II
El padre del reverendo pastor Péter Komlóssy vivía en el presbiterio con la familia de su hijo. El anciano, que ya tenía ochenta y cinco años, sirvió en la guerra de la independencia de 1848 con el grado de capitán del ejército en la división de Pöltenberg. Tenía paralizado el brazo izquierdo, porque en el sitio del Castillo de Buda un proyectil le fracturó el codo.
Jamás se quitaba de la calva cabeza, ni siquiera de noche, su viejo casquete de seda. De uno de los bolsillos de su larga chaqueta colgaba un pañuelo azul desvaído, y del otro el cordón de la bolsa de tabaco. Calzado con sus zapatillas de suela de algodón, se dirigía algunas veces al jardín, pero, corrientemente, tosía y carraspeaba al lado de la estufa. Sostenía en la mano, que más parecía una rama seca que una parte viva de un cuerpo humano, un matamoscas de oxidado mango y con él, a veces, agitaba el aire a su alrededor. Si pronunciaba alguna palabra, su voz salía profunda y árida del pecho, semejante a un silbido o gruñido, como si fuese producida por una vieja máquina humana que, en vez de una membrana ocultase en el pecho un disco metálico.
Si los nietos lo molestaban con sus peticiones, se golpeaba con los nudosos dedos la frente y las sienes, cual si quisiera despertar la memoria y, poniendo una pierna sobre la otra, empezaba a referir la historia de la guerra contra los austríacos. A su hijo Péter, a quien hizo estudiar la carrera de presbítero, no le dio otra herencia que el odio contra los austríacos y los Habsburgos.
Péter Komlóssy, con su hermosa y espaciosa frente, el rostro moreno y la mirada firme, cuando emitía desde el púlpito la voz sonora en la blanca nave de la iglesia, hubiese podido fácilmente negar diez y aun quince de sus cincuenta años. Esta ilusión se debía, ante todo, a sus juveniles cabellos. Poseía una cabellera densa, rizada y espesa. Su llameante pasionalidad y el fuego que surgía de sus palabras, eran más dignos de un tribuno que de un simple pastor de pueblo.
Pero en su casa se volvió un hombre viejo, aficionado a la pipa y a discutir con su mujer. Sus frases, entonces, no eran más que una explosión furibunda y sonora. Estallaban como los fuegos artificiales, pero no hacían daño a nadie. En el presbiterio la vida conyugal transcurría serena y quizá pudiera decirse feliz, si cabe imaginar la felicidad en un pueblo lleno de polvo del «Alföld[3]» en una casa oprimida sin cesar por el peso de los problemas familiares.
El reverendo pastor era en extremo popular entre sus fieles, a los que sabía infundir no sólo la fe, sino su convicción política. Por esto era mayor el odio que despertó en sus adversarios políticos, quienes veían en él a un presbítero analfabeto que hacía una política sin conciencia. Una vez el periódico gubernamental, durante las luchas electorales, se acordó de él en los siguientes términos: «Subió entonces a la tribuna el pastor Péter Komlóssy, que, en breve, logró persuadir a su escaso auditorio de que era la personificación de la ignorancia aulladora».
Eso no respondía a la verdad. Por lo menos en lo que se refiere al número de los oyentes, porque los cronistas suelen dividirlos o multiplicarlos por diez, según sean o no de su partido.
Tampoco había de creerse la insinuación que ponía en duda las convicciones políticas del pastor, porque toda palabra que salía de su boca nacía en lo más profundo del alma. De su posición política no obtenía ningún beneficio; cuando matriculó a sus dos hijos para el curso superior, le habría sido más cómodo obtener unas becas del Estado, porque los pastores protestantes en Hungría no han tenido jamás en sus arcas talegas llenas de oro. Pero, naturalmente, las becas sólo eran concedidas a los hijos de los adheridos al partido gubernamental.
En cierta ocasión István, el menor de los dos, estuvo a punto de ser expulsado del Instituto.
—¿Qué has hecho, pequeño inconsciente? —gritó el pastor.
—Nada en absoluto, papá —juró y perjuró el muchacho, poniéndose la mano en el pecho para dar mayor vigor a sus palabras—. Quieren expulsarme de la escuela porque, durante la clase del señor director, se figuraron que hablaba en voz alta con Zsibai. Pero no es verdad…
El pastor creyó advertir en aquel asunto una maquinación política, porque el director estaba adherido al partido gubernamental. Recurrió a la dirección del Instituto con una larga carta de protesta, lamentando con duras palabras la injusticia de que su hijo había sido víctima, pero el director puso a su disposición los detalles de la encuesta, según los cuales buen número de testigos comprobaron que «István Komlóssy, alumno de la segunda clase, entornó la puerta de la sala de física, poniendo encima de ella un vaso lleno de agua, de modo que cuando el señor director, que no recelaba nada, quiso entrar, cayó sobre su cabeza el vaso de arcilla, que se destrozó, y el agua penetró por el cuello de la ropa…». Ésta era una falta grave y mucho más teniendo en cuenta que el director acababa de ser nombrado consejero regio[4]. Además, también el bedel había declarado contra el muchacho, diciendo que le pidió prestada la escalera para colocar el vaso, con la excusa de que iba a reparar el timbre del aula.
Gracias a las súplicas de la madre se salvó el imprudente muchacho de que lo pusieran inmediatamente de aprendiz en una herrería. Pero, desde aquel momento, aun su familia lo excluyó de su benevolencia. Fue relegado a comer en una mesita separada, y durante algunas semanas recorrió las habitaciones del presbiterio con la mirada torva del delincuente castigado.
Sándor, el mayor, nunca dio ninguna molestia. Era un muchacho quieto y obediente, y gozaba de ventajas particulares, porque su hermano menor siempre mantenía en la casa una atmósfera de escándalo.
En lo referente a la acusación de que el reverendo pastor fuese «la personificación de la ignorancia aulladora», según consignó el escritorzuelo traidor del partido vienés, en el periódico subvencionado por el Gobierno, seguramente en su maligna y exagerada impresión tal vez hubiese un fondo de verdad.
El reverendo pastor creyó superfluo dar contenido y consistencia al poderoso don instintivo concedido por Dios y por su raza, por medio de raros y diligentes estudios. Creía, con la mayor firmeza, en su propia convicción política y aquella fe le bastaba. Jamás pedía a sus hijos que le dieran la lección, porque temía, en la historia y en la geografía, y especialmente en las matemáticas, la posibilidad de hacerse traición, revelando hasta qué punto se habían alejado de su memoria. Así los dos muchachos vivieron siempre convencidos de que el padre, que sabía ejercer sobre ellos una gran autoridad, tenía en las puntas de los dedos todas las ciencias y que, de presentarse la ocasión, habría podido dar un revolcón en un examen, y uno tras otro, a todos sus profesores.
No cuidaba demasiado de la educación de sus hijos. Alguna vez echaba un vistazo por su habitacioncita, donde una mesa manchada de tinta y llena de inscripciones grabadas con cortaplumas, veíase cubierta de cuadernos, de pedacitos de pan y de restos de libros. István, en tales ocasiones, cerraba los ojos y empezaba a «empollar» en voz alta, fingiendo no haber notado la entrada de su padre, porque estaba absorto en el estudio; y esto era evidente señal de una conciencia mala, porque en la estancia se percibía una ligera humareda de cigarrillos.
Sándor, en cambio, se ponía en pie y decía:
—Papá, Pista[5] ha fumado otra vez…
El reverendo pastor fruncía el ceño y miraba a István, que no se atrevía a levantar los ojos del libro, en tanto que en su nuca se advertía el temor que experimentaba. Si se hubiese visto obligado a dejar el portaplumas más allá de la mesa, quizá no hubiese tenido fuerza para ello.
Sándor, con expresión devota e inspirada en el rostro, permanecía ante el padre, en espera de oír alabanzas por haber revelado aquel acto prohibido.
Pero el padre, en cambio, lo atravesaba con su mirada y, rabioso, le decía:
—¡No quiero acusones!
Y salía de la habitación. Sándor volvía a su puesto abrumado, en tanto que István continuaba inclinado sobre la mesa y, sin pronunciar palabra, doblaba con los dedos el ángulo de una página de la gramática latina. Así permanecía hasta que recobraba la presencia de ánimo y podía pensar en lo sucedido; entonces, sin mover el cuerpo ni tomar impulso, hacía volar a través de la mesa de estudio una bofetada que daba en la cara de su hermano, y Sándor acudía llorando al lado de su madre.
Poco a poco y tácitamente, se estableció una predilección recíproca entre Sándor y su madre y entre István y su padre. En esta situación se reflejaba también la diferencia de puntos de vista políticos, porque la esposa del pastor no veía con buenos ojos aquellas actividades de su marido.
No conseguía comprender cómo las personas honradas y los buenos húngaros fuesen capaces, a veces, de ir al encuentro de la muerte por la política. Era una suerte que su marido fuese pastor, porque, de otro modo, y con el carácter que el Cielo le diera, se habría pasado el día entero con la espada en la mano. La buena señora oía con exclamaciones de desdén los más tempestuosos episodios de las elecciones parlamentarias, de las riñas sangrientas en la hostería, de las cuestiones caballerescas entre los señores y las detenciones por motivos políticos. Hablaba siempre en alta voz o gritaba, y eso requería por su parte un esfuerzo superfluo en absoluto; a veces el sonido de su voz era parecido al que se provoca pellizcando la cuerda de un violín, pues siempre se elevaba demasiado en el tono.
Durante las elecciones esperaba a su marido con angustia mortal, porque él volvía a la casa a altas horas de la noche, con el rostro inflamado, fatigado, casi embriagado y enronquecido.
La reverenda señora se atormentaba en vano en busca de la razón, para ella misteriosa, de aquellas luchas. Algunas veces se proponía resolver aquel misterio para ver, finalmente, con alguna claridad, e interrogaba al doctor Pórchalmi, el médico de la casa, que, en aquella época, curaba la tos ferina a la pequeña Mariska.
—Dígame, querido doctor, ¿por qué se arman todas esas trifulcas?
Al doctor le complacía mucho que lo escucharan. Tenía la costumbre, mientras hablaba, de hacer voltear en el aire sus lentes, que sostenía por el cordoncillo al que estaban sujetos; y los cristales trazaban en el aire círculos resplandecientes.
—La base del dualismo austrohúngaro —empezaba a explicar el doctor— es, como ya sabe usted, la sanción pragmática. Y ésta es una constitución que…
La esposa del pastor escuchaba atenta y con la cabeza hacía señales de comprensión; pero, en realidad, después de la primera proposición, había perdido ya, definitivamente, la esperanza de comprender algo de aquella confusa mezcla de términos latinos, que el doctor introducía en su discurso y que, sin duda, no eran necesarios para aclarar el sentido de las palabras, aunque servían mejor para que brillase su enorme cultura.
Por esta razón empezaba a estrujarse el cerebro en busca de una excusa adecuada que pusiera término a la prolija explicación del doctor.
En cuanto se refería a la política, había llegado tan sólo a la verdad fácilmente comprobable de que la gran actividad de la oposición de su marido, no era absolutamente útil ni a él ni al porvenir de sus hijos. Su mayor y más secreto deseo era poder estrechar alguna amistad con la esposa del gobernador civil, de la que fue compañera de escuela. Y aquella amistad se había hecho imposible a causa de las actividades políticas de su marido.
Asimismo toda la parte culta de la población pertenecía al partido gubernamental, de modo que la vida social de la esposa del pastor se limitaba a la compañía de las familias del abogado Zsibai, del maestro Kosa y de otras personas de rango inferior, cosa que la hacía vivir en secreta amargura. Los intereses políticos le exigían que hiciese visita a las familias de los artesanos y a los ricos ciudadanos, y esto la humillaba. Pero ni aun estos motivos de descontento la impulsaban a atacar la paz familiar.
Sin embargo, había decidido que, aun en el caso de no poder conseguirlo por sí misma, salvaría a toda costa a sus hijos de los peligros probables de la política. En Sándor había conseguido, sin grandes esfuerzos, imponer su influencia; pero István, en lo que se refería al mundo íntimo de sus pensamientos y de sus ideas, parecía sentir, de un modo instintivo, que las palabras de su madre carecían de toda profundidad de contenido. El muchacho, aunque no tenía un concepto aproximado de las cosas, se había dedicado, de todo corazón, a compartir los sentimientos de su padre y de su abuelo.
Formaba también parte de la familia una chiquilla que tenía un año y medio menos que István. Le llamaban Maska, derivado de Mariska. Y, así, cuando alguien preguntaba cómo se llamaba, su lengüecilla se detenía largamente sobre la primera letra y, en cambio, pronunciaba las demás con gran rapidez: Mmmaska…
Maska era la personificación de la abulia; su vacilante naturaleza se revelaba en los rápidos cambios de amistad con respecto a sus hermanos; como débil caña expuesta al viento, se doblaba bajo la influencia momentánea o continua del más fuerte. No conocía la ira y no sabía odiar: era una criatura nacida para el sacrificio. Cuando uno de sus hermanos chillaba o lloraba, ella improvisaba de repente un acompañamiento adecuado y lo superaba con sus propios aullidos, en tanto que las lágrimas, copiosas y sinceras, le regaban el mofletudo rostro. Dividía, generosa, su corazón y su alma entre sus hermanos, pero con la comida no admitía bromas. Amaba desmedidamente a su propio estómago y con frecuencia ello se advertía a pesar de su carácter. Con pequeñas astucias y sutiles truhanerías, buscaba la manera de asegurarse la ventaja en la distribución de la comida. El resultado de esa táctica se manifestaba también en su aspecto exterior: era regordeta y fuerte, y bajo sus calcetines blancos se redondeaban, poderosas, dos sólidas pantorrillas arañadas y heridas en mil lugares. Pero las circunstancias de la vida se fijaron de modo que la mayor parte de su tiempo lo pasaba en compañía de István y, constantemente, se veía comprometida en situaciones en las que debía abrazar el partido de aquel hermano o sufrir con él un castigo merecido, como cómplice de sus hazañas. Por esta razón era la única persona de la casa a quien István honraba con sus confidencias. También aquella vez, fue la única que conoció las aventuras de su hermano en el castillo encantado del conde, si bien el relato que le hizo István no correspondió en absoluto a la verdad, porque le refirió que en unión de Zsibai pasaba por casualidad por delante del castillo y que frente a la verja se hallaba la condesita Bea con su madre y que las dos le invitaron a merendar y así pasaron toda la tarde en el castillo.
Después de hacer jurar a Maska que guardaría el secreto, le refirió exactamente los detalles de la conversación, dejando transparentar que su presencia y su comportamiento habían causado una impresión excelente en la niña. Maska, con los ojos desorbitados, escuchó atentamente aquella historia.
Pero el mismo István creía ya con firmeza todo lo que dijera a Maska. En la escuela de baile se retiraba aburrido a un rincón y desde allí contemplaba con sincera lástima y con despectiva superioridad a los muchachos y a las muchachas que bailaban, reían y se divertían, sin saber nada ni sospechar tampoco su secreto. Y aquel sentimiento le daba el dulce tormento de la belleza inverosímil y de la lejanía inasequible.
Una tarde, se llenó la casa de huéspedes. Eran el abogado Zsibai y algunos señores desconocidos para él, que llegaron de otra población. El abuelo ocupaba la cabecera de la mesa. Fumaban, bebían y hablaban de política. De pronto oyó el nombre del conde Palmeri-Ahnberg. Fingió no prestar atención a lo que decían, pero, en realidad, sus fibras más recónditas se estremecieron a causa de una agitación increíble.
—También ése es un traidor como los demás. —Pronunció tales palabras el abuelo, que añadió—: Nuestros magnates no sienten ninguna solidaridad ni comulgan con los ideales de la nación. La mayor parte de ellos tienen un nombre alemán y ni siquiera saben hablar el húngaro con decencia. Una vez tuve ocasión de hablar con ese conde. Pues bien, habla el húngaro como un estañador[6].
El abogado Zsibai, con voz tonante, aumentó la dosis:
—¡Llévese el diablo a toda su raza! En sus manos están los destinos de la nación. Si alguien pronuncia ante ellos el nombre de un Habsburgo, se inclinan en el acto hasta el suelo. Basta que les prometan el Toisón de Oro, para que estén dispuestos a vender el honor del país.
Todos aprobaron aquella vehemente acusación.
Al día siguiente. István volvió a casa del doctor Pórchalmi y buscó qué cosa era el Toisón de Oro.
Creía ciegamente cuanto decían su abuelo y su padre. Él mismo se figuraba odiar ya al conde y con las alas del sentimiento la pequeña Bea ocupó un lugar más elevado y más lejano en el firmamento de su imaginación.
Un día fue con su padre a un pueblo. Regresaron ya anochecido, en coche. Reinaba la obscuridad. De repente, algo extraño le llamó la atención. En la carretera acudía a su encuentro un grupo de jinetes que llevaban antorchas encendidas, de modo que la obscuridad nocturna se llenaba de una luz rojiza y humeante. Detrás de aquellos portadores de antorchas volaba una carroza tirada por cuatro caballos. En el brillante pelaje de los cuatro soberbios animales negros resplandecía la luz con reflejos purpúreos. En el alto pescante había un hombre barbudo que guiaba el coche. En uno de sus ojos brillaba un monóculo y su rostro parecía metálico.
—¿Quién era aquel señor? —preguntó cuando hubo pasado el cortejo.
—El conde —contestó su padre con tono de malhumor, sin añadir una palabra más.
Durante largo tiempo no vio a Bea. Una tarde la descubrió en un lugar en donde jamás pensara encontrarla. Guiada por el profesor Pompersky, toda la clase de István había salido al aire libre, porque Pompersky, fiel a sus principios pedagógicos, daba las lecciones de botánica al aire libre y en presencia de la Naturaleza. De repente, dos jinetes al galope atravesaron el prado con la velocidad del rayo, frente a los ojos de los alumnos. Eran Bea y su palafrenero. Aquella vez montaba un verdadero caballo y no un poney. Su cabellera, de color leonado, ondeaba al viento como si fuese una llama. La visión duró apenas un instante, pero bastó para que István, aquella noche, permaneciese despierto hasta el amanecer, interrogando, con los ojos desorbitados, la obscuridad de su habitación.