XXVI
Apenas había transcurrido una semana desde que se instalara en la casa de Bea, pero aquellos pocos días bastaron para unirlos estrechamente como dos náufragos arrojados por las olas a una isla solitaria.
Una mañana, a las ocho, mientras Komlóssy se afeitaba ante el espejo, alguien llamó a la puerta de su cuarto. Creyó que sería el criado que a aquella hora acostumbraba a llevarle el desayuno.
Pero la puerta se entreabrió lo suficiente para dar paso a un brazo femenino del que pendía la manga adornada de encajes de un traje de seda de color morado. El brazo femenino le entregaba una bandeja de plata y en ella estaba el desayuno. Detrás de la puerta se oyó la voz de Bea.
—Hágame el favor de tomar la bandeja. Mis criados se han visto obligados a ir a la oficina de reclutamiento.
Komlóssy tomó la bandeja sin mirar siquiera la abertura de la puerta.
—Buenos días.
La puerta se cerró de nuevo. Otra vez llegó un telegrama de Viena. Buscó a los criados —en la casa había dos hombres de servicio y la cocinera—, pero no encontró a ninguno. Llamó a la puerta de la habitación de Bea, pero tampoco obtuvo respuesta. Por último, dio dos golpecitos a la puerta del cuarto de baño. Bea, en efecto, estaba bañándose; salió del baño y entreabrió la puerta lo necesario para que Komlóssy pudiese entregarle el telegrama.
Durante el día conducíase siempre como si, por las noches, no ocurriese nada entre ellos. Este noble pudor gustaba mucho a Komlóssy. De día, la vida de los dos, uno al lado del otro, hacíase cada vez más afectuosa, cordial e íntima, aparte de sus noches, como si la luz del día los transformase por completo.
Con frecuencia sucedía que Bea llamara a Komlóssy a su habitación, diciéndole:
—Venga, porque hoy le invito a comer conmigo.
Mientras comían, aquella atmósfera de intimidad que se creaba entre ambos proporcionaba a Komlóssy una suave y pura sensación de alegría.
Sentía que aquella mujer tenía un carácter macho más firme y definido que el suyo propio y que su cultura no era superficial ni fruto de algunas lecciones de institutrices francesas, de misses inglesas y de profesores particulares o de maestros de música, sino una luz que emanaba de ella y con la cual sabía iluminar las cosas más sencillas y más complicadas. Poseía una mente superior, apacible y serena y no le ocurría, como a él, que se dejara arrebatar por la llama de las pasiones que a veces llenaban de sombras su ánimo.
Aquella mujer era mucho más culta que él, pero no era su cultura un amasijo de datos y de fechas, y ella misma confesaba su incapacidad de recordar un dato histórico o el nombre de cualquier personaje famoso.
Durante sus largas conversaciones y discusiones, él tomó la costumbre de ceder siempre. Bea, por su parte, parecía esforzarse en apoyar y vigorizar los argumentos de Komlóssy, pero, cuando éste se sentía muy seguro de su construcción ideal, ella derribaba su castillo con pocas frases, claras e irrefutables. Y cuando Komlóssy se había quedado exánime bajo aquel montón de ruinas, ella le tendía la mano, lo levantaba y le ofrecía una pequeña salida que le permitiese alejarse de aquel desastre.
No tardó Komlóssy en darse cuenta del juego, y, una vez, le dijo:
—Obra usted conmigo como yo, durante mi infancia, jugaba con una comadreja. Le ataba una pata con una cuerda, pero me guardaba muy bien de matarla, porque de lo contrario, ya no habría tenido ningún juguete.
—¿Y cómo acabó aquella comadreja?
—Una vez cogí la cuerda que la sujetaba, la hice girar rápidamente por encima de mi cabeza y la arrojé a lo lejos, como si fuese una piedra.
—Desde luego, fue una buena solución —contestó Bea, riéndose—. ¿Y no pensó nunca en educarla y domesticarla?
Levantó el rostro, en espera de la respuesta de Komlóssy, a quien miraba a través del humo del cigarrillo, con ojos entornados.
—Nunca —contestó él con la resolución de quien ha comprendido muy bien el sentido oculto de las palabras que le dirigen.
No. No capitularía nunca ante aquella mujer. Y no cedió siquiera un milímetro, aunque, después de discusiones semejantes, se retirara a veces a su cuarto derrotado y agotado.
—Verdaderamente, lo envidio —le dijo Bea en cierta ocasión después de cenar, mientras recogía los pies en el diván y, a través de la boquilla de cristal azul, aspiraba la primera bocanada de humo de su cigarrillo.
—¿Que me envidia? —preguntó Komlóssy, deseoso de descubrir el secreto de un cortacigarros del conde Kallisztratusz, cuyo botón oculto no encontraba, aunque Bea se lo había mostrado varias veces. Y Bea, en tono melancólico, dijo:
—Por lo menos usted tiene una convicción, cosa que no me sucede a mí. Quizá porque soy mujer.
Al cabo de un rato empezaron a hablar de la forma del Estado monárquico.
—Me parece —empezó a decir Bea— que la forma del Estado, en el cuerpo de una raza o de una época, es algo semejante a un traje. Éste importa muy poco, porque lo interesante es el cuerpo que cubre.
—Observo que quiere usted volver a empezar con los Habsburgos —replicó él, sonriendo levemente.
Por un momento, Bea guardó silencio. Luego fijó la mirada en la de Komlóssy y, con voz llena de reproche, porque le irritaba que aquel rebelde, como para sí llamaba a Komlóssy, hubiese adivinado tan pronto su juego, dijo:
—Me refería a otra cosa, mi querido Komlóssy.
Durante tales discusiones, el «querido Komlóssy» significaba siempre que Bea, por algún motivo, estaba seriamente resentida. Su voz trataba de ser muy cortés, pero alcanzaba el efecto contrario. Su mirada se hacía dura y fría, y en sus mejillas aparecían dos manchas de color de rosa, que aun aumentaban su belleza.
Komlóssy, con un gesto, dio a entender que se rendía. Bea aspiró profundamente el humo de su cigarrillo y, mientras recobraba el color natural del rostro y la normalidad de la voz, añadió:
—¿Cuál fue la causa de que apareciese la primera monarquía? El instinto político del pueblo romano, ya desilusionado de la democracia.
—En eso tiene usted muchísima razón. Pero aquel instinto no creó el imperio. El primer príncipe romano gobernó con el senado y con los comicios del pueblo.
Bea golpeó el almohadón que tenía en las rodillas.
—¡Por el amor de Dios! Ya vuelve a asirse a la forma exterior de las palabras. Llámelo jefe del Estado, soberano y como quiera, pero aquel magnate romano era, en conclusión, un rey en toda regla. Y, además, su cargo era vitalicio.
—Se equivoca. Solamente lo elegían por cuatro años.
Bea, en vez de contestar, se puso en pie y se encaminó a la biblioteca. Tomó un volumen de una enciclopedia y, con manos rápidas, empezó a hojearlo, en tanto que su mirada parecía la de un perro de caza que acecha la perdiz en el momento en que va a emprender el vuelo. Luego, con amenazadora voz empezó a leer:
—«El princeps, que al mismo tiempo era pontifex maximus, era elegido para toda su vida…».
Cerró el libro con tal violencia que el ruido repercutió en la estancia. Volvió a su puesto y, hundiéndose otra vez en los almohadones del diván, recobró la posición primitiva.
Cuando era preciso recurrir al testimonio de los libros, en la mayor parte de los casos, ella tenía razón. Y, para no perder la ventaja adquirida en tales combates, jamás iniciaba una discusión si no estaba muy segura de conocer el asunto a fondo. De otro modo, y con la mayor habilidad, evitaba el duelo.
Una vez, mientras hablaba del destino de la raza húngara, Komlóssy le dijo:
—Dispénseme usted, pero, en este asunto, es muy natural que no podamos avanzar por el mismo camino. Usted no puede ver el fondo de la cuestión, porque, en realidad, no es una verdadera húngara.
—¿Cómo? —exclamó Bea casi enojada.
—Es muy sencillo. Su padre, el conde de Palmeri-Ahnberg, es de origen alemán. Y, en realidad, en toda la aristocracia húngara se ha infiltrado la sangre alemana.
En las mejillas de Bea reaparecieron las dos manchas de color de rosa.
—Yo, y por mi madre, pertenezco a una de las más antiguas familias magyares. He vivido siempre en Hungría y me siento y considero ser húngara cien por cien.
—Pero todos sus pensamientos se inclinan hacia los alemanes.
—Usted afirma que la influencia alemana y nuestras relaciones con los alemanes nos han hecho llegar a este punto.
—No solamente lo afirmo, sino que, además, puedo demostrarlo.
—Los húngaros, mi querido amigo, seguirían llevando botas de caña y tal vez se hubiesen convertido en una horda balcánica, y, en la actualidad, no tendrían siquiera su lenguaje propio si la civilización alemana y el «anticonstitucionalismo» alemán no los hubiese salvado.
Komlóssy, con mucha calma, le contestó:
—El caso es, condesa, que este asunto se parece mucho al ejemplo que voy a dar. Suponga usted que un individuo es atropellado por un automóvil y que las ensangrentadas ruedas del vehículo lo arrastran unos momentos por la calle. Las crueles ruedas le destrozarán las manos y los pies y, cuando ya está medio muerto en el polvo de la carretera, alguien se acerca a él, se inclina sobre su ensangrentado cuerpo y le dice: «Mi querido amigo: no hay duda de que Dios tiene por usted gran predilección. Imagínese cuán horrible habría sido para usted morir, por ejemplo, de tuberculosis…».
—Es extraordinario observar la mala fe con que elige usted sus argumentos contradictorios.
—¿Por qué? ¿Será capaz de negar que la amistad con los alemanes ha sido la causa de nuestra ruina? Para demostrarlo no hay necesidad de buscar pruebas, porque, a nuestro alrededor, las hay evidentes y tangibles. Pero ¿existen, en cambio, otras pruebas de que sin los alemanes habríamos descendido al nivel de un pueblo balcánico? Eso no es más que una suposición.
—No, señor, porque lo demuestran así todas las páginas de la Historia.
Komlóssy hizo un movimiento con la mano, casi de conmiseración.
—En las páginas de la Historia todo el mundo lee lo que tiene por conveniente. Por lo menos, yo leo otras cosas muy distintas. El pueblo húngaro está destinado a dominar, y si, a su tiempo, hubiesen traído los confines del Asia hasta Viena, hoy también seríamos la nación dirigente, en una confederación danubiana.
Bea dirigió una larga mirada a Komlóssy, y luego, en tono de reto, le preguntó:
—¿Me permite que yo también me declare húngara, a pesar de que, a causa de mi padre, corra por mis venas cierta proporción de sangre extranjera?
—No ha comprendido bien mis palabras —dijo Komlóssy, excusándose.
—Da lo mismo. El caso es que me acepta y me reconoce como húngara. En tal caso, óigame bien. Ahora estamos a solas y podemos comunicarnos con toda libertad nuestras opiniones acerca de nosotros mismos. —Encendió otro cigarrillo y añadió—: Nosotros, durante nuestra permanencia en Asia, por espacio de veinte mil años, hemos podido ver que nuestras tribus disputaban continuamente entre sí y se destruían unas a otras. Eran guerras entre tribus hermanas. Observe usted ahora, en todo su curso, la historia húngara o bien contemple la vida actual de los húngaros. Podría citarle los nombres de antiguas familias húngaras o de personajes ilustres y gloriosos que, aun en nuestros días, se profesan un odio inextinguible. Fíjese usted en una asamblea o en una elección parlamentaria. Y ¿afirma usted que esta nación ha nacido para dominar y que habría podido ser la que dirigiese una confederación danubiana? —Hablando en voz baja, añadió—: No, es inútil hacerse ilusiones.
Komlóssy había escuchado aquellas palabras con rostro ceñudo y, después de largo silencio, replicó en tono sordo:
—Lo que acaba de decir usted significa que el pueblo húngaro, como raza y como nación, está condenado a desaparecer. —Se puso en pie y, con una mano, rechazó la silla. Hablaba casi en tono hostil—. Mas, por fortuna, usted no es húngara. No, no lo es. Lo siento con certeza. Y ésta es la última discusión que hayamos tenido acerca del asunto.
Así, erguido, hizo un movimiento de cabeza, orgulloso y hosco, y, con mirada casi de desprecio y de odio, permaneció inmóvil, cual si le costase mucho reprimir el impulso de sus intensas pasiones.
También en las finas cejas de Bea serpenteó el ímpetu de una rebelde pasión. Arrojó al lado un almohadón y, volviendo el rostro dijo:
—Mi querido amigo, a veces se figura usted que con una grosería se puede resolver cualquier cosa.
Él no contestó. Inclinó el cuerpo y salió de la estancia. Estaba rabioso. Se acostó y apagó la luz. Pero no podía dormirse. Con los ojos fijos miraba a la obscuridad.
Hacia media noche, despacio y sin ruido, se abrió la puerta de su habitación. Cubierta por su ligero y fino traje y envuelta por una nube de suaves y embriagadores perfumes, entró Bea y se aproximó a su lecho.