V
Zsibai se hallaba ante el espejo exprimiendo con ambiciosa diligencia los granitos que le afeaban el rostro.
—Hazme el favor de no volver a casa antes de las nueve —le dijo Komlóssy que se había tendido sobre el diván.
Zsibai no contestó. Tenía tanto tacto que jamás insistía cuando se trataba de aquellos asuntos. Conocía muy bien la razón de las palabras de su amigo. Alguna horquilla sobre el diván y el vulgar perfume que perduraba en la estancia por lo menos durante veinticuatro horas, revelaban la visita de Erzsébet.
En el fondo de su corazón envidiaba a su amigo. Él, hasta entonces, no había tenido ninguna amante. Y si bien acerca de todos los demás asuntos tenía la costumbre de vaciar su alma a oídos de Komlóssy, jamás le solía hablar de aquel detalle. Pero, en los últimos tiempos, cambió de táctica. Ya no decía a Komlóssy las acostumbradas mentiras con las que se pavoneaba ante sus amigos, sino que asumió, con respecto a él, la actitud de un caballero reservado y discreto. Mediante unas alusiones vagas, dejaba a su amigo en libertad de adivinar los grandes sucesos de su vida amatoria.
Zsibai llevaba pocos minutos ausente cuando entró Erzsébet. Tenía la costumbre de detenerse al lado de la puerta para quitarse el sombrero, que lanzaba al vuelo hasta la cama. Luego, de un salto, se arrojaba a las rodillas de Komlóssy; y en esta posición se referían los sucesos de los días en que no se habían visto.
Pero aquel día dio la vuelta a la llave y empezó a desnudarse con gran prisa, mientras balbuceaba con lamentable voz:
—Hemos de darnos prisa, querido mío. Apenas dispongo de diez minutos. Mamá me ha recomendado que esté en casa a las seis… Tenemos invitados. Además, he notado que están recelosos…
Arrojó revueltas por la estancia sus prendas de ropa y pocos minutos después volvió a vestirse con la misma prisa. Se detuvo un instante cerca del espejo para ocultar debajo del sombrero algunos mechones rebeldes y mientras, con toda evidencia, sus pensamientos viajaban por regiones muy alejadas, dijo:
—Miércoles… el miércoles vendré a las cinco.
Le dio a toda prisa un beso y salió corriendo.
Komlóssy se quedó muy inquieto al observar aquella prisa. Una vez solo en su cuarto se vio asaltado por ideas sombrías y tormentosas. Con súbita decisión se puso el gabán y, al vuelo, bajó las escaleras. Al otro lado de la calle, Erzsébet tomaba el tranvía en dirección a Buda. István lo alcanzó y consiguió subir también. En todas las paradas observaba a los viajeros que se apeaban, pero ya era obscuro y por dos veces descendió también figurándose haber reconocido a Erzsébet en una de las figuras femeninas que se alejaban.
Por fin, se apeó la joven e István la siguió de lejos. Se dirigió a toda prisa a la entrada de un cine, donde la esperaba un guapo muchacho, alto y elegante.
¡Pútnoki!
Saludó a Erzsébet inclinándose profundamente, le besó la mano y luego entraron.
István permaneció unos instantes petrificado y con la mano apoyada en la pared del edificio. Jamás sintió aquel deseo atroz de entregarse a la violencia y tampoco experimentó nunca tanta tristeza y tanto dolor. Así permaneció largo rato, inmóvil, atormentándose y obsesionado por la tentación de matar o de suicidarse.
Se dirigió a la taquilla y pidió una entrada. A duras penas consiguió dominarse cuando estaba ante la taquillera. Comprendía, con la mayor claridad, que iba a ocurrir algo tremendo… con toda seguridad habríase arrojado contra ellos para golpearlos… y poco le importaba lo que sucedería luego.
Pero en la obscura sala la multitud de los espectadores era presa de tan frenética hilaridad que se sintió aturdido. Max Linder, con su inseparable sombrero de paja, corría de un lado a otro por la pantalla, sin pantalones. Y en las primeras filas se oían las carcajadas argentinas de los niños.
Caído en el centro de aquella oleada de alegría, István sintió la ridiculez de sus propósitos truculentos y sanguinarios. Confuso, tomó asiento en su sitio y cada explosión de risa que llegaba hasta él como una onda explosiva, aunque refrigerante, parecía arrebatarle algo del alma. Si, por casualidad, se hubiese proyectado en la pantalla algún obscuro drama de amor, no había duda de que se produjera inevitablemente el escándalo que había presentido. Pero aquellas risas estridentes y violentas le hicieron el efecto de una ducha fría, que calmó el ardor de sus agitadas pasiones.
Cuando encendieron la luz, descubrió a Erzsébet y a Pútnoki en el fondo de un palco. Una vendedora de caramelos que sostenía en equilibrio el cestillo con la mano levantada por encima de la cabeza, le gritó al oído con sutil vocecita y prolongando las sílabas:
—Caramelos, señores… Chocolatines… dulces…
Hizo una seña a la muchacha para que se acercara.
—Lleva ese papel al palco de la izquierda y se lo das a aquella señorita del sombrero rojo.
Luego, y por una puerta lateral, salió del cine.
En el papel había escrito solamente estas palabras:
«Te aviso que han dado las seis. Sin duda en tu casa te esperan impacientes…».
Una vez en su cuarto se arrojó en el diván. Sentíase sofocado por el perfume que Erzsébet dejara en él y que aún se percibía en la atmósfera agria de la pequeña estancia. Por debajo de los párpados cerrados, veía cómo se confundían y retorcían las cosas, y lo mismo que en los momentos de una gran catástrofe en la red de los nervios tensos se insinúan en ocasiones voces extrañas por completo, con fantástica lucidez le pareció oír, sin cesar, la cantinela de la vendedora de caramelos.
—Caramelos, señores… Chocolatines… dulces…
Todo aquello era inverosímil y horrendo, como la muerte.
Zsibai, mientras tanto, paseaba por la calle, lanzando miradas a las mujeres. Con la mayor envidia pensaba en Komlóssy y trataba de figurarse entonces lo que ocurría en la estancia, detrás de la puerta cerrada.
Ignoraba que su amigo estaba tendido en el envidiado diván, solo, con los ojos cerrados y el corazón sangrando, después de haber recibido la salvaje mordedura del amor desdichado.
Se sucedieron algunos períodos, durante los cuales y por espacio de meses enteros, no vio a Erzsébet, mas, aparte de aquellas largas separaciones, otros conflictos de menos importancia agitaban continuamente la vida de los dos. Ambos tenían una naturaleza impetuosa y explosiva y con la mayor facilidad se arrojaban a la cara aquellas palabrotas que, en la vida de los enamorados, se repiten con tanta frecuencia: «¡Ahora todo ha terminado!», pero que significan solamente que los enamorados son incapaces de vivir alejados uno de otro. Los que quieren separarse en realidad no dicen nada; huyen o se alejan poco a poco, se evitan y nunca gritan con la mano apoyada en el pomo de la puerta: «¡Ahora todo ha terminado!».
Ellos acababan siempre por volver uno al lado del otro. Y en los momentos de la reconciliación sentían aumentadas y agigantadas las excitaciones y los fugitivos goces de su amor tempestuoso, como si cada uno de aquellos momentos los recompensara de todas las desilusiones y amarguras que les produjo su amor.
István sólo tenía entonces veintiún años. Se inflamaba repentinamente y con impetuosa violencia ante cada una de las contrariedades de sus relaciones, cada vez más frecuentes, a medida que tropezaban con las pequeñas miserias de la vida. Aquellas violentas explosiones de sus sentimientos, amenazaban a veces con anonadarlo por completo. Después del incidente Pútnoki, compró un revólver y escribió sus cartas de adiós a la vida. Otras veces, en cambio, y después de una de tantas reconciliaciones, su vida se llenaba de luces, de tales esperanzas y resoluciones que no parecía sino que en su corazón y en sus venas se hubiese derramado de repente una oleada de alcohol inflamado.
Poco a poco llegó a adquirir la convicción de que Erzsébet nunca fue digna de su infinito amor. En ella no buscó una aventura ni un episodio agradable o unas efímeras relaciones, sino a la mujer que en la vida del hombre es la inspiradora sublime de todas las luchas y fatigas, que da reposo y consuelo al corazón y por la cual la vida llega a adquirir un alto significado. De haber encontrado una mujer que, en los momentos de indiferente ligereza, de loca ilusión o de repentino amor, en los cuales el alma parecía derrumbarse entre sombríos pensamientos de muerte; si ella, entonces, se hubiera situado a su lado sosteniéndolo con la luz y el calor de su alma gentil y valerosa, quizá él supiera hallar en sí mismo la fuerza para llevar a cabo grandes acciones y ser alguien al fin. Pero la hija del músico checo no era una de aquellas mujeres, sino todo lo contrario.
Cuando en las tempestades de la vida, agobiado por una sombra más violenta, estaba a punto de ahogarse en ellas, Erzsébet, en vez de sostenerlo, aun lo empujaba hacia el fondo. Nunca supo seguir el variable camino de aquella alma impetuosa. Su femineidad, desprovista de espíritu, no encontraba en el amor un contenido ético. Hajmeczki tuvo la prudencia de abandonarla a tiempo; después de él, por la casa Gubai pasó un verdadero ejército de aspirantes a marido. La madre de Erzsébet, que, a su vez, tenía un amante en la persona del tío Józsi, no sabía o quizá ni siquiera deseaba poner orden en las complicadas vicisitudes galantes de su hija.
Komlóssy se daba cuenta muy clara de todo eso, pero el duelo anímico con aquella muchacha le había destrozado de tal modo los nervios y estaba tan absorto en sus propios pensamientos, que jamás fue capaz de romper definitivamente con ella.
En los días de las amargas desilusiones, en que todo le parecía sombrío y él se sentía desalentado, recordaba con frecuencia el amor de su infancia. Y una vez, cuando ya anochecía, y mientras experimentaba el dolor y la desesperación por haber visto a Erzsébet en la terraza de un café, acompañada de un hombre, se dirigió al centro y buscó la casa en cuyo zaguán estaba el escaparate del fotógrafo. Deseaba ver de nuevo el retrato de Bea. Lo impulsó el mismo sentimiento que experimenta el hombre perseguido por la suerte adversa y que se ve atraído por una necesidad súbita de entrar en la iglesia, donde no puso los pies por espacio de muchos años y, aprovechando el momento en que nadie lo mira, hinca las rodillas.
Buscaba allí un vago consuelo, mientras sentía a su alrededor la pulsación de otras vidas distintas de la suya propia y a las cuales no se adhería tanto fango ni tanta suciedad de palabras, que no estaban contaminadas de manchas espirituales ni del sabor amargo de un amor físico embrutecido. Hay existencias humanas rodeadas por los velos mórbidos de la belleza. Tal vez, para ellas, la felicidad no es más que nostalgia, pero las formas entre las cuales viven, no sólo significan el agua perfumada del baño y la blancura del lienzo o la finura de la tela del traje, la apacible elegancia de los movimientos o el placer de oír palabras escogidas, sino también una elevación sobre el polvo de la vida.
Cuando, en tiempos pasados, se dirigía a casa de los Gubai y subía la escalera mal alumbrada, saturada de olores desagradables, y pasaba por delante del corredor donde, a la puerta de la cocina, estaba el cubo de la basura, lleno de cáscaras de huevo, de limones exprimidos, de botes de hojalata que contuvieran conservas, de retorcidas pieles de patatas, con frecuencia sintió el impulso de pensar en el día lejano en que, en compañía de Zsibai, vio con los ojos desorbitados la entrada del castillo condal, donde una grandiosa escalinata de piedra blanca conducía a la terraza y ante los arriates floridos que resplandecían a la luz del sol, silbaban o cantaban chorros de agua cristalina, cuya agua caía en las tazas como ducha sutil de polvo iridiscente; y más allá enormes tapices de hierba verdeaban bajo las frondosas ramas de los seculares castaños de Indias.
Al pensar en Erzsébet, en la vida de aquella muchacha y en cuanto la rodeaba, todo le pareció semejante al contenido del cubo de la basura. Y, repentinamente, el recuerdo, rodeado de mística luz, de su amor infantil, venía a atormentarlo con la nostalgia de una vida diferente y lejana.
Poco tiempo después, la casualidad le procuró otro encuentro con Bea.
Había ido a visitar a su familia y, en el viaje de regreso, se dirigió al vagón restaurante, cuyas mesas quedaban ocupadas una tras otra. Sólo en la mesa a la que se había sentado él, quedaban tres puestos libres. El camarero condujo allí dos señoras. Una de ellas era Bea y la otra una señora de más edad, probablemente su dama de compañía.
La reconoció en el acto. Nunca la había visto tan cerca. Estaba sentada frente a él y a tan corta distancia que se tocaban sus platos respectivos. Al parecer, ella aún no había notado la presencia del joven desconocido que tenía delante. Se esforzaba en ignorarlo, porque, sin duda, no se percataba que él la contemplaba con manifiesta curiosidad y admiración. Hablaba francés con su dama de compañía, pero sólo pronunciaba las palabras necesarias.
Komlóssy observaba la hermosa mano que ponía sobre el blanco mantel, al lado del plato y sobre la cual aún se descubrían las largas rayas rosadas que causó la costura de los guantes que se había quitado. Con la misma discreción, observaba a veces el rostro de la condesita. Las cejas, largas y obscuras, le impedían divisar el color de sus ojos, de mirada algo velada. La mirada de Bea no era tal como se la imaginara al contemplar la fotografía. No era tan hermosa o, por lo menos, no poseía aquella belleza inverosímil que le atribuyó la fantasía. Era un rostro germánico, frío, de huesos algo marcados y la boca maravillosamente dibujada; en torno de la nariz se advertía una indescriptible expresión de desprecio y daba la impresión de que siempre respiraba con algún asco.
Él seguía con la mayor atención los acompasados movimientos de las dos señoras, que tomaban su colación sin hacer el más mínimo ruido de platos o de cubiertos, como si quisieran ocultar aquella acción fisiológica por un acto de pudor. La condesita hizo de pronto un ademán con la mano, como si buscara el salero, Komlóssy observó que estaba oculto por una servilleta en una esquina de la mesa; alargó la mano y, cortésmente, se lo ofreció. Entonces lo miró Bea por vez primera. Con pálida sonrisa en los labios le dio las gracias inclinando ligeramente la cabeza y Komlóssy sintió sus nervios invadidos por indefinible impresión. Mientras las señoras, terminada ya su colación, se disponían a salir, Komlóssy, con el rostro encendido, buscó su mirada para poder saludarla, pero ellas se pusieron en pie, sin darle ocasión de hacerlo y obraron con tal habilidad que su actitud no resultó ofensiva para él. Parecía que, en semejante trance, habían adquirido ya una experiencia admirable.
Unos meses después de aquel encuentro fortuito, leyó en un periódico que Bea se había casado con un aristócrata austríaco, cuyo nombre desconocía por completo.