XXI
En aquellas obscuras y lluviosas tardes de otoño solía sentarse a solas con Grünfeld, al lado del cristal de la ventana del café que daba a la calle Luis Kossuth.
Entre todos los antiguos amigos de la Universidad, sólo quedaban ellos dos. Los otros se habían dispersado en el mundo o, no frecuentaban ningún café, porque les molestaba Grünfeld que, francamente, declaraba haberse convertido al socialismo. Komlóssy abandonó el lujoso hotel de la orilla del Danubio, donde Pobrányi, en el paroxismo de su entusiasmo, lo instaló el primer día de la revolución y tomó en cambio dos habitaciones en el Vár, a corta distancia del Ministerio de la Guerra, adonde había sido destinado. Comenzó su nueva vida con una ligereza y ambición hasta entonces desconocidas para él. Por vez primera se sentía verdaderamente libre e independiente, no sólo por lo que se refería a los cuidados materiales, sino también por las demás circunstancias de la vida. Antes de la guerra, cuando aun estaba enamorado de Erzsébet, aquel amor lo envolvió como una red que le sujetó las manos y la cabeza de igual modo como la yedra rodea una estatua de piedra. Y no fue capaz de librarse de ella hasta que aquel amor, poco a poco, empezó a secarse aun en sus raíces y así cayeron las ramas que rodeaban su vida.
Pero aun prescindiendo de aquel amor fatal, hasta entonces siempre fue esclavo de alguien o de algo. Cuando trabajaba en el bufete del abogado Tezárovich, no fue, en realidad, más que el siervo de aquel leguleyo derrotado y sin clientela. Luego vino el año de servicio voluntario, después la guerra, durante la cual siempre y por todas partes se vio sujeto a voluntades extrañas y estúpidas.
Aquellos cepos y trampas habíanse inutilizado ya. En el Ministerio, donde su sección se ocupaba en recoger e inventariar las armas de los honvéd, el jefe de su oficina era el teniente coronel Nyáry, que con maravillosa habilidad sabía ocultar el hecho de que era el superior de sus subordinados, sin excluir a su ordenanza. Ante las imperfecciones humanas daba muestras de gran comprensión. Y, sin duda, partía de un punto de vista filosófico superior para armonizar sus propias deficiencias, tan abundantes en el campo material como en el moral, con las exigencias del mundo, con el cual aun él y en su calidad de oficial honvéd se sentía en deuda aunque fuese una minúscula parte de aquel todo. Con semejante jefe, las horas de oficina eran un verdadero pasatiempo agradable. Además, István encontró en el Ministerio a varias personas cordiales. Aquellos oficiales húngaros llevaban impresas en sus ojos, en sus frentes y en sus rostros, todas las buenas cualidades del alma húngara; tal vez por eso eran hombres de buen humor y habría sido difícil hablar con ellos de cosas serias. Pero tal vez por eso vivir en su compañía era fácil y divertido.
En la pequeña casa de Buda él era el único inquilino. No disponía allí más que de dos pequeñas habitaciones, de una cocina transformada en baño, y en el patio había un local destinado a almacén, que en otro tiempo debió de servir de cuadra o de cochera. En un rincón del patio se alzaba un viejo manzano encorvado por los años, que con sus ramas cubría casi todo el patio, ya que éste era tan pequeño que apenas ofrecía bastante sitio para un arriate de flores. No había portero, de modo que, por las noches, al volver a casa, no se veía obligado a dar la propina acostumbrada, ni a esperar media hora a que le abriesen la puerta. Su asistente, muchacho muy joven, y que, por lo tanto, apenas tuvo ocasión de conocer la guerra en el valle del Isonzo, se instaló en la taberna. El servicio que prestaba a su oficial ni siquiera con la mejor voluntad del mundo hubiera podido calificarse de perfecto, porque en algunas cosas mostraba extraña tenacidad, pero Komlóssy estaba de tan buen humor, que nada lo molestaba ni lo irritaba.
Solía pasar los domingos en su pueblo natal y en su casa. Había un tren que salía a las cuatro de la tarde y llegaba a las nueve, de modo que los sábados se alejaba de Budapest y regresaba el lunes por la mañana. Llegaba a la oficina hacia el mediodía, pero a Nyáry eso le parecía naturalísimo y nunca le hizo la menor observación.
Gracias a Nyáry que lo presentó, pudo frecuentar la sociedad. Las señoras a quienes conoció lo acogieron desde el primer momento con el proyecto de casarlo, pero, corrientemente, aquellos intentos terminaban de otra manera, porque aun las mismas que, con el mayor entusiasmo, le describían el matrimonio como el único edén de este mundo, acababan por abandonarse a cualquier fácil aventura, sin darse cuenta de que ellas mismas y de un solo golpe, destruían todos los argumentos persuasivos que le habían presentado. Y en las tardes otoñales que con tanta rapidez se disuelven en la obscuridad de la noche, comparecían con gran secreto «sólo por tomar una taza de té» en la pequeña casa de Buda, donde la puertecilla chirriante se abría con frecuencia a las misteriosas visitantes.
El mismo Komlóssy se extrañaba, quizás, de recibir determinadas visitas; si dos días antes alguien le hubiese dicho, por ejemplo, que la bellísima esposa del mayor Zerge, de maneras tan aristocráticas y reservadas, acudiría a su habitación de soltero y, lo que parecía más increíble aún, que la señora Pusztaszery, aquella belleza de cuello de cisne y aspecto de niña, que apenas llevaba dos años casada y que se escandalizaba de las bromas más inocentes y de quien todos aseguraban que vivía con su marido en la concordia más perfecta e ideal, habría sido más increíble, repetimos, que aquella mujer, una tarde obscura, llamara con su enguantada manecita a la puerta de su habitación; de haberle asegurado que ocurriría eso, él mismo protestara contra la infame e injuriosa insinuación: aquellos amores fáciles y efímeros, que no llegaban nunca a ser pasiones ardientes y devoradoras, le ocasionaban pequeños estremecimientos, leves celos, y a veces dulces languideces; y para él eran casi una recompensa, una indemnización de cuanto sufriera en sus años juveniles. Aceptaba, pues, a aquellas mujeres, como dones ofrecidos por la vida, pero no les entregaba nada de su alma.
Entre las señoritas no encontró ninguna que supiera conquistarlo o, por lo menos, impresionar su corazón. Y, sin embargo, en aquella sociedad que frecuentaba casi diariamente, había familias húngaras que, con toda justicia podían alabarse de llevar un nombre hermoso: propietarios, oficiales superiores y funcionarios ministeriales; en una palabra, pertenecían al grupo de personas en quienes soñó el primer día de la revolución, cuando, al salir de la cárcel, en la tibia delicia del baño, se imaginó la vida que podría llevar en lo venidero. En ningún lugar encontró lo que buscaba: el dolor y la consternación verdaderos y profundos que habían penetrado en su alma a causa de los sucesos históricos y muchas veces llegó a creer que llevaba en sí mismo el tormento al preocuparse por la suerte de su raza, pues aquello era casi un poco extraño y embarazoso. Al principio, todo le causó desilusión, pero luego se vio solicitado por mil agradables sorpresas, de modo que su vida se sintió libre y radicalmente transformada y, al fin, acabó por adaptarse al modo de pensar y de sentir de la gente con la que vivía, y a contentarse con las diversiones y distracciones que aquella vida de sociedad, substancialmente huera, le ofrecía.
—No temas, que ya te proporcionaré una esposa —le dijo muchas veces el mismo Nyáry, sin darse cuenta de que aquella promesa no alegraba a Komlóssy, sino que lo dejaba consternado, porque se había dado cuenta de que el mismo Nyáry trataba con sin igual condescendencia a su propia mujer, mujercita de espléndidos ojos negros, una verborrea incansable y a veces licenciosa.
La única persona con quien solía hablar de cosas serias era Grünfeld, quien le decía:
—Los hombres, mi querido amigo, se mueven y andan a nuestro alrededor con los ojos cerrados. Nadie quiere comprender lo que se forma bajo las cosas visibles y tangibles. Y este mismo mundo hará saltar un día todo lo que nos rodea…
Hablaba triste y serio a la vez. Komlóssy, que había notado la circunstancia de que, para Grünfeld, eran familiares ciertos nombres, pensamientos e ideas que él desconocía por completo, le dijo una vez:
—Préstame algunos libros. También yo quisiera ocuparme en serio de estas cosas. Cuando tomo los periódicos, tengo, a veces, la sensación de haberme quedado rezagado en el camino.
Aquella misma noche Grünfeld le mandó obras escogidas de Weitling, Lassalle y Marx. Komlóssy se arrojó sobre aquellos libros con la impaciente avidez de un alma sedienta y, con frecuencia, leía hasta el amanecer. Y desde el momento en que aquellas obras estuvieron sobre su mesa, empezó a olvidar la sociedad que frecuentaba.
Abríanse ante él nuevos horizontes y se le revelaba un mundo desconocido.
Al leer aquellos libros, experimentaba la misma sensación que en el hospital, cuando, por vez primera, pudo ser testigo de una grave operación en el abdomen. La mano y el bisturí del médico abrieron el misterioso mecanismo del cuerpo humano y apareció a la luz del sol una confusión rara de intestinos, viscosas membranas, vasos sanguíneos, todo un artilugio maravilloso y complicado, vida y función de materias y de cosas, acerca de las cuales sólo supo hasta entonces que existían, pero sin haberlas visto jamás. El cirujano, que le dio permiso para presenciar la operación, al observar en su rostro la extrañeza y la consternación, le susurró:
—Vea cuántas cosas están ocultas debajo de un chaleco.
Ahora experimentaba la misma sensación, con la diferencia de que su pensamiento era la mesa anatómica en la que yacía toda la sociedad humana. Solamente entonces empezaba a comprender realmente las palabras de Grünfeld: «Los hombres andan con los ojos cerrados e ignoran cuáles son las fuerzas que obran por debajo de las cosas». Todos se limitan a mirar el chaleco y sobre éste los botones y, a veces, también la cadena del reloj. Pero nadie ve ni se preocupa por ver los órganos que funcionan por debajo, o cuáles son los pensamientos poderosos y tremendos que, como nubes tempestuosas, cruzan por debajo de las frentes de la humanidad. Eso no preocupa a nadie; a excepción de unos pocos que penetran en las profundidades de la literatura social.
Tomó el primer libro con desconfianza y acorazándose de antemano con un puntilloso escepticismo.
—Sólo quiero saber qué es el socialismo —se dijo la primera noche que se quedó en casa y apoyando el codo en la almohada, porque estaba en la cama. Y así empezó a leer.
Habíase decidido a examinar aquellos libros para discutir con Grünfeld cuando se reunían por las tardes en el café; deseaba mantener sus propios principios, porque en el curso de las conversaciones, gracias a su erudición, lo obligaba a enmudecer y él, realmente, se sentía inerme ante sus argumentos.
Con una extrañeza muy grande por su parte, en el primer libro no se encontró a sí mismo. El nombre de Weitling le hizo sospechar a un sabio engreído y pedante: y estaba preparado a digerir un volumen lleno de pensamientos exprimidos de una filosofía árida, que pierde de vista la realidad de la vida y se adapta a las necesidades y a las exigencias de un partido. Pero, en cambio, en aquella obra, alentaba la fantasía ingenua y casi infantil de un pobre aprendiz de sastre, de Magdeburgo; y le fue fácil seguir el curso de las ideas, porque en muchos aspectos coincidían con lo que proclamó tantas veces su padre desde el púlpito de la iglesia. Y, sin embargo, el reverendo pastor estaba muy lejos de creerse socialista.
«Queremos ser libres como los pájaros del cielo; sin afanes, y en apacibles grupos y en suave armonía queremos, como ellos, volar por la vida».
Así exclamaba aquel soñador aprendiz de sastre, dirigiéndose a las grandes masas oprimidas por la miseria y por los horribles cuidados de la vida.
Quería aplicar hasta la más mínima parte de sus lecturas a su propia vida y solamente la aceptaba cuando ya la había experimentado sobre sí mismo. En él jamás pudo el dinero ejercer atracción o influencia y aun se sintió feliz cuando no tenía un céntimo. Pero sentía envidia o amargura al pensar que otros poseían grandes riquezas.
Al día siguiente, llegó a su casa antes de lo acostumbrado, para leer la tesis de doctorado de Jaurès, que bien merece ser llamada el himno de la felicidad, tan radiante es en ella la alegría de vivir y el sublime optimismo.
Una noche, al volver de casa de Erzsébet, a quien iba a visitar con alguna frecuencia, y donde también Hajmeczki lo acogía afablemente, se dirigió a la parada de los tranvías. Quizá serían las nueve. La noche de febrero sólo estaba iluminada por los hornillos de los vendedores de castañas. Entonces, en Budapest, eran muy raros los faroles encendidos en las calles. Los escaparates de los establecimientos estaban obscuros y vacíos.
En dirección a la calle Népszinház, oyó numerosos disparos. La obscura calle se llenó de gente. Algunos grupos tumultuosos corrían hacia el lugar en que alguien disparaba. Cuando Komlóssy llegó ahí una fila de guardias había cerrado la calle. En una obscura callejuela lateral continuaba el fuego de fusilería sin ninguna interrupción.
—¿Qué pasa? —preguntó alguien.
—Que los comunistas disparan desde los tejados contra los guardias —contestó una voz.
Komlóssy, de repente, sintió que alguien lo cogía por el brazo. Era Komoróczy que, muy pálido, fijaba los ojos en la obscura calle.
—¿Qué me dices de esos sinvergüenzas? —exclamó con sofocada voz.
Komlóssy no contestó. Dirigió una larga mirada a los ojos de Komoróczy, dándose cuenta de que sus respectivas almas eran muy distintas. Para él, y en el funcionamiento febril de su cerebro, aquella escena aparecía modificada y transformada; veía en lo alto, en los tejados obscuros de las casas, cómo estaban tendidos centenares y centenares de Napradán, con el fusil en la mano; y de los cañones de aquellos fusiles sentía salir, sonoras, deformadas y estruendosas, en la vastedad del tiempo, las palabras del aprendiz de sastre de Magdeburgo.