7
DOY un sorbo a la bebida casi fría y miro a mi nuevo jefe de forma sumisa mientras corrige el examen. Es un hombre imponente, autoritario, arrogante, todo lo que cada día juro que no quiero en mi vida, y, sin embargo, aquí estoy, bebiéndome el café con tal de agradarle. Resultaría admisible si lo hiciera sencillamente porque es mi nuevo jefe. Pero no es así. En el fondo, sé que he sido seducida por este lugar y por él. Me interesa de un modo en que no debería, de un modo que sólo augura problemas.
Doy otro sorbo al café e intento saborear su amargor como recordatorio de lo que esta clase de hombres hacen conmigo. El sabor ácido que me deja en la lengua me resulta insoportable. Me bebo el resto de un trago.
En ese momento, me mira y yo no consigo reprimir una mueca de asco. Sus firmes labios se curvan y sus ojos expresan algo que no logro identificar y que me gustaría no tener tantos deseos de hacerlo.
—Enhorabuena, señorita McMillan. Ha aprobado el primer examen.
Tengo la inequívoca impresión de que no está hablando del examen escrito, sino de algo totalmente distinto. Estoy casi segura de que se trata de la docilidad con la que me he bebido el café cuando él me lo ha pedido, a pesar de que para mí era una molestia.
—¿Dudaba de ello? —Lo reto, diciéndome que estoy hablando del cuestionario y no del café.
—La contraté sin entrevista previa.
—Sí —dije, y el miedo a que lo hiciera porque preguntara por Rebecca, porque me viera como a su sucesora (algo que no sé si es bueno, ya que, de hecho, estoy segura de que no lo es) me pone de los nervios. Insisto haciéndome la valiente—: Y ¿por qué lo hizo? No parece el tipo de persona que toma decisiones apresuradas.
—¿Por qué aceptó el puesto sin preguntar cuánto se le pagaría o a qué hora tenía que venir, señorita McMillan?
El corazón me da un vuelco, pero me niego a volver a acobardarme ante este hombre o ante ningún otro. Ya he pasado por esa experiencia demasiadas veces en mi vida.
—Porque adoro el arte y tengo el verano libre. Y, dado que conozco la galería más de lo que usted me conoce a mí, no fue una decisión tomada a la ligera. Y esto vuelve a dejar la pelota en su tejado, señor Compton. ¿Por qué me contrató sin entrevistarme?
El contraataque no parece divertirlo. De hecho, creo que está un poco molesto. Me observa durante una eternidad y sus ojos plateados me miran de forma tan intensa que me provocan frío y calor al mismo tiempo. Resulta desconcertante. No quiero que este hombre tenga la capacidad de ponerme nerviosa.
—¿Quiere saber por qué la contraté?
—Sí. No era algo que esperase.
—¿Por qué ofreció sus servicios si no esperaba que fuesen aceptados?
—Por un arrebato pasional —admito—. Y un verano de libertad.
Inclina un poco la barbilla, aceptando mi respuesta.
—Detecté su pasión. Me llegó.
Se me seca la garganta en ese instante mientras las palabras caen entre nosotros, llenas de significado, y el aire se carga de una dulce y cremosa tensión sexual que me digo a mí misma que estoy imaginando, que rechazo. Él no es para mí. Ni siquiera este lugar es para mí. Pertenece a Rebecca.
—Me impresionó, señorita McMillan —añade él en voz baja—. Y eso es algo que no ocurre fácilmente.
Casi se me corta la respiración al escucharlo, y me sorprende darme cuenta, a pesar de lo que he estado pensando hace un momento, de lo mucho que deseo la aprobación de este hombre, lo mucho que necesito confirmar que todo es verdad. No quiero desearlo. No quiero necesitarlo. Pero... es así. Cuento tres latidos para permitir que mi corazón se calme y así poder preguntarle lo que necesito saber.
—Y ¿cómo lo logré en tan poco tiempo? —Mi voz no suena tan calmada como antes y él debe de haberse percatado. Es demasiado observador.
—Como seguramente sabrá, en la mayoría de las galerías hay cámaras, y en ésta también. La estaba observando cuando cautivó con su pasión por el arte a la pareja que estaba comprando el Merit. Si no llega a ser por sus consejos, se hubiesen ido a casa a pensar la compra.
Ni siquiera la idea de que me haya estado vigilando a través de una cámara, desconcertante ya de por sí, evita que me acalore ante su halago. Es tal y como Amanda dijo que era, pero es algo más. Es un triunfador y forma parte de un mundo que sólo he tomado prestado pero al que deseo pertenecer. Oh, sí. Quiero su aprobación y me odio por necesitarla. «Odiarme.» Es un término muy fuerte, pero, dado mi historial, se ajusta perfectamente a la ocasión.
—El conocimiento y la capacidad son más fáciles de encontrar que la verdadera pasión —agrega, y cada palabra me encandila más y más—. Creo que usted la tiene, razón por la que no consigo entenderla bien.
—¿Entenderme? —pregunto, enderezándome un poco, intranquila ante la idea de que esto nos lleve a mi afirmación de que conozco a Rebecca. A la hermana que no tengo y para la que no he preparado una excusa. Él se vuelve a acomodar en la silla, observándome con atención, con los codos apoyados en los brazos del asiento y las puntas de los dedos unidas.
—¿Por qué una persona tan apasionada con este mundo se dedicaría a la enseñanza?
—¿Qué tiene de malo ser profesor? —pregunto, tal y como lo hice cuando Chris Merit me soltó la misma pulla.
—Nada en absoluto.
Espero que continúe, pero no lo hace. Se limita a mirarme con tanto interés que me entran ganas de removerme en la silla.
—Me encanta dar clases —afirmo.
Reacciona arqueando la ceja con escepticismo.
—De verdad —insisto. Pero enseguida añado de mala gana—: Pero no, no es mi verdadera pasión.
Su respuesta se hace esperar. Deja que me retuerza un poco ante su minucioso análisis.
—Entonces se lo vuelvo a preguntar —repite él finalmente—. ¿Por qué es profesora?
Por un momento me planteo una respuesta vaga para eludirlo, pero veo que no lo va a dejar correr. Me siento angustiada por tener que admitir algo que tenía guardado donde no tuviese que lidiar con ello. Algo que no he contado a nadie y que estoy a punto de contarle a él. Puede que resulte liberador. Tal vez necesite decirlo en voz alta de una vez por todas. Me siento muy culpable porque la enseñanza no me satisface. Y debería hacerlo.
—Porque —digo con voz quebrada para mi consternación— el amor al arte no da para vivir.
Si ha detectado mi incomodidad, no lo demuestra. Una vez más, su rostro se muestra impasible, inexpresivo.
—Lo cual vuelve a despertar mi curiosidad sobre lo que ya hemos hablado. ¿Por qué no preguntó cuánto se le iba a pagar?
—Tengo una idea lo suficientemente aproximada de lo que se suele pagar como para saber por qué esto tiene que ser un trabajo de verano y no a tiempo completo. —De pronto me muestro un poco enfadada y a la defensiva—. Además, se marchó antes de que pudiera hacerlo.
Se ríe, y eso me sorprende más que ninguna otra cosa que haya hecho hasta el momento.
—Supongo que así fue —enseguida se torna serio y me observa por tanto tiempo y con tanta intensidad que creo que voy a volverme loca. ¿Qué está pensando? ¿Qué es lo que va a decir? Me está evaluando y lo sé. Me digo que no lo conozco lo suficiente como para que su opinión me importe, pero, al igual que su aprobación, me importa. Él forma parte del mundo al que tanto anhelo pertenecer.
—Puede —dice— que no quisiera darle la oportunidad de declinar la oferta.
—No dudo que sea usted el tipo de hombre que prefiere rechazar a ser rechazado —le suelto sin poder evitarlo.
Él vuelve a reírse y se yergue en el asiento al tiempo que se frota la barba rasurada.
—No se anda con miramientos, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
—Hoy no.
Su sonrisa se ensancha. Y es una sonrisa tan bella y maravillosa que podría derretir el chocolate.
—Veamos si es así. ¿Cuáles son sus tres artistas italianos preferidos?
Me enderezo en la silla con el pulso acelerado y los sentidos alerta. Mi respuesta es inmediata.
—Actuales: el pintor y escultor Marco Perego, Pino Daeni por sus personajes delicados y románticos y el maestro italiano contemporáneo Francesco Clemente, uno de los artistas más ilustres de la transvanguardia europea.
Él arquea una ceja.
—¿No cita a Leonardo da Vinci?
—Es un artista único, pero sería la típica respuesta que no dice nada sobre mis gustos personales.
Su mirada se ilumina, y creo que igual le ha gustado mi respuesta.
—Damien Hirst —dice, proponiendo el nombre de un artista famoso.
Me encuentro en mi elemento y respondo con soltura.
—Tiene cuarenta y tantos años y ya es uno de los artistas contemporáneos más aclamados que existen. Su obra tiene un valor estimado de mil millones de dólares. En 2008, vendió a través de Riptide —empresa que pertenece a su familia—, toda la exposición Beautiful Inside My Head Forever. Doscientas veintitrés obras por ciento noventa y ocho millones de dólares, batiendo el récord de ventas en subasta dedicadas a un solo artista.
Una sonrisa perdura en su boca, la misma boca que no dejo de mirar de forma ridículamente obsesiva, y esta vez descubro un brillo de aprobación en sus ojos. Vuelvo a sentirme reconfortada, llena de vitalidad. A gusto como no lo había estado antes con él.
—Impresionante, señorita McMillan.
Sonrío sin intentar siquiera disimular el orgullo que me producen sus palabras.
—Aspiro a complacerlo.
—Debo decir que capto la idea y que me gusta. —El tono de su voz es bajo y aterciopelado—. Me gusta muchísimo.
De pronto, crepita una tensión en el aire que me corta la respiración. Su mirada se ha ensombrecido y hay en sus ojos cierto aire depredador. Mi cuerpo reacciona solo, se estremece ante una conmoción que no quiero sentir pero siento. Me frustra que me altere un hombre con quien no me atrevería a tener una aventura. Un hombre que es peligroso para mí, que puede que haya sido peligroso para Rebecca.
—Disculpe, señor Compton —dice Amanda desde la puerta—, pero tiene una llamada.
—Coge el mensaje —responde, sin quitarme los ojos de encima. Y, a pesar de mi juramento, me fascina su color, la intensidad de su mirada.
Amanda se aclara la garganta con delicadeza.
—Es la señora Compton, para hablarle de la subasta que empieza en Riptide en una hora.
¿La señora Compton? El hechizo se rompe y me quedo boquiabierta. Sé que lo hago. No puedo evitarlo.
Suspira y echa una ojeada rápida a la chica.
—La llamo en cinco minutos.
—Ha insistido en que quiere hablar ahora.
—Luego la llamo.
—Sí —dice Amanda, que parece aturullarse—, se lo diré.
Mi nuevo jefe vuelve a centrarse en mí en cuanto ella desaparece.
—La señora Compton es mi madre —explica, y ahora sus ojos me miran socarrones—. Y, para que nos entendamos, es la única mujer a la que permito darme órdenes. Por desgracia, como directora de Riptide, se le da muy bien.
—Oh —exclamo, sorprendida, y de repente ya no me resulta tan intimidante—. Su madre. —Sonrío de nuevo. Es una persona muy dominante. Esto ya lo sé, pero pienso que igual no es tan malo como yo temía. He detectado un dejo de afecto en su voz que me indica que quiere a su madre. Siempre he pensado que eso dice mucho de un hombre—. ¿Su habilidad para darle órdenes no tiene nada que ver entonces con que sea su madre? —Le estoy tomando el pelo, me sale así. No puedo contenerme.
—Podría ser —admite, y a mí me sorprende agradablemente una admisión tan natural, la pizca de vulnerabilidad que me permite descubrir al hacerla.
Da unos golpecitos a la carpeta.
—Hay en esta carpeta un montón de cosas que tiene que leer. Amanda le configurará el ordenador y luego le haremos unas pruebas en línea. Cuando las supere, hablaremos de cuáles serán sus funciones aquí. Si es capaz de tratar con los clientes importantes y manejar las operaciones comerciales de alto nivel de Riptide, le puedo asegurar que el dinero no será un problema.
Mi corazón se acelera al escucharlo. ¿Todo esto está pasando de verdad? ¿De veras tendré la oportunidad de vivir del arte?
—Superaré las pruebas.
Él se inclina hacia mí.
—Detecto algo especial en usted, señorita McMillan. Espero que me demuestre que tengo razón. —Sin decir una palabra más, se levanta y sale de la habitación. Me quedo mirándolo, mordisqueándome el labio inferior, con el corazón en la boca. No he conseguido saber cuál será mi sueldo, pero me digo que ha mencionado que sería una cantidad respetable. Sin embargo, y lo que es más importante, me siento frustrada porque no he preguntado por Rebecca. «Lo harás —me prometo a mí misma—. Cuando llegue el momento oportuno, lo harás.»