14

CHRIS conduce el 911 hasta la entrada de un elegante bloque de apartamentos situado a unas cuatro manzanas de la galería. Antes de que me dé tiempo a preguntarme cómo es que un sitio tan elegante alberga un pizza exprés, que es como él lo ha llamado, un mozo me abre la puerta.

—Daré la vuelta para ayudarte —dice Chris tras posar la mano en mi brazo. Sin esperar respuesta, sale del vehículo y desaparece de mi vista.

Me encanta y abochorna a la vez la perspectiva de que él crea que el vino de más me ha convertido en una borrachina indefensa. Y lo peor es que no es una suposición insensata y lo ocurrido esta noche explica exactamente por qué nunca me permito perder el control. Siempre sale mal.

Desato el cinturón de seguridad casi a la vez que Chris aparece en mi puerta. Tiro hacia abajo de mi falda y deslizo las piernas hasta la acera, consciente de la mirada feroz que él les dedica.

Su mano aparece frente a mí y contengo la respiración, preparándome para el impacto de su contacto mientras la tomo. Tira de mí hasta colocarme de pie en la acera bajo un toldo, sin apartar la mano que ha posado de forma posesiva en mi cadera. Una fuerte sensación de deseo se extiende por mis extremidades. Nunca en la vida un hombre me había excitado con tal intensidad.

Oigo a mis espaldas cómo se cierra la puerta del coche y cómo arranca y se va.

—Esto no parece un sitio donde vendan pizza —comento, pero no estoy mirando el edificio, porque toda mi atención está centrada en Chris.

—Está dos manzanas más abajo —explica—. Podemos ir caminando, si quieres, o podemos subir a mi casa.

Chris vive aquí, al menos cuando está en Estados Unidos. El hecho de que estemos aquí tiene unas claras implicaciones.

Curva sus largos dedos alrededor de mi nuca, bajo mi pelo, y baja la boca hasta mi oído.

—Cuidado, Sara. No soy un santo. Si te llevo arriba, te arrancaré la ropa y te follaré como llevo deseando desde el día en que te conocí.

El atrevimiento tan sorprendente que denotan sus palabras me tensa todo el cuerpo y me excita al instante, haciéndome apretar los muslos. Ha querido follarme desde que me conoció. Quiero que me folle. Sí. Follar. Quiero permitirme olvidar todo comportamiento bueno y apropiado y follar y ser follada. Una pasión salvaje, caliente e incontrolable, sin preocupaciones en su transcurso ni arrepentimientos a posteriori. Nunca me he permitido sentir estas cosas. ¿En qué momento de mi vida he experimentado algo así? ¿En qué momento un hombre me ha hecho pensar que podría hacerlo?

Empujo su pecho para echarme hacia atrás y lo miro a los ojos.

—Si lo que intentas es espantarme, no está funcionando.

—Todavía no —dice, y hay una oscura certeza en su tono de voz, en las líneas que marcan su hermoso rostro. Es sencillamente como si esto fuera una semilla que se hubiese plantado y no se pudiese detener.

—En absoluto —contraataco.

Él no me responde enseguida, y su expresión es una máscara de duras facciones con la mandíbula apretada, tensa. Desliza despacio su mano de mi nuca a mi brazo hasta entrelazar sus dedos íntimamente con los míos.

—Nunca digas nunca jamás, Sara —murmura, y entonces echa a andar tirando de mí.

Ardo en expectativas conforme caminamos hacia las puertas automáticas, y allí nos recibe un hombre de traje oscuro, pelo rapado y auricular.

—Buenas noches, señor Merit —dice. Luego se dirige a mí—. Buenas noches, señorita.

—Buenas noches, Jacob —responde Chris—. Van a traernos pizza. No cachees al repartidor.

—No lo haré, a menos que sea una repartidora, señor —comenta Jacob. Sospecho que entre ellos dos hay una confianza que va más allá de la conversación informal.

Lo saludo alzando la mano de forma vacilante.

—Hola.

—Señorita —contesta. Hay un ligero cambio en su mirada que estoy segura de que no quiere que note, pero lo noto. Lo interpreto como sorpresa ante mi presencia, y no puedo más que asumir que no soy para nada el tipo de mujer que Chris suele elegir normalmente. No me cuesta imaginármelo como un hombre de rubias explosivas, y yo, que momentos antes no me había sentido insegura, ahora lo estoy. Me enfado conmigo misma porque me había prometido acabar con mis dudas. Porque me muero de ganas de escapar, de disfrutar de la libertad que estuve tan cerca de experimentar minutos antes.

El ascensor está a poca distancia en el elegante vestíbulo, pasado el puesto de seguridad. Chris aprieta el botón y las puertas se abren de inmediato. Entro tras él y lo observo teclear un código. Las puertas se cierran y él tira de mí con fuerza.

Coloco mis manos sobre su pecho, por dentro de la chaqueta, y un calor se extiende por todo mi cuerpo.

—¿Qué te pasa? —Me agarra por la cadera.

Tengo el pecho hinchado, me duelen los pezones.

—No sé qué quieres decir.

—Sí lo sabes. ¿Te has arrepentido, Sara?

Me reprendo a mí misma por ser tan transparente.

—¿Quieres que me arrepienta?

—No. Lo que quiero es llevarte a mi casa y hacer que te corras y luego volvértelo a hacer.

«¡Ay, sí, por favor!»

—Muy bien —susurro—, pero creo que primero deberías darme de comer.

Curva los labios en una sonrisa y en sus ojos brillan reflejos dorados de auténtico fuego.

—Así luego podrás darme tú de comer a mí.

Suena la campanilla y las puertas comienzan a abrirse. Chris no pierde ni un segundo y tira de mí hasta el extremo del ascensor. En lugar de un pasillo, me sorprende encontrarme en un magnífico salón. Chris tiene ascensor privado y yo estoy entrando en su mundo privado, un mundo muy diferente al mío.

Me suelta la mano, nos miramos a los ojos, y leo en ellos un mensaje sin palabras. «Entra porque quieres, sin presiones.» En cierto modo, siento que una vez me adentre en su casa, esa decisión me va a cambiar. Él va a provocar en mí un cambio muy profundo que todavía no puedo empezar a asimilar del todo. Creo que puede que él lo sepa y me pregunto por qué estará tan seguro, qué es lo que lleva grabado con tanta claridad bajo esa apariencia exterior.

En este momento, tiene dudas infundadas sobre mí, como cuando dudó de mí en la galería. Lo veo en sus ojos, lo detecto en el ambiente. No pienso permitir esta falta de confianza nunca más, ni de él ni de ninguna otra persona, ni que dicten lo que puedo o no puedo hacer. Ya he pasado por eso y me he encontrado al borde de un precipicio, a punto de caer y estallar en llamas. Me he recuperado y estoy empezando a entender que encerrarse en un caparazón no es curarse, sino esconderse. Pase lo que pase en la galería, no pienso volver a esconderme.

Levanto la barbilla y despego mi mirada de la de Chris para salir del ascensor.

Mis tacones se posan en la pálida perfección de unos lustrosos suelos de madera y me detengo a contemplar la impresionante visión que se abre ante mí. Más allá de los lujosos muebles de cuero que adornan un salón a dos niveles con una enorme chimenea en la esquina de la izquierda, hay una vista espectacular. La cristalera va del suelo al techo: un cuadro viviente de la ciudad que ocupa la longitud de la estancia.

Avanzo maravillada, encantada con el parpadeo de las luces y la bruma que rodea el puente Golden Gate en la distancia. Apenas soy consciente de haber bajado los escalones del salón o de cómo es el mobiliario que dejo atrás a mi paso. Suelto el bolso sobre la mesa de centro, me detengo ante el ventanal y coloco las manos sobre la superficie fría del cristal.

Estamos sobre la ciudad, inalcanzables, en un palacio en el cielo. Qué increíble debe de ser vivir aquí y despertarse cada día con estas vistas. Las luces titilan como si se comunicaran entre sí y se ríen de mí mientras abren poco a poco una puerta en el vacío que hay dentro de mí y que he rechazado hace un momento en el ascensor.

Empieza a sonar «Broken», de Lifehouse, y trago saliva con dificultad porque Chris no sabe hasta qué punto esta canción habla de mí. «Me estoy desmoronando. Apenas respiro. A duras penas me aferro a ti.»

Escucho esta canción, en este lugar y con esas palabras, y me siento expuesta y en carne viva, como si me hubiesen cortado y sangrara. ¿A quién pretendía engañar cuando me negaba a volver a esconderme? Ésa es la razón por la que me he escondido. El pasado empieza a volver a la vida en mi interior y estoy a punto de recordar por qué me siento así. Me niego a procesar la letra y la ignoro. No quiero recordar. No puedo entrar ahí. Aprieto los ojos con fuerza intentando sellar las viejas heridas y desesperada por sentir algo que no sea su presencia.

De pronto, Chris está detrás de mí y me acaricia los hombros por encima de la chaqueta. Es una sensación muy agradable, y, cuando me rodea con el brazo, arropándome desde atrás, deseo con todas mis fuerzas sentir lo que sea menos lo que esta canción, sin duda instigada por el vino, despierta en mi interior.

Me reclino sobre él y su fuerte musculatura amortigua el contacto. Chris tiene una fuerza, una silenciosa seguridad en sí mismo que envidio, y eso me hace sentir mujer.

Sus dedos, esos dedos famosos y llenos de talento, me apartan el pelo de la nuca, y con los labios presiona la delicada zona que ocultan, erizándome la piel. Aun así, apenas consigo ahuyentar la letra de la canción y lo que significa para mí.

Y, como si notara que necesito más —más de algo, de lo que sea, pero más—, me gira, me coloca frente a él y enreda los dedos en mi pelo de forma casi violenta. El tirón es agradable y me ayuda a deshacerme de los otros sentimientos para centrarme en algo distinto.

—No soy la clase de persona que llevarías a casa de tus padres, Sara. —Su boca está junto a la mía y su olor a hombre y a limpio me envuelve por completo—.Quiero que lo sepas desde ya. Y debes saber que eso no va a cambiar.

Pero la música sí cambia y esta vez a otra canción de lo que debe ser un disco de Lifehouse. «Nerve Damage» empieza a sonar. «Veo a través de tu ropa cómo asoman tus nervios dañados. Intentando no sentir nada que sea real.»

Río amargamente al escuchar la letra, y Chris se aparta para observarme. No estoy ciega a lo que veo en lo más profundo de sus ojos verdes: lo que he echado de menos hasta ahora, aunque lo intuía. Él está tan dañado como yo. Tenemos demasiadas cosas malas en común para que entre nosotros haya algo más que sexo. Y descubrirlo me resulta liberador.

Acaricio la incipiente barba que crece en su mandíbula, disfrutando de la forma en que raspa mi piel, y no tengo ni idea de por qué admito algo que nunca he dicho en voz alta:

—Mi madre ha muerto y odio a mi padre, así que no te preocupes. Estás a salvo de una reunión familiar y yo también. Todo lo que quiero está aquí y ahora, en este momento. Y, por favor, ahórrate las conversaciones íntimas para quien las quiera. Contrariamente a lo que piensas, no soy una rosa delicada.

Una mirada atónita asoma a su rostro un instante, pero entonces lo beso. El gemido con el que me recompensa provoca un fuego candente en mi sangre al que responde con una caricia intensa y abrasadora con la lengua. Inclina su boca sobre la mía, aumentando el contacto, besándome con una fiereza con la que jamás me ha besado ningún otro hombre. Pero Chris no es como ningún otro hombre que haya conocido.

Su lengua juega traviesa con la mía y le devuelvo caricia por caricia, arqueándome hacia él, diciéndole que estoy aquí con él y que no me voy a ninguna parte. En respuesta a mi silenciosa declaración, me agarra el trasero y me empuja con fuerza hacia su erección. Me inclino hacia él y disfruto de este roce íntimo, ardiendo en deseos de que llegue el momento de tenerlo dentro. Introduzco la mano entre ambos y acaricio la firme longitud de su miembro.

Chris aparta su boca de la mía y me aprieta con fuerza contra la ventana. Sé que le estoy haciendo perder el control. Yo. La pequeña profesora Sara McMillan. Nos miramos fijamente y entre nosotros circula una tremenda excitación y un desafío imposible de identificar.

Una parte de mí se da cuenta de que tengo detrás una ventana de cristal y que las cosas de vidrio se pueden romper. Él también lo sabe, lo veo en el brillo oscuro de sus ojos, y quiere que me preocupe por ello. Me está presionando, poniéndome a prueba, intentando que desista. ¿Porque le hago perder la calma? ¿Porque realmente cree que es demasiado para mí? Y tal vez sea así, pero esta noche no. Esta noche, como ha dicho la canción, me estoy desmoronando y, quizá por primera vez en mi vida, no estoy negando la verdad de todos mis problemas. Los estoy viviendo.

Alzo la barbilla para mostrarle cómo me rebelo. Entonces, mete los dedos por el escote de mi blusa de seda y de un fuerte tirón rompe la tela y los botones salen disparados en todas direcciones. Ahogo un grito al verme en un territorio desconocido, quemándome viva por las ganas que tengo de este hombre.

Me gira hacia la ventana y apoyo las manos abiertas sobre el cristal. Sin perder tiempo, Chris me desabrocha el sujetador y enseguida lo desliza por mis hombros junto con la blusa. Vuelve a estar detrás de mí y su enorme erección se ajusta perfectamente a mi trasero.

—Las manos sobre la cabeza —ordena, presionándolas contra el vidrio por encima de mí, cubriéndome con su cuerpo—. Quédate así.

Mi pulso se acelera con violencia y me invaden oleadas de adrenalina. Ya me habían dado órdenes durante el sexo, pero del tipo «Agáchate y dame lo que quiero». Y traté de convencerme de que aquello era excitante. Pero no lo era. Odiaba cada segundo, cada vez, y lo consentía. Pero esto es diferente, resulta erótico de un modo que nunca había experimentado, tentador, lleno de promesas. Tengo el cuerpo sensibilizado y latiendo de excitación. Estoy caliente donde Chris me toca y fría donde no.

Cuando parece convencido de que voy a cumplir sus órdenes, baja las manos poco a poco por mis brazos y luego acaricia arriba y abajo mis costados rozando la curva de mis senos. No tiene prisa, pero yo sí. Tiemblo literalmente en el momento en que sus manos cubren mis pechos y disfruto de la rudeza con que los aprieta antes de tirar de mis pezones. Jadeo al sentir cómo me pellizca una y otra vez, generando oleadas de placer que rozan el dolor, y la música empieza a desvanecerse al igual que mi pasado. «Hay placer en el dolor.» Las palabras vuelven a mí y esta vez cobran sentido.

De pronto, retira las manos y jadeo desesperada e intento recuperarlas.

Me agarra las manos y me obliga a volver a colocarlas en alto apoyadas en el cristal. Noto su aliento cálido en mi oído, su cuerpo fuerte contra el mío.

—Como vuelvas a moverlas, dejaré de hacer lo que estoy haciendo, por mucho que te guste.

Me estremezco ante una orden tan erótica, sorprendida de nuevo al ver lo mucho que me atrae el juego al que estamos jugando.

—Sólo recuerda una cosa —lo advierto, muriéndome aún por que me toque—: La venganza será terrible.

Me araña el hombro con los dientes.

—Estoy deseando que llegue, cariño —dice con voz ronca—. Mucho más de lo que puedas imaginar.