VI

El reverendo pastor se presentó una tarde en casa del doctor Pórchalmi. La visita era insólita, porque el doctor sólo recibía a los pacientes en sus habitaciones de soltero en casos verdaderamente excepcionales.

Pórchalmi, sorprendido, miró al pastor por encima de las gafas.

—Sin duda tengo alguna enfermedad —dijo Péter, dejándose caer en el diván, cuyos muelles profirieron un estridente gemido. Y, con los ojos dilatados y la mirada fija en el doctor, continuó explicando—: Esta mañana, en el púlpito, experimenté un vértigo tal que temí caerme sobre el altar.

Pórchalmi empezó a examinarlo. Le auscultó el corazón y le golpeó el pecho, y mientras sus dedos, recorriendo la espalda de arriba a abajo, empezaban a buscar entre las costillas interiores, con acento indiferente le preguntó:

—¿Cuántos años tienes, Péter?

El reverendo, mientras miraba a un rincón de la estancia, contestó al doctor, que estaba a su espalda, deseoso de haberle visto la cara en aquel momento:

—Cincuenta y cinco.

Aquella pregunta, hecha con tono confidencial y en circunstancias insólitas, hizo nacer en su ánimo el pensamiento de la muerte.

Nunca se había sentido tan mísero, tan desprovisto de apoyo como en aquel momento y en aquella estancia saturada de olor de medicamentos, desnudo hasta la cintura y con los tirantes que le colgaban de los pantalones.

Pórchalmi continuaba a su espalda y, en voz baja, le hacía nuevas preguntas, de naturaleza más delicada, para informarse de la vida que el pastor llevó en su juventud.

—Espera, porque ahora voy a examinar la presión de la sangre —dijo el médico.

Y oprimió estrechamente el brazo del reverendo con un tubo de goma roja. Al terminar pronunció en voz alta esta frase:

—Será preciso que dejes de fumar.

El reverendo volvió a su casa con el alma atormentada por tristes pensamientos. No quiso confesar a su mujer que le habían prohibido fumar. Después de comer reclamó a grandes voces su pipa, como antes, pero no la encendió y paseaba por la habitación de un lado a otro, con la pipa apagada. Su esposa no se dio cuenta de nada porque el humo azul del tabaco no había disminuido, ya que el abuelo fumaba por dos.

Aquella gran renuncia sirvió de poco. Una mañana, mientras se ponía la estola para dirigirse a la iglesia, sintió tan intenso malestar que se vio obligado a tenderse en el diván de su estudio. Unos momentos después, con voz sofocada, llamó a su mujer, pero no lo oyó nadie. Le encontró el vicario cuando llegó de la iglesia para informarse de lo que hubiera podido ocurrirle al reverendo, porque los fieles estaban cantando ya el décimo salmo y el púlpito continuaba desocupado. El pastor, con la estola sobre los hombros, estaba tendido en el diván. El birrete de terciopelo negro había resbalado hacia la frente y el libro de oraciones se hallaba en el suelo. Estaba muerto.

István se apeó del tren en el momento en que el cortejo fúnebre salía de la casa. Sándor había llegado a tiempo y entre los miembros de la familia se hallaba ya el prometido de Maska. Únicamente el abuelo no figuraba en el entierro, porque la tarde de noviembre era húmeda y ventosa. Dos carros transportaban las coronas que habían llegado en gran número. Entre ellas se destacaba una muy hermosa del comité del Partido de la Independencia y, en su cinta de seda azul, se leía la inscripción: «Al fiel militante de la idea».

Poco tiempo después del funeral, la viuda del pastor tuvo que dejar el presbiterio, porque éste era propiedad de la iglesia. Maska, que unas semanas más tarde contrajo matrimonio, se llevó a su nueva vivienda a su madre y también al abuelo, y no sólo obró así por amor filial, sino también por pereza, porque sentía un santo horror por todos los quehaceres domésticos y, en cambio, su madre no era capaz de permanecer un minuto inactiva. Su joven esposo, que era médico principiante, no se opuso a ello, porque quería mucho a su suegra y se enorgullecía del abuelo, que exhibía ante sus parientes, como si fuese un objeto raro, una reliquia preciosa que recibiera como dote inseparable de la mujer. En los últimos tiempos el abuelo daba ya señales de una apacible demencia senil. Aquel hombre, a quien nunca vio nadie sonreír, reíase entonces continuamente y, en una ocasión, fue sorprendido mientras, con la mayor galantería, estrechaba el trasero de la criada. En Navidad había cumplido noventa años.

Después de Año Nuevo, también Sándor se casó con la hija de aquel intendente de Hacienda, con quien lo relacionaban lejanos vínculos de parentesco. Su suegro tenía un primo secretario de Estado y, gracias a las relaciones de éste, el muchacho consiguió un empleo en el Ministerio de Hacienda y, a su vez, en compañía de su joven esposa, se estableció en Budapest.

De vez en cuando, István se dirigía a su pueblo natal, pero nunca permanecía allá más de un par de días; después de la muerte de su padre, sintió más intenso el afecto por su madre y también amaba mucho a Maska. Ésta parecía feliz. Ya había pasado el tiempo en que las muchachas suelen entregarse en cuerpo y alma a la caza del marido y ella no hizo nada por procurárselo, la suerte se lo proporcionó mucho mejor, en todos los aspectos, que el de cualquiera de sus amigas, las cuales no descansaron en busca de alguien que las llevase al altar. Y la profesión del marido, que se extendía hacia al campo odontológico, le proporcionaba buenas ganancias.

István, en su casa, no hablaba jamás de sus penas y conflictos con Erzsébet, de modo que ya todos creían terminadas desde largo tiempo atrás sus relaciones con ella. Únicamente la madre, en secreto, estudiaba, muchas veces angustiada, el semblante de su hijo, y quizá cuando estaba sola y pensaba en él, lloraba por él, porque había observado que no gozaba de su habitual serenidad.

Sin embargo, nada nuevo había sucedido; la vida se detuvo alrededor del joven. Las bellas y grandiosas llamaradas de los movimientos universitarios habíanse apagado ya. En la vida política imperaba la paz, porque la Coalición llegó a formar Gobierno. Era un período de paz y de pactos y, para él, de desilusiones. Mientras tanto, había conseguido procurarse un empleo en un bufete de abogado, cosa que ya le hacía posible la existencia física, aunque de modo muy restringido. Transcurría su vida sumido en una apatía enervadora y entre continuos y sordos remordimientos, debido a que pasaba el tiempo y no acababa de decidirse a pasar los exámenes.

A los veinticuatro años, como ya no le fuese posible retardar más el servicio militar, entró en el ejército en calidad de voluntario. Fue a parar a una guarnición del Austria Inferior. En el regimiento de cazadores en que debía pasar su año de voluntario, sólo había dos jóvenes húngaros: él y Zsibai. El servicio militar los endureció, vigorizando en ellos todo lo que ya una vez nutriera la imaginación y las pasiones de la infancia y que en el tiempo de las agitaciones universitarias y las manifestaciones públicas inflamó también sus almas respectivas.

En el regimiento había un teniente llamado Rudolf Küberger, que sin la menor reticencia, manifestaba siempre su odio por los húngaros, y como entre los voluntarios eran ellos los únicos pertenecientes a aquella nación, se desahogaba a su costa.

—¡Ah! Los «Kossuth-Hunde[15]»

Y los apelativos más cordiales que les dirigía eran el «verfluchter Kerl[16]» y el «Schweinskerl[17]>».

El teniente Küberger no imaginaba, siquiera aproximadamente, que el nombre de Kossuth, insultado por sus labios, hiciera estremecer a los dos jóvenes, aun en las más profundas intimidades de su corazón. Mientras permanecían cuadrados ante él, recibiendo la oleada de injurias, cambiaban disimuladamente rápidas ojeadas, y si Küberger hubiese comprendido el significado de aquellas miradas, no habría dormido por la noche muy tranquilo. Pero aquel odio, aquel desprecio por la nación magyar, no sólo era una característica del teniente Küberger, sino que todo el cuerpo de oficiales austríacos demostraba el mismo espíritu, y estaban persuadidos de que el pueblo húngaro constituía una bárbara nación balcánica que debería sentirse honrada de poder sacrificar el trigo de su tierra y la sangre de sus hijos en el excelso altar del militarismo austríaco.

Komlóssy y Zsibai pasaron completamente aislados el año de su servicio militar, porque apenas se comunicaban con sus compañeros de voluntariado. Llevaban su origen magyar como una señal impresa en la frente, y constantemente circulaban por el cuartel como animales de raza distinta, en un recinto poblado de caballos o de bueyes que, a veces, contemplaban curiosos a los intrusos o los miraban con desconfianza y hostilidad.

Viéronse obligados a soportar vejaciones y molestias increíbles por parte de un sargento viejo, un tal Hemskerk, que tenía la cara llena de granos del tamaño de cerezas, ojos azules como la porcelana pintada y un par de bigotes amarillos como espigas maduras. Hemskerk era uno de los hombres más estúpidos que se pueda imaginar; pero, de un modo maravilloso, daba a su estupidez la forma y el traje de la disciplina militar. Esta última la ejercitaba molestando con las más raras imposiciones a los pobres diablos que caían bajo sus manos: así conseguía en pocos días que aun el recluta más tonto comprendiese que el máximo contenido de moral del servicio militar consistía en soportar con santa paciencia los caprichos y las vejaciones de los suboficiales.

Küberger y Hemskerk fueron para los dos jóvenes, y durante el año de voluntariado, otros tantos puñales afilados y aguzados que de continuo los amenazaban de cerca con sus mortíferas puntas. Acostumbráronse a guardarse sin cesar de aquellos puñales y a evitar sus heridas haciéndose tan pequeñitos como podían, aunque, mientras tanto, sofocaron interiormente una cólera feroz. Si en el patio del cuartel aparecía la figura del teniente Küberger o del sargento Hemskerk, los dos jóvenes se apresuraban a marcharse. Pero durante el servicio era ya imposible evitarlos. En ocasión de la revista de armas, los ojos de Hemskerk siempre conseguían descubrir alguna mota de polvo en los cañones de los fusiles, aun en el caso de que por dentro estuviesen resplandecientes como un espejo. Como es natural, aquellos granitos de polvo los hallaba, las más de las veces, en los fusiles de Komlóssy y de Zsibai. Así, los dos jóvenes eran casi inquilinos permanentes del cuartel; y una vez hubieron de pasar veinticuatro horas en el calabozo y con los hierros puestos. Aquel grave castigo no era absolutamente inmotivado, porque un sábado por la noche se escaparon del cuartel, y en el restaurante «Blumenstöckl», donde se celebraba el baile de los relojeros, con la cabeza calentada por los vapores del vino, quisieron despejar la sala de baile de todos los hombres que allí se encontraban, para que dejasen solas a las señoras, y empezaron a agitar por el aire sus bayonetas, con tan amenazadoras intenciones, que fue necesario llamar con urgencia a una patrulla, que consiguió desarmarlos.

Durante el año de voluntariado, Komlóssy no escribió una sola vez a Erzsébet. Creía saber que se había prometido con un actor, y además, en los días próximos a Pascua, Grünfeld, en una carta dirigida a Zsibai, en la que le reclamaba el pago de una antigua deuda de diez florines, comunicó que se había celebrado ya el matrimonio.

De su casa recibía muy pocas cartas. La madre solía escribirle únicamente cuando le enviaba algún paquete y dinero. En estas ocasiones, sus cartas estaban de tal manera manchadas de grasa por los fritos y las salchichas, que apenas se podían leer. También en los días de Pascua de Pentecostés, la madre le escribió:

Querido hijo: El pobre abuelo murió ayer tarde. Comió tranquilamente con nosotros y luego, como todos los días, se dirigió al jardín. Y allí lo encontraron ya frío, en medio de una mata de frambuesas…

Aquellas noticias de su casa le parecían mensajes de un mundo lejano e inverosímil.

Por las noches paseaba muchas veces con Zsibai por el patio del cuartel, y entonces, los dos jóvenes imaginaban proyectos ardientes. En cuanto estuvieran de regreso en Budapest, reorganizarían los movimientos universitarios, y se distribuían los papeles que les habría gustado desempeñar en aquella revolución que se propuso destruir el dominio de los Habsburgos.

Pero cuando regresaron a Budapest, los pequeños y mezquinos cuidados de la vida diaria apagaron otra vez la alta llamarada de grandes proyectos que se había encendido en sus almas.

Una noche —y corría ya el mes de diciembre—, en una salchichería de la calle, adonde entró para comprar una cena fría, Komlóssy encontró a Erzsébet. La joven correspondió a su saludo con fría y mesurada sonrisa. Pero, ante el mostrador del salchichero y mientras percibían el aromático vapor de las humeantes cabezas de cerdo ahumadas, sus miradas, cautas y circunspectas, se cruzaron varias veces.

Se acercó István y se estrecharon las manos. Durante unos minutos, una extraña conmoción los obligó a guardar silencio y, voluntariamente, dejaron que otros clientes que habían entrado después de ellos, los precedieran en sus compras.

—¿Te has casado? —preguntó él, por fin.

Erzsébet no contestó, pero meneó negativamente la cabeza.

Salieron. El tiempo era húmedo y fangoso, y caía una llovizna helada, pero eso no les daba ninguna molestia, y así pasaron más de una hora recorriendo una calle secundaria y desierta, sin saber dónde estaban ni adónde iban. Tales son los momentos de las grandes confidencias, de las confesiones cálidas, cuando una nueva luz inunda el alma y cada uno pasa revista a los errores propios y se siente dispuesto, con respecto al prójimo, a una sinceridad y a un perdón ilimitados. Erzsébet era parca en sus palabras y, al parecer, estaba muy triste. En torno de su boca, en otro tiempo sonriente y fresca, se dibujaban pequeñas arrugas de cansancio, como si sus labios se hubiesen marchitado.

Sin reticencias confesó que durante el tiempo de su actual noviazgo, había sido víctima de amargas desilusiones y de atroces desengaños.

—¿Quieres cenar conmigo? —le preguntó István.

—Sí —respondió Erzsébet con el rostro iluminado por repentino rayo de felicidad.

Y se agarró del brazo de su enamorado de antaño.

Las pobres compras que hicieron en la salchichería, diéronles la más feliz y sabrosa cena que jamás hubieran tomado. La pequeña estufa de hierro difundía un agradable calor y la estancia se llenó del perfume de la piel y de los cabellos de Erzsébet. Luego ella quitó el servicio de la mesa, como si estuvieran ambos en su casa, y mientras continuaban hablando, se aproximó al lecho y lo descubrió.

—Créeme, los viejos son cada vez más insoportables… Mi madre, de día en día, se conduce de un modo más molesto y mi padre no ha podido perdonarme que no me casara con Hajmeczki. ¿No te he dicho ya que en Munich tuvo un gran éxito con un cuarteto?

Mientras hablaba así, tomó asiento en el borde de la cama y empezó a desnudarse, dejando al descubierto sus pequeños senos bien modelados, mientras se ponía una camisa de noche de István. Con aquella camisa de cuello cerrado, parecía un jovenzuelo. Y, a su juicio, era lo más natural del mundo pasar aquella noche con István.

A partir de entonces se vieron ya todos los días. Aquel calor y aquella apacibilidad por la que Komlóssy sentía nostálgico deseo, nadie podía proporcionárselos como Erzsébet, con la tristeza que la desilusión experimentada en sus últimos amores imprimió en su alma y aun en sus facciones. Aquella tristeza conmovió y conquistó a Komlóssy. También él se sentía mortalmente fatigado, aunque no tenía más de veinticinco años. Y no vaciló largo tiempo. Sin avisar siquiera a su madre o a sus hermanos, se casó con Erzsébet. Únicamente se enteraron de la boda Zsibai y Grünfeld, que fueron sus testigos. Tomaron alojamiento en una pequeña vivienda de dos habitaciones y, por el momento, no sintieron ninguna preocupación material, porque la misma Erzsébet ganaba bastante dinero: durante el día daba lecciones de música y por las noches, en un cine del bulevar, acompañaba con el violín los dramas amorosos que hacían derramar copiosas lágrimas a las criadas y a las costureras sentimentales.

Transcurrió, tranquilo y apacible, el primer año de matrimonio. No solamente el amor daba contenido a sus vidas respectivas, sino también el trabajo ocupaba la mayor parte de su tiempo. Al décimo mes nació un chiquillo, al que Komlóssy, en memoria de su abuelo dio el nombre de Gerzson. El nuevo sentimiento de la paternidad profundizó aún más la vida de los dos. Erzsébet, en cambio, en el nacimiento del niño y luego en la lactancia y en todos los pequeños cuidados exigidos por su maternidad, sólo vio el aspecto desagradable de la vida.

Los disgustos empezaron al tercer año de su matrimonio. Uno tras otro reaparecieron los antiguos amores de Erzsébet y, entre ellos, también Hajmeczki, cuyo cabello había encanecido bastante. Así empezaron los altercados. Komlóssy ya no defendía el amor, sino el honor de su nombre y la pureza de su familia. No había conseguido procurarse una prueba de la infidelidad de su mujer, aunque repetidas veces ella no supo dar cuenta de sus ausencias durante tardes enteras.

Por último, y en la persona de un comerciante vienés, se presentó, implacable, la causa del divorcio. Komlóssy abandonó el domicilio conyugal. En su corazón no había ira ni rencor, sino una infinita desilusión.

No se separaron coléricos. Después de ocho años de áspera lucha, a István aun le quedaba en el corazón un pequeño sentimiento de triste amistad por Erzsébet, quizá únicamente por ser la madre de su hijo. Todos los domingos iba a visitarlos e incluso se mostraba amable y afectuoso con Erzsébet, de cuyas vicisitudes ya no se ocupaba. Todo el dinero de que podía disponer lo gastaba en su hijo.

Arrastraba otra vez la vida fatigado y desanimado, como si a su alrededor se hubiesen apagado todas las luces. Y aquella monotonía no se transformó, sino que, a lo sumo, se interrumpió gracias a las generosidades de la señorita Ernestina, la mecanógrafa del bufete de abogado, que, terminadas las horas de oficina, cuando el jefe se había marchado ya a su círculo, compartía con él aquel «amor» que hasta entonces reservó únicamente al señor abogado.

En medio de aquella apática indiferencia, triste miseria moral y material de su vida, se abrió ante él de repente la puerta de la guerra mundial, tronando y difundiendo fuego y llamas en todas direcciones.