VIII
Eran las seis de la tarde. La compañía de Komlóssy se había abrigado del huracán de las granadas rusas en el foso que flanqueaba la alta carretera. Más allá de ésta se elevaban tres colinas en cuyas vertientes estaban las trincheras rusas. Sobre el tono verde y uniforme de las colinas serpenteaban amarillos montones de tierra, enmarcando las interminables trincheras, defendidas por una séxtuple fila negra de alambradas.
A las diez de la mañana empezó el combate, y Komlóssy pudo alcanzar la carretera sólo a cambio de enormes sacrificios; la mayor parte de sus soldados pertenecían a la «Landsturm». (Milicia territorial) húngara, casi todos de unos cuarenta años, y durante aquel avance de dos kilómetros hasta la cuneta de la carretera, una espesa granizada de balas enemigas derribó a sesenta y siete en el campo de centeno.
De acuerdo con las órdenes recibidas, con su compañía habría debido asaltar la posición rusa en las vertientes de las colinas. Pero desde el lugar que habían alcanzado parecía ya imposible toda tentativa ulterior de avance. ¡Arrojarse contra los flancos de las colinas, contra un muro de alambradas, en un lugar donde el terreno no ofrecía la menor posibilidad de resguardarse! Y, para colmo, en una parte de las posiciones rusas, donde estaban situadas las ametralladoras a diez pasos una de otra, porque los rusos sabían muy bien que el enemigo quería romper sus líneas en aquel punto del frente.
A las seis de la tarde, tendido de cara en el foso de la cuneta de la carretera telefoneó a Küberger, el cual ya había alcanzado el grado de mayor y era el comandante del batallón. Le comunicó que en su situación ni siquiera un solo hombre habría podido alcanzar las alambradas rusas. Desde allí hasta la falda de la colina había aún una distancia de unos mil pasos, distancia más que suficiente para que las ametralladoras rusas pudiesen acabar con todos sus hombres, aunque avanzaran a paso de carrera.
Küberger escuchó aquel parte con manifiesta nerviosidad. Estaba persuadido de que aquel breve sector avanzado de las posiciones enemigas hubiera podido, gracias a su batallón, enderezar la línea del frente, y la más modesta condecoración que le correspondería sería, por lo menos, la Orden de Leopoldo.
—Vorwärts[19]! —aulló ante el micrófono por toda respuesta.
—Unmöglich[20] —gritó Komlóssy, al replicar con acento aún más decidido.
—No admito objeciones. Cumpla la orden.
Komlóssy, con su mal alemán y ante el teléfono, gritó ya fuera de sí:
—Dieses Befehl gewöhnliches Blutvergiessen[21]! Por un momento el aparato permaneció mudo. Luego, con voz serena, pero preñada de amenazas, Küberger preguntó:
—¿Se niega usted a obedecer, señor teniente?
—Me niego a cumplir esta orden.
Hubo otro instante de silencio y se oyó de nuevo la voz de Küberger:
—Entregue el receptor al subteniente Bacher.
Bacher, que estaba allí cerca, tomó el receptor y lo llevó a su oído. Era un joven austríaco, buen muchacho, de carácter apacible, a quien todos sus camaradas apreciaban mucho. Con los ojos que parecían estar a punto de salirle de las órbitas, gritó ante el aparato:
—A sus órdenes señor mayor. Sí. Perfectamente, señor mayor.
En cuanto hubo dejado el receptor, se volvió muy pálido a Komlóssy:
—El señor mayor acaba de ordenarme que tome el mando de la compañía y continúe el avance. Y tú tienes orden de volver inmediatamente al batallón…
Komlóssy no oyó a Bacher y tampoco le respondió cosa alguna. Permaneció inmóvil, con la frente arrugada y las mandíbulas cerradas. También estaba muy pálido. Una parte de los soldados tendidos a su alrededor, en la cuneta, habían oído el diálogo, y con los ojos atónitos por el espanto, miraban a los dos oficiales, sin saber lo que iba a ocurrir. Pero Bacher había hecho llamar al sargento y le dio inmediatamente la orden de iniciar el asalto.
Komlóssy continuaba inmóvil en el mismo sitio. Cuando empezaron a moverse los hombres de la cuarta compañía y a sus flancos las pequeñas palas de mango corto y las vainas de las bayonetas entrechocaron con ruido espantoso, cuando aquellos pálidos rostros se levantaron y los soldados, con el cuello tendido y la espalda inclinada, se asomaron al nivel de la carretera, fueron acogidos, en el mismo instante, por terribles ráfagas de ametralladora, en el alma de Komlóssy surgió un gran llanto; la voz se asomó a su garganta, una voz incomprensible en aquel huracán de truenos, una voz que quizá no era más que un aullido, una maldición o una súplica. Dábase cuenta de que aquél era el momento de la muerte, de la muerte sin fin, de la muerte estúpida, inútil, horrible y despiadada, contra la cual nada se podía hacer. Y en vez de volver a su batallón, según la orden recibida, para presentarse a Küberger, saltó, a su vez, a la carretera, como arrebatado por aquel torbellino de muerte, sintiéndose incapaz de dejar solos a aquellos campesinos húngaros, en cuyos semblantes estaban impresos la ignorancia y el terror, pero, al mismo tiempo, sentía una desesperada y formidable resolución que le inspiraba, sin comprender la causa, un sentimiento de profunda y ardiente hermandad y de decidida solidaridad.
No llevaba consigo ninguna arma. Sólo estrechaba entre los dedos un bastoncito de caña. También se arrojó a la vertiente de las colinas en dirección a las alambradas rusas. Un trueno ensordecedor hizo vibrar el aire. Alrededor de sus pies el terreno se veía agitado por un violento diluvio de proyectiles, que las ametralladoras desencadenaban como invisible granizo negro. De todas partes se oían los gritos de los hombres que se arrojaban hacia adelante. De repente entró en acción la artillería rusa. Unas explosiones obsesionantes desgarraron el aire; sobre sus cabezas estallaban los shrapnels[22], originando siniestras llamaradas blancas y amarillas, en tanto que un humo denso, ardiente y amargo abrasaba sus ojos y les secaba las gargantas, y las granadas, levantando nubes de polvo, estremecían con rabioso furor la verde vertiente de la colina.
—¡A tierra!, —tal fue la voz que se oyó en alguna parte y en aquel infernal estruendo. Era un grito ronco de Bacher. Todos se arrojaron de cara al suelo, oprimiendo el rostro contra la tierra. Estaban con los ojos cerrados, inmóviles, a fin de no ver lo que ocurría a su alrededor. Un solo deseo mordía y atenazaba a aquellos míseros corazones atormentados: llegar cuanto antes, superar lo antes posible aquel instante que no podían evitar.
Consiguieron avanzar apenas un centenar de pasos. No habrían podido darse cuenta de quién estaba vivo aún, porque todos permanecían inmóviles: las ametralladoras continuaban disparando contra aquellos blancos que no se movían.
Luego pareció como si, momentáneamente, aquella multitud sin vida hubiese recobrado la conciencia. Alguno, después de recoger sus fuerzas, saltó en pie y, en alocada carrera, se refugió de nuevo al abrigo del ribazo. El ejemplo arrastró a los demás. Uno tras otro se pusieron en pie, para alcanzar el foso, que había detrás del terreno elevado de la carretera, porque allí estarían ya seguros. Pero aquel breve espacio de cien pasos quedó cubierto por numerosos cadáveres.
Mientras tanto, había obscurecido. Las ametralladoras enmudecieron poco a poco. Cuando Komlóssy contó a sus soldados, vio que en conjunto eran diecisiete. De doscientos sesenta y dos hombres, sólo habían quedado diecisiete. Bacher yacía también entre los que quedaron en la vertiente de la colina. En la pendiente, ya envuelta en la obscuridad, se oían sin cesar los gemidos y los gritos de los heridos. Todos abandonaron entonces el resguardo, con objeto de llevar a los heridos a la cuneta de la carretera. Por fortuna, no tardaron en llegar los soldados de Sanidad.
Después de un cuarto de hora repiqueteó el timbre del teléfono de la posición. Un cabo acudió al aparato. Küberger dio la orden de regresar inmediatamente. Ignoraba aún que toda la compañía se había reducido a diecisiete hombres. Komlóssy condujo en la obscuridad a la muda y triste tropa. Y aun entonces empuñaba en la mano el bastoncito de caña.
En el pueblo encontró a Küberger en compañía de los demás oficiales del batallón, en el soportal de una casa de campesinos, mal iluminado por una lámpara de petróleo humeante. Se dirigió a él en línea recta. De su garganta no surgió ninguna voz: con el rostro de palidez cadavérica y contraído por expresión bestial de furor exasperado, se plantó frente a Küberger y con toda su fuerza le golpeó el rostro con el bastón que empuñaba Küberger, sorprendido, se tambaleó y emprendió la fuga, asustado, por el soportal apenas alumbrado. Pero venció aquel primer instante de trastorno, y estrechando con sus manos el rostro que ardía, empezó a gritar:
—Verhaften! Verhaften[23]!.
Los demás oficiales parecían haberse convertido en piedras. De momento no comprendieron lo que ocurría. Atónitos, miraban a Komlóssy que, muy pálido, estaba frente a ellos, con los ojos animados por una luz fría de siniestro resplandor de locura. Le miraban como se mira a un muerto, porque, desde el primer instante, sabían que Komlóssy estaba muerto. ¡Un oficial que, en pleno campo de batalla, se atreve a golpear a su comandante! La consecuencia de aquel acto no podía ser más que una: el fusilamiento.
—Verhaften! Verhaften! —repitió en la noche el aullido angustiado de Küberger.
Un capitán se acercó a Komlóssy y lo agarró impetuosamente por el brazo.
—Date preso —le dijo con voz ronca.
No se opuso. Le registraron los bolsillos y lo despojaron de todo. Luego lo condujeron a una habitación separada. Se sentó en una silla y permaneció inmóvil, con los puños cerrados y en los bolsillos del capote y con las piernas alargadas ante él, y la cabeza doblada sobre el pecho, como si se hubiera dormido a consecuencia de un cansancio mortal. Una bujía de sebo, metida en el cuello de una botella vacía, iluminaba el lugar. Ante la puerta había dos suboficiales que, de acuerdo con las órdenes recibidas, observaban a través del ventanillo todos sus movimientos.
A medianoche, alguien abrió la puerta. Era Zsibai. No entró. Con la mano en el pomo se detuvo en el umbral y le dirigió una larga mirada, sin moverse.
—¡Pista! —murmuró por fin con voz quebrantada.
Komlóssy levantó la cabeza. Cruzáronse sus miradas y se confundieron una con otra. Así se contemplaron largo rato. Luego Komlóssy volvió lentamente la cabeza. Zsibai continuó inmóvil con la mirada fija en su amigo. Por último salió en silencio.
Aquella misma noche fue llevado un relato detallado al mando de la División, y a la mañana siguiente se había constituido ya el tribunal que debía juzgar al acusado. Para la presidencia fue delegado el teniente coronel Stolz, de quien Komlóssy poco podía esperar. Los miembros del tribunal, escogidos entre los oficiales de carrera, eran un capitán y dos tenientes, austríacos los tres. De éstos solamente el teniente Hoffmann, que en su vida civil era empleado de Banca, en Viena, conocía personalmente a Komlóssy. Poseía una clara inteligencia y un carácter noble, y odiaba cordialmente a Küberger. Y no solamente a él sino a todo lo que se relacionaba con la guerra. Además de los oficiales efectivos, formaban parte del tribunal un auditor militar, con el grado de capitán, un procurador militar y el defensor. Según las reglas, la defensa habría debido ser confiada a un abogado, pero como no lo había entre los oficiales, encargaron de ella a Zsibai, licenciado en Derecho.
En su calidad de defensor, Zsibai poco podía hacer en favor de Komlóssy, no sólo porque hablaba el alemán de un modo espantoso, sino también porque su alma estaba terriblemente agitada y trastornada por la ira y el furor. En aquella situación habría sido mucho más útil una persona sagaz, de mente serena y fría. Por fortuna el teniente Hoffmann, cuyo consejo buscó Zsibai, parecía poseer esas cualidades.
Ante todo estudiaron y pesaron todas las posibilidades y también hicieron un examen escrupuloso del carácter y de la mentalidad de cada uno de los miembros del tribunal.
Si bien Hoffmann compartía plenamente el parecer y las ideas de Zsibai, la situación era muy grave, casi desesperada. La proporción previsible de los votos, significaba, sin duda, el fusilamiento de Komlóssy. Sólo había un hilo muy tenue de esperanza: que interviniera el médico del regimiento, Czirkovits. Si éste declarara que Komlóssy estaba, a su juicio, afectado por alguna enfermedad mental o, por lo menos, que, en el momento de la agresión se hallaba en un estado de irresponsabilidad, el acusado podría salvarse de la última pena. Tal era también el parecer de Hoffmann. Pero ninguno de los dos conocía personalmente a Czirkovits y tampoco sabían cómo era. Zsibai se dirigió a su encuentro, a primera hora de la mañana, pero no pudo hablar con él, porque en el pequeño hospital había un trabajo febril. Curaban a los heridos del combate del día anterior que, durante la noche y las primeras horas del alba, fueron recogidos en la vertiente de la fatal colina.
Sólo después de mediodía, a la hora de comer, consiguió hablar unos minutos con Czirkovits, el cual parecía estar atontado por el enorme trabajo. Mientras Zsibai le exponía los hechos, él continuaba comiendo. Antes de llevarse la cuchara a la boca, estudiaba atentamente con sus ojos miopes las manchas de grasa, todas de forma distinta, que nadaban en la superficie de la sopa recogida por la cuchara, como si no le interesara nada más en el mundo. Y ni por un momento miró a Zsibai. Mejor dicho, lo miró una sola vez. Fijó los ojos en él durante unos instantes como si, al fin, quisiera ver qué clase de hombre era el que le hablaba con voz sofocada e insegura, en tanto que su cuerpo, agitado por verdaderos sobresaltos, hacía crujir la silla en que estaba sentado. Y tampoco dijo nada cuando Zsibai hubo terminado la exposición de los hechos. Le tendió la mano, para darle a entender que había terminado la audiencia, y en su rostro parecía advertirse que toda la elocuencia de Zsibai no había llegado siquiera a sus oídos.
Comprendió Zsibai que la vida de Komlóssy estaba en manos de Czirkovits. El hecho de que éste no hubiera pronunciado una sola palabra, no le causó ninguna impresión desfavorable. En tal conducta creía ver el pudor de un alma estremecida hasta las raíces más íntimas decidida a ocultar los secretos pensamientos que quizá no quería revelar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Zsibai creyó imposible que aquel hombre, aunque fuese médico, no sintiera algo después de haber pasado ante sus ojos y bajo sus manos, y por espacio de veinte horas seguidas tantos cuerpos humanos saturados de sangre, sucios de barro, víctimas de la infamia que impulsó a Komlóssy a cometer aquella locura.
Pero no sabía nada positivo y le atormentaba una inquietud llena de angustia. Por la tarde, entró, una vez más, en la estancia de Komlóssy, que estaba escribiendo, y no oyó el ruido de la puerta que se abría, de modo que ni siquiera levantó la mirada. Zsibai, sin ruido, se retiró, pero, más tarde, antes de anochecer, volvió, y apoyando la mano en el hombro de Komlóssy, le dijo:
—No temas, todo irá bien.
No le dijo nada más y no habría podido manifestarle otra cosa. Temía que, a pesar de sus esfuerzos, el tono de sus palabras pudiera revelar la angustia que le atenazaba el corazón. Poco después añadió:
—¿Tienes cigarrillos?
—No quiero —contestó Komlóssy, bostezando y desperezándose, cual si quisiera demostrar a su amigo la tranquilidad de que gozaba, pero sus ademanes no eran demasiado convincentes.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, empezó la vista de la causa en la oficina notarial de una población polaca vecina. Komlóssy, desarmado, se presentó ante sus jueces, acompañado por un suboficial. Estaba algo pálido, mas, al parecer, muy tranquilo. Ya le habían quitado el sable, pero aun llevaba los distintivos de su grado.
De repente Zsibai, al empezar el debate, propuso que se ordenara un examen médico, para averiguar cuál era el estado mental del acusado. Compareció también Küberger. Llevaba la cara vendada y de aquel modo, casi enmascarado, miraba a Komlóssy como si lo contemplara a través de un enrejado.
El procurador militar se opuso a la proposición del defensor, pero, después del discurso pronunciado por Hoffmann, el tribunal decidió admitirla. Hoffmann, con la mayor sagacidad, manifestó que el acto del acusado no se podía comprender o explicar de ninguna manera razonable, porque, entre la tropa, todos sabían que Komlóssy se había conducido siempre, en presencia de su superior, con el respeto y la atención debidos. Además, el mayor Küberger no había dado ningún motivo que justificara aquel impulso.
—Le ruego, señor mayor —exclamó Hoffmann, volviéndose a Küberger—, que tenga la bondad de decirnos si ocurrió algo que pudiera haber motivado ese repentino e incomprensible insulto.
Küberger se encogió de hombros y, con la mano, hizo un vago ademán. Sintió un estremecimiento de frío al pensar en la posibilidad de que se tratara públicamente de los detalles del ataque de que fue objeto dos días antes. Hoffmann adivinó aquel estado de ánimo del mayor y se dispuso a aprovechar el momento propicio. Por esta razón, se volvió de nuevo a Küberger y le preguntó:
—¿Es cierto que el teniente Komlóssy, durante todo el tiempo de su servicio, se ha conducido siempre con el máximo respeto hacia el señor mayor?
Küberger hizo con la cabeza una señal vaga y evasiva.
El presidente ordenó que compareciera ante el tribunal el médico del regimiento, Czirkovits. Después de exponerle el estado de los hechos, le preguntaron su opinión médica. Czirkovits, con la mayor calma, empezó a examinar a Komlóssy. Pidió una silla y le obligó a sentarse. Le examinó los movimientos reflejos de la rodilla, le auscultó los pulmones y el corazón, y luego le examinó largamente las pupilas. Hecho esto, resumió su dictamen en las siguientes palabras:
—Los síntomas que he podido observar, parecen indicar que, probablemente, se trata de una afección cerebral. Sin embargo, no se podría afirmar, sin hacer antes una observación prolongada en un hospital. Propongo, pues, que el acusado sea sometido a la observación de médicos especialistas.
Estas pocas palabras equivalían a la salvación de Komlóssy, quien, de acuerdo con la sentencia del tribunal, emprendió, al siguiente día, un viaje hacia un manicomio de Viena. Zsibai supo hallar la manera de hablar con él y saludarle.
En el manicomio de Viena no se esforzó en absoluto para simular ningún trastorno mental. Los peritos médicos, después de algunas semanas, comunicaron a las autoridades superiores que no estaba aquejado de ninguna enfermedad mental, pero que el acto que había llevado a cabo debía atribuirse a un estado de gran tensión nerviosa y de trastorno psíquico causado por el combate. Fue condenado a tres meses de prisión en una fortaleza y a la pérdida de su grado de oficial. Una vez purgada la pena, fue enviado de nuevo al frente, como simple soldado. Antes de partir para allá, aun tuvo tiempo de ir por dos días a su pueblo natal. Su madre había envejecido mucho. Maska estaba muy gorda. Lo sorprendió su hijo, el pequeño Gerzson, que ya tenía tres años. Y cuando su padre lo sentó en sus rodillas, trató de librarse de aquella posición incómoda, con movimientos parecidos a los de una carpa prisionera, que intenta saltar del cesto; y mientras luchaba, continuaba gritando y riéndose.
La madre y Maska no le dirigieron ninguna pregunta, no se refirieron siquiera a su prisión ni a la degradación, aunque estaban al corriente de todo, porque Sándor las había informado con el mayor detalle. La madre calló, quizá para no causarle pena y Maska lo hizo por pereza. Por otra parte, la madre no sabía distinguir los uniformes ni los grados. Para ella, un hombre con traje militar era siempre un soldado, tanto si se trataba de un coronel como de un recluta.
—También está aquí el hijo de Sólyom —dijo mientras comían y se ocupaba en servir los platos—. Ese Sólyom ya es capitán, ¿verdad, Maska?
—Es sargento —contestó la hija con voz fatigada e indicadora de que ya había perdido toda esperanza de iniciar a su madre en los misterios de los grados militares.
Era evidente que la señora Komlóssy no había tenido ningún disgusto grave porque su hijo teniente se hubiese convertido en simple soldado. Y se manifestó feliz de verlo sano y de buen humor.
Por la tarde, e inesperadamente, llegó Sándor. Éste, naturalmente, juzgaba lo ocurrido desde otro punto de vista y saludó fríamente a su hermano menor. Por la noche, los dos hermanos se quedaron solos en aquella habitación que contenía los muebles del estudio de su padre. István tenía las manos unidas a la espalda y, en silencio, se apoyó en la estufa. Sándor creyó llegado el momento de desahogar por último aquellos sentimientos que ya, desde muchos años atrás, se recogieron en él contra su hermano. Y, sin preámbulo alguno y con acento mordaz, exclamó:
—¡Buenas cosas haces!
István lo miró y a su vez, muy tranquilo, replicó:
—¿Aludes a mi matrimonio?
Sándor hizo un gesto negativo con la mano.
—No, a las proezas restantes. Estás corriendo a la perdición y a la ruina. Continúas como empezaste cuando eras estudiante. Tampoco entonces quisiste oír mis consejos. En adelante ya no intervendré en tus asuntos, pero al fin y al cabo, soy tu hermano y tengo el deber de abrirte los ojos. Lo que has hecho no sólo estuvo a punto de costarte la vida, sino que también deshonró tu nombre de húngaro.
Mientras pronunciaba estas palabras, que manifestaban su ánimo patético y su pedante mentalidad, no había en su voz nada de ofensivo; más bien revelaba una tristeza muy grande, un abatimiento sincero, porque era un hombre de corazón y de buenos sentimientos. En aquel instante sentía una piedad infinita y una gran ternura por aquel hermano tan extraño a su corazón, pero a quien consideraba muy desdichado.
István no contestó en seguida. Con el brazo tendido, señaló a su hermano el espejo que colgaba de la pared sobre el diván. En el marco dorado de aquel espejo estaba sujeta una pluma roja y, debajo, había una hoja verde, de papel encerado que, en letras doradas, llevaba la siguiente inscripción: «¡Viva el doctor Ferenc Tüchök!». El doctor Ferenc Tüchök había sido el mejor amigo de su padre, y aquella pluma, distintivo político, se conservó como recuerdo de alguna antigua campaña electoral.
—¿Ves esta pluma? Pienso como pensaban nuestro padre y nuestro abuelo.
Sándor se puso en pie de un salto, abandonando el sillón en que estaba sentado, como si desde mucho tiempo atrás esperase aquel instante, en el cual, por fin, habría podido pronunciar frente a su hermano las frases que tenía preparadas en su mente. Aquellas frases, aquellos argumentos, habían salido ya tomando forma y consistencia en él, durante sus conversaciones políticas con su suegro y querían justificar su conducta política que, al correr el tiempo, se manifestó en abierta oposición con las tradiciones familiares.
—No quiero ofender la memoria de nuestro padre y nuestro abuelo. Tampoco quiero citarte ejemplos históricos. Empezando por San Esteban, todos nuestros hombres verdaderamente grandes han estado de acuerdo, en la convicción de que Hungría solamente puede subsistir al lado de los alemanes…
István le interrumpió bruscamente.
—¡Palabras hueras! Yo, en cambio, podría demostrarte con numerosísimos ejemplos, sacados de la Historia, que Hungría sólo pudo salvarse de la destrucción y de la ruina extremas gracias a sus luchas por alcanzar la independencia, en las que combatió heroicamente contra el dominio alemán. ¿Habré de citarte a Rákoczi, a los príncipes de Transilvania o a Kossuth? Supongo que, al ejemplo de tu suegro, has llegado ya a considerar traidores a la patria a todos los que se atrevan a levantar la voz contra los austríacos y los alemanes. —Y, con creciente fervor, siguió diciendo—: Tu suegro es Intendente de Hacienda y depende del Gobierno. Tú estás empleado en el Ministerio, de modo que vuestra opinión no prueba nada. Vosotros y todos los que, con sus empleos, ambiciones, estipendios y también con sus vidas se han ligado y vinculado con el poder, falsificáis el verdadero impulso de la nación. Mantenéis en la ignorancia y en la estupidez a los campesinos, porque eso es útil para vuestros intereses. Es siempre el grupo que sirve a los intereses de la aristocracia, de la burocracia y del poder el que asegura hablar en nombre de la nación. ¿Quién pregunta al campesino cuáles son sus aspiraciones? Puesto que habéis hecho esta guerra, decidid, haced declaraciones y pronunciad grandilocuentes discursos, siempre en nombre de la nación. Y, ahora, dime cuál es el origen de esta guerra o cuál, también, su objeto final.
Sándor no contestó. En silencio, y con la mirada fría, contemplaba a su hermano, de cuyos labios surgían las palabras cálidas, como si fuesen un río de lava.
—¿Por qué mandan ahora al matadero al campesino húngaro? ¡Porque han asesinado a Francisco Fernando! Y sabemos que, de haber subido al trono, habría aplastado sin misericordia la constitución húngara. ¿Lealtad? A esta estúpida palabra queréis sacrificar la inmortalidad de la nación. Yo no soy un entusiasta de Bismarck, porque, de haber dependido de él, nuestra guerra de la independencia habría sido sofocada por los prusianos, así como por los rusos. ¿Cómo ha realizado Bismarck la grandeza de su nación? Sacrificándolo todo a este último objeto, para él sagrado. Y, en caso necesario, también sacrificará el propio honor. ¡Lealtad! ¡Juramento militar! ¡Fidelidad al rey! ¡Solidaridad con nuestros aliados! Éstas son vuestras frases estúpidas y hueras. No me mires tan sombrío. Sé muy bien que, en determinadas circunstancias, estas frases pueden convertirse en conceptos de una sublimidad ideal, pero en el momento en que, por causa de esos conceptos sublimes, hemos de sacrificar los destinos de nuestra raza, se convierten ya en palabras vanas y embusteras. Fíjate en los checos. ¿Sabes qué sucede con respecto a su nación? Yo lo sé, porque, casualmente, llegaron a mis manos unos documentos secretos.
Rechinando los dientes y agitándose casi convulso, añadió:
—Pero no, nosotros, los húngaros, somos leales, queremos continuar siendo unos perfectos caballeros, puros e inmaculados en la política mundial, en donde todo el mundo se vale de los fraudes, miente y asesina para salvar alguna cosa en su propio beneficio. ¿Dónde habéis dejado vuestro cerebro?
Preocupado, empezó a pasear por la estancia, pero, al fin, se detuvo otra vez ante la estufa y, algo más tranquilo, añadió:
—Para mí no existe más solución que la de salir de la guerra mundial. Y aun voy más adelante. No sólo salir de la guerra mundial, sino, revolvernos contra los alemanes y, ante todo, contra los austríacos y los Habsburgos.
Sándor, al oír estas palabras, se puso muy pálido. Con los ojos entornados, miraba a su hermano que, con los brazos cruzados a la espalda y cerca de la estufa, parecía dirigirse a la alfombra extendida a sus pies.
—Estás loco —le dijo en voz baja.
—Sí… estoy loco.
Pronunció estas últimas palabras con voz ronca y débil. Con la mano que tenía a la espalda empezó a repiquetear en la estufa. La delgada chapa de hierro, al recibir los golpecitos de sus nerviosos dedos, producía un ruido insólito y fuerte. De repente, como si se hubiese apoderado de él la fuerza latente de las pasiones, fue a situarse delante de Sándor y sacudiendo un cerrado puño delante de sus ojos, le gritó a la cara:
—¡Vosotros sois los traidores de vuestra propia raza! ¡Sí, vosotros! Tú, tu suegro y todos los húngaros desprovistos de médula, que se han vendido a los alemanes. Sois los traidores a la patria.
Volvió a su lugar, al lado de la estufa. Con ojos semicerrados miraba al techo y trataba de dominar la agitación de su aliento.
Sándor se quedó inmóvil ante el ímpetu de aquellas palabras. Con triste mirada contemplaba el suelo. Reinó largo silencio. Luego Sándor se puso en pie y, sin mirar a su hermano, salió de la estancia.
Se despidió presuroso de su hermana y de su madre, y se alejó en el primer tren.
Había transcurrido ya más de una hora, pero, sin embargo, István estaba aún en pie y al lado de la estufa.
Al anochecer, entró tímidamente la madre y, acercándose, le preguntó:
—¿Qué ha pasado entre vosotros?
—Nada… —contestó con voz débil e infinitamente triste.
A la mañana siguiente, también partió para su destino. Y en calidad de simple soldado, entró en la segunda fila del cuarto pelotón.