10

«NO puedes seguir pensando que todo es de Rebecca o te volverás loca», me digo a mí misma mientras me acomodo en la silla del despacho mi segundo día en la galería. Es una conclusión a la que me costó llegar mientras estaba en la cama anoche, contemplando la oscuridad. Ésa es la razón por la cual hoy estoy agotada, pero al menos he decidido hacer mío este lugar. Tengo que hacerlo, porque, si no, ¿cómo voy a aceptar el reto de mi nuevo jefe? ¿Cómo voy a hacer realidad mi sueño de tener una carrera de éxito en el mundo del arte, después de todos estos años convenciéndome a mí misma de que no podía tenerla?

Con la promesa de adquirir mi propia identidad en la galería, me arrellano en la silla de cuero, detrás de mi escritorio. Tengo delante un diario de cuero rojo con pedrería que he comprado de forma impulsiva en la cafetería de Ava hace tan sólo un momento. Espero que escribir mis pensamientos me ayude a dejar de pensar obsesivamente en los suyos o, como mínimo, me ayude a comprender por qué me paso el día en este estado de confusión.

Cojo el bolígrafo rojo que también he comprado y abro por la primera página en blanco, donde escribo: «Veintiuno de agosto, segundo día en la galería». Un sentimiento de culpa me oprime el pecho y dejo el bolígrafo sobre la mesa. «No estás olvidando a Rebecca; simplemente estás despejando el camino para encontrarla.»

Tomo aire, vuelvo a coger el bolígrafo y bajo la vista hacia el diario, pero lo único que veo es una imagen mental del retrato mío que Chris me dejó anoche. O, más bien, del retrato de una mujer que se parece a mí pero que es distinta. No soy el tipo de chica capaz de inspirar a un artista famoso, pero lo he hecho, o lo hice ayer.

El zumbido del teléfono me saca de un salto de mis pensamientos y respondo de manera automática.

—Sara McMillan al aparato.

—Buenos días, señorita McMillan —mi nuevo jefe habla en un tono inusitadamente risueño y me relajo, aunque con cierta reserva.

—Buenos días, señor Compton.

—Me reclaman en la sede Riptide en Nueva York hasta el jueves.

El nudo que tengo en el estómago se afloja y mi espalda se destensa. Un respiro. Sí, sí, sí.

—Eso no implica que pueda colarse a vender en la sala —me reprende, como si me hubiese arrancado la idea de la cabeza antes de que se me ocurriese siquiera tenerla. Y no se me había ocurrido, pero, bueno, podría haberlo hecho—. Viernes, señorita McMillan. Su objetivo es estar tan preparada como pueda para impresionarme. Confío en que anoche estudiase mucho.

—Así es —quiero esta oportunidad. No permitiré que un obstáculo relacionado con mis conocimientos me haga fracasar.

—Excelente. Entre entonces en su correo y haga clic en el enlace que le he enviado para empezar a examinarla. No puntuaré el test. Al menos no por ahora. Es sencillamente una herramienta que puede utilizar para ver cómo progresa.

Las buenas noticias siguen llegando y sé que mi sonrisa se detecta en mi voz.

—Me parece perfecto.

—Señorita McMillan —dice cortante, provocando una respuesta que ofrezco con diligencia.

—¿Sí, señor Compton?

—Que tenga un buen día.

Se oye un chasquido en la línea y se corta la comunicación.

Dos horas más tarde, es casi mediodía y me estoy volviendo loca. Los nombres y las regiones vinícolas, así como los productores, empiezan a mezclarse, y decido recurrir a la solución fiel a todos los problemas de este mundo: el café. Es el único vicio que tengo, así que ¿por qué no darme el gusto al más puro estilo olímpico? Además, Ava sugirió que comiésemos juntas. No estaba en la cafetería cuando compré el periódico y tampoco ha llamado. Supongo que no me costará encontrarla ahora. Me mata la curiosidad por lo que tenga que contarme de este mundo nuevo y extraño en el que habito. Y, a pesar de haber afirmado a lo grande que soy dueña de un nuevo despacho y un trabajo, en cierto modo no llegaré a sentir que es así hasta que desvele el misterio sobre el paradero de Rebecca.

Tras dirigirme a recepción y estar un rato de cháchara con Amanda y algún otro empleado, apenas consigo aguantarme las ganas de atender a un cliente. Ésta me previene advirtiéndome de que Mark se va a enfadar, así que rápidamente me marcho de nuevo a la cafetería. Recorro con la vista las mesas vacías y no puedo negar que me siento decepcionada al no ver a Chris.

No me cuesta elegir la misma mesa en la que trabajé ayer. Las costumbres, las cosas con apariencia de normalidad: ésas son las cosas que ansío tanto como el café que estoy a punto de pedir.

Las dos en punto y ni Ava ni Chris han aparecido por la cafetería. Me he bebido con avidez dos mocas y luego me he pasado al café solo. He de admitir que me siento débil y necesito comer algo. No ha sido buena idea esperar a que Ava llegara para comer con ella. La buena noticia, sin embargo, en el túnel nebuloso que ha conformado el exceso de cafeína, es que mi conocimiento de los vinos que se presentarán en la degustación del viernes por la noche aumenta a pasos agigantados.

El chico de la barra se acerca a mi mesa, me vuelve a llenar la taza sin que yo se lo haya pedido y sonríe.

—El señor Compton dice que mantenga su taza llena.

Bien. Lo ha dicho el señor Compton. Consigo esbozar una sonrisa forzada y pronunciar un «gracias», pero me incomoda que mi nuevo jefe controle lo que bebo. Es como si estuviera intentando... A ver, ¿qué? Vislumbro la respuesta de inmediato: controlarme. De pronto, experimento una serie de emociones que se expanden lentamente en mi interior. La idea de que un hombre como Mark Compton me controle tiene un punto seductor, pero, sexy o no, resulta también bastante incómodo por todo tipo de razones que he preferido obviar.

«La comodidad está sobrevalorada», grita una voz en el interior de mi cabeza, y sé que esa voz es mi subconsciente pidiendo que le haga caso. La verdad del asunto es que llevo sumida en el tedio de lo predecible desde que me gradué en la universidad. «Excepto cuando estuviste con Michael.» Rechino los dientes. Prefiero ser previsible a ser como era estando con él.

Me recuerdo a mí misma que hay otras maneras de salir de lo previsible que no incluyen a hombres como Michael... o Mark. Sí. Otras maneras. He necesitado leer las palabras de otra persona, meterme en su vida, para encontrar un aliciente. ¿Tan triste soy? Cierro los ojos con fuerza y me regaño a mí misma. «Ésta no es su vida. Es la tuya.»

Me lleno de determinación. Estoy decidida a ponerme a trabajar, a hacer que el día de hoy cuente en mi nueva carrera. Me obligo a abrir los ojos y, al ir a coger el libro, vuelco el café con enorme puntería sobre la mesa. Fabuloso. Sencillamente fabuloso. Hay café en la mesa, el suelo, y, sí, en el único par de zapatos negros de tacón buenos que hacen juego con mi falda negra. Apuesto a que tengo las mejillas tan rojas como mi blusa de seda. Agarro las escasas servilletas que tengo a mano y limpio la mesa para salvar el ordenador antes de que se convierta en víctima de mis trémulas manos. Una vez hecho esto, me agacho para ocuparme del suelo y de mi zapato mojado por la salpicadura.

—Creo que necesitas esto.

La familiaridad de esa voz provoca un hormigueo en mis terminaciones nerviosas y mi sangre fluye a toda prisa hacia las mejillas. No, por favor. Que esto no esté pasando. Se pone en cuclillas delante de mí y me quedo mirando los poderosos muslos sobre los que descansa las manos, unas manos fuertes y bonitas que me ofrecen servilletas para limpiar el café derramado. Lentamente, alzo la mirada y me encuentro con los ojos verdes y seductores de Chris Merit clavados en los míos. Una vez más, este hombre famoso e increíble está agachado en el suelo intentando ayudarme tras sufrir un percance.

—Tienes el don de aparecer justo cuando cometo alguna torpeza —lo acuso.

Sus labios se curvan y sus ojos verdes brillan moteados de amarillo. No. Más bien son motas de un brillo dorado.

—Prefiero pensar que tengo el don de aparecer para rescatarte —afirma con voz ronca, y luego me guiña el ojo y se pone a limpiar el estropicio. ¡Ay, Dios! He convertido a Chris Merit en mi protector. Y me ha guiñado el ojo. Apenas puedo respirar.

Se levanta y se dirige a la papelera, con una seguridad y una elegancia viril que por un momento me resulta fascinante. Estoy totalmente paralizada. Sólo puedo mirarlo maravillada, lo cual, me percato, espabilando mis sentidos, no es nada bueno teniendo en cuenta que llevo falda y estoy en cuclillas en el suelo.

Me levanto de golpe y luego tengo que alzar el pie y afanarme con una mancha húmeda que aún me queda en el zapato. En cuanto dejo las servilletas usadas dentro de la taza vacía, él regresa y se queda derecho junto a la mesa. Cerca de mí. Muy cerca. Un olor a tierra maravilloso incita a mi nariz y me provoca un vivo deseo. Me encanta cómo huele este hombre, y han empezado a gustarme de pronto los vaqueros desteñidos y las botas de motorista, gusto que dudo que pierda alguna vez. Además, por mucho que lo intente, no puedo evitar recordarlo envolviéndome con la chaqueta de cuero que lleva puesta.

—Ah, gracias —consigo decir, en un tono de cansancio acorde con mi estado de ánimo—. Estoy avergonzada.

—No lo estés. —Sus ojos me miran afectuosos y me recuerdan a la hierba verde en el verano. Su voz está cargada de sinceridad—. Creo que eres adorable.

—Adorable —repito de forma inexpresiva—. Eso no es lo que una chica desea ser. —Es lo que un hombre llama a una hermana menor o a la chica con la que no quiere salir. No es que haya pensado que él quisiera salir conmigo. No sé qué pensaba, ni lo que pienso ahora.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere ser una chica? —Hay en su voz un tono burlón que coincide con la expresión de su rostro.

Hermosa. Sexy. Me gustaría ser ambas cosas para este hombre, pero no me atrevo a decirlo, así que opto por un:

—No quiere ser torpe.

—Eres interesante.

—¿Interesante? —pregunto. ¿Qué pasa con él y con el señor Compton que todo les parece interesante? Debe de ser algo del mundillo del arte con lo que no estoy familiarizada—. Yo..., bueno, supongo que eso es mejor que ser torpe. —No sé bien si es mejor que adorable. Simplemente no lo sé.

—No te gusta la palabra que he escogido.

—Está... bien.

—Me inspiraste a dibujarte.

—La adorablemente torpe e interesante inspiración —le digo sintiéndome cohibida, pero enseguida me arrepiento de la observación. Bajo la voz y añado—: Pero gracias. Me siento halagada de que me dibujaras y me quedé sin aliento cuando abrí el sobre. —No puedo contener una sonrisa estúpida—. Ahora tengo un original de Chris Merit. —Junto las cejas—. A menos que quieras que te lo devuelva.

Él se ríe.

—Por supuesto que no quiero que me lo devuelvas. —Luego vacila—. ¿Te gusta?

¿Hay un dejo de inseguridad en su voz, en lo más profundo de esos ojos maravillosos? No puede ser. Ha ganado millones con su obra. No debe de haber un ápice de inseguridad en ese cuerpo espectacular. Presiono con la mano mi acelerado corazón y le doy unas palmaditas.

—Me encanta.

Por desgracia, mi corazón no es lo único que va a toda máquina. Mi estómago gruñe y no lo hace con suavidad. De hecho, suena alto. Muy alto. Cierro los ojos con fuerza y siento que mis mejillas, una vez más, se han puesto rojas.

Una risa suave y atractiva escapa de su boca.

—¿Tienes hambre?

Me atrevo a mirarlo y disimulo.

—¿Qué te hace pensarlo?

—Es sólo una suposición —se burla—. Pero, como estoy muerto de hambre, esperaba que tú también lo estuvieras.

Me dedica una sonrisa esperanzada que me llega al alma. Me sonríe pero no se ríe de mí. Eso me gusta de él, su forma de hacerme notar su presencia y sentirme cómoda al mismo tiempo.

Mi estómago vuelve a rugir y empiezo a reírme.

—Oh, Dios mío, creo que tengo hambre. —Niego con la cabeza—. Sabes bien cómo encontrar mis puntos débiles.

—Si la comida es una debilidad, yo también la padezco. ¿Te gusta la comida mexicana? Diego María está unas manzanas más abajo. Es un restaurante mexicano muy modesto, pero se come muy bien. Algunas tardes me acerco para dibujar en el patio.

—¿Tienen vino? —pregunto.

—Son más de cerveza y tequila.

—Genial, porque durante la próxima hora no quiero ver un vino en un menú.

—¿He de asumir que Mark sigue intentando que te tragues lo del vino?

—Si te refieres al señor Compton, sí.

Pone los ojos en blanco.

—El señor Compton, santo Dios. —Me hace un gesto con la barbilla—. ¿Te vienes al Diego María?

Asiento y sonrío, y él parece contento. ¿Y aliviado quizá? No. Qué tontería. Descarto esa idea absurda e intento no sonreír como una colegiala. Voy a comer con Chris Merit y podré hablar con él de su trabajo. Se dirige a la mesa donde se sentó ayer y se cuelga al hombro la mochila aún sin abrir. Me siento aliviada. No quería encontrarme con que él había estado observándome otra vez y yo había estado demasiado absorta como para notarlo.

Meto las cosas rápidamente en mi bolso de cuero rojo y estoy a punto de colgármelo al hombro cuando él intenta cogerlo.

—Yo te lo llevo.

Aprieto los labios.

—Creo que deberías dejar que lo lleve yo. Temo que este bolso tan bonito y tan de chica acabe con tu imagen de artista cool vestido de cuero. Además, no pesa. Estoy bien, pero gracias de todas formas.

Muy a su pesar, deja caer la mano.

—Si cambias de idea, arriesgaré encantado esa imagen de artista cool vestido de cuero que no sabía que tenía.

Mi sonrisa es instantánea.

—Y yo tendré preparada la cámara del móvil.

Él se ríe y el sonido de esa risa áspera y masculina provoca extrañas sensaciones en mi interior... Bueno, más bien en todo mi cuerpo.

Salimos y el aire frío del mar nos recibe de tal modo que me alegro de llevar una blusa de manga larga. Evito tiritar por temor a que Chris vuelva a ofrecerme su chaqueta, aunque la idea no me desagrada. Simplemente, no entiendo la dinámica que hay entre nosotros y no estoy segura de ser capaz de tener la cabeza despejada mientras nada que haya estado sobre el cuerpo de este hombre esté en contacto con el mío.

Iniciamos el corto paseo hacia el restaurante y soy muy consciente de lo cerca que está de mí, de lo alto que es. Estoy muy confusa con respecto a él. A pesar de lo mucho que me altera, me siento extrañamente cómoda en su compañía. Hay algo detrás de su fachada que no consigo captar, algo que desafía su apariencia de persona de trato fácil. Me muero por saber de qué se trata.

Me mira de soslayo.

—¿Qué tal va tu trabajo en la galería en comparación con tu vida de maestra?

—Me he convertido en estudiante en lugar de profesora, que es lo último que esperaba cuando me embarqué en esta nueva aventura.

—¿Tan segura estás de tus conocimientos sobre arte?

—Sí, lo estoy. Domino mi especialidad. Conozco a mis artistas. Bueno, pensaba que los conocía: por alguna razón, a ti te tenía confundido con tu padre.

Esboza una sonrisita y me da la impresión de que se debe a una broma secreta.

—¿De verdad? —pregunta, y señala el patio abierto revestido de acero negro del restaurante—. Podemos coger mesa aquí fuera, mandarán a alguien para que nos tome nota.

Como ya es media tarde, no hay casi nadie y podemos elegir entre las seis mesas situadas sobre el pavimento de acero negro. Me encamino a una que está junto a la baranda para que podamos apoyarnos en ella y disfrutar de la vista del puente Golden Gate y de kilómetros y kilómetros de hermosas aguas azules. Es una vista de la que nunca me canso y, por culpa de vivir en una ciudad tan densa, me la pierdo demasiado a menudo.

Me acomodo en mi asiento y la brisa recorre mi cuerpo, haciéndome tiritar sin que pueda contener mi reacción. Levanto la vista y Chris ya está de pie a mi lado. No. Más bien alzándose sobre mí.

—Tienes frío. —No es una pregunta.

—No —le aseguro—. Me encanta esta vista. Estoy... —Me da una ráfaga de viento y no puedo evitar ni el impacto ni que me castañeteen los dientes—. Vale. —Levanto las manos en señal de rendición—. Tengo frío.

Me sorprende agarrándome suavemente la muñeca y haciendo que me levante. Estamos casi pegados el uno al otro, frente a frente, y parece que no puedo respirar. Rebelándose contra el frío de mi piel, siento un calor donde él me toca que asciende por mi brazo y se extiende por mi pecho. Baja la mirada hacia mí, y, aunque su expresión es infranqueable, detecto la tensión que surge entre nosotros.

Mi pelo vuela y se me mete en los ojos, y él suelta mi brazo y me aparta el pelo con suavidad, dejando que sus dedos se entretengan un momento en mi mejilla.

—Vamos dentro, que allí se está caliente. —Su voz es tan suave como sus dedos deslizándose por mi cara.

Me abre la puerta y entro, nerviosa, evitando mirarlo a los ojos e intentando ordenar a mi corazón que deje de latir a un ritmo imposible. Oigo una suave música mexicana y veo no más de diez mesas, de las cuales solamente una está ocupada.

Señala con la barbilla una mesa pequeña para dos que hay bajo una ventana en saliente. Está resguardada del viento y me parece muy íntima.

—Creo que es el mejor sitio de la casa. ¿Qué opinas?

Asiento para indicar mi aprobación.

—Si viene acompañado de unos chiles que me hagan entrar en calor, me parece perfecto.

—¿Eres atrevida con la comida? —pregunta mientras nos dirigimos hacia nuestro asiento.

—Puedo afirmar con toda seguridad que comer es lo único que hago con total desinhibición.

Me ofrece la silla y sus ojos brillan con malicia.

—Comer es una de las muchas cosas que hago sin inhibición.

Los ojos se me ponen como platos sin poder evitarlo y él se ríe y añade:

—No te preocupes. No te contaré cuáles son las otras cosas a menos que me lo pidas amablemente.

Me siento antes de atreverme a preguntar qué cosas son, sorprendida de lo cerca que estoy de caer en la trampa.

—Me parece que es una pregunta que había que hacerte después de unos tequilas, pero de todas formas no funcionaría porque estaría demasiado achispada como para acordarme de las respuestas.

Deja mi maletín con el bolso dentro en el respaldo de la silla y me roza el brazo con los dedos. La seda no ejerce de barrera frente la suave fricción del contacto con este hombre. Tengo que tomar aire, por la impresión, y mi mirada queda atrapada en la suya durante varios segundos muy intensos.

—Prohibido el tequila entonces —comenta en voz baja. Luego, se sienta, coge la carta plastificada que hay junto al servilletero y me la ofrece.

La acepto ansiosa y estudio mis opciones mientras la cabeza me da vueltas por el vaivén emocional que supone estar con este hombre.

—Si eres tan audaz comiendo como dices —comenta—, te recomiendo el taco de pollo con salsa picante.

—Me atreveré con él —asiento, dispuesta.

Una robusta camarera hispana se acerca presurosa a nuestra mesa y saluda a Chris en español. Aunque no domino la lengua, ni siquiera las nociones básicas, por la forma en que su cara se ilumina y le habla, entiendo que le gusta mucho mi acompañante. También se nota que a él ella no le gusta tanto, pero también que su español va más allá del de un mero principiante.

Ambos charlan un rato y Chris se quita la chaqueta. Mi mirada se posa en su tatuaje, que no veo del todo porque lo tapa la manga. Siento curiosidad por ver el dibujo y sus vivos colores. Es... ¿Podría ser...? Sí. Creo que es un dragón.

—Sara —dice Chris, que vuelve a hablar en inglés y aparta mi atención de lo intrincado del dibujo al añadir—: Ésta es la María del nombre del restaurante. Su hijo Diego es el chef.

María se ríe y su risa es amistosa y contagiosa. Me gusta ella y me gusta este sitio.

—¿Chef? —pregunta—. ¡Ja! Es el cocinero. Lo único que nos faltaba es llenarle la cabeza de pájaros. Se lo creerá y nos obligará a ampliar el negocio por el resto del país cuando lo que a mí me gusta es trabajar aquí, en casa. —Me saluda con una media reverencia—. Y estoy encantada de conocerla, Sara.

—Lo mismo digo, María.

Chris le devuelve su carta junto a la que yo no he mirado.

—Entonces, ¿te apuntas al taco que te he recomendado?

Asiento ansiosa.

—Sí, dame el fuego* —respondo, y ambos se ríen.

—¿Habla español, señora? —pregunta María esperanzada.

—Muy mal —le aseguro, y ella sonríe.

—Venga a menudo y lo arreglamos.

—Me encantará —le digo de corazón. Esta mujer me gusta de verdad y sé que se debe a que es como una madre para todo el mundo, como lo era la mía.

—Una Corona para mí, María —pide él y me mira—. ¿Quieres otra?

—Oh, no —niego rápidamente—. Tolero muy mal el alcohol. Tengo que trabajar. —Vuelvo la vista hacia María—. Té. No. Espera. Tengo sobredosis de cafeína y necesito rebajarla. Que sea agua.

—La Corona te la hará bajar enseguida —indica Chris.

—De derramar cosas a caerme redonda —bromeo—. Ni te imaginas lo mal que me sienta la bebida. Mejor no arriesgarse.

María se aleja deprisa a marchar nuestro pedido y aparece un hombre que nos trae patatas fritas y salsa y nos llena los vasos de agua. Estoy deseando saber más acerca de Chris, como persona y como artista, así que en cuanto nos quedamos solos aprovecho la ocasión.

—Entonces, ¿eres trilingüe? Supongo que hablas francés, ya que pasas parte del año en París.

—Je parle espagnol, français, italien, et beaucoup j’aimerait dessinez-vous à nouveau. Modele pour moi, Sara.

El francés fluye de su lengua con tal sensualidad que se me seca la garganta y me hormiguea todo el cuerpo.

—No tengo ni idea de lo que has dicho.

—He dicho que hablo español, francés e italiano. —Se inclina hacia mí y nuestras miradas se encuentran—. Y también he dicho que me gustaría mucho pintarte. Posa para mí, Sara.

* En español en el original (N. de la T.).