el amplio portón del cuartel un nuevo grupo de desertores que también llegaban «entre cirios». Uno de los cinco hombres del grupo era Napradán. Había sido preso en su pueblo, donde reanudó su antigua vida. Le pareció naturalísimo que la guerra hubiese acabado para él. Y eso lo perdió. No se preocupaba de esconderse y se dirigía libremente a su pequeño campo, creyendo que el traje de paisano bastaría para que no pudiesen reconocerlo las autoridades militares. Pero lo llevaron a Budapest cargado de cadenas. Su traje daba a entender, a gran distancia, que era un simple campesino, un enamorado de la tierra y del arado. En la cinta de su sombrero llevaba una pequeña pipa ennegrecida como símbolo de la paz eterna.

Napradán estaba seguro de que se fugaría otra vez. Pero aun no sabía cómo. Aquella salvaje y muda resolución vibraba en su rostro y en sus hirsutos bigotes. Fue arrojado entre los demás presos, pero no encontró a Komlóssy, porque lo encerraron en la sala del primer piso.

Al día siguiente fue objeto de la acostumbrada visita médica y del interrogatorio reglamentario. Y, el tercer día, muy bien encadenado y vigilado por dos «momsi», fue otra vez enviado al frente.

Por la noche, hacia las siete, cuando, entre los dos «momsi», pasó por el patio cuadrado del cuartel, Komlóssy desde la reja del segundo piso vio aquel grupo. Por un momento creyó reconocer a Napradán gracias a sus ojuelos y a sus grandes bigotes. Y gritó en alta voz, en dirección al sonoro patio:

—¡Napradán!

Éste volvió la cabeza buscando con la mirada de dónde procedía aquella voz. Mas no logró descubrirlo, porque, más allá de las rejas, miraban muchos hombres que parecían iguales entre sí.

Komlóssy volvió a gritar:

—¿Eres tú, Napradán?

Éste reconoció entonces la voz de Komlóssy. Pero miraba en otra dirección al contestar:

—Señor teniente…

Pronunció estas palabras con la misma entonación que en el momento en que se encontraron en el cañaveral. Por su gusto añadiera algo más, pero un «momsi» le dio un culatazo. Y desapareció bajo el arco de la puerta, aunque se volvió otra vez.

Napradán fue acompañado a la estación y lo obligaron a subir a un vagón de tercera clase del tren de Viena. Viajaban en el mismo compartimiento que ocupaban algunos paisanos, y ellos hablaban entre sí, sin hacer caso de aquel húngaro cargado de cadenas que iba entre los dos bosníacos con las bayonetas caladas, porque estaban ya acostumbrados a aquel espectáculo.

Napradán tenía los ojos desorbitados y las pupilas inmóviles. La idea de la fuga le puso ardientes las mejillas.

El tren se acercaba ya a Györ; la cálida noche de verano estaba sumida en la obscuridad. Los viajeros, poco a poco, se apearon en las estaciones intermedias. Sólo un viejo que tenía aspecto de artesano, continuaba sentado en un rincón del compartimiento y, con el sombrero sobre los ojos y las encallecidas manos sobre las rodillas, dormía roncando ruidosamente. Una sola lámpara de aceite iluminaba débilmente el vagón. A causa del calor y de la penumbra, así como también del monótono traqueteo del tren, también los dos «momsi» se adormecieron. Pero el que estaba sentado a la derecha de Napradán, sostenía en la mano el extremo de la cadena.

El preso miró a su alrededor y comprendió que sólo podría salir a través de la ventanilla. Parecía incierta y arriesgada la fuga por una de aquellas dos puertas, porque, en cualquier dirección, se habría visto obligado a atravesar el pasillo y él ignoraba qué gente habría allí. Quizá fueran soldados o gendarmes que le habrían interceptado el camino, únicamente le quedaba la ventanilla. El vidrio había sido ligeramente bajado y por la abertura entraba el aire cálido de la noche.

Napradán repasó mentalmente la escena, varias veces. Arrancar la cadena de la mano del «momsi» dormido. Bajar por completo la ventanilla y, con las manos atadas, arrojarse al suelo. Todo eso habría de realizarse en un abrir y cerrar de ojos. Tenía una fe ilimitada en sus propios huesos, y confiaba en que podría echar a correr por los campos gracias a la obscuridad nocturna. Y, antes de que los «momsi» se rehicieran de la sorpresa o del susto y pudieran tirar de la señal de alarma, para detener el tren, él estaría ya lejos.

Ejecutó su proyecto con la rapidez del rayo. Pero uno de los «momsi» se rehízo de pronto y dio un bayonetazo al fugitivo, cuyo busto estaba ya fuera del tren, en tanto que las piernas colgaban en el compartimiento. Napradán, al recibir el bayonetazo, que le atravesó una pantorrilla, dio un aullido de dolor, pero, al mismo tiempo, asestó tal coz en la cara del «momsi» que éste, por el momento, se tambaleó para caer luego sobre las rodillas del viejo que dormía profundamente en el rincón del compartimiento.

Mientras tanto Napradán había abandonado el tren.

Los dos «momsi» echaron a correr, de un lado a otro del vagón, gritando:

—¡Desertor! ¡Desertor!

Por último, el conductor comprendió de lo que se trataba y paró el tren. Cada uno de ellos echó a andar retrocediendo y, con un farol en las manos, acompañados por dos gendarmes. Estaban persuadidos de que el desertor, con las manos atadas y, además, herido debía de yacer con los huesos fracturados en cualquier lugar inmediato a la vía.

Pero no consiguieron encontrarlo.

Napradán, con las manos encadenadas y la pantorrilla acuchillada, arrastrábase cojeando, con gran fatiga, pero ya muy lejos entre los negros rastrojos, confiando en que, en los campos, encontraría a un hermano húngaro, pastor, guarda campestre o porquerizo que consentiría en librarlo de las cadenas.