XVII
Eran las once de la mañana. Entre la multitud una voz le gritó:
—Hola, Pista.
Se volvió extrañado, pero, entre la gente ruidosa que lo rodeaba, no pudo ver al que lo había llamado. Sintió luego una mano que se posaba en su hombro y le daba amistosas palmadas.
Era Pobrányi, el subteniente Pobrányi, a quien viera por última vez en las trincheras del Piave, cuando encontró a su hermano Sándor.
Dando un grito de alegría, se abrazaron y se besaron. En pocas y agitadas palabras se refirieron mutuamente lo que les había sucedido desde que se vieron por última vez.
Pobrányi había regresado del frente dos semanas atrás y aquel mismo día le habían entregado su licencia.
—¿De modo que estás vivo, amigo? Nosotros nos figurábamos que habías muerto al pie del Montello.
—¿Y qué sabes de los demás? —preguntó Komlóssy mientras se nublaba su rostro.
—Körösi y Posztós fueron hechos prisioneros. Berkes recibió una bala en el brazo. Creo que Jóska Oláh desertó. El pobre János Zsibai… creo que ya sabes… ¿por qué no te pones en la manga las estrellas de tu grado?
—¿Crees que me lo devolverán?
—¡Naturalmente! ¿Conoces a Feri Vermes, cuñado mío? Es teniente coronel y está en el Ministerio de Defensa Nacional. Mañana es el primero de noviembre y te prometo que mañana mismo serás capitán. Por derecho te corresponde el ascenso. Y, ahora, acompáñame, porque voy a ver a Feri. Le recomendaré tu asunto.
Los dos se dirigieron al Ministerio de la Defensa Nacional. Pobrányi, a pesar de la gran confusión que allí reinaba, consiguió por fin encontrar a su cuñado. Le presentó a Komlóssy y le expuso su situación. El teniente coronel opinó también que Komlóssy habría de recobrar su grado y prometió encargarse con el mayor interés de aquel asunto.
Mientras bajaba la escalera del Ministerio, Pobrányi, riéndose, miró a Komlóssy.
—Y ahora a comprarte en el acto un traje decente, porque con estos andrajos das la impresión de que acabas de salir de entre las fauces de un mastín…
—Mi querido amigo —contestó Komlóssy—, no tengo absolutamente ningún dinero.
—No importa. Mañana tendrás tanto que ni siquiera con un carro de mano podrás llevarlo a casa. Pero, por el momento, puedo prestarte lo que necesites.
Tomó el brazo de Komlóssy y lo llevó consigo.
Entraron en una sastrería militar y eligieron un uniforme completo de oficial.
El dueño del establecimiento era un viejecillo calvo, que dirigió a Komlóssy una mirada llena de desconfianza. En conjunto no estaba demasiado entusiasmado por lo que ocurría. Preveía que, en adelante, todo el mundo vestiría de paisano y a él le importaba mucho su negocio.
Pobrányi dio una palmada en el hombro del viejo.
—Fíjese bien en este capitán. Si la guerra hubiese durado dos días más habría sido fusilado por desertor. —Y, volviéndose a Komlóssy, añadió—: Y, ahora, alégrate, amigo, porque todo marchará de otra manera.
Komlóssy no estaba demasiado satisfecho de que su amigo lo hubiese mostrado como si fuera un animal raro, pero había en la conducta de Pobrányi tanta ingenuidad, entusiasmo y amistad sincera, que no quiso hacerle ninguna observación.
—Mándelo todo al hotel y a nombre del señor capitán —dijo Pobrányi al dueño del establecimiento.
Con toda evidencia aquella oportunidad de ser árbitro de la situación le parecía muy agradable. Luego salieron a comprar zapatos y ropa blanca, gemelos para los puños, un reloj y, en una palabra, todo lo necesario para que Komlóssy se librara de la porquería de la prisión.
—Un baño para el señor capitán —gritó Pobrányi al portero del hotel, situado a orillas del Danubio, adonde acompañara a Komlóssy. Se volvió a éste, y añadió—: Oye, amigo, ante todo hazte cortar el cabello, porque tu cabeza parece una selva virgen.
Dirigiéndose otra vez al portero, ordenó:
—Mande inmediatamente a un peluquero a la habitación del señor capitán. Pero tenga en cuenta que ha de ser un peluquero artista.
Después de acompañar a Komlóssy a su habitación y de cerciorarse de que la temperatura del agua del baño era agradable, exclamó:
—Bien. Está bastante caliente.
Y se marchó, asegurando que volvería al día siguiente.
Mientras tanto, había llegado el peluquero, y Komlóssy se entregó a sus cuidados. Cerró los ojos y le pareció sentir en el corazón un suave calor. El peluquero intentó empeñar una conversación con él, pero, en vista de que el «paciente» solamente le daba respuestas breves y lacónicas con los ojos cerrados, se decidió a callar.
En cuanto el peluquero se hubo marchado, Komlóssy penetró en el cuarto de baño. El agua tibia lo esperaba con nuevas delicias. Hacía ya más de un año que no se había bañado en un recipiente tan blanco y limpio. Durante los largos meses que pasó en el frente italiano y en casa de Jacopo Renza, sólo pudo lavarse bajo el chorro de agua de la fuente que había en el centro del patio. Luego, después de la batalla del Montello, siguieron los días errabundos cuando, en compañía de Napradán, dormían bajo la cúpula de los cielos, azotados por los vientos, mojados por la lluvia y sucios de barro mientras atravesaban bosques, estepas, matorrales y cañaverales. Cuando llevaba aquel mismo traje roto y destrozado, cayó en manos de los gendarmes, y en tal estado, con el cuerpo lleno de fatiga, dolorido y golpeado, lo encerraron en el Cuartel María Teresa y, ahora, aquel cuartito de baño, aquellos grifos cromados, aquellas paredes blancas, brillantes y limpias, aquel chorro de agua caliente límpido y humeante, la abundante espuma perfumada del jabón y, en una palabra, todo cuanto le rodeaba, le producía la impresión de que estaba soñando. ¿Sería cierto aquello? ¿Podría, realmente, creer que estaba allí y que delante de la puerta no estarían paseando todavía los «momsi» de estatura jirafa, con las interminables piernas metidas en dos enormes botas claveteadas, que siempre dirigían hacia adelante miradas salvajes, mientras difundían en torno de sus cuerpos el hedor de establo y de estiércol? ¿Sería cierto que si encontrara a Jakchy podría abrazarlo y exclamar?: «Querido Bandi, ¿me reconoces?». Ante todo iría a buscar a Jakchy, porque, en realidad, le debía la vida.
Ésta se había aclarado a su alrededor, como fresca aurora que precede al día. Aquella opresora obscuridad que en el frente agobió su alma con la ansiedad del porvenir, y que le obligaba a preguntarse sin cesar qué ocurriría al siguiente día y si habría nuevos combates, todo ello había cesado, ya no existía, de igual manera como las tinieblas de una noche espantosa, poblada de íncubos y de fantasmas, desaparecen al llegar el día. ¿Cuál era su edad? Sólo treinta y dos años. Aun no había pasado la juventud. Todavía podría aspirar al amor de las mujeres y quizá a un matrimonio feliz y puro. Se acordó de Erzsébet, que para él se había convertido en una persona extraña y lejana, como si nunca la hubiese amado y jamás hubiera sido su esposa. Su recuerdo lo llenó de amargura y casi de odio. Le arrebató los años más ardientes y más hermosos de su juventud, haciéndole recorrer las calles que habían ensuciado las inmundicias más abyectas de la vida. Pero recobró la paz al recordar que aquella mujer le había dado un hijo. Pensando en él, su corazón se llenó de calor y de luz. Por él valía la pena de vivir y por aquel hijo podría llevar a cabo algo hermoso y grande. El alma fresca, gallarda y joven de aquel niño, también haría avanzar en el tiempo el ideal y la llama que un día se vería obligado a abandonar en su alma fatigada y vieja. Pero aquel día aun estaba muy lejano; faltaban muchos años para que llegase. ¡Qué maravillosa es la vida! Sumerge a un hombre en la profundidad de tenebrosos abismos, lo pisotea en el fondo de una tumba abierta y luego, de repente, lo levanta, lo envuelve en una luz resplandeciente y lo deja, al fin, en un baño tan tibio y tan blanco como aquél. ¡Qué invento tan extraordinario era el baño!
¿Y cuál sería la mujer que entraría en su vida con su hermosura, su pureza y su bondad, para consolarlo de todo lo que sufriera hasta entonces? Porque, sin duda, la vida tenía bellezas secretas y lejanas que él desconocía aún. En cualquier lugar habría hombres y vidas que no se hallaban para él a una distancia tan inaccesible como la vida de Bea, a quien su imaginación infantil rodeó de luz suave y misteriosa. Aquella belleza inverosímil quizá no existía siquiera. Pero sin duda había muchas familias de señores húngaros, por ejemplo, la de un propietario o la de un consejero ministerial, que, con gusto, acogerían al capitán István Komlóssy de Nagyberek, también descendiente de la misma raza de señores. Y quizá aquellos hombres no estaban muy lejos de él.
Una vez vestido, pasó largo rato contemplándose ante el espejo del armario. Quedó satisfecho de sí mismo, porque desde el espejo lo miraba un hombre absolutamente nuevo y casi desconocido, pues le daba la impresión de que también se habían transformado sus facciones.
Cuando se acercó a la mesa, para ordenar los objetos que dejara en ella, no pudo dejar de contemplarse una y otra vez en el espejo, porque aquella nueva realidad de su ser lo emocionaba en gran manera. Dos o tres veces se pasó la mano por la nuca, porque le parecía raro el contacto de la piel libre del hirsuto y salvaje pelo que allí creciera. Se miró los pies, pues le parecía andar con los de otra persona. Desde muchos años atrás habíase acostumbrado a las botas claveteadas sin forma, chatas, arrugadas y llenas de barro. Y ahora sus pies, en cambio, le parecían demasiado elegantes. Y también juzgó algo insólito el pliegue rectilíneo de los nuevos pantalones negros que llegaban hasta los zapatos de charol. De sus cabellos emanaba un perfume de agua de colonia que le parecía algo embriagador.
Bajó al comedor con la misma sensación de que continuaba moviéndose en un mundo de ensueño. Estaban sus manos desacostumbradas al contacto de diversos objetos como servilletas, cubiertos de plata, manteles, vasos y, en una palabra, todo. También su oído encontraba extraordinario aquel rumor discreto y agradable que lo rodeaba. Sus miradas contemplaban con extrañeza los colores, los tapices, las cortinas y aun los trajes de las señoras. La comida despertaba las delicadezas de su paladar y se descomponía en mil sabores diversos. ¿Cuándo tomó asiento, por última vez, a una mesa tan distinguida? Sus manos carecían de la habilidad necesaria para manejar los cubiertos. No acababa de saciarse del sabor de los platos que le sirvieron. La última vez que comió algo propio de persona civilizada, fue cuando su madre lo visitó en la cárcel. Pero aun aquel pollo frío tuvo que comérselo sentado en el borde del saco de paja y no pudo saborearlo, porque en la penumbra de la enorme estancia y por todas partes unos ojos ávidos miraban el bocado que llevaba a sus labios, brillantes como los ojos de los animales carniceros, y tan profundo era el silencio, que aun podía oír el ruido de sus dientes al mascar.
Pidió vino y el primer vaso le dio cierto aturdimiento. En la sala, en la vecina mesa, vio a una señora joven y hermosa, que contestó a su mirada de interés con una tranquila ojeada. Las dos miradas se rehuyeron un momento, pero luego se buscaron y se encontraron de nuevo. Y en la comisura de los labios de la señora apareció una levísima sonrisa.
Ello agitó en extremo el corazón de Komlóssy. No quería nada ni esperaba cosa alguna de aquella mujer, porque al día siguiente se dirigiría a su pueblo, a su propia casa, donde quería pasar, por lo menos, una semana con su familia. Y, sin embargo, la luz de aquella leve sonrisa encendió en él un fuego devorador, porque representaba la luz cegadora de la vida y de la libertad.
¿Qué hora sería? Habían dado las dos. ¿Sería cierto que el día anterior, a la misma hora, con el corazón roído por el temor espantoso de una muerte horrible, estaba sentado sucio y tétrico en una prisión militar de ambiente pesado y hediondo?
Aquella idea lo excitó de tal modo, que, en el acto, interrumpió el duelo juguetón de miradas con su graciosa vecina, porque apartó los ojos de ella. Pagó, salió y tomó el camino del Cuartel María Teresa, con la esperanza de encontrar a Jakchy. Pero, en realidad, lo atraía aquel lugar, de igual modo como el lugar de su crimen atrae al asesino. Al llegar vio en las paredes del cuartel unos cartelones muy grandes, en los que, a toda prisa y con letras casi cuadradas, alguien escribió las siguientes palabras: «Contra los soldados saqueadores pídase auxilio a la fuerza armada de este cuartel».
Aquellas pocas palabras le produjeron cierto disgusto. ¿Cómo? ¿Existían acaso soldados que se aprovechaban del júbilo, de la embriaguez y del sagrado entusiasmo de aquel día maravilloso, para robar y saquear? Absorto en estos pensamientos, subió la escalera y en el acto sintió la opresión de vacío y de abandono, que producían aquellos grandes corredores desiertos. A través de la puerta de hierro destrozada penetró en la prisión. En las grandes estancias de blanqueadas paredes, donde el día anterior, a la misma hora, yacían amontonados los prisioneros, y en cuyas paredes, puertas y bancos se leían aún muchísimos nombres, las maldiciones más triviales, palabras torpes y versos obscenos, no había entonces un alma viviente. Al lado de la pared estaban amontonadas las gamellas sucias y con restos de comida. Sobre algunos sacos de paja vio prendas de ropa sucias y rotas, pañuelos de color inverosímil, paquetes envueltos en harapos, que en el ansia febril de la liberación fueron olvidados por sus propietarios.
Aquél era el estado del lugar en que se vio encerrado. Las paredes exhalaban aún su hedor característico y acre. ¡Cuántas noches y cuántos días pasó allí!
Salió del corredor y, como tantas veces hiciera, miró a través de la reja en dirección al patio, ahora completamente desierto.
Mientras andaba por entre aquellas paredes, tuvo la misma sensación que en su niñez, en una casa de fieras, ante el cadáver de un oso. Aquel cuartel se erguía amenazador, veinticuatro horas antes. Tenía todo lo necesario para distribuir la muerte, de un modo implacable: los aullidos y los mugidos que allí se oían eran capaces de helar la sangre en las venas de los transeúntes, y ahora, en cambio, estaba sin vida. Habíase desvanecido su fuerza y desapareció su poderío. Las bayonetas, las cadenas, las prisiones, ya no infundían terror a nadie. Era un caserón grande, frío y triste, y, con toda probabilidad, sería transformado en hospital. En breve piadosas y misericordiosas hermanas recorrerían en silencio y con ligero paso aquellos lugares, cuyas enormes losas cuadradas resonaron siniestramente bajo el paso cadencioso de los zapatos de los «momsi».
Por último descubrió a un viejo soldado que estaba barriendo una oficina.
—¿No has visto por casualidad al teniente Jakchy?
El viejo soldado de infantería ni siquiera se quitó la pipa de la boca, y sin dejar de barrer, contestó:
—Desde el momento en que estalló la libertad, no he visto a nadie por estos lugares.
Empezaba a obscurecer cuando Komlóssy salió de nuevo a la calle. Sin objeto determinado, se aventuró por el bulevar fangoso y mal iluminado. Sentía cierta tristeza, porque en Budapest no conocía a nadie. Cuando aun estaba en el frente italiano, recibió la última tarjeta postal de Erzsébet, procedente de Viena.
Decidió ir a visitar a su exsuegro. Cuando subía la escalera recordó la noche lejana en que, deseoso de huir de los guardias que lo perseguían, penetró en aquella casa. También entonces corría el otoño. Y en los descansillos de la escalera ardían los mecheros de gas. Recordó la segunda visita que hizo allí, presidiendo la diputación constituida por Zsibai, Grünfeld y Pataki. En el umbral de la puerta del piso los esperaba el maestro Gubai, que les ofreció la mano.
—Gubai, Profesor de música… Entren. Hagan el favor de encender un cigarrillo…
Aquellos antiguos recuerdos acudían tumultuosos a su memoria.
También ahora le abrió la puerta el profesor Gubai. Komlóssy lo vio por última vez seis años antes. Lo reconoció con dificultad, porque había encanecido mucho y su rostro era más pequeño, como si hubiese sufrido una grave enfermedad.
En cambio, Gubai no reconoció a Komlóssy. Consternado, miró al desconocido oficial, y su primer pensamiento fue que tal vez, se proponía detenerlo, porque unos días atrás hizo en un restaurante algunas observaciones ofensivas para la nación húngara. Alguien lo reconvino por ello y le recomendó callar. Y ahora, cuando los húngaros «habían subido al poder», sin duda aquel sinvergüenza de Kormós, que no podía verlo, lo habría denunciado.
—Buenas noches. Adivine quién soy —le dijo Komlóssy, deteniéndose ante él, con las manos en la cintura.
Gubai, que era algo obtuso, tardó bastante en reconocerlo. Luego se arrojó al cuello de Komlóssy y lo besuqueó. Si un momento antes no hubiera estado tan asustado, no hay duda que su acogida no habría sido tan afectuosa. Se dirigió a una puerta y gritó:
—¡Mamá, ven! ¡Aquí está Pista!
La señora Gubai, al revés de su marido, había cambiado muy poco en los años transcurridos. Seguía siendo una mujer hermosa, esbelta y de fáciles movimientos. Y también se arrojó al cuello de Komlóssy.
Le hicieron entrar en la vivienda, donde continuaba como siempre al lado de la pared el diván con la mancha de grasa en forma de media luna.
Gubai contemplaba, maravillado y admirado, a su exyerno. Y a través de sus recuerdos, se preguntaba si aquél podía ser el estudiante de otros tiempos, el mismo capitán imponente y soberbio que tenía ante sus ojos.
—¿Qué noticias hay de Erzsébet? —preguntó Komlóssy.
La señora Gubai, emocionada, contestó:
—¡Vendrán! Van a tardar muy poco.
—Pero ¿qué saben ustedes de ella?
—¿Cómo? ¿No te has enterado? Se casó otra vez.
—¿Con quién?
—Con Hajmeczki.
—¿De veras?
—Sí. Se casaron cuatro meses atrás y son muy felices. Imre ha compuesto una opereta y la han aceptado ya los empresarios. La representarán en Alemania.
Gubai daba grandes pasos por la estancia y, muy satisfecho, se atusaba el bigote, deseoso de dar a entender a Komlóssy que aquel matrimonio era obra suya, un mérito personal, y que sólo por modestia renunciaba al reconocimiento de los demás.
En la mente de Komlóssy reapareció entonces la figura borrosa de Hajmeczki. La noticia de su matrimonio con Erzsébet le pareció sumamente agradable. Estaba contento de que se hubiese casado con él, porque, sin duda, era un hombre muy simpático. Por su parte, y ya desde mucho tiempo atrás, no se sentía ligado con Erzsébet por ningún vínculo sentimental, pero siempre lo conturbó la idea de que ella pudiera caer en el fango de la depravación. Ahora, en cambio, al lado de Hajmeczki se convertiría en una señora intachable y el pequeño Gerzson no tendría que avergonzarse de su madre.
En efecto, llegaron al poco rato Hajmeczki y Erzsébet. Komlóssy observó entonces que, con toda seguridad, Erzsébet se decidió a casarse con Hajmeczki y a apaciguar su vida tormentosa, en el silencio y quietud de un hogar doméstico, a consecuencia de graves crisis morales y de amargas desilusiones amorosas. Tenía los ojos apagados y el rostro sombreado por pequeñas arrugas, pero vestía con elegante sencillez. Y su figura era tan esbelta y juvenil como en otros tiempos. István, al verla, se quedó un momento estupefacto. Ella se arrojó a su cuello y lo cubrió de besos. Luego le hizo dar vueltas para verlo por todos lados.
—Deja que te vea. ¡Dios mío, qué cambiado estás!
Aquel «¡Dios mío!» parecía haber salido de los labios de la Erzsébet de otros tiempos.
Hajmeczki saludó también a Komlóssy de un modo confidencial. Tenía aspecto de hombre satisfecho y de buen humor.
—Estoy muy enojada con tu madre —dijo Erzsébet a Komlóssy.
—¿Por qué?
—Pues porque me roba el afecto del niño.
Pero tales palabras no eran más que una parada hábil, para prevenir cualquier reproche eventual de que ella no hiciera caso del niño.
Decidieron ir a comer juntos a un restaurante. Antes de salir de casa, Gubai, que tenía la conciencia intranquila, se llevó a un lado a Komlóssy.
—Oye, Pista… ¿qué te parece? ¿No me habré metido en un mal negocio…?
—¿Qué mal negocio?
—Como no soy de nacionalidad húngara…
Komlóssy lo tranquilizó, asegurándole que, por este motivo, nadie se atrevería a tocarle un cabello.
—Sin embargo —le advirtió Erzsébet—, procura no insultar a los húngaros.
Gubai, escandalizado, se puso la mano en el pecho.
—¿Yo injuriar a los húngaros? ¿Por qué dices eso?
Y cuando Komlóssy no miraba, dirigió una furibunda ojeada a Erzsébet y, al mismo tiempo, meneó la cabeza con expresión amenazadora.