24
TRAS un recorrido de tres cuartos de hora por los viñedos, me he tomado una copa de vino y me siento un poco suelta y acalorada por distintos motivos aparte del pícaro comportamiento de Chris. He disfrutado de la visita y he aprendido mucho más sobre vinos en el trayecto que en todo lo que llevo estudiado por mi cuenta.
La limusina llega al castillo. Se trata realmente de un castillo del siglo diecinueve, con yedras que trepan por los muros de piedra y enormes puertas de madera en forma de arco casi tan altas como el edificio.
—Lo rehabilitaron en los años setenta —nos dice Eric—, y las cien hectáreas que ocupaba la propiedad pasaron a convertirse en una moderna instalación de vinificación.
Sigo a Chris, que se desliza ya sobre el asiento, pero me detengo cuando el conductor se gira hacia mí y lo veo con claridad por primera vez. Tiene cincuenta y tantos años, el pelo gris y unos ojos azules inteligentes y perspicaces.
—Gracias por este trayecto tan maravilloso, Eric.
Inclina la cabeza.
—Ha sido un placer. —Me encojo ante sus palabras, porque, aunque su aspecto de persona instruida no delata nada, este hombre es demasiado inteligente como para no saber sobre placeres en el asiento trasero—. Disfrute del castillo, señorita McMillan.
Antes de abandonar la limusina, Chris arroja al asiento trasero la chaqueta que se había quitado hacía un rato. Lo sigo y comprendo la razón por la cual esa prenda se queda atrás. El día es aún cálido a pesar de que son las cinco de la tarde y el sol está bajo en el cielo: un cambio radical respecto a la ciudad fría junto al océano que he aprendido a amar.
Deslizo mi mano en la de Chris para que me ayude a salir del vehículo y me asombra la descarga de electricidad que sube por mi brazo con un contacto tan leve. Nuestras miradas se encuentran y sé que siente lo mismo que yo. Estoy casi segura de que a él también le ha sorprendido la facilidad con que nos alteramos mutuamente. Aunque supongo que dos almas perdidas en busca de una válvula de escape están llamadas a conectar.
Me tiro con cuidado del vestido y me pongo de pie. Chris tuerce la boca de tal manera que entiendo que está pensando en lo que hemos hecho en la parte de atrás del coche. Yo también.
Desliza la mano hasta mi codo y atravesamos una enorme puerta de madera más propia de una película de fantasía que de la vida real. Nos adentramos en la frescura de un vestíbulo de techos altos y muros de piedra.
Allí nos recibe una empleada, una joven muy guapa, de unos veinte años, con el pelo largo y rubio y un cuerpo menudo y sinuoso realzado por un traje color rosa pálido. Se queda mirando a Chris con admiración. Les tengo manía a las rubias. Siempre se la he tenido. Bueno, desde el instituto, ya que mi mejor amiga, que era de ascendencia sueca, captaba las miradas de todos los chicos con su larga cabellera rubia platino y las curvas que tenía en todos los lugares oportunos. Yo era mona y ella era guapísima. Esta guía hace que me sienta mona.
—Mi nombre es Allison, señor Merit —anuncia al tiempo que le ofrece la mano y él la acepta—. Es un honor tenerle con nosotros. Seré su guía durante la visita al castillo. —Me echa un vistazo rápido pero no me tiende la mano—. Bienvenida a nuestro establecimiento.
Chris desliza el brazo alrededor de mi cintura, como si detectase mi repentina inseguridad.
—Gracias, Allison. Ésta es Sara y ella es la razón por la que hoy estoy aquí. Quiero que sepa por qué este lugar es especial.
La mano que descansa sobre mi cintura es posesiva y protectora. El gesto me emociona. Cuando estoy con Chris, siento como si no existiese nadie más, y nunca nadie había hecho que me sintiera así. Mi temor a una competición de monas contra guapas se desvanece.
Iniciamos el recorrido y nos detenemos en varias salas de degustación construidas con estuco y muros de piedra. Todo está impregnado de un rico bagaje cultural. Terminamos el recorrido en una bodega donde hace frío, y enseguida me doy cuenta de lo escaso que es mi vestido y de la ausencia de ropa interior.
Allison nos conduce hacia las escaleras, y, antes de seguirla, Chris tira de mí hacia él al tiempo que le tapa la visión con la espalda.
—¿Tienes frío? —pregunta. Me acerca aún más y desliza la mano por mi caja torácica, bajo el chal, para acariciarme el pecho y jugar con mi pezón, ya de por sí erecto.
—Ya no —confieso sin aliento.
—Estás muy guapa esta noche, Sara. No puedo dejar de pensar en todas las cosas que te voy a hacer en cuanto se presente la oportunidad.
Cuando la oportunidad se presente, no cuando volvamos a la habitación. Control. Se trata de tener el control y antes casi se lo arrebato. No le ha gustado, y se está asegurando de que estoy a su merced. Aunque percibo lo mucho que necesita dominarme y me excita esa faceta suya, hay una parte de lo más profundo de mi ser que grita en señal de protesta y que no tiene intención de echar por la borda aquello por lo que he luchado durante cinco años: depender de mí misma.
—Quizá deberías pensar en lo que yo te voy a hacer a ti —lo desafío.
Sus ojos se oscurecen, arden, y me sorprende inclinándose hacia mi oído y susurrando:
—Eso lo llevo pensando desde el día en que te conocí.
Yo esperaba algún juego de poder, y tal vez es eso y mucho más, porque reacciono excitándome hasta extremos insospechados. Mi corazón se acelera con violencia y me arde la sangre. Cuando se retira y me coge la mano para conducirme hacia las escaleras, soy consciente del absoluto dominio viril que irradia, de que ardo por este hombre. Sí. Tiene el control y estoy deseando darle más. Se trata de un juego de poder y él lo ha ganado.
Llegamos a lo alto de las escaleras y allí nos recibe un matrimonio que debe de rondar los sesenta y cinco años. La mujer lleva un sencillo vestido de tubo azul, y el hombre, pantalones negros y camisa blanca de cuello abotonado.
—¡Chris! Qué alegría de verte, hijo —dice la mujer—. Hace mucho que no veo a mi ahijado. —Lo abraza como si fuera una madre que ve a su hijo por primera vez en años. Sin lugar a dudas, existe entre ambos un vínculo afectivo muy fuerte.
Luego, el hombre también lo abraza.
—No te prodigas mucho, chico.
Chris le da unas palmaditas en la espalda y lo suelta.
—Lo sé. Intentaré enmendarlo. —Me rodea la cintura con el brazo—. Mike y Katie Wickerman, quiero presentaros a Sara McMillan.
—Encantada de conocerte, Sara. —Katie sonríe y me tiende la mano. Es guapa, tiene el pelo liso y gris y una sonrisa afectuosa.
—Gracias —le digo, estrechándole la mano. Y es cálida, como ella. Me gusta—. Estoy encantada de estar aquí.
—Bienvenida, Sara —interviene Mike con entusiasmo—. Ya era hora de que éste nos trajese a una mujer por aquí.
Me sonrojo y le estrecho la mano, pero él tira de mí y me abraza. Luego, se aparta para inspeccionarme.
—Deja que te mire. No. No, no parece que sigas siendo virgen en lo que a vinos se refiere. —Me sonrojo más todavía y me echo a reír.
—Supongo que el excelente cabernet que bebí en la limusina me ha salvado.
—¿Perdiste la virginidad, entonces?
Me río de nuevo y lo mismo le ocurre a Chris, que me echa el brazo por los hombros y se inclina hacia mi oído.
—Creo que eso hice.
—¡Mike! —le reprende Katie—. Ella no te conoce lo suficiente como para entender tu sentido del humor. —Nos indica con un gesto que avancemos—. He hecho que nos preparen una sala especial de degustación, aunque a Mike deberíamos castigarlo sin cata.
Seguimos a la pareja pero nos quedamos un poco rezagados.
—Les gustas —susurra Chris.
—¿Ahijado?
—Eran íntimos amigos de mis padres y nunca tuvieron hijos.
Tomo aire al oírlo, asombrada al percatarme de que Chris ha hecho algo más que traerme a un lugar donde no trae a otras mujeres. Ésta es una parte de su pasado que no pensé que me permitiría descubrir, pero me ha dejado entrar en su mundo. Al menos, en este pequeño apartado.
Mis pasos se vuelven un poco más ansiosos al entrar en una sala presidida por una enorme mesa de madera de varios metros y una docena de sillas a cada lado. En un extremo de ésta, hay varias bandejas de fruta y de queso.
Chris y yo nos sentamos uno al lado del otro y Katie y Mike se sientan frente a nosotros. La mujer me observa con interés, y me anudo el chal sobre los hombros porque temo arruinar la imagen virginal que me han concedido si mis pezones entran en acción.
—Chris nos ha dicho que has empezado a trabajar en una galería de arte de la ciudad —comenta.
—Sí. La galería Allure, en el centro, donde Chris tiene una exposición en venta. Así es como lo conocí.
—Lo sé muy bien —dice ella—. ¿Y antes eras profesora?
Me sorprende la cantidad de cosas que Chris le ha contado.
—Lo era. Lo soy. Pero hice un máster en Bellas Artes y ésa es mi verdadera pasión. Veremos cómo se desarrolla el resto del verano. Mi jefe dice que espera mucho de mí, pero, al parecer, cree que necesito entender de vinos para sumergirme realmente en el mundo del arte.
Mike da un golpe en la mesa.
—Y tiene razón. Todo el mundo debería entender de vinos.
—Chris no lo cree así —me atrevo a comentar. La mirada de Katie se posa sobre su ahijado.
—Entonces, ¿por qué la galería que tenemos aquí sirve vino?
—Porque estamos en Napa Valley.
—Exactamente —confirma—. El vino y el arte van de la mano.
Mike hace señas a un camarero.
—Éste es el momento, pues, de iniciar la cata. Ahora se soltará todo el mundo. —Me guiña el ojo—. Entonces es cuando realmente se llega a conocer a una persona.
Parece divertido.
—Menos mal que yo no me suelto con facilidad. —Me da un golpecito en el codo—. Pero tú sí. ¿Nos vas a contar todos tus secretos con el cabernet?
—Resiste por lo menos un año, cariño —susurra Katie con complicidad—. Que pague por tus confesiones.
Miro a Chris y éste sonríe.
—Fija el año y estaré encantado de pagar el precio.
—No soy yo la que aún tiene cosas que confesar —le recuerdo—. Quizá deberíamos pedir una caja de cerveza.
—Aquí en el castillo ni hablar —asegura Katie.
Chris se inclina hacia mí.
—Te va a costar mucho más que una caja de cerveza.
Sí, creo que así va a ser. Me he sincerado con él, pero él conmigo no. Y, sin embargo, estoy aquí con su única familia y vuelvo a pensar... que es lo que importa. No me permito analizar cómo he pasado de considerar esto una escapada a buscar detalles que tengan trascendencia o pensar dónde me podría llevar todo esto.
El tiempo se vuelve intrascendente mientras pruebo un vino tras otro, como queso y escucho a Mike y a Katie contarme historias sobre sus comienzos. Me sorprende ligeramente descubrir que conocieron al padre de Chris en la gran cata de 1976 que los colocó a ellos y a Napa Valley en el mapa de los vinos.
—Los padres de Chris viajaron con nosotros para ofrecernos apoyo moral —explica Katie—. Danielle, su madre, era como un ángel de la guarda. Esa mujer sabía hacerte sonreír. Incluso los parisinos que estaban en contra de la presencia de los americanos en la competición se rindieron a sus encantos.
Me resulta difícil evaluar la reacción de Chris a los recuerdos que Katie tiene de su madre, puesto que lo tengo sentado a mi lado, pero ojalá pudiera hacerlo. Enseguida llegan más muestras de vino y la conversación cambia de rumbo. Mi ventana al mundo familiar se Chris se ha cerrado, al menos de momento.
Con cada vino que probamos, escucho historias sobre cómo Katie y Mike obtuvieron los distintos sabores a partir del suelo, el clima y el proceso de vinificación, espolvoreadas con relatos de los ricos y famosos que han visitado el castillo y han adquirido cada una de las variedades.
—Pero Chris es siempre nuestra estrella número uno —afirma Katie.
Éste resopla y bebe de su copa.
—No soy más que...
—Un artista famoso —concluyo por él y lo beso en la mejilla. Él se pasa la mano por el pelo y me besa en la frente.
—Yo soy sólo yo —dice, mirándome.
Sonrío bajo los efectos de una buena dosis de vino.
—Pues... sí. Sólo tú.
Él arquea una ceja.
—¿Eso qué quiere decir?
Un camarero se acerca y Katie y Mike charlan con él. Bajo la voz.
—Me gustas «sólo tú».
Los ojos de Chris se oscurecen.
—¿De verdad?
Mis labios se curvan.
—Sí.
—Es igual que su madre —comenta la mujer, que nos vuelve a meter en la conversación y hace que nos giremos para atenderla—. Era muy sencilla. Nunca hubieras pensado que era la heredera de un imperio, igual que nunca dirías que Chris es un artista famoso.
—Y su padre era un tío arrogante —rezonga Mike—, pero yo lo adoraba. —Se pone de pie—. Y eso me recuerda, hijo, que quiero darte algo antes de que me olvide.
Alzo la vista hacia Chris en busca de una reacción al comentario sobre su padre. Él responde a la pregunta que me estoy haciendo.
—Era un tío arrogante, cariño. —Me acaricia la mejilla—. Pórtate bien. Ahora vuelvo.
—Claro —lo tranquilizo—. Me limitaré a pedirle a Katie que me cuente tus secretos más profundos y oscuros.
Su rostro se tensa.
—Y no los conocerá.
—Bueno, puede que algunas cosas sí que pueda contarle —interviene ella juguetona.
A Chris no parece gustarle la idea, pero se levanta, emite un gruñido afable en respuesta al «mujeres» que pronuncia Mike y sale andando despacio con su padrino.
Katie apoya el codo en la mesa y el mentón en la palma de la mano.
—Eres buena para él.
—¿Lo soy?
—Sí. Lo eres. El chico es tan cauteloso que me preocupa, pero contigo es diferente. Se relaja. Me alegra mucho ver que por fin alguien ha conseguido llegar hasta él. Tuvo una infancia difícil pero seguramente ya conoces la historia.
Esta pequeña perla de información me deja con ganas de saber más. Abro la boca para pedir más detalles, pero Allison se acerca rápidamente a Katie y le susurra algo al oído.
—Oh, cielos. Sara, cariño, tengo un problema que atender. Vuelvo en un momento.
Me quedo decepcionada. Aparte de Mike, Katie sea tal vez la única persona que conozca que pueda contarme los secretos de Chris, pero no parece que eso vaya a suceder. De repente, estoy sola con una bandeja de quesos y frutas y varias copas de vino. Un cuarto de hora más tarde, he vaciado las copas y sé que ha sido un error. La cabeza me da vueltas y pico rápidamente queso porque, al parecer, la bebida me despierta el apetito y las calorías dejan de hacerme efecto. De hecho, en este momento estoy convencida de que el vino quema calorías.
Sé que Chris está de vuelta antes de verlo porque siento un hormigueo que no disminuye con el exceso de vino en sangre. Miro hacia la puerta en el preciso instante en que entra seguido de Mike, quien parece confundido.
—¿Dónde está Katie?
—Creo que tiene un problema con un cliente.
Mike frunce el ceño.
—¿Cuándo se ha ido?
—Justo después de que os marchaseis vosotros.
—Oh, mierda —refunfuña—. Será mejor que vaya a ver qué pasa.
Chris no ha abierto la boca y la verdad es que no consigo descifrarlo. Tengo la cabeza demasiado embotada. Se acerca despacio, se agacha delante de mí y mueve la silla para colocarme frente a él.
Su mano se posa sobre mi pierna.
—¿Necesitas un poco de aire?
—Sí, me vendría bien —confirmo. Me ayuda a levantarme y escudriño su rostro maldiciendo el vino que he bebido. Su buen humor se ha desvanecido y hay en él una tensión que no había visto esta noche. Lo que sea que Mike y él hayan estado hablando le ha arrebatado el buen humor a mi artista.
Le acaricio la mejilla.
—¿Qué pasa?
Me acerca a él y desliza la mano por mi nuca, haciendo que suenen todas las alarmas. Su lado oscuro ha vuelto con toda su fuerza.
—Ves demasiadas cosas, Sara.
—Y tú, Chris, no me dejas ver lo suficiente.
No contesta, no se mueve. Ambos nos quedamos inmóviles y me pierdo en su mirada tempestuosa mientras me contagia su estado de agitación. Cuando me coge la mano y me conduce hacia la puerta trasera de la sala, ando con paso inestable. «Chris y el vino no se llevan bien», creo, y me aferro a ese pensamiento mientras salimos al jardín. «Chris y el vino no se llevan bien.» ¿Por qué? Me propongo averiguarlo.