20
UNOS minutos más tarde, me llegaron el cepillo y la pasta de dientes a través de un conducto que hay en la pared junto a la nevera y que se asemeja a un cajero automático. Corrí a cepillarme los dientes antes de comer, cosa que a Chris le pareció muy divertida, y regresé.
Ahora estoy sentada con Chris a la mesa de la cocina y cada uno tiene delante un café endulzado con una crema de avellana que al parecer no es fácil de encontrar en París y que además es una de sus favoritas.
—Nunca lo había probado con avellana —confieso—. Soy más bien una chica convencional. —Esta estúpida afirmación se me escapa antes de que pueda retenerla.
Chris tuerce los labios.
—Bueno, yo aspiro a acabar con ese convencionalismo. —Señala mi taza con la barbilla—. Pruébalo.
Ay, santo cielo, tenía que entrar al trapo, pero he sido yo quien lo ha provocado. Me pregunto qué significa para él ser convencional. ¿Tenerme contra esa ventana? ¿Eso era convencional? No para mí, pero llevo mucho tiempo siendo convencional y por fin me estoy permitiendo pedirle más a la vida.
—O, si lo prefieres, en lugar de beber puedes decirme lo que estás pensando —sugiere Chris.
—Ah. —Parpadeo y me doy cuenta que estoy pensando demasiado y, obviamente, sobre el comentario que acabo de hacer de los convencionalismos.
—No. Creo que no voy a compartir esos pensamientos.
Él me mira intrigado, pero lo ignoro y, como toda respuesta, doy un sorbo al café con crema caliente con sabor a avellana.
—Está bueno. Muy bueno.
Su rostro expresa aprobación y el tono de su voz es todo sexo y sugerencia.
—Sabía que en tu futuro habría algo más que convencionalismos.
Me arden las mejillas ante lo insinuante de la observación.
—Y ella se sonroja como buena maestrilla —comenta él—. Eres una enorme contradicción con patas, ¿verdad, Sara?
Por supuesto, tiene razón. Siento como si nadara entre dos orillas: la de una vida sencilla e insulsa y la de una vida oscura y erótica. Y no puedo alcanzar ninguna de las dos. Me encojo de hombros como respuesta.
—Supongo que lo soy.
—Supongo que lo eres.
Mientras comemos, se instala entre nosotros una tensión sexual, y tengo más hambre de lo que pensaba porque el primer bocado me despierta el estómago y las papilas gustativas.
—Yo diría que podrías participar en el programa Top Chef. La tortilla está buenísima.
—Las tortillas son muy fáciles de hacer, es difícil que salgan mal.
—Eso es que no has probado las mías —le aseguro. Entonces, él se echa a reír y yo suspiro y miro por la ventana. La ciudad es un lienzo matutino pintado con un cielo azul claro y brillante, kilómetros de agua y los bordes irregulares de las montañas y edificios aquí y allá conformando un cuadro completo y perfecto.
—Estar aquí es como estar en la cima del mundo y ser intocable. —Apoyo un codo sobre la mesa y descanso la barbilla sobre la mano para añadir con nostalgia—: Sin duda, supera a mi casa y sus vistas al aparcamiento. —Miro a Chris—. ¿Tu estudio tiene estas vistas también?
—Sí, luego te las enseño si quieres.
Me embarga la emoción ante la idea de ver dónde trabaja.
—Me gustaría muchísimo.
—La vista desde el estudio es la razón por la que compré la casa. Es una enorme fuente de inspiración para mi trabajo porque adoro esta ciudad. Es mi hogar y siempre lo será.
—¿Cuándo te mudaste a París?
—Mi padre nos llevó con él cuando yo tenía trece años.
Hago un esfuerzo por recordar cualquier cosa que haya leído sobre su familia aparte de noticias sobre su padre, pero no recuerdo nada.
—Y tu madre está...
—Muerta.
—Vaya. —Dejo caer el codo y me enderezo. Esa respuesta de una sola palabra me ha transmitido más cosas que muchas historias contadas de principio a fin—. Lo siento.
—Yo también siento lo de la tuya. —El sonido de su voz se atenúa y se torna serio.
Lo observo e intento descifrar su rostro impasible. Y estoy tan deseosa de comprender a este hombre que me atrevo a entrar donde seguramente no debería.
—¿Cuántos años tenías cuando ella murió?
Aguanto la respiración y espero una respuesta que no sé si me dará. Después de todo, ha confesado que no está dispuesto a compartir detalles de su vida privada con la mujer con la que... ¿sale? ¿Folla? No estoy segura. De hecho, hay demasiadas cosas sobre las que no estoy segura en este momento de mi vida.
—Un accidente de coche cuando yo tenía cinco años.
Suelta la información sin dudarlo, casi como si citara la historia de otra persona, pero yo lo veo como lo que es: un mecanismo de supervivencia. Conozco de sobra ese mecanismo. O encuentras un sitio donde colocar las cosas, donde manejarlas, o acabas destrozado.
—Yo tenía veintidós años cuando perdí a mi madre —le digo, sin ofrecerle palabras de consuelo. Yo ya las he recibido muchas veces. Sé que no ayudan—. Sufrió un ataque al corazón el día en que me graduaba en la universidad.
Me mira y compartimos un momento de comprensión, de pérdida, de saber que no hay nada más que decir. A los dos nos ha pasado algo horrible. A ambos nos horroriza el ronroneo consolador de los que descubren nuestra pérdida. Ambos lo entendemos y nos entendemos mutuamente. Sencillamente... lo entendemos. Corren los segundos y creo que he compartido más en estos minutos con este hombre, a quien conozco desde hace tan sólo unos días, que con nadie excepto tal vez mi madre. Nos entendemos el uno al otro como pocos pueden hacerlo.
Es Chris quien rompe el silencio al señalar mi plato cuando va a coger el tenedor.
—Come antes de que se enfríe mi obra maestra.
Asiento con la cabeza y, al unísono y sin mediar palabra, cogemos los tenedores y volvemos a comer en silencio, pensativos. Podría hacerle muchas preguntas, pero no las hago. Preguntas personales sobre su familia que sé que no puedo hacer ahora, si es que puedo hacerlas alguna vez. Él ya ha compartido conmigo más de lo que esperaba, igual que yo con él. Sin embargo, con esta nueva revelación sobre su madre, tengo más ganas que nunca de conocerlo.
—¿Por qué escogiste la pintura? —le pregunto—. ¿Por qué no un deporte o el piano como tu padre?
Su mandíbula se tensa. Es apenas perceptible, pero lo noto y me pregunto por qué. ¿Qué nervio he pinchado?
—Mi padre salió con una artista bastante famosa que decidió que yo necesitaba una válvula de escape que no fueran las peleas de patio de colegio en las que me estaba metiendo por mis accesos de ira.
—Espera. ¿Te peleabas? No tienes aspecto de peleón.
El caso es que dejó prácticamente aplastado a Mark, que parecía intocable, usando nada más que palabras.
—Era un adolescente. Estaba en un sitio nuevo y no conocía el idioma. Para los otros niños, yo era un intruso. Las opciones eran pelear o dejar que te dieran una paliza. No me gusta que me peguen. El problema era que, una vez que empecé a pelear, busqué razones para seguir haciéndolo. Yo estaba enfadado por estar en París y quería regresar aquí. El resultado fue que me echaron del colegio.
—Uf. Y tu padre ¿qué hizo?
—Él ni siquiera se enteró. Su pareja de entonces, la artista que te he mencionado, intervino y me hizo volver al colegio. Entonces, se sentó conmigo un día y me dijo que no sabía manejar mi enojo y que debía encontrar la forma de canalizarlo. Me puso un pincel en la mano y me animó a que hiciera algo que mereciera la pena mirar.
—Y ¿qué dibujaste?
Se ríe.
—A Freddy Krueger, de Pesadilla en Elm Street. Una de mis mejores obras hasta la fecha, debo añadir. Intentaba hacerme el listillo.
Me río.
—¿Tú? ¿Listillo? Jamás.
—¿Crees que soy un listillo?
—Pediste cerveza en una cata de vinos.
—Pero tienes que admitir que la evidente incomodidad de Mark no tenía precio.
Por mucho que me gustaría aprovechar esta oportunidad para hablar sobre los acontecimientos de la noche anterior, prefiero que siga hablando de sí mismo.
—No pienso alimentar la contienda entre tú y Mark. ¿Qué pasó cuando le enseñaste el dibujo de Freddy?
—Me dijo que seguía teniendo problemas con la ira pero que tenía muchísimo talento y que si no lo ponía a trabajar me echaría encima a Freddy Krueger.
—Y así empezó todo —le digo en voz baja. La historia me enternece, y me pregunto quién sería la artista que lo ayudó, pero ya he supuesto que Chris hace todo con una intención determinada, incluso el evitar mencionar su nombre.
—Y así empezó todo.
Me observa con interés, y, al ver que su mente está trabajando, se me eriza la piel como preludio al interrogatorio que me he ganado con todas mis preguntas.
—Entonces, Sara —empieza lentamente—. Dime. ¿Hasta qué punto es rico tu padre?
Aspiro y empujo hacia un lado mi plato. Él me ha contado más de lo que esperaba que me dijera, más de lo que asegura que no cuenta a nadie. No puedo negarme de ningún modo a contestar, y sé que a él no le interesa el dinero tanto como las razones por las que me aparté de él.
Subo los pies a la silla y me abrazo las rodillas, de forma que la bata se convierte en una capa, una especie de refugio.
—Es el director ejecutivo de Neptune Technologies.
Él arquea una ceja.
—¿Los de las redes de cable?
—Sí.
Se acomoda en el respaldo de la silla para observarme.
—¿Y vives en un sencillo apartamento con un sueldo de profesora?
—Sí.
—Hasta ese punto lo odias.
No es una pregunta, así que no respondo. Me levanto para coger la cafetera y luego vuelvo a la mesa. Le ofrezco la cafetera a él. Él me acerca su taza y yo se la lleno. Levanta la mirada hacia mí y sus ojos me miran inquisitivos.
—Gracias.
Asiento, lleno mi taza y luego dejo la cafetera en su sitio y me siento. Me echo la crema en el café y lo remuevo, evitando su mirada escrutadora.
—¿Hablas con él? —me anima, sin preocuparse por si me presiona como hacía yo en su lugar.
Doy un sorbo al café, sin prisas por ofrecer una respuesta, pero al final acabo confesando:
—No, y no hablo de él, Chris. —Y añado la palabra con la que él suele hacer hincapié—: Nunca.
Él ignora que evidentemente estoy suplicando que cambie de tema.
—En realidad, ¿cuándo fue la última vez que lo viste o hablaste con él?
—Me despedí de ambos en el funeral. —Doy otro sorbo al café y deseo que fuese una reconfortante taza de chocolate en lugar de un brebaje hecho con granos de café molido. Cuando bajo la taza, Chris me sigue mirando.
Parece desconcertado.
—Ella murió de un infarto, ¿verdad?
Asiento.
—Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que culpas a tu padre de su muerte?
Aprieto los labios.
—Lo culpo por la vida miserable que tuvo.
De pronto, lo comprende todo.
—No aceptaste ni un solo céntimo. Te marchaste sin más.
—Sí. —Se me forma un nudo en la garganta—. Lo que me hace pensar en lo que sucedió anoche. No sé qué es lo que pasa entre tú y Mark, pero...
—No es una pelea de gallos —bromea, y podría jurar que está intentando parecer animado.
Me muero de vergüenza ante un recuerdo del que no puedo escapar.
—Todavía no puedo creer que dijera tal cosa.
—No somos enemigos —añade, en respuesta a algo que no he preguntado aunque pensaba hacerlo—. Es sólo que lo conozco y sé cómo funciona. No toleraba ni toleraré que te manipule.
—Soy una empleada que trata de abrirse camino en un puesto de trabajo fijo, un puesto por el que se paga más de lo que gana un becario en sala.
—Y tu desesperación por conseguirlo era patente. Él no puede manipularte. Si piensa que tienes algo que ofrecer, te dará una oportunidad en Riptide, pero sin las falsas ilusiones que te estaba generando.
—Mi padre es el mayor de los egoístas y sé manejarlo bien. Puedo apañármelas con Mark, Chris.
—No recibiste nada de tu padre, Sara. No supiste «manejarlo bien». Cualquier padre que se precie cuidaría de su maldita hija, por muy testaruda que se ponga negándose a aceptarlo. Mereces que te cuiden.
Enfadada, me levanto.
—No tienes derecho...
Él ya está de pie, se alza por encima de mí.
—Y ¿qué pasa si quiero tenerlo?
—No eres el tipo de hombre al que le gustan las novias, Chris, y por eso estoy aquí. No soy de esas mujeres a las que le gustan los novios. Nada de vidas de color de rosa, ¿recuerdas? Ambos coincidimos en eso. Insististe. Por lo tanto, puedes joderme a mí pero no puedes joderme la vida. Ésta es mi oportunidad de demostrar que puedo alcanzar mi sueño igual que tú has alcanzado el tuyo. Te agradezco la comisión. De verdad. Más de lo que tú crees, pero eso no cambia nada. Si no consigo algo más que dinero, me convertiré en el perrito faldero de mi padre, bebiendo su dinero a lengüetazos. —Tengo el corazón a punto de explotar—. Necesito vestirme e irme a casa. —Echo a andar.
—¿Ya vas a salir corriendo? ¿Con tanta facilidad te asusto?
Me detengo de golpe, molesta.
—No estoy huyendo —siseo, encarándome.
—A mí me parece que sí. La primera vez que aprieto un botón que no te gusta, saltas.
—Unos pocos orgasmos no te otorgan el control sobre mi vida.
—¿Sabes, cariño? Sé que estoy jodido. Pero, si piensas que el tipo que intenta protegerte en lugar de pisotearte es el que está intentando dirigir tu vida, es que estás tan jodida como yo. Alejarte de tu padre no es manejarlo. Es huir.
Golpea cada uno de mis puntos débiles.
—¿Quieres que me aleje de la galería y de Mark y a eso no lo llamas controlar?
Su rostro se torna sombrío y entonces se acerca a mí, me aprieta con fuerza contra su cuerpo y desliza la mano por entre mi pelo.
—Porque Mark quiere follarte, Sara, y yo no comparto. O estás conmigo o no lo estás. Decídelo ahora.
Apenas puedo respirar. Está celoso. Chris está celoso. Cuesta creerlo, y por eso lo deseo cada vez más, lo cual seguramente implica que tiene razón. Estoy jodida. Y eso ya lo sé. Pero se equivoca si piensa que me gusta que me pisoteen. Ya he pasado por eso, ya lo he hecho, y no pienso volver a meterme ahí.
—Si me quieres, Chris, acepta mi trabajo y apóyame.
—¿Qué crees que intentaba hacer cuando anoche le arrebaté a Mark el control que tenía sobre ti? Pero, maldita sea, Sara, dime lo que quiero escuchar. Dime que no lo deseas.
—No. Sólo a ti. —Y de repente me está besando, metiéndome la lengua, acariciándome hasta hacerme perder el sentido. Nos acariciamos por todas partes y nos besamos, y prácticamente ni me doy cuenta de que la bata ha caído al suelo.
—¡Joder!, me estás volviendo loco —gime. Me aprieta contra la pared, me acaricia los pechos, juega con mis pezones, me devora la boca.
Noto que se está quitando los pantalones.
—Date prisa —le suplico—, necesito...
Me besa.
—Yo también, cariño, yo también.
Y entonces, no sé cómo, lo tengo dentro. ¡Madre mía! Sí. Está dentro de mí, hinchado, duro, y yo ya no estoy sobre el suelo ni contra la pared. Me ha levantando y mis piernas rodean su cintura. Me embiste y me deja caer encima de él, y me empuja de tal modo que me estoy inclinando tanto que podría caerme, ya que sólo él me sujeta. Me rodea la cintura con el brazo, su poderoso cuerpo me embiste, su mirada lasciva recorre mis pechos, y me sujeta. No me dejará caer. Y ese convencimiento, esa certeza que proviene de algún recóndito lugar de mi interior, hace que me deje llevar. Me permito sentir y no pensar. Estoy perdida en la pasión, en el momento y en la forma en que empuja dentro de mí. El placer que me provoca crece y es más de lo que puedo soportar. Un orgasmo me recorre en una ráfaga intensa y repentina, y mi cuerpo se cierra alrededor del suyo. Él gime por el impacto, y, Dios, ese gemido es la excitación personificada. Siento el calor húmedo de su orgasmo y, al haber superado el mío, estoy lo suficientemente despejada como para deleitarme en la belleza de su rostro, que expresa el placer que le estoy dando. Estoy absorta en su contemplación, aferrada a cada segundo de su orgasmo, observando cómo poco a poco se va relajando la tensión de sus facciones.
Me abraza con fuerza y esconde la cara en mi cuello. Se queda así un buen rato, inmóvil, aguantando mi peso y el suyo. Miro hacia la ventana y me doy cuenta de que a nuestros pies están el mar azul y la espléndida ciudad, de que aquí me siento protegida como en ninguna otra parte, aunque sólo sea momentáneamente.
Chris me deja caer despacio hasta el suelo y me ofrece una toallita de papel que yo acepto con recato en un ataque de timidez. Así es, últimamente soy una pura contradicción. Él se pone los pantalones y luego coge la bata y me envuelve con ella.
—Me gustaría llevarte a un sitio y enseñarte algo que creo que te va a gustar —dice—. Y pernoctar fuera, si es posible.
¿Pasar una noche fuera con Chris? La idea me emociona más de lo que debería y me recuerdo a mí misma que esto no es más que una aventura. Disfrutar mientras pueda. No encariñarme. No enamorarme de él.
—¿Adónde? —pregunto.
—¿Eso es un sí?
Asiento.
—Sí.
—Entonces es una sorpresa, pero te gustará, te lo prometo. —Dirige la vista a un reloj—. Pero, si vamos a hacer todo lo que quiero hacer, tenemos que ponernos en marcha.
—Tengo que ir a mi casa a ducharme y a coger ropa. Ni siquiera tengo una camisa para el camino.
—Puedes utilizar mi ducha y dejar que yo me encargue de la ropa.
—Chris...
Me coge en brazos y grito.
—¿Qué estás haciendo?
—Llevarte a la ducha. Yo, Tarzán. Tú, Jane. Haz lo que te digo.
Me río de la estupidez y creo que si hay alguien contradictorio es él. Un hombre rudo, duro y viril y al mismo tiempo un osito. Pasamos por delante de la mesa del salón.
—¡Espera! Necesito el bolso.
Él da marcha atrás y se inclina lo suficiente como para que lo alcance.
—Mi falda...
—Te conseguiré ropa —afirma. Sube por los escalones del salón hasta el vestíbulo junto al ascensor y me mete por otro pasillo en el que ni siquiera me había fijado. Luego, asciende por unas escaleras en curva que desembocan en su dormitorio, que es espectacular. Una enorme cama negra sobre una tarima con una vista increíble, que sólo consigo ver de paso antes de que me deposite en el suelo de mármol blanco de un cuarto de baño tan grande como mi dormitorio.
—Te voy a dejar aquí sola y voy a cerrar la puerta, porque si me quedo contigo no salimos de aquí.
Abro la boca para protestar, pero es demasiado tarde. Me besa rápido y fuerte en la boca y luego sale de la habitación y cierra la puerta detrás de él. Estoy sola en el baño de Chris Merit y lo único que puedo hacer es sonreír.