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SORPRESAS

Anochecía y Jo estaba sola, tumbada en el viejo sofá, contemplando el fuego pensativa. Así era como le gustaba pasar la hora del ocaso, sin que nadie la molestara, descansando la cabeza sobre el pequeño cojín rojo de Beth, ideando historias, soñando despierta o recordando con ternura a una hermana que seguía tan presente como siempre. Tenía el semblante cansado, serio y bastante triste porque al día siguiente era su cumpleaños y pensaba en lo rápido que se habían ido los años, lo mayor que se estaba haciendo y lo poco que había logrado. A punto de cumplir los veinticinco, y con tan poco que mostrar. Jo no estaba en lo cierto en eso, tenía mucho que mostrar y, con el tiempo, llegaría no solo a verlo, sino a sentirse agradecida por ello.

A este paso, acabaré convertida en una solterona. Una solterona casada con la pluma que, en lugar de hijos, tendrá obras y tal vez, dentro de veinte años, un pequeño fragmento de gloria, cuando, como el pobre Johnson, ya sea demasiado vieja para disfrutarla o compartirla y no la necesite. Bueno, no tengo por qué ser una santa amargada ni una pecadora egoísta, supongo que las solteronas pueden vivir a gusto cuando se acostumbran a la idea, pero… Jo suspiró ante un panorama tan poco halagüeño.

Rara vez lo es y, desde la perspectiva de quien cumple veinticinco años, los treinta pueden parecer el fin de todo, pero la verdad no es tan mala como amenaza y es posible seguir feliz cuando se tiene un buen respaldo. A los veinticinco, las jóvenes empiezan a comentar la posibilidad de quedarse solteras pero, en secreto, piensan que eso no les ocurrirá jamás. A los treinta, no dicen nada pero aceptan las circunstancias en silencio y, si son inteligentes, se consuelan pensando que tienen por delante veinte años de felicidad en los que aprender a envejecer con elegancia. No os riáis de las solteronas, jovencitas, porque suelen ser muy sensibles y ocultan trágicas historias de amor en corazones que laten quedamente bajo sobrios vestidos, y su silente renuncia a la juventud, la ambición y el amor vuelve sus apagados rostros especialmente hermosos a los ojos de Dios. Hay que entender incluso a las hermanas tristes y amargadas, porque no han conocido el aspecto dulce de la vida, y verlas con compasión, no con desdén; vosotras, jovencitas en la flor de la vida, recordad que la flor se marchitará, que la tez no permanecerá eternamente tersa y sonrosada, que en el cabello castaño aparecerán hebras plateadas y que, llegado un punto, la ternura y el respeto os parecerán tan valiosos como hoy lo son el amor y la admiración.

Caballeros, me refiero a vosotros, muchachos, sed educados con las solteronas, por pobres, poco atractivas y estiradas que sean, porque la única caballerosidad que merece la pena tener es aquella que nos lleva a respetar a nuestros mayores, proteger al débil y servir a las mujeres, sin importar su clase social, edad o color de piel. Recordad que las buenas tías, además de sermonear y preocuparse por todo, os han cuidado y mimado, a menudo sin que nadie se lo agradeciera, os han salvado de más de un aprieto, os han dado «propinas» en la medida de sus pequeños presupuestos; sus viejos y pacientes dedos han dado muchas puntadas y sus ancianos pies, muchos pasos por vosotros, de modo que no olvidéis tener con ellas, en justa gratitud, esas atenciones que toda mujer espera recibir a lo largo de su vida. Vuestra actitud no pasará inadvertida a las jóvenes de ojos vivos y os valorarán más por ello. Y si la muerte, que es el único poder que puede separar a una madre de su hijo, os roba la vuestra, a buen seguro os quedará el abrazo, tierno, cálido y maternal, de una tía soltera que habrá reservado siempre un lugar privilegiado en su solitario corazón para «el mejor sobrino del mundo».

Jo se debió de quedar dormida (como imagino que le habrá ocurrido al lector tras este pequeño sermón), ya que de pronto se encontró de frente con el fantasma de Laurie. Era un fantasma de carne y hueso, y estaba inclinado sobre ella, mirándola con aquella cara que solía poner cuando sentía algo y no quería que se le notase. Ella se quedó mirándole fijamente, perpleja y sin decir una sola palabra, hasta que él se encorvó y le dio un beso. Entonces, supo que era él, se levantó de golpe y exclamó con gran alegría:

—¡Teddy! ¡Mi Teddy!

—Querida Jo, entonces, ¿te alegras de verme?

—¿Alegrarme? ¡Válgame el cielo, no hay palabras para describir lo contenta que estoy! ¿Dónde está Amy?

—Se ha quedado con tu madre en casa de Meg, donde paramos de camino, y no he podido arrancar a mi esposa de allí.

—¿Tu qué? —exclamó Jo, pues Laurie había pronunciado aquellas dos palabras con un orgullo y una satisfacción que le delataban.

—¡Oh, vaya, qué diantre! Bueno, ya lo he dicho… —Y adoptó un aire culpable que hizo que Jo se le echara encima.

—¿Os habéis casado?

—Sí, pero prometo no volver a hacerlo. —Y se arrodilló y juntó las manos como si fuese un penitente, pero con la expresión pícara y alegre del que se siente un triunfador.

—¿De veras estáis casados?

—Eso creo, gracias.

—¡Por favor! ¿Qué otra barbaridad vas a cometer a continuación? —Jo se dejó caer en el sofá, ahogando un grito.

—Bueno, ésa es una forma de felicitarnos muy original, aunque propia de ti —repuso Laurie, que seguía arrodillado pero radiante de satisfacción.

—¿Qué esperabas después de dejarme sin aliento? Te cuelas sin hacer ruido, como un ladrón, ¡y me das una noticia así, como si nada! Levántate, no seas ridículo, y cuéntamelo todo.

—No diré nada a menos que me dejes ocupar mi lugar de siempre y prometas no construir una barricada con los cojines.

Jo se rió porque hacía mucho tiempo que no hacía eso, dio unas palmadas en el sofá para invitarle a sentarse y dijo en tono cordial:

—El viejo cojín está en el desván, ya no es necesario. Ven aquí y confiésalo todo, Teddy.

—Cómo me alegra que me llames Teddy. Eres la única que lo hace. —Y Laurie se sentó muy contento.

—¿Cómo te llama Amy?

—Mi señor.

—Eso es muy propio de ella. Bueno, de verdad pareces un señor. —Por la forma en que le miró, estaba claro que Jo encontraba a su muchacho más apuesto que nunca.

El cojín había desaparecido, pero aun así había una barricada entre ellos. Era un muro lógico, creado por efecto del tiempo, la ausencia y los cambios en sus corazones. Ambos lo sintieron y, por un instante, se miraron el uno al otro como si una barrera invisible proyectase una pequeña sombra sobre ellos. Sin embargo, la distancia se disipó de inmediato cuando Laurie comentó, con fingida dignidad:

—Dime, ¿a que parezco un hombre casado, un auténtico cabeza de familia?

—En absoluto, y no creo que logres parecerlo nunca. Aunque has crecido y eres más fuerte, no has dejado de ser el pícaro de siempre.

—Venga, Jo, deberías tratarme con más respeto —empezó Laurie, que lo estaba pasando en grande.

—¿Cómo? Si pensar que te has casado y has sentado la cabeza me hace tanta gracia que no consigo ponerme seria —repuso Jo sonriendo con una alegría tan contagiosa que ambos se echaron a reír, tras lo que pudieron, al fin, mantener una buena charla, a la vieja usanza.

—No salgas a buscar a Amy con este frío, porque ya vienen todos hacia aquí. ¡Yo no podía esperar! Quería ser el primero en darte la gran noticia y ver tu reacción.

—¡Cómo no! ¡Pero has echado a perder la historia empezando por el final! En fin, ahora cuéntamelo todo, desde el principio. ¿Cómo empezó? Estoy ansiosa por saberlo.

—Bueno, accedí para complacer a Amy —dijo Laurie, con una risita maliciosa que hizo que Jo exclamase:

—¡Primera mentira! Seguro que fue Amy la que accedió para complacerte a ti. Siga, caballero, pero diga la verdad, si es posible.

—Vaya, empieza a reaccionar, es un gusto verla así, ¿no te parece? —dijo Laurie mirando a la chimenea como si mantuviese una conversación con el fuego, y éste respondió aumentando su brillo e intensidad como si le diese la razón—. Verás, como somos uno, da igual quién accediera a qué. Teníamos previsto volver a casa con los Carrol, hace un mes, pero de pronto cambiamos de idea y decidimos quedarnos a pasar el invierno en París. Sin embargo, mi abuelo tenía ganas de volver a casa y, puesto que había ido a Europa para acompañarme a mí, sentí que no podía dejarle marchar solo. Tampoco me quería separar de Amy pero, como la señora Carrol cree a pies juntillas en las carabinas a la antigua usanza inglesa y todas esas tonterías, no permitía que Amy me acompañase. Así que zanjé el asunto diciendo: «Casémonos, así podremos hacer lo que nos plazca».

—Por supuesto, siempre consigues lo que quieres.

—No siempre. —Al decir esto, algo en la voz de Laurie hizo que Jo se precipitara a cambiar de tema.

—¿Y cómo lograste que la tía diese su consentimiento?

—No fue fácil, pero entre los dos conseguimos convencerla porque teníamos muchas razones a favor. No había tiempo para escribir y pedir permiso, pero sabíamos que a todos os encantaba la idea y que ya la habíais aceptado… Así que no era más que un trámite, como dice mi esposa.

—¡Hay que ver lo orgulloso que está de esas dos palabras y lo mucho que le gusta pronunciarlas! —apuntó Jo dirigiéndose a su vez al fuego, encantada de ver que los ojos de su amigo, que en su último encuentro estaban tristes y apagados, brillaban de felicidad.

—No me lo tengas en cuenta. Es una mujer tan fascinante que no puedo sino estar orgulloso de ella. Bueno, como te decía, ya que el tío y la tía se erigieron en defensores del decoro y nosotros estábamos tan perdidamente enamorados que no éramos capaces de pensar en nada más, decidimos que casarnos simplificaría mucho la cuestión. Así que lo hicimos.

—Pero ¿cuándo, dónde, cómo? —preguntó Jo dando rienda suelta a una incontrolable y febril curiosidad femenina.

—Hace seis semanas, en el consulado de Estados Unidos en París. Fue una boda muy discreta, claro está, porque, a pesar de nuestra felicidad, tuvimos muy presente a nuestra querida Beth.

Al oírle decir esto, Jo le tomó la mano y Laurie acarició el pequeño cojín rojo que tantos recuerdos le traía.

—¿Por qué no nos informasteis de inmediato? —preguntó Jo en voz más baja, tras un momento de silencio.

—Queríamos daros una sorpresa. Pensábamos venir directamente a casa, pero mi querido abuelo, una vez casados, dijo que necesitaba un mes para dejarlo todo listo antes de partir y propuso que fuésemos a pasar la luna de miel a donde quisiéramos. En una ocasión, Amy había comentado que Valrosa era un lugar ideal para una luna de miel, así que fuimos allí y pasamos los días más felices de nuestra vida. Imagínatelo, ¡amor entre las rosas!

A Jo le pareció que Laurie se olvidaba de que hablaba con ella y se alegró, porque el hecho de que le contase con tanta naturalidad y libertad esas cosas indicaba claramente que había olvidado y perdonado lo ocurrido entre ambos, Hizo ademán de separar la mano de la de Laurie pero, como si adivinase su intención, él la sujetó con firmeza y dijo, con una seriedad y una madurez desconocidas en el joven:

—Jo, querida, quiero decirte algo y, después, olvidaremos el asunto para siempre. Como te comenté en la carta en la que refería lo amable que era Amy conmigo, nunca dejaré de amarte, pero mi amor ha cambiado y he comprendido que es mejor así. Amy y tú habéis intercambiado los puestos que ocupabais en mi corazón, eso es todo. Creo que era mi destino y hubiese llegado a él de cualquier modo, aunque fuese dejando pasar el tiempo como tú pretendías. Pero, como la paciencia no es mi fuerte, se me rompió el corazón. Era muy joven, pasional e impulsivo. Me costó mucho comprender mi error. Y en verdad era un error, como tú me advertías, Jo, pero no me di cuenta hasta después de haberme puesto en ridículo. He de confesar que, en un momento dado, estaba muy confundido y no podía determinar a quién quería más, si a ti o a Amy, y traté de quereros a las dos igual, pero no me fue posible. Cuando me reuní con Amy en Suiza, las dudas se disiparon de golpe. Cada una pasó a ocupar el lugar que le correspondía y entendí que había dejado de amarte a ti antes de enamorarme de Amy y que podía quereros de forma distinta, a ti como a una hermana y a ella como a mi esposa. Te pido que creas en mi palabra y volvamos a ser los amigos que éramos en los viejos tiempos, cuando nos conocimos.

—Te creo, de verdad, pero nunca podremos volver a ser los niños que fuimos, Teddy, los buenos y viejos tiempos nunca volverán y no podemos esperar que eso ocurra. Ahora somos un hombre y una mujer con obligaciones, el tiempo de jugar terminó y debemos dejar atrás la fiesta y las travesuras. Estoy segura de que sientes lo que dices, veo que has cambiado y tú verás que yo tampoco soy la misma. Echaré de menos a mi joven amigo, pero querré tanto o más al hombre en el que te has convertido y te admiraré porque harás lo posible por ser quien yo creía que podrías ser. No podemos seguir actuando como compañeros de juegos, pero sí ser un hermano y una hermana que se quieren y se ayudan toda la vida. ¿No te parece, Laurie?

Él no dijo nada, pero tomó la mano que ella le tendía y bajó la mirada unos segundos, sintiendo que de la sepultura de una pasión juvenil surgía ahora una hermosa y sólida amistad que sería una bendición para ambos. Jo, que no quería que la vuelta a casa se tiñese de tristeza, apuntó con voz alegre:

—Me cuesta creer que estéis casados y vayáis a formar un hogar. Parece que fue ayer cuando le ataba el delantal a Amy y te tiraba del pelo cuando te burlabas de nosotras. ¡Válgame el cielo, el tiempo vuela!

—Puesto que uno de nosotros es mayor que tú, no tienes por qué hablar como una abuela. Como dice Peggotty, el aya de David Copperfield, soy un «muchacho bastante crecidito» y, cuando veas a Amy, convendrás conmigo en que es una niña muy precoz —dijo Laurie, divertido al ver que Jo adoptaba un aire maternal.

—Puede que tengas más años que yo, pero, en lo relativo a sentimientos, yo soy mucho más madura, Teddy. Las mujeres siempre lo somos. Y este último año ha sido tan duro que me siento como si hubiese cumplido los cuarenta.

—¡Pobre Jo! Te hemos dejado cargar sola con todo, mientras nosotros nos divertíamos. Estás más vieja; ahí veo una arruga, y allá otra. Cuando no sonríes, tienes la mirada triste, y al tocar el cojín, hace un segundo, he notado que estaba empapado con tu llanto. Es mucho lo que has tenido que sobrellevar, y lo has hecho sola. ¡Soy un animal egoísta! —Laurie se tiró del cabello, con aire arrepentido.

Jo dio la vuelta al cojín que la había delatado y, fingiendo un ánimo que no tenía, dijo:

—No es así; cuento con la ayuda de papá y mamá, y los niños son un auténtico consuelo. Por otro lado, saber que tanto tú como Amy estabais bien y dichosos hizo que la pena fuese más llevadera. A veces me siento sola, pero creo que me hará bien y…

—Ya no te sentirás sola nunca más —la interrumpió Laurie, y le pasó el brazo por encima del hombro, como para protegerla de todo mal—. Amy y yo no podemos vivir sin ti, así que tendrás que venir a casa y recordarnos que debemos ser buenos y compartirlo todo, como hacíamos nosotros, y dejar que te mimemos. Así podremos disfrutar de la bendición y la felicidad que proporciona una amistad como la nuestra.

—Si no he de ser un estorbo, me encantaría. Me siento mucho mejor ahora porque, contigo cerca, mis males desaparecen. Siempre me consuelas, Teddy. —Jo descansó la cabeza sobre su hombro, como había hecho tiempo atrás, cuando Beth estaba enferma y Laurie le ofreció su apoyo.

Él la miró y se preguntó si estaría recordando aquel instante, pero Jo sonreía como si, en verdad, todas sus preocupaciones se hubiesen esfumado con su llegada.

—Sigues siendo la misma, Jo. Puedes llorar en un instante y, al minuto siguiente, estar riendo. ¿A qué viene esa cara de pícara, abuelita?

—Me preguntaba cómo os llevaríais tú y Amy.

—Como dos ángeles.

—Claro, eso de entrada. Pero… ¿quién manda?

—No tengo reparo en reconocer que, por ahora, manda ella. O, por lo menos, dejo que lo crea. Eso la hace feliz, ¿sabes? Con el tiempo, nos iremos turnando, porque dicen que el matrimonio divide los derechos y multiplica las obligaciones.

—Si sigues como ahora, Amy llevará la voz cantante hasta el fin de tus días.

—Bueno, lo hace con tanta sutileza que no creo que me incomode nunca. Es la clase de mujer que sabe cómo llevar a un hombre. De hecho, me agrada que así sea, porque te enreda con la suavidad de un ovillo de seda y consigue que sientas que es ella quien te hace un favor.

—¡Quién iba a pensar que te vería convertido en un calzonazos y disfrutando de ello! —exclamó Jo alzando las manos.

Ante tal insinuación, Laurie se encogió de hombros y sonrió con sorna masculina mientras apostillaba, con aire digno:

—Amy está demasiado bien educada para hacer algo así, y yo no soy la clase de hombre que se somete a su mujer. Mi esposa y yo nos respetamos demasiado el uno al otro para tiranizarnos o pelearnos.

A Jo le gustó oír aquello, y la recién adquirida dignidad de su amigo le pareció entrañable, pero ver que su muchacho se había convertido demasiado rápido en hombre le provocaba una mezcla de pesar y alegría.

—No me cabe duda. Amy y tú nunca peleabais como hacíamos nosotros. Ella es el sol y yo, el viento de la fábula. Y el sol sabe cómo llevar a un hombre, ¿recuerdas?

—Te aseguro que ella, además de brillar, puede sacarte los colores. —Laurie se echó a reír—. ¡Si hubieses visto el sermón que me soltó en Niza! Te aseguro que fue mil veces peor que tus sarcasmos. Fue una provocación en toda regla. Ya te lo contaré en otra ocasión. Ella no lo hará nunca, porque, después de decir que me despreciaba y que se avergonzaba de mí, resulta que se enamora de tan mal partido y se casa con el inútil.

—¡Menuda bajeza! Bueno, si te trata mal, ven a decírmelo y yo saldré en tu defensa.

—Parece que necesito ayuda, ¿verdad? —dijo Laurie, y se levantó y puso una pose divertida, que cambió de pronto al oír a Amy preguntar:

—¿Dónde está mi querida Jo?

La familia en pleno llegó y todos se dieron abrazos y besos una y otra vez y, tras varios intentos fallidos, los tres viajeros se sentaron y los demás los estudiaron en medio de una alegría generalizada. El señor Laurence, más sano y robusto que nunca, era sin duda el que más había mejorado con el viaje. Había perdido en gran medida su dureza, y su tradicional cortesía era aún más exquisita, por lo que resultaba especialmente encantador. Era maravilloso verle sonreír ante «mis niños», como llamaba a la joven pareja; era aún mejor ver cómo el afectuoso y filial trato que Amy le dispensaba le tenía totalmente robado su anciano corazón, pero sin duda lo mejor de todo era observar cómo Laurie revoloteaba feliz, alrededor de ambos, disfrutando de tan hermoso cuadro.

Cuando Meg vio a Amy, comprendió que el vestido que ella llevaba no tenía para nada un toque parisino… que la señora Moffat quedaría totalmente eclipsada en presencia de la señora Laurence y que su «señoría» se había convertido en una dama fina y elegante. Al ver a los dos enamorados juntos, Jo pensó: ¡Qué buena pareja hacen! Yo tenía razón, Laurie ha encontrado una joven hermosa y educada que encajará en su hogar mucho mejor que la vieja y desgarbada Jo y que, en lugar de un tormento, será motivo de orgullo. La señora March y su esposo sonreían y asentían felices al comprobar que la prosperidad de su hija menor no sería solo material, sino que contaba con la mayor riqueza de todas: amor, confianza y felicidad.

El rostro de Amy irradiaba ese dulce brillo que nace de un corazón en paz, su voz poseía una ternura distinta y su aspecto, antaño frío y cursi, denotaba una dignidad femenina e irresistible. Había abandonado toda afectación, y la amable dulzura que presidía todos sus gestos contribuía a aumentar su encanto más que su belleza recién adquirida o su antigua elegancia, porque era la prueba inequívoca de que se había convertido en una auténtica dama, tal y como siempre había soñado.

—El amor ha transformado a nuestra pequeña —susurró la madre.

—Siempre ha tenido un buen espejo en el que mirarse, querida —murmuró el señor March observando amorosamente el rostro ajado y el cabello gris de su esposa.

Daisy no podía apartar los ojos de su hermosa tía y se pegó a la maravillosa dama como un perro faldero. Demi se tomó su tiempo antes de mostrarse incondicional de la pareja mediante la inmediata aceptación del soborno que sus tíos le ofrecieron: una tentadora familia de osos de madera procedente de Berna. Laurie, que sabía cómo ganarse su favor con un sencillo movimiento, le dijo:

—Jovencito, cuando tuve el honor de conocerte, me golpeaste en el rostro; ¡ahora exijo una compensación de caballeros! —Dicho esto, el alto tío procedió a sacudir y despeinar a su pequeño sobrino de una manera que dañó su dignidad filosófica casi tanto como hizo las delicias de su alma de niño.

—¡Válgame Dios, si va toda de seda, de pies a cabeza! ¡Qué gracia verla así, tan arreglada! ¡Y que todo el mundo llame «señora Laurence» a mi pequeña Amy! —musitó la vieja Hannah, que aprovechaba mientras ponía la mesa para entrometerse abiertamente y echar vistazos a los recién llegados.

¡Y había que verlos! ¡Cómo hablaban! Primero uno, después el otro, y al final los tres a la vez, tratando de resumir las anécdotas de tres años de viaje en media hora. Por fortuna, llegó la hora de la cena y pudieron hacer una pausa y sosegarse, ya que, de haber seguido a aquel ritmo, habrían terminado roncos y agotados. Qué feliz procesión formaban al entrar en el comedor. El señor March acompañaba orgulloso a la «señora Laurence» y la señora March caminaba dichosa del brazo de «su hijo». El anciano caballero, que se apoyaba en Jo, le susurró al oído: «Ahora, tendrás que ser mi niña», y lanzó una mirada hacia el rincón vacío, junto a la chimenea; con labios temblorosos, Jo murmuró: «Intentaré estar a la altura, señor».

Los gemelos iban detrás, dando brincos la mar de felices, porque, como todo el mundo estaba pendiente de los recién llegados, los dejaban divertirse a sus anchas, y ellos no dudaron en sacar el máximo partido a las circunstancias. Bebieron un poco de té a escondidas, se hincharon de pan de jengibre ad líbitum, comieron sendas magdalenas y, en el colmo del atrevimiento, escondieron un tentador pastelillo de mermelada en sus bolsillitos, donde se pegó y desmigajó traicioneramente, lo que les enseñó que la naturaleza humana y los pastelillos son ¡igualmente delicados! Abrumados por el peso de la culpa por los pastelillos sustraídos, y temerosos de que la aguda mirada de la tía Dodo, como llamaban a Jo, descubriese el botín oculto tras la fina tela de batista y lana, los jóvenes pecadores no se despegaron de su abuelo, que no llevaba las gafas puestas. Amy, que iba de mano en mano, como la comida, volvió al salón del brazo del abuelo de Laurie y, como el resto se emparejó, Jo se quedó sola, circunstancia que aprovechó para quedar rezagada y charlar con Hannah, que, ilusionada, le había preguntado:

—¿Crees que la señorita Amy irá en su propio carruaje y comerá en la hermosa vajilla de plata que guardan en la casa?

—Si usase un carruaje tirado por seis caballos blancos, comiese en platos de oro y llevase diamantes y vestidos de encaje todos los días, no me sorprendería. Para Teddy, nada es lo suficientemente bueno para su esposa —contestó Jo muy satisfecha.

—¡No se puede pedir más! ¿Qué querrás para desayunar, picadillo o pescado? —preguntó Hannah, que mezclaba sabiamente poesía y prosa.

—Me es igual. —Y Jo cerró la puerta sintiendo que la comida no era un tema adecuado para el momento. Se quedó mirando cómo todos iban a la planta de arriba y, cuando vio desaparecer los pantalones de cuadros escoceses de Demi, al llegar éste al último escalón, la embargó un repentino sentimiento de soledad, tan intenso que miró alrededor, con los ojos llenos de lágrimas, en busca de algo a lo que asirse, ahora que hasta Teddy la había abandonado. De haber sabido qué regalo de cumpleaños la esperaba, no se habría dicho: Ya lloraré cuando me acueste, ahora no puedo estar deprimida. Se secó las lágrimas con la mano —pues una de sus costumbres masculinas consistía en no recordar nunca dónde tenía el pañuelo— y cuando, no sin esfuerzo, consiguió esbozar una sonrisa, alguien llamó a la puerta principal.

La abrió con hospitalaria prontitud y se sobresaltó como si hubiese recibido la visita de un fantasma. Frente a ella había un caballero robusto, con barba, cuya sonrisa lo iluminaba todo, como el sol de medianoche.

—¡Señor Bhaer! ¡Qué alegría verle! —exclamó Jo, que lo abrazó con fuerza, como si con ello pudiese evitar que la noche se lo tragase.

—Lo mismo digo, señorita March. Disculpe, creo que he interrumpido su fiesta… —El profesor hizo una pausa al oír voces y música de baile procedentes de la planta superior.

—No, no es una fiesta, es una reunión familiar. Estamos celebrando que mi hermano y mi hermana han vuelto de su viaje. Entre y súmese a nosotros.

Como hombre educado que era, el señor Bhaer hubiese preferido marcharse y regresar en otro momento, pero le fue imposible ya que Jo cerró la puerta y le despojó de su sombrero. Tal vez la expresión del rostro de la joven hizo el resto, porque ésta no pudo disimular la alegría que le produjo aquel encuentro y la mostró con una franqueza que al solitario caballero, que no esperaba tan grata bienvenida, le pareció irresistible.

—Si no es molestia, me encantará saludarlos. ¿Ha estado enferma, querida?

La pregunta pilló a Jo desprevenida mientras colgaba el abrigo en el perchero, y al señor Bhaer no se le escapó el cambio que produjo en el semblante de la joven.

—No, enferma no. Me he sentido cansada y triste, han ocurrido muchas cosas desde que hablamos por última vez.

—¡Ah, sí, estoy al corriente! Me sentí muy triste por usted cuando me enteré. —Y le estrechó la mano tan afectuosamente que Jo pensó que no había consuelo comparable al de aquella mirada dulce y aquel cálido apretón de manos.

—Papá, mamá, éste es mi amigo, el profesor Bhaer —dijo ella sin poder disimular su orgullo y alegría. A buen seguro, de haber podido, le habría anunciado con trompetas y haciendo una reverencia en la puerta.

Si a nuestro caballero le quedaba alguna duda sobre la pertinencia de su visita, se disipó de inmediato al observar lo bien que lo recibía la familia. Todos le trataron con exquisita amabilidad, primero por cortesía hacia Jo, pero enseguida lo hicieron por gusto. No podía ser de otro modo, puesto que el señor Bhaer llevaba el talismán que abre todos los corazones, y aquellas personas sencillas le acogieron con más calidez y amabilidad porque era pobre, ya que la pobreza enriquece a quienes la trascienden y es un pasaporte seguro para ganar la hospitalidad de los espíritus bienintencionados. El señor Bhaer se sentó y miró alrededor sintiéndose como un viajero que llama a la puerta de unos desconocidos y éstos le acogen como a uno de ellos. Los niños fueron hacia él, atraídos como las moscas a la miel, se sentaron en sus rodillas y se dedicaron a revisar sus bolsillos, tirarle de la barba y estudiar su reloj de bolsillo con audacia infantil. Las mujeres intercambiaron mudas señales de aprobación. El señor March sintió que había encontrado un igual y conversó animadamente con su nuevo huésped, mientras John escuchaba en silencio, muy atento, y el señor Laurence se resistía a retirarse.

Si no hubiese estado tan ocupada, a Jo le habría hecho gracia el comportamiento de Laurie, pues éste sintió una incomodidad que, más que a los celos, obedecía al recelo, y se mantuvo distante al principio, observando al recién llegado con la circunspección de un hermano. Sin embargo, la desconfianza no duró demasiado, el señor Bhaer le cautivó a pesar suyo y, sin darse cuenta, se unió a la agradable charla. El señor Bhaer rara vez se dirigía a Laurie, pero le miraba con frecuencia con cierta pena, como si, al ver a aquel joven en la flor de la vida, pensase con nostalgia en su juventud perdida. Luego miraba a Jo con una intención tan transparente que, de haberle visto ella, habría respondido de inmediato a su muda pregunta. Pero Jo, consciente de que una mirada podría delatar sus sentimientos, no quitaba ojo del calcetín que estaba confeccionando en su mejor estilo de solterona modelo.

De vez en cuando, le echaba un cauteloso vistazo que calmaba su ansia como el agua mitiga la sed del esforzado caminante, porque todo cuanto veía eran buenos presagios. El señor Bhaer había perdido su aire distraído y se mostraba apasionado, totalmente centrado en el momento presente, y parecía mucho más joven y apuesto que de costumbre. Curiosamente, Jo no lo comparó con Laurie, como solía hacer con los hombres a los que conocía, para detrimento de la mayoría. El señor Bhaer parecía muy inspirado, aunque las costumbres funerarias de los antiguos —el tema del que estaban hablando— no resultase precisamente muy alegre. Cuando Jo vio que Teddy se apasionaba con la conversación y su padre escuchaba con atención, sintió una gran satisfacción y se dijo: ¡Cómo disfrutaría pudiendo hablar cada día con un hombre como éste! Por último, el señor Bhaer vestía un traje negro que le daba el aspecto de un auténtico caballero. Se había recortado la poblada barba y llevaba el cabello muy bien peinado, aunque no le duró mucho, ya que, con la pasión de la charla, se lo alborotó y volvió a tener el divertido aspecto de costumbre, que Jo prefería porque pensaba que le favorecía mucho más. ¡Pobre Jo! Allí sentada, tricotando, no dejaba de alabar a aquel hombre sencillo y no había detalle que se le escapase, ni siquiera el hecho de que el señor Bhaer llevaba gemelos de oro en sus inmaculados puños.

Mi querido amigo no se habría vestido con más cuidado si hubiese ido a una petición de mano, pensó Jo. De pronto, le asaltó una sospecha que la hizo sonrojarse de tal manera que dejó caer la labor y se agachó a recogerla para poder ocultar su rostro.

Sin embargo, la maniobra no le dio tan buen resultado como esperaba porque, aunque estaba hablando de cómo se prendía fuego en una pira funeraria, el señor Bhaer soltó metafóricamente la antorcha y se agachó a recoger el pequeño ovillo azul. Y, cómo no, se dieron un golpe en la cabeza, vieron las estrellas y ambos se incorporaron ruborizados y sonrientes, sin haber recuperado el ovillo, y volvieron a sus asientos deseando no haberse levantado.

Como Hannah se encargó de acostar a los niños y el señor Laurence se fue a casa a descansar, la velada se alargó sin problemas. Sentados alrededor de la chimenea, todos charlaron animadamente, sin ver el tiempo pasar, hasta que Meg, convencida de que Daisy se había caído de la cama y de que Demi se había prendido fuego al camisón al jugar con unas cerillas, decidió que era hora de regresar a casa.

—Ahora que volvemos a estar todos reunidos, deberíamos cantar como hacíamos en los viejos tiempos —propuso Jo, convencida de que cantar sería una forma segura y agradable de dar salida a la jubilosa emoción que sentía.

No estaban todos, pero nadie juzgó incorrectas o irrespetuosas esas palabras, puesto que Beth parecía estar allí —una presencia serena—, invisible, pero más querida que nunca, pues la muerte no podía romper los lazos familiares que el amor había vuelto indisolubles. La pequeña silla seguía en su lugar, el pulcro cesto que guardaba la labor que la joven dejó inacabada cuando la aguja se volvió demasiado pesada para sus dedos continuaba en el estante, y su amado instrumento, que casi nunca sonaba ya, seguía donde siempre. Y, por encima de todo eso, el rostro de Beth, sereno y sonriente como en los buenos tiempos, parecía observarlos y decir: «¡Sed felices, sigo aquí!».

—Amy, toca algo para que vean cuánto has aprendido —propuso Laurie, con el comprensible orgullo de un maestro que desea ver lucirse a su pupila.

Amy suspiró, miró con lágrimas en los ojos el taburete y dijo:

—Esta noche no, querido. Hoy no puedo tocar nada.

Sin embargo, mostró algo mejor que su habilidad o su brillantez al piano, ya que cantó las canciones que solía entonar Beth con una dulzura que ningún maestro puede enseñar y que llega al corazón de quienes la escuchan con una fuerza que solo la inspiración puede dar. La sala estaba en silencio, y a Amy se le quebró la voz al pronunciar la última frase de la canción favorita de Beth, que decía: «No existe dolor terreno que el cielo no pueda curar». Después, abrazó a su esposo, que estaba detrás de ella, y sintió que su regreso al hogar no era tan perfecto sin el beso de su hermana Beth.

—Y ahora, para terminar, el señor Bhaer nos cantará una canción —dijo Jo para evitar que aquel silencio lleno de dolor se prolongara.

El señor Bhaer se aclaró la garganta, dio un paso hacia Jo y repuso:

—Si usted la canta conmigo. Nos sale muy bien juntos.

Tal afirmación era una mentira piadosa, puesto que Jo tenía la gracia musical de un grillo. No obstante, habría aceptado hasta cantar una ópera si él se lo hubiese pedido. Así pues, se puso a gorjear sin prestar atención ni al tono ni al compás, pero no se notó mucho porque el señor Bhaer, como buen alemán, cantaba alto y bien, de modo que Jo se limitó a tararear para oír aquella voz melodiosa que parecía cantar exclusivamente para ella. La canción hablaba de una tierra lejana a la que el protagonista ansiaba ir con su amada, y Jo, emocionada, deseó contestar a tan dulce invitación que partiría feliz con él a esa tierra desconocida cuando él quisiese.

La canción fue del agrado de todos y el intérprete, tímido, recibió las alabanzas del público. Momentos después, al ver que Amy se ponía el gorro para salir, el señor Bhaer olvidó sus buenos modales y la miró boquiabierto. No entendía qué ocurría, porque Jo se la había presentado como su hermana y nadie se había referido a la joven como la señora Laurence. Sin embargo, cuando Laurie declaró: «Mi esposa y yo estaremos encantados de recibirle en nuestra casa, donde siempre será bienvenido», el profesor comprendió todo de golpe y mostró tal satisfacción que Laurie se dijo que era el hombre más agradecido que conocía.

—Yo también he de irme, pero volveré pronto, si me lo permite, querida señora. He de atender un asunto en la ciudad que me retendrá aquí varios días.

El profesor hablaba a la señora March, pero miraba a Jo. La hija consintió con la mirada y la señora March lo hizo con palabras, pues, contrariamente a lo que pensaba la señora Moffat, no era ajena a los intereses de sus hijas.

—Parece un hombre inteligente —comentó el señor March, con plácida satisfacción, desde la alfombrilla, una vez que el último de los huéspedes se hubo marchado.

—Estoy segura de que es un buen hombre —añadió la señora March mostrando su decidido apoyo al profesor, mientras daba cuerda al reloj.

—Sabía que os caería bien —fue todo lo que dijo Jo al despedirse para ir a la cama.

Se preguntaba qué asunto había traído al señor Bhaer a la ciudad y, al final, concluyó que le habrían otorgado algún premio al que él, por su modestia, habría preferido no referirse. Si le hubiese podido ver la cara mientras, ya de vuelta en su habitación, contemplaba el retrato de una joven severa y rígida, con una buena mata de pelo, que parecía tener la mirada perdida en un oscuro futuro, habría imaginado de qué se trataba. Y si le hubiese visto besar el retrato antes de apagar la luz, no le habría quedado ninguna duda.