11

¿CHRIS quiere volver a dibujarme? No. Dibujarme no. Quiere pintarme, y creo que quiere decir en su estudio. Estoy muda de asombro. Tengo la boca seca y no consigo articular palabra. Esta reacción silenciosa que estoy desarrollando frente el estrés es nueva para mí, pero la verdad es que siempre he sido bastante radical: o me quedo muda o me pongo a divagar a la velocidad del rayo, no parece haber término medio. Aún sin palabras, parpadeo ante Chris, que me mira atentamente, y lo único que consigo leer en su rostro es expectación. Está esperando una respuesta. «Di algo —me ordeno a mí misma—. Di cualquier cosa. No. Cualquier cosa no. Algo ingenioso y encantador.»

Gracias a Dios, a Chris le ponen la cerveza delante y me libro del barullo mental en busca de la respuesta correcta. Dejo escapar un suave soplo de alivio mientras Chris se pone a hablar en español con el hombre que está de pie junto a la mesa. Me devano los sesos buscando qué decir cuando volvamos a hablar de que pose para él, pero, antes de decidirme, me veo metida en la conversación.

—Sara, te presento a Diego —dice Chris—, la otra mitad del Diego María.

Intento centrarme en la conversación con Diego, que tiene más o menos la misma edad que mi nuevo amigo, lleva una elegante perilla y tiene los ojos marrones y una mirada afectuosa. Pero no puedo dejar de mirar cómo los largos dedos de Chris meten la lima a presión en la cerveza.

Me parece ridículo sentirme tan atraída por las manos de alguien, pero, claro, me digo que estas manos tienen un don que la mayoría no posee. Todo esto me tiene mareada, por no hablar de que realmente necesito comer, así que, mientras los dos hombres hablan, me consuelo picando unas patatas deliciosas, calientes, sazonadas con salsa. Por lo visto, Diego planea hacer un viaje a París y busca consejo sobre dónde alojarse y qué hacer, información que Chris le está ofreciendo de manera gentil. Me sorprende que él, que es un artista famoso y millonario, se comporte como si no lo fuese en absoluto.

Nuestro camarero, el de verdad, no Diego, aparece con la comida, y éste se excusa para dejar que nos sirvan.

—Perdona —se excusa Chris—, he estado viniendo aquí desde que regresé de París hace tres semanas y nunca había coincidido con él. —Señala mi plato—. ¿Qué te parece?

Aspiro el aroma especiado y mi estómago grita de alegría.

—Tiene un aspecto y un olor absolutamente divinos.

Coge la lima y me señala la que tengo en el borde del plato.

—No sabe igual si no le pones esto. —Exprime la lima sobre la comida.

—Nunca he puesto lima en los tacos, pero estoy dispuesta a probarlo.

Sigo su ejemplo de inmediato, aliviada al ver que la atención se ha centrado en la comida y no en mi posado.

—Antes de que empieces, te advierto que «picante» significa picante. Muy picante. Así que si no estás segura de poder aguantarlo...

Tengo demasiada hambre como para ser precavida. Tomo el taco y abro la boca con el estómago lanzándome vítores y acogiendo lo que le echo.

—Espera... —me advierte él, pero ya es tarde para detenerme incluso si me decidiese a hacerlo, cosa que no hago.

El fuego entra por mi boca y se abre camino a través de mi garganta. Sofoco un grito y casi me ahogo. Oh, Dios mío, dije que me trajeran fuego, pero no en sentido literal. Suelto el taco y aprieto la servilleta que tengo en el regazo mientras me llevo la otra mano a la garganta.

Chris me pasa su cerveza y yo no lo dudo ni un segundo. La cojo y le doy varios tragos largos y fríos, pero, aun así, todavía me cuesta respirar. Cuando por fin cesa el picor, estoy sin aliento.

—No debería haber dicho que me trajeran fuego. —Le doy otro sorbo a su cerveza y el amargor del líquido hace que el picor amaine. De pronto, recupero el sentido común y miro la botella medio llena y luego a Chris. Me he bebido su cerveza después de hacer el tonto y estar a punto de ahogarme. Empujo la cerveza hacia él—. Lo siento, no me he dado cuenta. —¿Por qué no paro de ponerme en evidencia ante este hombre?

Sonríe y da un trago largo. Me quedo boquiabierta y me agarro a ambos lados de la mesa mientras contemplo el movimiento de los músculos de su garganta. Mi cuerpo reacciona ante lo íntimo que resulta que hayamos compartido la cerveza, que mi boca haya estado donde él tiene la suya ahora. Él deja la botella medio vacía sobre la mesa sin apartar sus ojos de los míos, y hay un halo en su mirada que me dice que no soy la única que está pensando en estas cosas.

—Desde luego, se te da bien verme pasar vergüenza —consigo decir con voz áspera por el picor de la comida o quizá sencillamente porque este hombre existe sobre el planeta Tierra.

—Te dije que prefería que lo llamaras un don para rescatarte.

«Rescatarme.» Aunque es la segunda vez que lo dice, la palabra penetra en mi cuerpo, se aloja en mi alma y algo que había desaparecido hacía mucho tiempo de mi interior despierta y asoma su desagradable cabeza. No necesito que me rescaten. ¿O sí? En ese lugar tan profundo de mi interior, conmovido ante el sustantivo «rescate», una parte de la que era antes grita: «Sí, sí, sí. Necesitas que te rescaten. Quieres que te rescaten. Quieres que cuiden de ti». Enderezo la espalda y entrelazo las manos sobre el regazo. Aún en completo silencio, batallo contra mí misma. «No. No. No. No quiero que me rescaten. No necesito que me rescaten. Ya no. Hace mucho que no lo necesito. Nunca más.»

Chris levanta la mano y hace una seña a la cocina.

—Diego —llama—. ¿Podemos pedir un plato para Sara pero sin salsa picante? —Intercambian varias frases en español y luego vuelve a fijar su atención en mí. Me observa con interés y diría que está intentando interpretar los sentimientos que pueda haber grabados en mi rostro. «Buena suerte», pienso, porque ni yo misma sabría interpretar lo que estoy sintiendo.

—¿Cómo tienes la boca?

Me paso la lengua por los labios ardientes y él la sigue con la mirada. Su expresión se ensombrece y todas mis terminaciones nerviosas reaccionan con un cosquilleo.

—Bien —afirmo—, pero no gracias a ti. Tenías que haberme advertido de que picaba mucho.

—Recuerdo perfectamente habértelo advertido.

—Pues deberías haberme advertido más. Sabías que estaba muerta de hambre.

—Estás hablando en pasado. ¿Quieres decir que ya no tienes hambre?

—Tengo la lengua en carne viva y puede que nunca más vuelva a ser la misma, pero sí, sigo muerta de hambre.

—Yo también —dice él en voz baja—. De hecho, tengo un hambre canina.

La garganta se me seca. Totalmente. Más que las otras diez veces o así en que él me ha provocado esta reacción. Hay una tensión en el aire chisporroteando a nuestro alrededor hasta el punto de que me parece ver saltar chispas. Lo noto en cada rincón de mi cuerpo y ni siquiera me ha tocado. No recuerdo haberme sentido tan alterada por un hombre en mi vida. No quiero que sean imaginaciones mías, pero no sé si soy una persona lo suficientemente segura de sí misma como para estar con él. Creía que había dejado atrás mis inseguridades, pero tengo la impresión de que no es así.

Desesperada por liberarme de lo que sea que haya entre nosotros y que amenaza con acabar conmigo, busco una distracción.

—Deberías comer antes de que se te enfríe.

—Señora. —Diego aparece junto a mí con mi plato—. ¿Está bien? Nuestro fuego es fuego de verdad. —Lanza a mi acompañante una mirada de desaprobación—. Pensé que el señor la advertiría.

Chris levanta las manos.

—Eh, eh, que yo la he avisado.

—Después de que le diera un bocado —añado, disfrutando de la oportunidad de aliarme con Diego y hacérselo pasar mal. Al menos, me ayuda a rebajar un poquito mi bochorno.

—Antes de que le dieras un bocado —me corrige.

Diego dice algo en español que suena a frustración dirigida hacia Chris y luego me mira.

—Debería haberla advertido antes de probarlo. Lo siento, señora.

—No te preocupes por mí ni me pidas más disculpas —le ruego—. Estoy muy bien, de verdad. O lo estaré cuando dejéis de mirarme como si estuviera a punto de echar a arder.

Llega un camarero y me sirve un plato nuevo. Luego, recoge el anterior de las manos de Diego y desaparece con él.

—Lo he acompañado de dos salsas para que las pruebe —explica el chef—. La verde es suave. La roja, un poco picante. Ninguna le quemará la boca.

Asiento agradecida.

—Gracias, Diego. Debí probar la salsa antes de dar un bocado tan grande, pero es que tenía tan buena pinta y olía tan bien que no me pude resistir.

Se sonroja ante mi cumplido, pero no deja de preocuparse sin tregua por mí durante otro minuto más antes de marcharse. Y ahora me he quedado bajo el escrutinio burlón de este artista brillante y demasiado atractivo que no ha probado bocado por mi culpa.

—Come, por favor —lo apremio con suavidad—. Ahora tu plato estará más frío que antes.

—Prueba el tuyo primero y asegúrate de que está bien.

—Oh, no —me burlo—. No pienso probarlo para que me veas cometer alguna otra ridícula torpeza.

Una expresión pícara se pasea por su rostro.

—Me gusta mirarte. Estimulas mi lado creativo.

El estómago me da un vuelco ante su referencia al dibujo.

—No puedes mirarme y comer al mismo tiempo.

—Eso es discutible, pero para que puedas comer atacaremos juntos. —El sentido oculto de la última palabra escuece, o quizá sencillamente deseo que lo haga.

—Vale —acepto—. Juntos.

Hace un gesto con los labios y yo también. Sin dejar de mirarnos, ambos cogemos el taco y no dejamos de hacerlo hasta haberle dado un bocado. Esta vez, unos sabores especiados y deliciosos estallan en mi boca y gimo de placer. O esta comida está buenísima o estoy demasiado hambrienta para hacer distinciones.

Chris se traga el taco picante sin pestañear siquiera y me mira fijamente con una mirada que sólo podría calificar de hambrienta.

—¿Debo considerar ese sonido como una expresión de satisfacción?

Vuelvo a prenderme de nuevo, pero esta vez en forma de sangre que fluye a varios lugares inapropiados de mi anatomía teniendo en cuenta que estamos en un lugar público.

—¿Qué puedo decir? —consigo preguntar—. Calmar el hambre es una sensación deliciosa. —Uso la cuchara para probar la salsa verde—. Y esto también está delicioso. Me gusta.

Me tiende la cerveza para ofrecerme otro trago y estoy convencida de que lo hace para recordarme el acto íntimo de compartirla. Me quedo con la vista clavada en ella, recordando su boca y el lugar donde ha estado la mía, y luego me obligo a mirarlo.

—No, gracias.

Me observa un momento, con una expresión indescifrable, y luego se lleva poco a poco la botella a la boca y bebe un trago. Una vez más, veo cómo se mueven los fuertes músculos de su garganta y siento cómo se tensan los que hay bajo mi vientre. ¿Qué me está haciendo este hombre?

Cuando acaba de beber, rápidamente, sintiéndome culpable, cojo mi taco y le doy un bocado. Chris hace lo mismo y empiezo a pensar en todas las preguntas que deseo hacerle. ¿Cuándo pinta? ¿Dónde pinta? ¿En qué se inspira? ¿Su pincel favorito? Preguntas que sé que ha escuchado un millón de veces y es muy probable que no quiera contestar, de modo que me contengo.

—Éste es el rincón perfecto para observar a la gente —comenta.

Sigo su ejemplo y observo detrás del cristal la actividad que hay en la calle, pensando que he dejado que mi vida se convierta en algo gris cuando lo que deseo es vivirla en colores. Entre nosotros se hace un silencio sorprendentemente cómodo, los dos mirando a la gente que anda con prisas por la calle. Un hombre y una mujer del brazo. Una joven intentando que un niño se ponga el abrigo. Otra que se arropa con el suyo y parece llorar.

Chris se vuelve y me inspecciona pensativo.

—Todo el mundo tiene una historia. ¿Cuál es la tuya, Sara McMillan?

La pregunta me coge desprevenida y evito la respuesta que se me viene a la cabeza una y otra vez. No tengo ninguna historia, ninguna que quiera reivindicar.

—No soy más que una chica sencilla que está viviendo un sueño de verano: el de estar cerca de unas obras que me encantan.

—Cuéntame algo que no sepa de ti.

—No tengo un ápice de talento para las artes, así que tengo que experimentarlo indirectamente a través de ti.

—Permite que te pinte y podrás hacerlo.

Me raspo ansiosa el labio inferior con los dientes.

—No sé.

—No sabes ¿qué?

—Me intimida que alguien como tú me pinte, Chris. Debes saberlo, sin duda.

—No soy más que un hombre con un pincel, Sara. Nada más.

—Eres algo más que un hombre con un pincel. —Y, al bajar la vista, mi mirada roza una cicatriz de siete centímetros que recorre su mandíbula y no había visto hasta este momento. Me pregunto cómo se la habrá hecho. Me pregunto quién es el hombre que hay bajo el artista. Mis ojos buscan los suyos, la profundidad verde de esa mirada que ya me ha seducido más de diez veces—. ¿Cuál es tu historia, Chris?

—Mi historia está en los lienzos, donde me gustaría que también estuvieras tú.

¿Por qué es tan insistente?

—¿Puedo... pensarlo?

—Siempre que pueda seguir intentando convencerte mientras lo haces.

Aprovecho la oportunidad para preguntarle algo cuya respuesta estoy deseando conocer.

—¿Cuánto tiempo pasas en la ciudad?

—Hasta que dejo de sentirme a gusto.

—Entonces, ¿no planificas con antelación el tiempo que pasas aquí y el que pasas en París?

—Voy a donde me apetece en cada momento con una excepción: todos los años voy a París en octubre para participar en la gala benéfica del Louvre.

—Donde se exhibe la Mona Lisa. —Hay en mi voz un tinte nostálgico que ni siquiera intento disimular. Moriría por ver la Mona Lisa.

—Sí. ¿La has visto alguna vez?

—Nunca he salido de Estados Unidos, así que para qué hablar de visitar un famoso museo de París. En realidad, aparte de mi casa de la infancia en Nevada, esto es todo lo que conozco.

—Eso es inaceptable. La vida es demasiado corta y el mundo es demasiado grande y está demasiado lleno de obras de arte que adoras como para no ver todo lo que puedas.

—En fin, lo bueno del arte que me gusta es su capacidad para permitir que el espectador experimente una parte del mundo, o una historia que no puede ser suya, a través de los ojos de otra persona. Realmente he visto París a través de ti. —Se me viene a la cabeza fugazmente el mural que hay detrás de la mesa de Mark, pero desecho el pensamiento. No quiero cambiar el tono tan animado de la conversación.

—Me da la impresión de que intentas convencerte de que no necesitas viajar cuando realmente ése es tu deseo.

«¡Ay!» Casi me estremezco. Menuda forma de poner el dedo en la llaga. Primero cuando hablamos de mi dedicación a la enseñanza en lugar de trabajar en el mundo del arte y ahora esto.

—Algunos no somos ricos ni famosos ni capaces de volar por todo el mundo a nuestro antojo.

—¡Ay! —dice, repitiendo la palabra que yo sólo me había atrevido a decir mentalmente—. Eso ha dolido.

—Bastante, porque has tenido muy poco tacto al dejar claro que puedes ver mundo y yo no, señor Artista Rico y Famoso.

Mueve una ceja.

—A quien le sienta bien el cuero.

—Y eso ¿de qué te vale ahora mismo?

—Puedo ofrecerme a enseñarte París.

Lo miro atónita. ¿Acaba de sugerir que vaya a París a verlo? No, no. Le estoy dando demasiada importancia.

—París es mucho pedir. He decidido colocar a Nueva York en el número uno de mis destinos favoritos.

—¿Por alguna razón concreta?

—Las oportunidades. Mark cree que sirvo para Riptide. Por eso me está obligando a aprender de vinos, ópera y música clásica.

Su expresión no cambia, pero la atmósfera sí, y se vuelve tensa.

—¿Mark te ha dicho que te va a colocar en Riptide?

—Bueno, supongo que más bien ha aludido al tema.

—¿Aludido?, ¿cómo?

—Básicamente, ha dicho que me ve haciendo cosas más importantes que pasar el verano en la galería, pero que para lograr esas cosas tengo que estar preparada para relacionarme con el tipo de clientela que atraen los eventos que organiza Riptide. —Lo miro extrañada al ver que tamborilea con el dedo en la mesa—. ¿Qué? ¿Qué pasa? —Mi teléfono suena en el momento más inoportuno y lo busco en mi bolso sin apartar los ojos de Chris. Bajo la vista y me estremezco al ver el número de Mark antes de mirarlo a él de nuevo—. Es... —Mi voz se apaga. No creo que mentar al propietario de la galería cayese muy bien en este momento—. Tengo que contestar. —Aprieto el botón de respuesta e inmediatamente escucho la voz de Mark.

—¿Ha renunciado a su puesto sin previo aviso, señorita McMillan?

Fijo los ojos en el plato para que Chris no vea el nerviosismo que me provoca la voz agitada de mi jefe al tiempo que intento calmarme.

—He salido a comer tarde. Eran más de las dos y no había comido en todo el día.

—Son más de las tres.

Me muerdo los labios. Mierda. ¿Cómo he podido perder la noción del tiempo?

—Vuelvo ahora mismo.

—Eso estaría bien, señorita McMillan. Amanda tiene que revisar con usted los detalles del evento del viernes por la noche. Llámeme cuando llegue a la galería.

—Sí. Por supuesto, yo... —La línea se corta. Miro hacia Chris.

—Era Mark —afirma.

Asiento, incómoda.

—Llego tarde al trabajo.

Él se saca la cartera del bolsillo y arroja sobre la mesa un billete de cien dólares por lo que calculo ha sido una comida de cuarenta. Se pone la chaqueta, listo para salir, y yo busco deprisa mi cartera para pagar la mitad de la comida.

—Ni se te ocurra —dice. Su actitud desenfadada ha desaparecido por completo. Dejo la mano quieta sobre la cartera y abro la boca para replicar, pero decido no hacerlo. Está nervioso y... ¿enfadado? No creo. ¿Por qué demonios iba a enfadarse?

—Gracias. —Me cuelgo el bolso al hombro.

Él se pone de pie de golpe y se dirige hacia la puerta. Yo me levanto y me cuelgo también el maletín junto con el bolso.

—No hace falta que me acompañes.

Hay en su mirada una dureza comparable a la de su mandíbula.

—Voy a acompañarte, Sara.

Su tono es inflexible y casi tan cortante como el de Mark. Incómoda, me dirijo a la salida caminando inestable sobre los tacones mientras él me sostiene la puerta y salgo. ¿Qué le pasa? ¿A qué viene este paso de la calidez al frío?

Comenzamos a andar, más rápido esta vez, y el viento frío que sopla es una insignificancia comparado con la frialdad que se ha instalado entre nosotros. La conversación es inexistente y no se me ocurre cómo romper el silencio ni sé si debería siquiera intentarlo. Me atrevo a echar un vistazo a su perfil en varias ocasiones mientras lucho contra el viento que hace que el pelo se me meta en los ojos, pero él me ignora totalmente. ¿Por qué no me mira? Abro la boca varias veces para hablar, pero las palabras no me salen.

Estamos llegando a la galería y se me ha formado un nudo en el estómago ante la perspectiva de una incómoda despedida, cuando de repente me agarra y me empuja hacia un pequeño espacio cerrado en una oficina de alquileres vacía. Cuando quiero darme cuenta, estoy contra la pared, apartada de la calle, y él está frente a mí, acorralándome en ese espacio tan reducido. Parpadeo sorprendida, y al alzar la vista me topo con su mirada ardiente y pienso que podría entrar en combustión. Su olor, su calor, su cuerpo grande, todo me rodea, pero no me toca. Y quiero que me toque.

Apoya la mano en el muro de cemento por encima de mi cabeza cuando lo que yo quiero es sentirla sobre mi cuerpo.

—Éste no es tu sitio, Sara. —Sus palabras son inesperadas, como un puñetazo en el pecho.

—¿Cómo? No entiendo.

—Este trabajo es malo para ti.

Niego con la cabeza. ¿No es mi sitio? Viniendo de Chris, un artista de renombre, me siento inferior, rechazada.

—Me preguntaste por qué no estaba haciendo caso a mi corazón. Por qué no estaba haciendo lo que me gusta. Y sí lo hago. Es lo que estoy haciendo.

—No pensé que lo harías en este lugar.

«Este lugar.» No entiendo lo que me dice. ¿Se refiere a la galería? ¿A esta ciudad? ¿Me considera indigna de su círculo íntimo?

—Mira, Sara. —Duda y levanta la cabeza hacia el cielo, como si luchara por encontrar las palabras, y luego me clava su mirada atormentada—. Estoy intentando protegerte. Este mundo en el que te has metido sin querer está lleno de imbéciles siniestros, desquiciados y arrogantes que te comerán la cabeza y te utilizarán hasta que no quede en ti nada en lo que puedas reconocerte.

—¿Y tú eres uno de esos imbéciles siniestros, desquiciados y arrogantes?

Baja la mirada hacia mí y apenas reconozco la tensión de su rostro y el brillo de sus ojos como los del hombre con quien acabo de almorzar. Su mirada recorre mis labios, se recrea, y la excitación y el deseo surgen en mí de forma inmediata, abrumadora. Me acaricia el labio inferior con el pulgar. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo reaccionan y siento unas ganas irrefrenables de tocarlo, de cogerle la mano, pero algo me detiene. Estoy perdida en este hombre, en su mirada, en un torbellino oscuro y fascinante de... ¿qué? ¿Lujuria, deseo, tormento? Los segundos duran una eternidad y también el silencio. Quiero abrazarlo para evitar lo que creo que se avecina, pero no puedo.

—Soy algo peor. —Aparta la mano del muro y se marcha. Se ha ido. Estoy sola contra dicho muro, presa de un fuego que no tiene nada que ver con el de la comida. Agito las pestañas y me toco el labio que él ha tocado. Me ha advertido de que me aleje de Mark, de la galería, de él, y ha fracasado. No puedo dar marcha atrás. Estoy aquí y no voy a ninguna parte.