9
SUENA la campanilla de la puerta de la cafetería pero apenas la oigo. Todavía estoy mirando a Chris y él sigue mirándome a mí. Su mirada es cálida y mayor aún es el calor que me provoca. He conocido a muchos hombres apuestos, pero éste me impacta por otras muchas razones. Consigue estimular todos mis sentidos.
—Viene casi todos los días —susurra Ava, y rápidamente me vuelvo a mirarla. Detrás de ella diviso al empleado, que ha vuelto.
—¿Te refieres a Chris Merit? —pregunto, ansiosa por escuchar todo lo que me pueda contar del artista.
Ella asiente.
—Tiene algo, ¿verdad?
—Sí —le digo, totalmente de acuerdo con ella.
—Es el halo de misterio, creo. Por mucho que lo intento, no consigo sacarle una conversación jugosa. Bueno, es eso y, seamos sinceras, que ese hombre consigue que los vaqueros y el cuero tengan un aspecto tan apetecible como el chocolate.
La campanilla vuelve a sonar y entra un grupo de personas. Y la mujer suspira.
—Lo lamento, pero tengo que atender la barra. Tendremos que charlar más tarde.
Consigo esbozar una sonrisa, todavía consciente de que Chris me mira, todavía nerviosa.
—Supongo que eso me deja sin excusa para no hacer los deberes.
—Deberes —repite ella, poniendo los ojos en blanco—. Mark es el típico director con la regla en la mano. Siento lástima por sus empleados. ¿Qué tal si comemos juntas esta semana? Podemos quedar antes de que te vayas.
—Sí, genial —respondo sin dudar. Ella me parece muy agradable y seguramente conocía a Rebecca. «Conoce», me corrijo. Nada de pasados. Rebecca está bien—. Me encantaría.
Me suena el móvil y Ava sale disparada a atender a sus clientes, que ahora son unos cuantos más. Busco el teléfono en el bolso y me olvido de todo menos de la llamada al ver que es el número de Ella.
—¿Ella? —respondo emocionada.
Hay interferencias en la línea.
—¡Sara!
—¿Ella?
Más interferencias.
—Estoy bien. De viaje... estoy... por carretera... precioso. —Más interferencias y luego nada. La línea se ha cortado.
Suspiro y dejo el teléfono junto al ordenador sin dejar de mirarlo. ¿Por qué no me tranquiliza escuchar la voz de Ella diciéndome que está bien? Estoy preocupada hasta más no poder. Y es que todo me parece... mal.
—¿Va todo bien?
Levanto la vista y pestañeo sorprendida al ver a Chris de pie frente a mi mesa. Todas las preocupaciones quedan temporalmente aparcadas. Tiene el pelo rubio despeinado, como si se hubiese estado pasando las manos por él, y lleva una camiseta azul oscuro ajustada y unos vaqueros del mismo color. A diferencia de Mark, no es el típico guapo, sino más bien atractivo. Está para chuparse los dedos, y, si encima añadimos que su talento me resulta enormemente tentador, me cohíbo más que nunca. Intento tranquilizarme diciéndome que no he hecho nada estúpido ni ridículo que él haya podido ver. Aunque estoy bastante segura de que he estado oliendo la magdalena volcánica de un modo en que no lo haría una señorita.
—¿Bien? —pregunto con la voz áspera, afectada. Soy totalmente incapaz de hacerme la frívola con este hombre, y con ninguno, la verdad, pero con éste menos.
—Parecías molesta por la llamada.
—Oh, no —le aseguro deprisa. Me asombra que no sólo haya estado observándome, sino que no le dé vergüenza admitirlo—. Una amiga me ha llamado desde París pero la conexión era muy mala. Tenía muchas ganas de saber qué está haciendo. —Aprovecho para averiguar cuánto tiempo va a quedarse Chris en la ciudad—. ¿No me dijiste que vivías en París?
Él se acerca a la silla.
—¿Puedo sentarme?
—Sí, claro. Te lo tenía que haber ofrecido.
—Y sí —dice él, sentándose en la silla que tengo enfrente—, tengo casa en París, pero paso temporadas en un sitio y en otro. San Francisco estimula mi creatividad. No puedo pasar mucho tiempo lejos.
Me emociono al descubrir que vive aquí y siento curiosidad por su proceso creativo. Tengo muchas ganas de preguntarle cosas sobre su trabajo, pero no sé si hacerlo después de que Ava comentara que es una persona reservada. Además, la mesa es pequeña y vuelvo a percibir el olor terroso y masculino de la otra noche. El efecto es como el de una droga. No me veo capaz de hacerle preguntas inteligentes, así que me limito a una charla informal.
—No tenía ni idea de que eras de aquí; la verdad es que en estos últimos años he estado bastante apartada del mundillo del arte.
—Pero has vuelto.
—Sólo para lo que queda de verano —asiento, y observándolo con detenimiento añado—: o hasta que vuelva Rebecca.
Me mira extrañado.
—¿Es que va a volver?
—¿No crees que vaya a hacerlo?
Se encoge de hombros.
—No tengo ni la más remota idea. Apenas la conozco, pero lleva fuera tanto tiempo que di por hecho que había encontrado otro trabajo.
—Mark dice que ha pedido una excedencia. Según tengo entendido, un tipo con mucho dinero se la ha llevado a recorrer el mundo.
—Y ¿no sabes cuándo va a volver?
—Acabas de dar en el clavo. Estaré aquí hasta que ella esté de vuelta. —«O hasta que demuestre que merece la pena que me quede cuando ella vuelva», me recuerdo a mí misma.
—Hum —murmura—. Esas vacaciones con vuelta abierta resultan bastante... extrañas.
—Debe de ser una trabajadora fuera de serie.
—Sí, debe de serlo. —Me percato de que hay un matiz burlón en su forma de decirlo y estoy segura de que no le gusta Mark más de lo que a Mark parece gustarle él.
—¿Vino? —pregunta, señalando con la barbilla el libro que hay sobre la mesa.
—Por lo visto, para vender arte no basta con saber de arte. Tengo que adquirir la habilidad de hablar sobre vinos buenos, ópera y música clásica, cosas todas ellas para las que soy una negada. Me están examinando, y, dado que me gusta beber una copa de vino de vez en cuando, esto es lo que menos me intimida.
Aprieta los labios en señal de desaprobación.
—Para vender arte no tienes que saber de nada más que de arte.
—Por muy de acuerdo que esté contigo, soy esclava de las exigencias de Mark.
Las palabras de Rebecca se repiten en mi cabeza, cogiéndome desprevenida. «Sabes que tengo que castigarte.» Enseguida me siento incómoda, y el hecho de que pierda los nervios demuestra que me siguen afectando.
—No tengo ni idea de ópera o de música clásica y, sinceramente, no me importa porque tampoco me gustan. —Al momento me doy cuenta de que he metido la pata, y noto que me pongo pálida como el papel. Su padre era un famoso pianista de música clásica—. Oh, Dios. Lo siento. Tu padre...
—Era genial —dice, y su semblante es inexpresivo y su voz no se altera—. Pero, como con todo, el gusto por la música se puede adquirir. ¿Hasta qué punto eres una negada para los vinos?
Parpadeo ante el cambio tan brusco de conversación y estoy tan sorprendida que pierdo la habilidad de depurar mis comentarios.
—Sé leerlos en la carta para pedírselos al camarero.
Los ojos verdes de Chris brillan divertidos y su actitud pasa de la seriedad a la relajación en un instante.
—Y ¿cómo escoges el vino?
—Es un método muy complejo —le explico—. En primer lugar, depende de mi estado de ánimo. ¿Me apetece blanco o tinto? Una vez hecha esta elección, paso a elegir si lo quiero frío o no. Y, por último, el paso tres, que viene a ser: cuál es la copa de vino más barata que se ajusta a los criterios anteriores sobre los que ya he decidido.
Él sonríe, pero no se ríe de mí, y me siento encantada y halagada a partes iguales.
—Sabes que vives en un país vinícola, ¿verdad? —se burla. Hay un atractivo flirteo en su voz que espero que no sean imaginaciones mías.
—Ni en mi casa ni en el colegio donde doy clases hay viñedos en el patio. Supongo que soy tremendamente inculta.
Se pone serio.
—No eres inculta, ni mucho menos, pero supongo que todo esto está pensado para que te sientas así. Mark busca los puntos débiles para desarmar a la gente. El desconocimiento de esas materias no es un punto débil, a menos que tú permitas que lo sea.
Ladeo la cabeza, observándolo.
—No te gusta Mark, ¿verdad?
—Que me guste o no es irrelevante. Cumple con su trabajo.
En otras palabras, no le gusta Mark.
—¿Ha intentado encontrar tu punto débil?
—Él intenta encontrar el punto débil de todo el mundo.
Está evitando responder con sinceridad y no se me ocurre cómo preguntárselo otra vez.
—Me temo que ha encontrado mi punto débil o más bien mis puntos débiles con bastante facilidad.
—Mejor será que dejes que tus clientes sean los expertos en todo mientras les haces preguntas y alimentas sus egos. Si te ciñes al arte, triunfarás.
—Eso es lo que yo llamaría «un plan brillante».
Esboza una pequeña sonrisa.
—¿Brillante? Me gustan las palabras que utilizas.
Frunzo la boca.
—Como si no escucharas todo el tiempo decir que tu obra es brillante.
—No presto atención a todo lo que se dice sobre mí. Además, por cada «brillante» hay una crítica.
Observo un momento su mandíbula marcada y sus ojos verdes y sagaces, y soy consciente de que he dejado de ser un manojo de nervios y miedos. En este momento me siento muy relajada, teniendo en cuenta que Chris ha conseguido estimular cada una de las hormonas que hay en mi cuerpo, algunas incluso cuya existencia desconocía.
—Hoy he vendido otros dos cuadros tuyos.
Su mirada se suaviza y se vuelve afectuosa al mismo tiempo.
—Y lo has hecho sin saber nada de vinos ni de ópera. ¿Cómo puede ser?
Noto que me estoy riendo de buena gana y eso me hace sentir bien. Hasta este momento, no me había percatado de lo tensa y lo nerviosa que estaba, y me sorprende que un hombre al que apenas conozco consiga desarmarme. Nuestra risa se disuelve en una corriente crepitante que me corta la respiración. Nos quedamos mirándonos a los ojos y siento calor bajo el vientre. Deseo a este hombre, pero no le llego ni a la suela del zapato. Y lo sé, pero a mi cuerpo no parece importarle. No soy más que un barco que pasa, una profesora que volverá a sus clases, y él es un hombre de un talento increíble, un hombre que vale millones, que ha visto cosas de las que yo sólo he leído.
—¿Eres uno de esos que se las dan de entendidos en vino? —inquiero, deseosa por saber más sobre lo que estimula un talento como el suyo.
Su humor cambia de forma instantánea, deja caer los párpados y la tensión en el aire se hace palpable. Me arrepiento de haberle hecho esa pregunta, aunque no sé qué tiene de malo.
—Sé mucho de vinos —dice con tono inexpresivo. Baja la vista hacia el reloj de cuero que lleva, más propio de un motero que de un millonario como él, y entonces vuelve a mirarme—. Tengo una reunión con tu jefe y debo irme ya—. Me observa con mucha atención y sus ojos se tornan de nuevo afectuosos, de modo que casi puedo ver cómo el hielo de su mirada se derrite ante mis ojos—. No le sigas el juego, Sara, y no podrá utilizarlo contra ti. —Se levanta de la silla—. Hasta la próxima.
—Hasta la próxima —repito yo en voz baja, preguntándome si habrá una próxima vez. Se acerca con paso lento y decidido a su mesa y coge una mochila y una chaqueta de cuero. Lleva botas de motero, cuero negro y hebillas plateadas. Siempre he preferido a los hombres de traje, hombres refinados, bueno, como Mark. Chris no es nada de eso pero despierta mi curiosidad en todos los aspectos.
Espero que pase por mi mesa y aguanto la respiración, aguardando, intentando pensar en algo ingenioso o divertido que decirle, preguntándome qué me dirá. Pero desaparece por un pasillo trasero que supongo que será una salida. Se ha ido y me planteo si será para siempre, si volveré a verlo alguna vez.
Una hora después de mi encuentro con Chris, me suena el teléfono y Mark me ordena que vuelva a la galería. Como un soldadito bueno, recojo mis cosas y me dispongo a hacer lo que se me dice.
—Muy bien —dice Ava, que se planta justo a mi lado—, tenemos que comer juntas. Nunca había visto a Chris Merit hablar con alguien durante tanto tiempo. Quiero una primicia.
La miro extrañada ¿Primicia? No tengo ninguna primicia que darle, pero, aunque la tuviera, mi pequeño encuentro con Chris es algo privado y personal. No se lo contaría a nadie.
—No hay nada que contar. Vendí varias obras suyas y me lo estaba agradeciendo.
Ella mueve una ceja oscura.
—Lo has hecho más rico de lo que ya es. Eso sí que es una forma de llamar la atención de un hombre. Y vaya si lo has hecho. Parecía como si quisiera engullirte. Mañana te llamo y quedamos para comer, a menos que te vea antes por aquí —se marcha corriendo y yo me quedo mirándola.
¿Devorarme? ¿Parecía que Chris quería devorarme? Repito mentalmente mi encuentro con Chris e intento pensar en algún momento tórrido que ella haya podido presenciar. En algunos momentos, he sentido una chispa entre nosotros, pero no me he atrevido a pensar que fuese algo más que una ilusión mía.
Un mensaje de Mark hace vibrar mi teléfono. «La estoy esperando.» Tuerzo el gesto. Es un fanático del control y no me cuesta nada imaginármelo como el hombre dominante que aparece en los diarios. La idea me resulta erótica y me asusta al mismo tiempo porque no sé dónde está Rebecca. En el fondo, estoy segura de que ha desaparecido para siempre, víctima de un daño irreparable.
Desecho estos pensamientos tan sombríos y vuelvo a la galería. Amanda está en recepción, recogiendo sus cosas para marcharse a casa.
—Mark te está esperando en su despacho —me anuncia.
—Y ¿dónde está?
Ella se sonríe.
—Es la puerta que hay al final de tu pasillo. Buena suerte, espero verte mañana.
Me pongo pálida.
—¿Cómo que lo esperas?
Ella levanta las manos.
—Oh, no, me has malinterpretado. No pretendía decir que iban a despedirte, sino que espero que vuelvas. Sé que no te gustan las pruebas.
Me relajo un poquito.
—Volveré.
Sonríe y se cuelga el bolso del hombro.
—Muy bien. Genial. Y que sepas que me encantará examinarte si te sirve de algo.
—¿Sabes de vino, ópera y música clásica?
—No —responde—, ni quiero. Pero eso no significa que no pueda ayudarte a estudiar. Me parece que sería estupendo tenerte aquí. Tengo esa impresión.
Una sonrisa se dibuja en mis labios.
—Gracias, Amanda. Agradezco tu oferta y es probable que la acepte.
—Espero que lo hagas —afirma—. Hasta mañana. —Baja la voz—. Buena suerte con La Bestia. Así es como lo llamamos. Resulta de lo más apropiado.
Con las risas que el apodo me provoca y que tanto necesito, atravieso de mala gana la puerta que hay a la derecha de la recepción y que lleva a la zona de despachos. Me consume la sensación de andar balanceándome sobre una cuerda, a punto de caer. Llamo a la última puerta y oigo la voz profunda de Mark diciéndome que pase. Esa única palabra contiene más autoridad que la que la mayoría de las personas podrían reunir en toda una frase. Este hombre es, desde luego, el colmo del autoritarismo.
Me recoloco el maletín y el bolso en el hombro y empujo la puerta, arrepentida de no haber dejado las cosas en mi despacho. En el momento en que veo el de Mark, olvido la molestia de la carga debido a la espectacularidad del espacio oval en el que destaca una enorme mesa de cristal.
Me abruman las magníficas obras que hay colgadas en las paredes a izquierda y derecha. En cierto modo, estoy segura de que Mark quería que viese este lugar, que lo viera como un ser poderoso, más rey que hombre, en el centro de todo.
Pero lo que más me fascina es el impresionante mural que cubre toda la pared semicircular que rodea al Rey. Mis ojos recorren una representación exquisitamente ejecutada de la Torre Eiffel y enseguida reconozco la técnica y al artista: es la maestría de Chris. Estos dos hombres fueron amigos. Deben de haberlo sido, y, sin embargo, ahora apenas se soportan el uno al otro.
—¿Qué tal el café, señorita McMillan?
Mi atención pasa rápidamente del mural a Mark y pienso en cómo consigue que una pregunta suene como una exigencia. «No le sigas el juego, Sara, y no podrá utilizarlo contra ti.» Las palabras de Chris se repiten en mi cabeza y resuenan en mi interior, pero me siento atrapada. No puedo dejar que me despidan sin antes descubrir qué le ha pasado a Rebecca.
—El café era excelente, gracias por la segunda taza. Me ayudó a aclararme ante tantísimo vino en tan poco tiempo.
—Siéntese y dígame qué ha estudiado y qué ha aprendido.
Señala las sillas de cuero que hay frente a su mesa con un gesto que indica que quiere que me siente en la de la derecha. Siento el impulso de sentarme en la que está a su izquierda, consciente de que eso lo molestaría. Tengo un conflicto con este hombre. Quiero complacerlo. No quiero complacerlo. Pero lo que prevalece es mi experiencia con hombres dominantes como Mark y opto por no hacer ninguna de las dos cosas. El punto hasta el que ceda en este momento determinará hasta dónde esperará que ceda más adelante.
Al ver que no me muevo, arquea una ceja.
—¿Tan intimidante soy, señorita McMillan, que no quiere sentarse?
Mi barbilla se eleva y miro sus ojos de color gris acerado.
—Por mucho que lo intente, señor Compton, no, no lo es. Pero, por el contrario, sus pruebas sí. Preferiría esperar a estar instruida en mis conocimientos para poder impresionarlo de manera adecuada. Pero no quiero tener que esperar hasta entonces para trabajar en la zona de ventas.
—No siempre se obtiene lo que se desea, señorita McMillan. —Su rostro es inescrutable, pero su voz es más grave, aterciopelada, y, por una vez que no es la primera hoy, no estoy segura de si estamos hablando de trabajo—. Todo lo que hago está calculado y tiene un propósito. Eso lo aprenderá más pronto que tarde. El viernes por la noche tendremos aquí una degustación de vinos. Los asistentes no son alumnos de instituto. Son clientes ricos y refinados, de gustos refinados. Necesito que esté preparada para atenderlos. Necesito que se centre en prepararse para ese evento.
«Refinados.» La palabra escuece como un insulto: ya sea real o imaginario, el efecto en mí es el mismo. Me embarga la sensación de incompetencia, un enemigo que había desaparecido hacía mucho tiempo y que amenaza con doblegarme. La ira estalla en mí de forma desagradable e inesperada y resulta muy fácil aferrarse a ella.
—Entonces será mejor que me vaya a casa a estudiar. —No sé cómo, mi voz permanece inalterable.
Sus mirada se agudiza y oscurece, y estoy segura de que sabe que ha tocado un punto conflictivo. Tengo que aprender a controlar mis reacciones y mantener la compostura.
—¿Sabe usted que Riptide organiza muchos eventos de degustación de vinos con la colaboración de algunas de las bodegas más importantes del mundo?
Lo miro extrañada.
—No, no lo sabía.
—¿Sabe usted que organizamos un evento benéfico anual junto con la Trans-Siberian Orchestra?
El alma se me cae a los pies. ¿Por qué no lo habré investigado?
—No, no lo sabía.
—Por lo tanto, seguro que se ha dado cuenta de que sólo estoy tratando de ayudarla, Sara —dice—. He previsto para usted algo más importante que un verano en la sala de exposiciones. Si eso no es lo que desea, por supuesto mañana le daré carta blanca para que venda en la galería si eso la hace feliz.
Mi ira se transforma en pánico.
—No, no es eso lo que quiero. Quiero hacer más. Puedo hacer más.
—Pues entonces confíe en mí.
Trago saliva con dificultad, desconcertada ante sus palabras.
—Sí. Yo... vale. Aprenderé todo lo que necesite que aprenda.
Me mira con aprobación.
—Bien. Le voy a dar esta noche de plazo. Váyase a casa y estudie. Mañana a primera hora la examinaré para ver a qué distancia estamos de donde tenemos que estar.
Me está diciendo que me vaya y lo confirma echando mano del teléfono.
—Gracias —murmuro, y me dirijo al pasillo con la cabeza hecha un lío. No me explico cómo he permitido que un trabajo de verano se convierta en un alegato en favor de una nueva vida, pero así es y ya no hay vuelta atrás. Trabajar para Riptide, incluso a través de esta galería, sería un sueño hecho realidad. Es algo que deseo como jamás he deseado ninguna otra cosa en la vida.
Al pasar por mi puerta, huelo a rosas desde el pasillo. Vuelvo sobre mis pasos y me doy cuenta de que me he dejado la vela encendida durante todo este tiempo. Estoy deseando salir de aquí, llegar a casa y tratar de analizar lo que me ha pasado hoy, lo que me ha pasado desde el día en que empecé a leer el diario de Rebecca.
Rápidamente, apago la llama y descubro sobre mi silla un sobre tamaño carta en el que han garabateado mi nombre. Reconozco la letra. He estudiado su firma, su escritura. Rodeo la mesa, cojo el sobre y salgo deprisa por la puerta. No quiero abrirlo aquí. Quiero esperar a estar sola antes de atreverme a echarle un vistazo.
Una vez en el coche con el seguro echado y el motor en marcha, me quedo mirando mi nombre en el papel amarillo sin saber a qué estoy esperando. En un impulso frenético, abro el sobre, saco un pedazo de papel de dibujo y me quedo boquiabierta.
Dentro hay un dibujo en el que aparezco sentada a la mesa de la cafetería totalmente abstraída y está firmado por el artista. Me he convertido en un original de Chris Merit.