I

A través de la abierta ventana de la iglesia se difundían la voz del órgano y el majestuoso canto del coro. En el jardín de la iglesia florecían los castaños de Indias; su floración se produjo de improviso, casi de un día a otro, como si en las perfumadas horas de la noche primaveral una bandada de diminutas hadas hubiese llegado, quién sabe de dónde, para ocuparse en poner, una al lado de la otra, en las verdes hojas, una multitud de tiendecillas cuneiformes de color blanco y rosa. Bajo los rayos del sol que se difuminaban por entre las nubes saturadas de tempestad, el perfume cálido e intenso de las matas de saúco impregnaba la húmeda atmósfera, dulce y olorosa, de lluvia.

Era el día de San Gotardo del año 1898.

Por la ventana una golondrina penetró en la iglesia y como no encontrase camino de regreso, empezó a revolotear por debajo del blanco techo.

Había terminado el salmo y mientras gemía el órgano, profiriendo los últimos y solemnes acordes, subió el pastor al púlpito. El tema de la sagrada oración era profano, puesto que demostraba la sentencia del Libro de los Proverbios: «Así como la plata se prueba en el crisol y el oro en el horno, de igual modo el hombre es probado según su fama…», y durante la predicación la mayor parte de los devotos miraban continuamente hacia lo alto, en dirección al techo.

La golondrina describía allí amplias elipses oscilantes y sus pequeños chillidos de susto caían de lo alto como gotitas de miel.

Su aparición trastornó y emocionó a la vez a los fieles y, de un modo más especial, a los estudiantes que se habían sentado en el coro alrededor del órgano. De repente salió volando un sombrero, pero la golondrina describió una rápida, ligera y graciosa curva y esquivó aquel ataque.

Desde los bancos que ocupaban los artesanos, partieron numerosas miradas de desaprobación, dirigidas a los estudiantes. Aquel acto les pareció una impiedad, porque el sombrero había sido arrojado por el hijo del pastor, István Komlóssy, estudiante de tercer curso en el Instituto, y el joven, para alejar de sí toda sospecha, fingía escuchar la predicación de su padre, con el rostro inspirado y los ojos entornados.

Terminado el oficio divino, los estudiantes se precipitaron ruidosamente por la escalera de madera y como si fuesen abejas, salieron por el soportal posterior de la iglesia, para tomar el sol.

En el jardín, Komlóssy celebró un breve consejo de guerra con Zsibai, el hijo del abogado. Decidieron ir aquel día al bosque de Varjas. Aquellos vagabundeos dominicales constituían los días más hermosos de su vida. Se llevaban la comida y sólo regresaban a casa al obscurecer. Descubrían nuevas regiones ignoradas: bosques, prados, marjales y manantiales. En aquella estación primaveral, bajo las aguas apacibles del campo Gyilkos, había un numeroso coro de pájaros enamorados. El viejo Gereben, pescador de antigua estirpe, a cambio de un puñado de tabaco les prestaba con gusto su barca y ellos, durante muchas horas, remaban errantes, por entre las matas que sobresalían del agua y visitaban los rincones secretos y misteriosos del cañaveral, que a impulso del viento parecía haberse convertido en numerosas arpas. Iban armados de saetas y hondas, y desde una vez en que Zsibai consiguió matar de una pedrada, que arrojó con la honda, un pato silvestre, su orgullo de cazador adquirió proporciones insoportables. Y llegó a fabricarse nada menos que un cañón: bien es verdad que no era muy voluminoso y que podía llevarlo perfectamente debajo del capote, mas, a pesar de todo, era un cañón. Llenó un tubo de hierro, de dos palmos de longitud, de pólvora de caza que robó a su padre, la cargó luego con balas de plomo y con él soñaba cazar ciervos, porque en el bosque de Varjas también se habían visto alguna vez aquellos rumiantes. El último fue descubierto cosa de cuarenta años atrás. Tuvo la fortuna de verlo el viejo Kenesei, el ingeniero de la sociedad hidráulica, que era un gran cazador, pero que, según se decía, a veces modificaba la verdad a su gusto. Pero eso no impresionaba a Zsibai ni bastó para modificar sus proyectos.

Komlóssy tenía entonces doce años y Jani Zsibai había cumplido los trece.

Se dirigieron, pues, a la caza del ciervo. Al principio procuraban no alejarse del terraplén de la vía del ferrocarril, pero en cuanto hubieron salido de la población, tomaron la carretera, después de informarse por medio del peón caminero acerca del emplazamiento del bosque de Varjas, que aun desconocían y al que su imaginación poblaba de cosas fantásticas y maravillosas. A los dos lados de la carretera se extendía el color verde y amarillo de los campos de trigo y de colza. Entre los sembrados, acá y acullá, brillaban fríos espejos de agua, residuos de la nieve invernal. Murmuraba el viento a su alrededor, entonando una leve melodía. Empujaba hacia arriba a las cornejas, haciéndolas volar a determinada altura y en la tierra producía leves ondulaciones en los espejos acuáticos. En algún lugar lejano desembocó, de repente, un tren directo, muy rápido y con un aullido silbante desapareció casi como por arte de magia, en el horizonte, cual si se precipitara al infinito.

Con el rostro muy serio, como exigía la importancia de la empresa, los dos muchachos avanzaban por la carretera. A veces una corneja asustada emprendía el vuelo desde uno de los mojones que había a lo largo del camino. Komlóssy, en determinados momentos, empuñaba la honda y disparaba una piedra. Zsibai, por el contrario, no se interesaba entonces por la caza menor. Estrechaba bajo el capote su cañón y pensaba en los deseados ciervos. Llegaron a un gran jardín rodeado por una tapia. Después de celebrar breve consejo, resolvieron penetrar en él. Zsibai, que era excelente gimnasta, se encaramó a los hombros de Komlóssy y llegaba ya al borde superior de la cerca, para izarse sobre ella, cuando, de repente, apareció un hombre que con un diluvio de furiosas maldiciones los puso en fuga. Los dos echaron a correr desesperados y en la rápida retirada Zsibai apenas tuvo tiempo de salvar el cañón. Cuando se vieron, al fin, seguros y jadeantes por la carrera, tomaron asiento en un foso y decidieron sitiar el misterioso y tapiado parque, que aun excitaba más su imaginación.

—Debe de ser un vedado —observó Zsibai, que se veía ya ante un majestuoso ciervo.

Reanudaron el camino con la intención de penetrar, como fuese, en el jardín. Komlóssy estaba excitado, no tanto por la pasión del cazador, como por la idea de que aquella empresa ofrecía algún peligro. Y nada como este último lo atraía por las sensaciones emocionantes y embriagadoras que le proporcionaba.

Tuvo éxito la segunda tentativa. Se acercaron andando a gatas, llegaron al muro de cerca y con agilidad simiesca se encaramaron a la parte superior y luego saltaron desde la altura de dos metros, para hundirse hasta las rodillas en un montón de hojas secas. Estaban ya dentro del recinto. De momento no se atrevieron a moverse, por temor de ser descubiertos, pero luego, despacito, se internaron por él, amparándose cautelosos en los árboles que encontraban. No se veía a nadie. De repente y en una mata que tenían delante, algo se movió con ruido y ellos se arrojaron de cara al suelo.

—El ciervo… —susurró Zsibai, que ni por un momento abandonaba su idea fija.

Permanecieron largo rato con el oído atento y el corazón palpitante. Y de repente apareció la cabeza gris cenicienta de un enorme can de raza inglesa.

—Es un perro —suspiró Komlóssy, desilusionado.

La situación parecía peligrosa, porque era de temer que el perro descubriera su presencia. No se les ocurrió la idea de que pudiera morderlos. Zsibai, por otra parte, y en situaciones críticas semejantes, tenía una fe ilimitada en su cañón.

Afortunadamente, aquella vez no fue necesario recurrir al arma mortífera, porque el perro, aguzando sus recortadas orejas, se detuvo a mirarlos con atención.

—Perrito… guapo… —dijo Komlóssy al animal que casi parecía un ternero por el tamaño.

Luego continuaron en sus intentos de trabar amistad con el animal, llamándolo con toda suerte de nombres cariñosos y dirigiéndole suaves silbidos. Komlóssy le mostró un gran pedazo de pan untado con mantequilla, que el perro, después de un instante de reflexión, acabó por aceptar. Pero como era un animal enorme, no se contentó con lo que había tragado y profirió un ladrido incierto y poco tranquilizador, para demostrar que tomaría con gusto otro pedazo de pan igual. Los muchachos no se atrevieron a estropear la amistad que ya existía entre ellos y el can y, así, todas sus provisiones desaparecieron en las fauces del animal. En compensación, fue sellado de un modo definitivo el pacto de amistad.

Sentíanse ya en el parque como si estuviesen en su casa propia y el dueño les hubiese invitado. Y la conducta del can parecía confirmar por completo aquel sentimiento.

Llegaron a un camino ancho. De repente, oyeron un ruido sospechoso y, otra vez, se arrojaron de cara al suelo. Zsibai preparó su cañón, decidido a disparar contra los agresores, en caso de que se viese atacado.

Por el camino avanzaba un elegante cochecillo, del que tiraba un poney, guiado por una niña de angelical belleza. Quizá tenía ocho años. Con su manecita enguantada sostenía las riendas, imitando el ademán que, sin duda, viera muchas veces en las personas mayores. En el asiento posterior del cochecillo iba una señora de voluminoso cuerpo, que llenaba por completo el vehículo, cuyos muelles rechinaban bajo su peso. Aquella mujer enorme daba la impresión de una persona adulta que se esfuerza en sentarse en un lugar estrecho, como, por ejemplo, una jofaina. En su rostro se veía que aquel paseo en coche incómodo no le gustaba demasiado y que se resignaba a la fuerza. Sin duda era la institutriz de la niña, con la cual conversaba continuamente en un lenguaje por completo desconocido de los dos amigos, quienes sólo llegaron a darse cuenta de que aquello no era alemán.

A corta distancia del cochecillo iba a pie un palafrenero encargado de vigilar el caballito y evitar todo peligro para el caso de que se mostrara díscolo. Pero tal precaución era, sin duda, superflua, porque el poney no parecía dispuesto a realizar actos imprudentes. Trotaba indiferente y resignado a su suerte.

Los dos muchachos, tendidos de cara al suelo, entre las matas, observaban la escena, conteniendo la respiración, Komlóssy quedó muy impresionado al ver aquella niña sentada en el pescante, con el busto erguido y el brazo extendido; a veces volvía ligeramente la cabeza, dándose mucha importancia, y su voz de pajarillo gorjeaba al hablar con su gorda compañera.

Mammi m’a dit ce matin que nous irons demain à la ville… As-tu entendu[1]…?

Aquel lenguaje extranjero aun hacía más misteriosa a la niña. Su traje era tan fino y elegante, que Komlóssy nunca viera otra cosa igual. Llevaba un sombrerito de paño blanco, por debajo del cual sus cabellos de color castaño claro descendían hasta los hombros. Aquellos cabellos sedeños relucían y aun parecían brillar. La capita de color rojo cinabrio se destacaba de un modo notable en la sombra verde obscura del camino. En las facciones y en la mirada de la niña se observaba una extraña seriedad, una distinción innata.

Zsibai, en cambio, admiraba mucho más al poney. ¡Quién tuviera un caballo! Aquél había sido siempre el más querido de sus ensueños. Además, el poney le parecía perfecto. Y pronto, en su enfervorizada mente empezó un fatigoso trabajo y esbozó innumerables proyectos audaces y fantásticos, que tendían al mismo fin: hallar la manera de hacerse dueño de aquel caballito. A fuerza de estrujarse el cerebro y de ponderar el pro y el contra, desde todos los puntos de vista, consiguió poner en claro todos los detalles de la empresa: cómo desengancharía el caballo del cochecillo y de qué manera lo sacaría de la cuadra, en una noche obscura y silenciosa. Sólo quedaba por resolver un problema y en vano pensaba y volvía a pensar en ello, a fin de encontrar la solución. Se trataba, simplemente, de cómo conseguiría franquear la cerca en compañía del caballo.

Mientras tanto, el cochecillo había pasado por delante de ellos. Los muchachos lo siguieron con mirada llena de nostalgia, porque aquel pequeño vehículo los atraía como si fuese una visión mágica. Komlóssy había quedado hechizado por la niña y Zsibai, en cambio, se enamoró del poney.

La niña llevó el cochecito a la plazoleta que se abría ante la cancela y que estaba rodeada por soberbios arriates, cuyas flores resplandecían a los rayos del sol primaveral. Unas blancas gradas de piedra conducían a la terraza del castillo. Todo eso fascinó a los dos muchachos, con la intensidad de las visiones fantásticas que suelen poblar únicamente el mundo de los ensueños. En el centro de la plazoleta susurraba un surtidor, cuyas cristalinas gotas salían disparadas a una altura inverosímil, para caer, convertidas en mil perlas iridiscentes, en la taza inmensa del surtidor. En torno de aquel chorro de agua se erguían extrañas figuras de piedra, de color negro verdoso: eran formas extrañas de hombres desnudos, que, desvergonzadamente, mostraban las partes más secretas de sus cuerpos y que con muecas risueñas recibían las gotas de agua que les salpicaban el rostro. En las encrespadas ondas del agua, donde las gotas que caían de lo alto se pulverizaban cantando, agitábanse ágiles naves multicolores, esbeltos barcos de vela. Alguno que otro podía medir hasta medio metro.

La sección del parque por la cual habían ido errantes hasta entonces era un bosque salvaje, una diminuta selva virgen. Pero allí, frente al castillo, todo aparecía ordenado con el arte maravilloso de la jardinería inglesa: la hierba había sido cortada con minuciosa simetría y ni una sola hoja caída alteraba la regularidad de su manto verde; sobre la hierba se erguían gruesos castaños de Indias centenarios, que extendían sus gruesas ramas como si fuesen enormes brazos humanos.

La atención de los dos muchachos veíase tan solicitada por aquel espectáculo, que ni siquiera se dieron cuenta de que los seguía alguien. Era un hombrón de bigotes rojizos y rostro punteado por numerosas manchas; llevaba un traje de caza de color verde obscuro y en el cuello lucía un distintivo, formado por unas hojas de encina, pero de plata. De repente y con la mayor calma, extendió las manos y agarró por las muñecas a los dos muchachos que se habían olvidado de todo, en la intensa contemplación de las maravillas que los rodeaban.

Komlóssy y Zsibai al observar aquel ataque inesperado, estuvieron a punto de desmayarse del susto. Aterrados, miraron a aquel hombre, cuyo aspecto no era tranquilizador. Sus muñecas estaban rodeadas por las manos de aquel sujeto, como si fuesen dos crueles esposas de acero.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó amenazador. Ninguno de los dos supo contestar, pues el susto les estrangulaba la garganta.

—¿Cómo habéis entrado?

—Por la puerta de la verja —contestó Komlóssy, que casi se había repuesto del miedo.

—No es verdad —gritó aquel hombre—. Por la verja no habéis podido entrar, porque está cerrada. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—Por la verja —repitió Zsibai, haciendo suya la respuesta de Komlóssy.

—Seguidme —ordenó el hombre del traje verde, que, sin duda, era un criado.

Y, sin soltarlos, se encaminaron al castillo.

Mientras tanto, la niña se había apeado ya del cochecillo y observaba la escena con curioso interés, al lado de su institutriz.

El doméstico condujo a los dos muchachos prisioneros a la secretaría del castillo. Allí y ante una mesa escritorio, estaba sentado un señor viejo, que llevaba gafas.

—Señor secretario, acabo de sorprender en el parque a estos dos muchachos.

El señor secretario miró atentamente a Zsibai y a Komlóssy, de pies a cabeza.

—¿Cómo habéis entrado? —preguntó también, mientras contraía las cejas.

Los muchachos permanecieron mudos, porque no habrían podido pronunciar una sola palabra. Con los ojos muy abiertos miraban al señor secretario, porque aquella nueva situación les parecía mucho más peligrosa que las anteriores.

—¿Cómo habéis entrado? —preguntó de nuevo el señor de las gafas.

Y su voz fue más seca y amenazadora que la vez primera.

—Hemos entrado por la verja —dijo por fin Zsibai, con voz que demostraba muy poca seguridad.

—Sin duda han saltado la cerca —observó el servidor.

Komlóssy volvió, de pronto, la cabeza y lo miró de arriba a abajo. De aquel modo quería dar a entender su deseo de no contestar a tan infame calumnia.

El perro los había seguido hasta la oficina y se sentó sobre su cuarto trasero, pero aun así era tan alto como los dos muchachos.

—¿Y no os ha dado miedo que os destrozara el perro? —preguntó, extrañado, el viejo secretario.

Los muchachos no contestaron: no querían hacer traición al perro, el cual, gracias a los buenos bocados que le dieron, había olvidado el cumplimiento de su deber.

Empezó entonces el interrogatorio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el secretario, señalando a Zsibai con su dedo.

—János Varga —contestó Zsibai con voz firme, mirando a la cara al secretario.

—¿Qué curso estudias?

—Asisto a la cuarta clase elemental católica.

En realidad estudiaba ya en el Instituto, y las clases elementales las había seguido en la escuela protestante.

—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó el secretario a Komlóssy.

Éste, durante el interrogatorio de Zsibai, había buscado en su memoria, pero no se le ocurrió ningún nombre. Por esta razón contestó evasivamente:

—¿Por qué?

—Si no me dices cómo te llamas, te entregaré a los gendarmes. —Se volvió a Zsibai, y añadió—: ¿Cómo se llama tu amigo?

—Samú Weiss —contestó Zsibai, que, en aquella situación, conservaba su serenidad. Y añadió—: Pero él asiste a la escuela hebrea.

El secretario se inclinó hacia un papel, hasta el punto de tocarlo casi con la punta de la nariz y anotó cuidadosamente los dos nombres y las escuelas indicadas.

Había entrado la niña en la habitación. Komlóssy, a causa de la emoción que sentía, no lo había notado. Ella permanecía inmóvil, al lado de la puerta abierta. Miraba a los dos muchachos con expresión de terror y de asco, porque nunca había visto a dos malhechores de tal calaña. Con la mirada examinaba su ropa desde la punta de sus zapatos hasta la parte superior de la cabeza.

Komlóssy se sintió muy angustiado, al observar aquel examen. De un modo particular sentía vergüenza por sus zapatos porque, para las excursiones dominicales, su madre le obligaba a ponerse lo peor que tenía. Por esta razón se volvió ligeramente a un lado, con la esperanza de que su calzado no fuese tan visible. Mientras tanto dirigió una mirada a los piececitos de la niña, cual si quisiera comparar. Ella llevaba unos calcetines blancos como la nieve, y finos zapatos de charol, en los que no se habría podido descubrir ni una sola mota de polvo. Komlóssy sentía el deseo latente y confuso de iniciar una conversación cualquiera con la niña, a fin de explicarle que era hijo de una familia de señores, que su padre era el pastor protestante y que en su casa también tenía calzado excelente.

Mas, por el momento, aquél era un deseo inasequible y, por otra parte, peligroso, porque si hubiese confesado su nombre verdadero, habría tenido graves disgustos en la escuela. Momentáneamente, la presencia de ánimo de Zsibai había salvado la situación.

De vez en cuando Komlóssy volvía la cabeza y se esforzaba en dirigir a la niña una mirada acariciadora y lánguida. Pero halló una expresión tan fría y repelente en la hermosa criatura, que, al fin, renunció a continuar la prueba.

Mientras tanto volvió a empezar el interrogatorio.

—¿Qué llevas en la mano? —preguntó el secretario a Zsibai, señalando el cañón.

—Un portaplumas —contestó el muchacho, después de breve reflexión.

El secretario le quitó el cañón. Y lo examinó atentamente. Por fortuna, tenía aspecto de un verdadero portaplumas y no parecía un cañón. Por esta causa, lo devolvió al muchacho. Luego se dirigió al criado, ordenándole:

—Regístreles los bolsillos.

El doméstico, con aire solemne, empezó un minucioso registro. Vació los bolsillos de los dos muchachos. A Komlóssy aquello le habría importado poco, pero le daba mucha vergüenza tal humillación en presencia de la niña.

De los bolsillos de Zsibai salieron a luz, uno tras otro, los siguientes objetos: medio panecillo, tres cigarrillos de la marca más barata, un largo cordel, un lápiz sin punta, una caja de fósforos y, por fin, un libro titulado El héroe de las selvas africanas, en cuya cubierta, rota y sucia, se descubría la figura de un cazador de los Trópicos, en el momento en que un enorme leopardo negro se disponía a devorarlo. El servidor sacó de los bolsillos de Zsibai incluso su pañuelo y lo dejó en el borde de la mesa: parecía un objeto provisto de resorte y estaba tan sucio que Komlóssy se sonrojó de vergüenza por su amigo. En sus propios bolsillos encontraron la honda que el secretario calificó como arma de tiro y secuestro.

—Informaré a los directores de vuestras escuelas, con objeto de que os castiguen según merecéis —exclamó al fin, pronunciando tal sentencia.

Luego el secretario, con ademán muy elocuente, confió los dos muchachos al doméstico.

La niña continuaba al lado de la puerta, sin duda muy conturbada por aquel suceso insólito. Komlóssy, mientras se dirigían a la salida, trató, una vez más, de encontrar su mirada, pero no lo consiguió. El criado los empujaba hacia la verja. Cuando Komlóssy se volvió, pudo ver que la niña se dirigía a toda prisa a la escalera, probablemente para informar a sus padres de aquel suceso emocionante.

—Si vuelvo a veros por aquí os arrancaré las orejas —amenazó el servidor cerrando a su espalda la gran puerta de hierro.

Así y de un modo ignominioso terminó aquel día, destinado a la caza del ciervo. Y lo más desagradable de la historia fue que el perro se había comido todas sus reservas alimenticias y ellos se vieron obligados a emprender el largo regreso con el estómago vacío.

Una vez lejos del castillo, Zsibai se volvió para mirar atrás.

—Volveremos —exclamó jactancioso.

Pero quizá él mismo no creyó sus palabras. Las pronunció por decir algo y a fin de disipar el malhumor que se había apoderado de ambos.

A partir de aquella excursión llena de aventuras, el ánimo de Komlóssy se agitó a impulso de dos sentimientos distintos. Lo roía una sensación de vergüenza por la humillación sufrida y durante largas semanas no pudo olvidar la mirada que la niña dirigió a sus zapatos. Pero, al mismo tiempo, su vida se llenó de algo maravilloso, que lo mantenía casi de un modo constante en un estado estático. Su fuerza imaginativa se había intensificado de tal manera, que si, por ejemplo, en la lección de canto, su hermosa voz sonora se elevaba por encima de todas las demás y dirigía el coro, o bien, si lograba en la escuela contestar mejor que sus compañeros o en la sala de gimnasia conquistar la admiración de los demás con algún ejercicio arriesgado en la barra fija, parecíale siempre que con cualquiera de aquellos éxitos se aproximaba cada vez más a la niña. Nacieron en él y llenaron su vida la voluntad, la energía, la fantasía y los proyectos grandiosos. Ya no se sentía nunca solo, y fantaseaba con diálogos imaginarios entre él y la niña, inventaba diversas situaciones y en todas ellas siempre desempeñaba un papel ventajoso e imponente.

Averiguó que el castillo era propiedad del conde Palmeri-Ahnberg. La pequeña condesita se llamaba Bea, lo cual quería ser un diminutivo de Beata.

¡Cuántas veces repitió para sí aquel nombre suave como el soplo del céfiro! Sentía que sólo aquel nombre raro y jamás oído hasta entonces era digno de semejante niña.

Un día se dirigió al encuentro del doctor Pórchalmi, en cuya biblioteca había una gran enciclopedia, en veinte volúmenes, y le dio a entender que la necesitaba, a fin de procurarse datos para un estudio que llevaba a cabo acerca de Pedro Pázmány[2]. El doctor se conmovió al enterarse de aquella extraordinaria actividad, dirigió alabanzas al muchacho y puso la enciclopedia a su disposición.

Ante todo, Komlóssy buscó en la letra «P» el nombre de Palmeri-Ahnberg. Entre las numerosas expresiones que no llegó a comprender, halló lo que más le interesaba: que la familia se jactaba de un pasado de más de ocho siglos de noble abolengo y los entronques de su árbol genealógico desembocaban en ciertas familias de príncipes reinantes de Alemania. Luego buscó la palabra graf (conde), pero después de haber leído su significado y la explicación, no quedó más informado que antes, y la cabeza le daba vueltas confusas, por la multitud de diversas gradaciones de aquel título nobiliario: Stallgraf, Pfalzgraf, Deichgraf, Holzgraf, Freigraf y Markgraf. De todo esto dedujo que ser conde significaba algo extraordinario, poderío y dignidad sobrehumana.

Intentó procurarse datos y noticias de la vida íntima y familiar del castillo, pero tales tentativas fracasaron. En la pequeña población nadie se comunicaba con la familia del conde.

Sobre todos los libros y cuadernos había escrito o mejor dibujado con hermosa caligrafía el nombre: «Condesita Bea Palmeri-Ahnberg». Una vez también escribió como sigue: «Bea Komlóssy, nacida condesa Palmeri-Ahnberg». Con el rostro encendido arrancó el cuaderno de las manos de Zsibai que, casualmente, lo había tomado de la mesa, y luego pasó largo rato sintiendo intensas palpitaciones. Infinitas veces repetía aquel nombre en alta voz, buscando en el sonido de las letras un significado oculto. Compró una botellita de tinta de oro y una tarjeta ilustrada, en la que se representaban dos palomas que juntaban el pico. Dirigió la tarjeta: «A la graciosísima condesita Bea Palmeri-Ahnberg», y debajo de las dos palomas escribió una frase que había tardado muchos días en componer: «El que piensa en ti, te envía un saludo; adivina quién es».

No se atrevió a consignar su nombre; y, sin embargo, acarició la inútil y dulce esperanza de recibir una respuesta, aun sabiendo que ello era imposible.