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ME sorprende el inesperado contenido de la caja. Un pincel y la mitad de una fotografía en la que aparece una mujer. Se trata de Rebecca. No sé por qué no me extrañó no encontrar fotografías entre los muchos efectos personales que inspeccioné en el guardamuebles. Tampoco había fotos suyas en la página web de la galería. Puede que no me percatase antes de estas cosas porque no quería saber qué aspecto tenía.
Cojo la fotografía, la sostengo entre los dedos y la observo. La observo a ella. Es guapa, menudita, tiene el pelo castaño rojizo, y su sonrisa resplandeciente me indica que era inmensamente feliz en el momento en que se tomó la instantánea. No logro adivinar el color de sus ojos, creo que son verdes, mientras que los míos son marrones. Su imagen me fascina y me pregunto por qué rompería la foto. Me pregunto quién salía en la imagen con ella y quién la tomó. Y más aún: me pregunto por qué conservaría la foto después de romperla.
Entonces miro intrigada el pincel. Resulta extraño que haya conservado semejante objeto, pero lo mismo se puede decir de la mitad de una fotografía. Lo tomo y acaricio las cerdas, que tienen restos de pintura amarilla. No hay marcas ni logotipos en la madera. Se trata sin duda de un objeto con un valor sentimental, algo que no es de extrañar teniendo en cuenta que trabajaba en la galería. Entonces, ¿el hombre que aparece en el diario era un artista? Existen muy pocas posibilidades de averiguar su identidad. Se me encoge el estómago al pensar en Chris. No dejo de pensar en Chris y en esos ojos de un verde intensísimo.
Vuelvo a guardar la fotografía y el pincel en la caja y la dejo sobre mi mesilla de noche. Sobre la cama tengo también el ordenador portátil, así que lo enciendo, escribo «Chris Merit» en la barra de búsqueda y hago clic en «imágenes». De forma casi instantánea, aparecen fotos de dos personas distintas, y me doy cuenta de que uno es una versión más envejecida de Chris. Su padre fue un famoso pianista de música clásica que vivió en París. No sé cómo me olvidé de ello, ni cómo relacioné la imagen del padre con la de su hijo, pero el parecido es asombroso.
Escribo el nombre de Chris en Google y aparece en la Wikipedia. Tiene treinta y cinco años, no treinta y tres, y ha salido con un par de modelos y una actriz. Bien. Nada absolutamente que ver conmigo, así que no entiendo por qué esta noche estuve buscándole tres pies al gato. Aprieto los labios al descubrir que nunca ha estado casado. Me vienen a la cabeza las palabras de mi madre: un hombre que no se haya casado a los treinta y cinco o es gay o esconde un terrible secreto. Se me hace un nudo en la garganta. Dios, cuánto la echo de menos, cómo me gustaría que siguiese viva y poder llamarla. Bueno, quizá no podría llamarla y explicarle mi obsesión con la vida sexual de otra mujer. Me muerdo el labio inferior. ¿Estoy obsesionada con la vida sexual de otra mujer? «No», me respondo de inmediato, rechazando la idea. Si estoy obsesionada con algo, es con su seguridad.
Y si Chris esconde algo, ¿es posible que Rebecca lo hubiera descubierto y se hubiese convertido en un lastre? Se parece tanto a una novela que se me escapa una risilla. Además, conforme sigo leyendo, veo que Chris vive en París. Debe de estar aquí de visita. Seguramente se haya marchado ya.
De repente, siento una decepción espontánea. Chris es el primer hombre que me ha interesado en más de dos años, desde Michael Knight, el directivo de una importante empresa de informática que conocí en un acto benéfico. Pronto descubrí que era el tipo de hombre que me atrae por razones completamente erróneas. El tipo dominante y controlador que hace que te sientas femenina y protegida. Eso hasta que destruye todo el concepto que tienes de ti misma. Aún no estoy segura de comprender por qué me atrajo, o por qué hombres como Mark, que irradia esa clase de poder, me siguen atrayendo. Sólo sé que salir con hombres que al principio parecen sensibles y bondadosos, tal y como había estado haciendo en el pasado, no parece funcionar. Y Chris... Bueno, no parece un obseso del control como Mark, pero no creo que vuelva a verlo.
Cojo uno de los diarios y empiezo a leer.
Le dije que no volvería a verlo. Me dijo que él decidiría cuándo lo vería y cuándo no. Debí haber sabido que no podría marcharme sin más. Debí haber sabido que vendría a buscarme y que yo, débil como soy, no sería capaz de resistirme. Antes de darme cuenta, me encontraba en el almacén en pleno día y teniendo a los demás muy cerca.
Me empujó contra la pared y me rasgó las bragas. Apretó los labios junto a mi oído y sentí su respiración caliente en el cuello mientras me decía: «Conoces las normas; sabes que tengo que castigarte». Cerré con fuerza los ojos porque lo sé. Lo sé, y no sólo lo sé, sino que también lo deseo. En eso es en lo que me he convertido, lo que él ha hecho de mí. Estaba húmeda y ansiosa y totalmente dispuesta a rogarle aquello que anhelaba: un castigo.
El primer golpe de su mano en mi trasero me provocó mucho dolor, pero no grité. No podía gritar. No cuando me podían oír. Pero, de algún modo, como siempre ocurre, el dolor se tornó en placer. Mi deseo era intenso, absoluto. Me penetró y yo apenas pude contener mi grito, mis ansias. Todo lo duro que me follase me parecía poco. Me sentía impotente ante el placer que representa.
Cuando acabó, me giró, me tiró del vestido y el sujetador hacia abajo y me colocó unas pinzas en los pezones al tiempo que me ordenaba que aguantase el dolor durante quince minutos. Me aseguró que, si me las quitaba antes, lo sabría. Y entonces se fue y yo me quedé mirando cómo se iba, con el sexo espasmódico por el orgasmo que no debería haber sido capaz de provocarme. Todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo son conscientes de la punzada que siento en mi interior y del dolor de las pinzas que muerden mis pezones. Soy incapaz de detener el dolor, incapaz de resistir mi deseo por él. No puedo hacer nada. Estoy terriblemente excitada.
Es lunes por la mañana. Estoy en el cuarto de baño y mi segundo café descansa a mi lado sobre la encimera mientras me cepillo la cabellera castaña hasta convertirla en una masa sedosa. Son las ocho de la mañana y pronto saldré para la galería. «Puedes empezar el lunes» debería haberme dado pie a preguntar: «¿A qué hora?» Y, dado que no tuve suficientes luces para hacerlo, antes de acostarme decidí levantarme lo suficientemente temprano para llegar media hora antes de que abrieran.
Remato mi maquillaje con una brocha y me pongo un vestido tubo verde esmeralda, una chaqueta negra y tacones negros: el atuendo que suelo llevar en las ocasiones especiales. Es el mismo modelo que me puse para la entrevista de trabajo que hice para el puesto de profesora años antes cuando, igual que hoy, el objetivo era parecer profesional. Después de todo, me voy a ocupar de las necesidades de gente adulta y no de esos niños de instituto que llevan vaqueros y camisetas. Yo nunca he llevado vaqueros al trabajo, aunque algunos profesores de la facultad sí lo hacían. Mi aspecto juvenil requería el efecto intimidatorio de los tacones y las faldas. Con los estudiantes de instituto, el respeto puede servir de mucho. Repaso mi aspecto en el espejo de cuerpo entero que hay tras la puerta y me doy el visto bueno. No es Chanel ni Dior, como preferirían muchos de los clientes de la galería, pero, teniendo en cuenta mi presupuesto, tendrá que valer.
Tras acabar el café, me dirijo al coche y me pongo tan nerviosa como mis alumnos el primer día de clase. No puedo creer que haya aceptado este trabajo y me siento tan aterrada como entusiasmada. «Bueno —me digo— como si cupiese alguna duda de que no ibas a aceptarlo.»
Un sentimiento de culpa se revuelve en mi estómago ante la idea de que el posible infortunio de Rebecca haya sido mi golpe de suerte. No creo que pueda vivir con esa idea en la cabeza, así que me prometo a mí misma que nadie ha sufrido infortunio alguno. Voy a descubrir que Rebecca está perfectamente y es feliz, y a atreverme a sumergirme en ese mundo que tanto amo, aunque sólo sea por un tiempo.
Cuando llego a la galería un cuarto de hora después, vuelvo a albergar dudas sobre la seguridad de Rebecca. Si está bien, es feliz y yo estoy dispuesta a creer que la han llevado a un refugio exótico con suficientes intenciones de quedarse allí como para dejarlo todo, me pregunto por qué en la galería dicen que va a regresar.
Siempre he anhelado pasarme la vida rodeada de obras de arte y sé que el día que deje atrás este mundo para regresar al mío será doloroso. Pero ahora me he internado en esta senda y, en mi fuero interno, siento que estoy haciendo lo que quiero hacer. En cuanto aparco en la parte trasera de la galería y salgo del coche, siento que el corazón me va a explotar en el pecho.
Cruzo el pequeño aparcamiento para los empleados y, después de intentar abrir la puerta y encontrarla cerrada, llamo.
La joven que quise abrazar la otra noche me recibe y me da la bienvenida con una cálida sonrisa antes de abrir la puerta de cristal.
—Tú debes de ser Sara.
—Así es —le digo, y le devuelvo la sonrisa—. Supongo que te han dicho que vendría.
—Sí, y me alegra mucho que estés aquí. —Lleva un vestido rosa pálido y una horquilla de clip en el pelo negro que le hace parecer más joven que cuando la conocí—. La plantilla es muy reducida, así que eres una bendición.
Entro y dejo que la puerta se cierre a mis espaldas. La mujer —o más bien, la chica— no se molesta en volver a echar la llave, lo que me preocupa. Puede que la galería sea pequeña, pero está considerada como una de las más prestigiosas, con obras muy solicitadas y mucho movimiento de dinero.
—Me llamo Amanda —anuncia—. Voy a trabajar en prácticas el año entrante, como recepcionista.
—Encantada de conocerte, Amanda —le digo.
—Mark está desayunando con Ricco esta mañana para hablar de la exposición de la semana pasada. —Señala con la cabeza—. Te enseñaré tu nuevo despacho.
Dudo antes de seguirla y, aun a riesgo de ofender a Amanda, me doy la vuelta y cierro la puerta con llave. Le dedico una sonrisa a modo de disculpa.
—Perdona. Soy una fanática del arte y la idea de que alguien irrumpa aquí y robe alguna obra basta para hacerme sentir náuseas.
Ella palidece visiblemente.
—Gracias. Mark se hubiese enfadado mucho si llega a encontrársela abierta.
La inquietud y el miedo que la abruman me resultan desconcertantes. En ese momento, me doy cuenta de que la actitud protectora que desarrollé hacia ella la otra noche va a ser una constante.
Alcanzo a Amanda y avanzamos por un estrecho pasillo que discurre por detrás de la zona de exposiciones.
—Mark es un jefe muy exigente, ¿no?
Me lanza una mirada furtiva.
—Es rico, apuesto y raya la perfección. Y eso es lo que él espera de este lugar. A mí no siempre se me da tan bien ser perfecta.
—La perfección de los demás es una fachada que creamos cuando nos sentimos inseguros —sentencio. Pero, en el fondo, y aunque mi encuentro con Mark ha sido muy breve, coincido con todas las afirmaciones que ella hace sobre él. Bueno, excepto con eso de que es rico. No sé si tiene dinero, pero, de tenerlo, no será únicamente por dirigir una galería de arte.
—Bueno —murmura la chica con escepticismo—, supongo que dudo de mí cuando estoy con él, pero lo hago porque intimida mucho. Cuando me mira, siento como si me fuera a dar un ataque de histeria.
Imagino sus profundos ojos grises, y, sólo de pensar en volver a ver a Mark, se me dispara la adrenalina, pero ahora mismo estoy demasiado dispersa como para saber el porqué. Como no tengo intención de comentárselo a Amanda, me limito a dedicarle una sonrisa alentadora.
—Apuesto a que, si nos aliamos, conseguiremos que resulte un poco menos intimidante.
Ella esboza una amplia sonrisa.
—Me gusta la idea.
Su reacción me llena de ternura, y la profesora y madraza que llevo dentro tienen la certeza de que me voy a convertir en su mamá osa.
Entramos en otro pasillo flanqueado por varias obras de arte y reprimo las ganas de examinarlas. Ya habrá tiempo para hacerlo.
—Te presentaré a los demás empleados cuando lleguen —me anuncia—. Somos siete en total, sin contarte a ti, y dos de ellos trabajan en prácticas a tiempo parcial. Hoy entran más tarde porque anoche celebramos aquí un evento.
—Y ¿cómo es que te ha tocado en suerte venir más temprano que el resto? —le pregunto cuando nos detenemos ante la puerta que supongo conduce a los despachos.
Me vuelve a mirar de reojo.
—Durante la degustación de vinos, derramé una copa sobre un cliente muy importante. Estoy castigada.
La miro extrañada y un escalofrío me recorre la columna.
—¿Castigada?
Ella marca una clave en un panel antes de volverse hacia mí. La sonrisa que mostraba antes ha desaparecido.
—Mark es un fanático de los castigos. —Echa a andar y me obliga a seguirla. Tengo la impresión de que no quiere concederme la oportunidad de pedirle más detalles.
Pasamos por varios despachos a oscuras y entonces se detiene ante una puerta y enciende la luz.
—Usarás el despacho de Rebecca.
No me muevo. Me quedo allí, helada, acordándome de la entrada del diario que leí la noche anterior.
Conoces las normas; sabes que tengo que castigarte.