23
NOS conducen a un comedor privado de forma circular. Chris me sujeta la silla y me acomodo cerca de una ventana oval que da a las verdes montañas y a un glorioso horizonte azul. Cuelgo el bolso en la silla y me quedo asombrada ante la vista.
—Es espectacular.
Chris ocupa el asiento bajo la ventana que hay frente a mí y se quita la chaqueta de cuero que se puso cuando salimos de la habitación.
—La comida también lo es, pero, como te voy a llevar a una bodega especial que sirve los vinos con fruta y queso, sugiero que comamos ligero. Podríamos tomar un brunch en el restaurante mañana antes de salir, si te parece.
—Sí, claro. Me parece perfecto. —Estoy derretida por lo romántico que es este lugar y por su forma de comportarse, pero me digo que no debo dejarme llevar. No se trata de un romance. Es una aventura sexual. Después de todo, no llevo ni bragas ni sujetador.
—¿Hay algo que te apetezca en particular? —me pregunta después de dejarme estudiar la carta durante un rato.
—Todo. Me muero de hambre. —Son casi las tres y no hemos comido desde por la mañana temprano.
Viene el camarero y Chris me mira arqueando una ceja.
—¿Has decidido?
—Sí. Ensalada Cobb para mí.
Él le entrega nuestras cartas al camarero.
—Una hamburguesa para mí. Hecha. Y tráiganos una botella de la selección de vinos recomendados, el Robert Craig zinfandel.
El camarero hace una pequeña reverencia.
—Enseguida, señor Merit.
—¿No vas a pedir cerveza? —le pregunto cuando el hombre se aleja.
—No es bueno mezclar alcohol, y tengo unos cuantos amigos por estos rincones del mundo que me arrancarían el pellejo si me viesen beber cerveza en lugar de vino.
Me sorprende mucho que conozcan a Chris aquí y que el camarero y el portero lo llamen por su nombre. De pronto, me siento mal. «Nunca traigo a mujeres a mi casa.» ¿Es aquí adonde las trae? ¿Aquí es donde bebe y cena con ellas y practica la sumisión sin braguitas?
—¿Con qué frecuencia vienes aquí?
—Un par de veces al año. —Me mira de forma sagaz y exhaustiva y estoy segura de que me está leyendo el pensamiento. Odio ser tan transparente, tener nudos en las entrañas y reaccionar como lo estoy haciendo. Me preocupa encariñarme con Chris y no quiero que me hagan daño.
Chris desliza un folleto desde el borde de la mesa hasta ponerlo delante de mí.
—Vengo por esto.
Miro sorprendida lo que parece ser un anuncio de la galería de arte del complejo y trago saliva al ver la lista de artistas, que incluye a Chris. He sacado conclusiones y se me ha notado.
—Y, para que te quede claro, Sara, hasta ahora, nunca había traído a una mujer aquí.
Lo miro sobresaltada.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Dímelo tú. ¿Por qué has venido?
—Porque tú me lo has pedido.
—Estoy seguro de que muchos hombres han ansiado hacer una escapada contigo, incluso cuidar de ti, y tú los has rechazado.
Cierto. Apenas he salido con nadie desde que estaba en la universidad y las pocas citas que he tenido han sido un desastre.
—Y yo estoy segura de que hay muchas mujeres que han ansiado tener algo más contigo.
Él me observa durante un buen rato.
—¿Por qué cinco años, Sara?
Este sondeo inesperado me acelera el pulso.
—Creí que no hacías preguntas personales.
—Contigo he hecho muchas cosas que no hacía.
—¿Por qué?
—Porque tú eres tú.
—No sé qué significa eso.
—Ni yo, pero espero descubrirlo.
Siento en el pecho una extraña tensión. Una emoción. No quiero sentir emoción alguna pero él me la provoca de todos modos.
—¿Me lo dirás cuando lo descubras?
Sonríe, y su sonrisa es tan maravillosa que socava la tensión que hostiga mis terminaciones nerviosas.
—Serás la primera en saberlo. —Se torna serio rápidamente—. ¿Quién era, Sara?
—¿Quién? —pregunto aun sabiendo adónde quiere llegar.
—El hombre que te manipuló emocionalmente tanto como para volverte célibe durante cinco años.
Aparece el camarero y me libro de tener que responderle. No quiero hablar de Michael. Y no quiero recordarlo. Es agua pasada.
Nos pone dos copas delante y luego saca una botella de vino enfriado en una cubitera de plata. Empieza a descorchar la botella pero Chris lo ignora. Se reclina en el asiento y me mira de forma intensa e inquisitiva.
La botella está abierta y a Chris le sirven un poco para que lo pruebe. Él huele el vino y bebe un sorbo.
—Excelente selección —le dice al camarero—. Salude de mi parte al sumiller.
El hombre llena nuestras copas, hace una pequeña reverencia y se marcha.
—Sí, señor Merit, no dude de que lo haré.
Doy un sorbo a mi copa y en mis papilas gustativas estalla un sabor ácido a fruta con un toque de roble que me gusta bastante. Chris me mira fijamente.
—¿Quién era él? —Su voz es grave, tensa.
Aspiro con fuerza y dejo el vino sobre la mesa.
—El pasado. Déjalo estar.
—No.
—Chris...
—¿Quién era él, Sara?
—El niño prodigio de mi padre, el hijo que nunca tuvo. —La confesión se escapa de mi boca sin que haya decidido hacerlo de forma consciente.
—¿Cuánto tiempo estuviste con él?
—Seis meses.
—Y ¿hasta qué punto fue algo serio?
—Un anillo de compromiso.
La sorpresa brilla en sus ojos.
—Eso es bastante serio.
Me paso la mano por la frente tensa y, por una vez, me quedo sin palabras.
—¿Lo querías?
—No —respondo de inmediato, dejando caer la mano—. Me encapriché de él. Tenía cinco años más que yo, era un hombre seguro y con éxito. Era... todo lo que mi padre quería para mí.
—¿Y tu madre?
—Ella quería lo que mi padre quería. Yo apenas me reconozco en la persona que haría cualquier cosa por complacer a... ese hombre. —No consigo pronunciar el nombre de Michael, y no porque tenga aún algún vínculo emocional. Es sólo que me no gusta recordar en quién me convirtió o, mejor dicho, lo que dejé que hiciera de mí.
—¿Cualquier cosa?
Asiento con rigidez.
—Incluso cuando lo odiaba por ello.
—¿Estamos hablando de sexo, Sara?
Dejo que mis ojos se cierren e intento que mi fuerte y repentina inspiración abandone mis pulmones.
—Cualquier cosa.
—Así que la respuesta es sí. Te hizo hacer cosas que no querías hacer. —No me lo está preguntando.
Mis pestañas se separan de golpe.
—Porque era él y me trató como si yo fuera de su propiedad y me hubiesen puesto en la Tierra para su satisfacción personal.
Me analiza, impasible, con los rasgos tallados en piedra.
—Y yo, ¿cómo te hago sentir?
—Viva —le susurro sin dudarlo—. Haces que me sienta viva.
Un manto caliente de excitación nos envuelve.
—Igual que tú a mí, Sara.
La inesperada confesión de Chris me provoca un cosquilleo en el estómago. ¿Hago que se sienta vivo?
—Aquí tienen su comida —anuncia el camarero en un eficiente alarde de buen servicio en el momento más inoportuno.
Me coloca delante la ensalada, que es gigantesca, y luego le sirve a Chris la hamburguesa. Doy un sorbo al vino y su fría temperatura calma el calor que abrasa mi cuerpo.
—Este hotel tiene una carta de vinos impresionante —me comenta—. Y en la plantilla hay una experta en cata de vinos. Si quieres, puedo arreglarlo para que te dedique un tiempo mañana por la mañana.
—Me encantaría —digo, consciente de lo mucho que se esfuerza por demostrar que me apoya en mi trabajo. Vuelvo a pensar que importa. Chris sigue haciendo cosas que importan.
Empezamos a comer y él se pone a hablarme de los vinos de la región. Estoy mucho más interesada en los vinos que cuando me dedicaba únicamente a aprender nombres y bodegas.
—Para conocer un vino, una parte del proceso consiste en conocer la región donde se produce. El vino italiano es muy venerado por el suelo y el clima. Napa es uno de los pocos lugares capaces de competir en ese campo, al menos en mi opinión. El clima aquí tiene la calificación de «Mediterráneo». Sólo el dos por ciento de la superficie de la tierra es mediterránea. Veranos calurosos e inviernos suaves, y las uvas crecen durante todo el año.
—El clima permite que las uvas crezcan, pero ¿les cambia el sabor?
—Por supuesto. Hace diez millones de años, la colisión de las placas tectónicas generaron estas montañas y estos terrenos, junto con montones de erupciones volcánicas. El resultado es más de cien variedades de suelo y cada uno otorga un sabor y una textura diferentes al producto que se cultiva.
Impresionada con sus conocimientos, le hago un montón de preguntas mientras comemos.
—¿Cómo sabes tanto de vinos?
Algo rechina en el ambiente, una sutil tensión.
—Mi padre era un entendido en vinos en grado sumo, y, como ya te habrás dado cuenta, y a pesar de que mis preferencias son otras, el vino y el arte suelen ir de la mano con bastante frecuencia.
Su padre. Percibo cómo se tensa cuando su padre sale a colación y estoy casi segura de que es también la razón por la cual Chris prefiere la cerveza al vino.
—Su coche ha llegado, señor Merit —anuncia el camarero, que aparece junto a nuestra mesa.
—Enseguida salimos —responde Chris—. Cargue la cuenta a mi habitación.
Me sorprende la noticia.
—¿Es que no vas a conducir?
—Me resultará más fácil disfrutar del vino si contamos con un conductor sobrio que nos lleve de vuelta a la habitación. —Se pone de pie y se acerca para retirar mi silla y ayudarme a levantarme. De repente, me encuentro apretada contra él, con su mano amoldándome a su cuerpo, y añade en voz baja—: Y me resultará más fácil disfrutar de ti.
Salimos y me doy cuenta de lo mucho que puede cambiar el tiempo con tan sólo dos horas de viaje. En San Francisco sopla el viento frío de finales de agosto proveniente del océano, mientras que en Calistoga, que es la región de Napa donde nos encontramos, es otra cosa.
Hay una limusina aparcada en la puerta, y no me sorprende saber que es para nosotros. Aunque nunca he hecho una visita guiada a una bodega, sé que el paseo en limusina entre viñas es bastante común. Lo que no es tan común es que el botones te traiga un chal color crema cuidadosamente doblado y delicadamente bordado con cuentas.
—Por si tiene frío, señora. Creo que también necesitará un abrigo para el viaje de regreso a la ciudad. Se lo dejaremos preparado en la habitación. En la ciudad hace bastante frío.
—Gracias. —Me siento aliviada al ver la prenda. Aunque supongo que dentro de la bodega la temperatura será de unos veintisiete grados, temo que haya aire acondicionado y que el hecho de no llevar sujetador atraiga miradas no deseadas.
Chris sonríe al ver la expresión de mi cara y yo levanto la barbilla de forma desafiante y me echo el chal sobre los hombros antes de subir a un vehículo con gente que no conozco.
—¿Preparada? —pregunta cuando estoy bien tapada.
—Preparada.
El botones abre la puerta de la limusina y me deslizo hacia el otro extremo, al asiento junto a la ventana, donde descubro que estoy sola hasta que Chris se reúne conmigo. Se sienta a mi lado y la puerta se cierra detrás de él.
—¿No se nos va a unir más gente? —inquiero.
—Sólo nosotros —me informa. Me pregunto por qué me imaginaba que iba a ser de otro modo. Tiene dinero y un autoproclamado deseo de preservar su intimidad.
La ventana entre nosotros y el conductor baja lentamente pero estoy detrás de él y no puedo verlo a menos que me asome para mirarlo. Aspiro aire con fuerza cuando Chris desliza la mano por debajo de mi vestido y se instala en mi muslo desnudo, abriendo los dedos de manera íntima alrededor de mi pierna.
—Mi nombre es Eric, señor Merit —anuncia el conductor—, y seré su guía durante la visita. ¿Vamos a recorrer los viñedos, señor?
—Sí —responde Chris—. Estoy deseando mostrarle a la señorita McMillan cómo la bodega Chateau produce un vino capaz de competir con los mejores caldos de París. —Baja la mirada hacia mí y en sus ojos verdes hay calor suficiente como para quemar el asiento, a pesar de haber contestado con total naturalidad—. Chateau convirtió Napa Valley en la zona vinícola que es en la actualidad. En una cata a ciegas en París en 1976, los jueces, predispuestos a favor de sus propias bodegas, eligieron uno de los vinos de esta bodega.
Frente a nosotros desciende una bandeja, pero no puedo pensar en otra cosa que no sea en los dedos de Chris acariciándome perezosamente por debajo de la falda. Aparecen una botella de vino y dos copas y Eric explica deprisa:
—Es un Chateau Cellar cabernet sauvignon de 2002, uno de los buques insignia de nuestros vinos, obsequio de los propietarios para usted y la señorita McMillan, señor Merit, por todo el tiempo que lleva apoyando nuestro trabajo.
Chris se inclina hacia delante y llena las copas sin apartar la mano de mi pierna.
—Me aseguraré de hacerles llegar mi más sincero agradecimiento.
Levanta la copa y bebe, y luego me la pone en la boca.
—Pruébalo. —Con suavidad, me exhorta a separar las piernas un poco más y me olvido del vino. El motor de la limusina vibra y empezamos a movernos. Mi corazón retumba en mis oídos.
—Chris —suplico, y no estoy segura de si le estoy pidiendo que me toque o que se detenga. Creo que ambas cosas.
—Bebe, Sara —me pide él en voz baja, sin tregua en la voz. Él tiene el control, me sigue enseñando esta lección. El conductor está cerca, muy cerca, y Chris tiene intenciones de ir más allá de donde yo quisiera. Me está sacando del terreno en el que me siento cómoda, creo que me está poniendo a prueba otra vez. Me pone a prueba. Siempre me está poniendo a prueba y no estoy segura de qué es lo que puntúa o ni siquiera lo que se supone que tengo que conseguir.
Bebo por el mismo sitio por el que Chris ha bebido y noto un sabor dulce a ciruela. Chris me frota el sexo con los dedos y apenas consigo tragarme el vino.
—¿Cómo está? —pregunta.
—Bueno —susurro.
—¿Sólo bueno? —desafía, mientras acaricia con el dedo mi carne sensible—. Prueba a darle otro sorbo.
Se respira cierto peligro en el ambiente, el riesgo de que el conductor nos descubra es demasiado evidente. Nunca había hecho algo así en público y me asusta, pero lo más sorprendente es lo mucho que me excita.
Me trago el líquido rojo sangre y Chris desliza su dedo dentro de mí. Dirijo mi mirada al asiento que tengo delante, pero no puedo ver al conductor y él no puede verme aunque yo me siento como si pudiera hacerlo. Chris bebe de la copa de nuevo y luego la lleva a mis labios.
—Otro —ordena con voz suave y lacónica.
No va a permitir que me escape del coche sin salirse con la suya. De eso estoy segura. No quiero parar. No quiero ser la chica que nunca vivió el momento. «Viva», le dije sobre el modo en que me hacía sentir. Y lo hace. Tomo la copa y me lo bebo todo. Él ríe por lo bajo.
—¿Un poco de líquido para armarte de valor?
—Sí —confieso.
—¿Les satisface el vino? —dice Eric en voz alta.
Chris suelta la copa sin dejar de tocarme sin piedad.
—¿Le satisface el vino, señorita McMillan?
Lo fulmino con la mirada, subyugada por un orgasmo inminente que me afecta la voz y la garganta.
—Es... excepcional.
—Excelente —aprueba Eric con tono jovial—. Nos estamos acercando a la entrada a los viñedos. —Empieza a contarnos la historia de los terrenos, pero soy incapaz de comprender lo que dice. Es lo único que puedo hacer para no gemir mientras el pulgar de Chris juega con mi clítoris y desliza un segundo dedo en mi interior. El ansia que siento dentro se expande y florece. Voy a tener un orgasmo en una limusina y el conductor está prácticamente mirando. Esto no puede estar ocurriendo.
»Si mira a su derecha, verá una parte importante de la historia de Chateau, señorita McMillan —me indica—. ¿Ve el estanque?
—Sí —consigo responder con voz entrecortada y sin mirar. Mi cuerpo se tensa alrededor del dedo de Chris y empieza a agitarse. Clavo los dientes en el labio y me giro hacia la ventana para esconder el rostro, por miedo a que el conductor me vea por el retrovisor. Pero sigue hablando, contándome algo. Soy ajena a todo menos al estallido de mi cuerpo.
—¿No es una historia maravillosa? —pregunta Eric, rematando lo que estuviese diciendo.
—Sí —consigo decir, apenas capaz de hablar—. Es delicioso.
—¿Verdad? —insiste Chris, mientras sus ojos verdes me miran sombríos, calientes y maliciosos, acaricia los pliegues resbaladizos de mi piel sensible y saca los dedos despacio. Nuestras miradas se encuentran y me mira fijamente mientras se los lleva a la boca y se los chupa.
—Delicioso —murmura, y mi cuerpo se agita una última vez ante un acto tan descaradamente sensual.
—Me alegra mucho que estén disfrutando del vino —anuncia Eric.
Chris y yo nos miramos sorprendidos y nos echamos a reír. No sé cómo he pasado de una pasión prohibida y oscura a este momento tan divertido con él, pero hay algo de lo que sí estoy segura: nunca me había sentido tan viva.