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SIGO parada en medio de la exposición de Chris Merit, sin poder dar crédito, cuando algo se rompe en mi interior. Estoy acalorada, confundida y siento como si todo me diera vueltas. Me he gastado un dinero que no tengo en la entrada para esta noche, pero necesito salir inmediatamente de la galería. Corro hacia la puerta, no de forma literal, pero como si lo hiciera. Este sofoco es inexplicable, teniendo en cuenta que en la galería hace fresco, pero necesito aire de manera desesperada. Necesito pensar. Necesito saber qué está pasando en mi interior, porque es algo con lo que no estoy familiarizada.

Al salir a la calle, agradezco la brisa fresca de la noche. Giro rápidamente hacia la derecha, y mi intención es dirigirme al coche cuando de repente la correa de mi bolso se engancha en el ladrillo del edificio y éste se abre de golpe, de modo que su contenido cae esparcido por el suelo. Exasperada, me agacho e intento recoger mis cosas. A mí esto me pasa siempre, y una parte de mí se siente reconfortada con esta acostumbrada torpeza mía, por algo que es tan propio de mí. Es decir, ¿a qué otra persona se le podría enganchar el bolso en un muro?

—¿Necesitas ayuda?

Alzo la vista de inmediato y me encuentro a Chris Merit a la altura de mis ojos. Por un extraño instante, los nervios no me permiten ponerme a divagar. Me sentía muy cómoda con él en la galería, pero ahora que sé quién es me he quedado muda. Es un genio. Además, es increíblemente atractivo y está agachado en el suelo conmigo, algo que resulta inapropiado. Tengo la impresión de que esta noche he entrado en la dimensión desconocida. Es la única explicación que encuentro a lo extraño que está siendo todo.

—Yo... esto... no —consigo decir—. Gracias, ya está. Es un bolso pequeño, no le caben muchas cosas. —Recojo mi barra de labios y una carterita, las vuelvo a meter en el bolso y me levanto.

Él coge mis llaves y se pone de pie, alzándose más de treinta centímetros sobre mi metro sesenta. No me había dado cuenta de lo alto que era cuando estaba sentado a mi lado en la inauguración de la exposición de Ricco. Ni de su olor, sensual y deliciosamente masculino; pero sopla el viento y el aroma me acaricia la nariz. Es distinto a Mark, tan sofisticado y elegante. Él es más natural y, sí, al igual que su olor, más sensual.

Me dedica otra de esas sonrisas apabullantes como las que esbozó en la galería y agita mis llaves en el aire.

—Puede que las necesites dondequiera que vayas con tanta prisa.

—Gracias —le digo, y las acepto. Nuestros dedos se rozan y una descarga eléctrica me sube por el brazo, me atraviesa el pecho y me deja sin aliento. Lo miro y detecto una alarma en lo más profundo de sus ojos verdes, sólo que no sé si es del mismo tipo que la que siento yo. Puede que se trate sencillamente de que escondo tan mal mis sentimientos que sabe que me perturba, y eso le divierte.

—Te vas muy temprano —observa. Apoya las manos en las caderas empujando hacia atrás su blazer y mostrándome cómo se le ajusta la camiseta negra a un pecho impresionante. Le doy el visto bueno, como estoy segura que haría el resto de la población femenina del planeta.

—Sí —asiento. Me fijo en su cara y tiene una boca generosa que casi me corta la respiración, como todo lo que me está pasando esta noche, al parecer—. Tengo que volver a casa.

—¿Te acompaño hasta el coche?

Quiere acompañarme al coche. No estoy segura del porqué. Ni siquiera me conoce. Puede que haya sentido la misma electricidad que yo o que le divierta y quiera seguir entreteniéndose conmigo. Mark dijo que tiene un extraño sentido del humor.

—¿Por qué no me dijiste quién eras? —le pregunto, disgustada ante la idea de ser un divertimento.

Él tuerce el gesto.

—Porque entonces me habrías dicho que te encantaba mi obra aunque no te gustase nada en absoluto.

Frunzo el ceño. No estoy segura de qué pensar al respecto.

—¡Qué ladino!

—Te ahorré la incomodidad de tener que fingir que te gusta mi obra.

—No habría existido tal incomodidad. Me gusta tu obra.

—Y a mí me gusta que te guste —confiesa con un brillo afectuoso en la mirada—. Entonces... ¿puedo acompañarte al coche?

Mi huida ha sido abortada, pero ya no estoy segura de que eso sea malo.

—Vale —digo con un chillido, consternada al ver que me falta la voz. Hay una razón por la que no salgo mucho con chicos: se me da fatal. Me cohíbo y escojo al hombre inadecuado, que acaba usando ambas cosas en mi contra. Hombres dominantes, autoritarios, que me excitan en la cama y no me interesan en la vida real. Es algo genético. Estoy segura de que, de haber tenido una hermana, sería tan estúpida con los hombres como yo y mi madre. Y, aunque Chris no me parece arrogante o autoritario así de buenas a primeras, el que no me dijese antes quién era no ha sido más que una forma de controlar mi reacción. No es que piense que le gusto. Estoy pensando de más y lo sé. Chris Merit podría andar bien surtido de mujeres y, de hecho, seguramente sea así. No necesita añadir a la lista a una pobre chica como yo.

—Ya sabes mi nombre —afirma, sacándome de mi ensoñación—. Lo justo sería que me dijeras el tuyo.

—Sara. Sara McMillan.

—Encantado de conocerte, Sara.

—Soy yo la que debería decir eso —le digo—. No bromeaba cuando dije que me encanta tu obra. La estudié en la universidad.

—Estás haciendo que me sienta viejo.

—Lo dudo —replico—. Empezaste a pintar cuando eras un adolescente.

Me mira de soslayo.

—No bromeabas cuando dijiste que habías estudiado mi obra.

—Estudié Bellas Artes.

—Y ¿a qué te dedicas ahora?

Siento un pequeño puñetazo en la barriga.

—Soy profesora.

—¿De arte?

—No —respondo—. Doy clases de lengua en un instituto.

—Y ¿por qué estudiaste Bellas Artes?

—Porque me gusta mucho.

—Pero eres profesora de lengua.

—Y ¿qué tiene eso de malo? —pregunto, incapaz de controlar mi tono defensivo.

Él se detiene y se vuelve hacia mí.

—No tiene nada de malo, es sólo que no creo que quieras dedicarte a eso.

—No me conoces lo suficiente como para decir eso. No me conoces en absoluto.

—Pero he visto el entusiasmo que había en tus ojos cuando estabas en la galería.

—No lo niego. —Una racha de aire nos golpea y me pone la piel de gallina. No quiero que me analicen. Este hombre se da cuenta de demasiadas cosas—. Deberíamos seguir caminando.

Se quita la chaqueta y, antes de que me dé cuenta, me la ha echado por los hombros y me veo envuelta en ese olor terroso y primitivo tan suyo. Llevo la chaqueta de Chris Merit y de nuevo me quedo muda de asombro. Él sujeta las solapas y me está mirando. Me fijo en el tatuaje de vivos colores que le cubre todo el brazo derecho. Nunca he estado con un hombre tatuado y nunca creí que me gustaran los tatuajes, pero de pronto me estoy preguntando si tendrá más y dónde.

—He visto que hablabas con Mark —me dice—. ¿Has comprado algo esta noche?

—Ojalá —contesto con un resoplido, y mi vergüenza ante la naturalidad con la que emito un sonido tan impropio de una dama me devuelve a la realidad. Este hombre y yo pertenecemos a mundos diferentes. El suyo es un mundo de sueños cumplidos y el mío, de sueños imposibles—. Dudo que pueda permitirme uno de tus pinceles, así que no digamos ya un cuadro.

Él entorna los ojos.

—No deberías alejarte de algo por lo que sientes curiosidad. —Su voz es como una suave pasada de papel de lija que se convierte en terciopelo sobre mis terminaciones nerviosas.

De pronto, no estoy tan segura de que estemos hablando de arte y tengo la garganta seca. Trago saliva con dificultad, y, aunque no he acabado de decidirme al respecto, le espeto:

—Este verano voy a trabajar en la galería.

Él arquea sorprendido las rubias cejas.

—¿De verdad?

—Sí. —Sé que es verdad conforme lo digo. Sé que ya he decidido aceptar el trabajo—. Voy a sustituir a Rebecca hasta que vuelva. —Examino su rostro en busca de una reacción, pero no la encuentro. ¿Es impenetrable o estoy tan afectada por su proximidad que no consigo ver nada?

Sus manos siguen sujetando las solapas y se queda inmóvil durante un buen rato. No quiero que se mueva. Quiero que... no sé... Pero, bueno, sí quiero. Quiero que me bese. Es una fantasía estúpida, sin duda provocada por los diarios, que hace que me ruborice. Aparto la vista porque siento que el ardor que hay en la suya me va a abrasar. Me giro hacia mi coche y me asombro al darme cuenta de que está tan sólo a un parquímetro de distancia. «¡Cómo no!»

Él va soltando poco a poco las solapas de mi —o más bien su— chaqueta. De inmediato, camino hacia el coche, deseando con todas mis fuerzas que no se me vuelva a volcar el bolso. Lo abro con el mando a distancia y me detengo junto a la acera antes de abrir la puerta. Al darme la vuelta, me lo encuentro cerca, maravillosamente cerca. Y su olor me está volviendo loca e inunda mi vientre de calor.

—Gracias por el paseo y la chaqueta —le digo mientras me la quito.

Él se acerca a por la prenda y la coge, y yo deseo que me toque y al mismo tiempo temo que lo haga. Así de descontrolada y confundida me siento.

Sus ojos verdes arden como el fuego y me confiesa en voz baja:

—Ha sido un placer... Sara. —Y entonces se gira y echa a andar sin añadir palabra.

Horas más tarde, estoy sentada en mi cama con un pantalón amplio y una camiseta sin mangas, con las piernas cruzadas, y tengo delante la caja de Rebecca y un destornillador. No sé por qué la idea de aceptar el trabajo en la galería hace que abrir esa caja sea algo imprescindible, pero lo hace, y lo es. La tapa está adornada con rubíes y en el centro tiene grabado un motivo abstracto. El pasador que la mantiene cerrada parece viejo y fácil de romper, y su diseño es tan bonito como el del resto del recipiente.

—Qué sofisticada —murmuro, pasando el dedo por el motivo. La idea de destrozar la caja no me parece bien y tampoco la de invadir la intimidad de Rebecca. Entonces, ¿por qué, por qué, por qué sé que voy a abrirla? ¿Por qué necesito conocer su contenido? «La curiosidad mató al gato, Sara.»

No parece importarme. Mis manos se ponen a trabajar ellas solas. Deslizo la punta plana del destornillador entre la tapa y la base, y hago presión. El cierre salta con facilidad.

Me sube la adrenalina y el corazón me late con fuerza en el pecho. No tengo ni idea de por qué pendo de un hilo, por qué presiento que esta caja es tan importante, por qué siento que todo esto es importante. Abro la tapa despacio y lo primero que veo es un lujoso terciopelo rojo. Tomo aire ante lo que el terciopelo protege y mi corazón vuelve a tronar.