39
LAURIE EL PEREZOSO

Aunque Laurie había ido a Niza con la intención de pasar una semana, se quedó un mes. Estaba cansado de viajar solo y la presencia de Amy le hacía sentir como en casa en aquel entorno extranjero. Echaba de menos los mimos de sus vecinas y poder recuperarlos, aunque solo fuera una parte, le agradaba mucho, porque las atenciones de los desconocidos, por halagüeñas que fueran, no se podían comparar con la deliciosa sensación que le producía sentir la adoración de las hermanas March. Amy nunca le había mimado tanto como las demás, pero, dadas las circunstancias, estaba muy contenta de verle y no se separaba de él, como si le considerase el representante de su querida familia, a la que tenía más ganas de volver a ver de lo que se atrevía a admitir. Así pues, era lógico que ambos disfrutasen en compañía del otro y pasasen mucho tiempo juntos, montando a caballo, paseando, bailando o perdiendo el tiempo, porque en Niza nadie puede estar demasiado ocupado durante el verano. Sin embargo, mientras parecían divertirse despreocupadamente, lo cierto es que, aun sin demasiada conciencia, estaban descubriendo cosas y formándose una nueva opinión del otro. Cada día que pasaba, Laurie tenía en más alta estima a su amiga y se valoraba menos a sí mismo. Y ambos sintieron que algo ocurría antes de atreverse a decir nada. Amy quería complacerle y lo conseguía. La joven le agradecía los buenos ratos que pasaban juntos y le correspondía con la clase de servicios que una mujer femenina sabe cómo ofrecer con un encanto indescriptible. Laurie no oponía resistencia, se dejaba llevar con facilidad y procuraba olvidar, diciéndose que todas las mujeres debían ser amables con él puesto que la que él quería había sido tan cruel. No le costaba nada ser generoso y, si Amy hubiese aceptado, le habría regalado toda clase de caprichos y baratijas disponibles en la ciudad… pero, al mismo tiempo, sentía que no podía cambiar la opinión que la joven se estaba formando de él y temía encontrarse con aquellos grandes ojos azules, que le observaban con una sorpresa que tenía parte de triste y parte de desdén.

—Todos han ido a pasar el día a Mónaco, pero yo he preferido quedarme a escribir unas cartas. Ahora ya he terminado y voy a ir a Valrosa a dibujar un rato. ¿Te apetece acompañarme? —preguntó Amy al reunirse con Laurie en un hermoso día, cuando, como de costumbre, él pasó a buscarla a eso de las doce.

—Sí, claro, pero ¿no hace demasiado calor para dar un paseo tan largo? —preguntó él con voz queda, porque, viniendo del calor de la calle, el frescor y la sombra del salón resultaban tentadores.

—Tengo a mi disposición un carruaje pequeño y Baptiste puede conducir, así que lo único que tendrás que hacer es sostener la sombrilla y procurar que no se te manchen los guantes —apuntó Amy, con una mirada sarcástica a los inmaculados guantes de su amigo, que eran su punto débil.

—Entonces, iré encantado. —Dicho esto, el joven tendió la mano para coger el bloc de dibujo, pero ella se lo colocó bajo el brazo y comentó con cierta acritud:

—No te molestes, no me agotaré por llevarlo, y no estoy segura de que pueda decir lo mismo de ti.

Laurie arqueó las cejas y siguió a buen paso a Amy, que bajó corriendo por las escaleras. Una vez en el interior del carruaje, se hizo con las riendas y el pobre Baptiste se limitó a cruzarse de brazos y a dormitar en su puesto.

Nunca llegaban a discutir. Amy no lo hacía por educación y Laurie, por pereza. Así, al cabo de un minuto, el joven asomó la cabeza bajo el ala del sombrero de Amy y la miró inquisitivo; por toda respuesta, ella sonrió, y siguieron el recorrido en una disposición de lo más amistosa.

Era un paseo encantador, por carreteras serpenteantes y con abundantes escenas pintorescas que eran un deleite para la vista. De un antiguo monasterio llegó a sus oídos el canto solemne de los monjes. Un pastor con las piernas al aire, zapatos de madera, sombrero puntiagudo y una chaqueta rústica sobre el hombro estaba sentado sobre una gran piedra, fumando en pipa, mientras las ovejas pastaban entre las rocas o descansaban a sus pies. Pasaron junto a un burro gris, dócil, cargado con alforjas de mimbre llenas de hierba recién cortada, con una hermosa niña con caperuza sentada entre los montones verdes. Divisaron ancianas hilando en ruecas, niños morenos de mirada dulce que salían de cuchitriles y se acercaban corriendo para venderles ramilletes o naranjas que aún estaban pegadas a un trozo de rama. Colinas enteras cubiertas de olivos nudosos de follaje oscuro, huertos con frutas doradas que pendían de los árboles y grandes anémonas escarlatas en los lindes del camino.

Valrosa hacía honor a su nombre, ya que, gracias a su perenne clima estival, había siempre rosas en flor por doquier; cubrían el arco de la entrada, asomaban entre las barras de la gran verja, como si quisieran dar la bienvenida a los visitantes, y serpenteaban entre los limoneros y las palmeras por la colina, en cuya cumbre estaba la casa. En cada rincón con sombra había sillas para que los paseantes pudiesen hacer un alto y contemplar los macizos de flores. En cada una de las frescas grutas había una ninfa de mármol sonriente, rodeada de un manto de flores, y en cada fuente se reflejaban rosas carmesíes, blancas o rosa claro, que se inclinaban hacia el agua como si quisiesen contemplar su propia belleza. Las paredes, las cornisas y los pilares de la casa estaban cubiertos de rosas, al igual que la balaustrada de la gran terraza, desde la que se podía disfrutar del sol mediterráneo y de las vistas de la ciudad encalada situada en la costa.

—Éste es un auténtico paraíso para una luna de miel, ¿no te parece? ¿Habías visto alguna vez rosas como éstas? —preguntó Amy al detenerse en la terraza para disfrutar de la vista y del aroma de las flores.

—No, y tampoco me había clavado espinas como ésta —contestó Laurie, que se había llevado el pulgar a la boca tras intentar en vano arrancar una rosa roja que quedaba ligeramente fuera de su alcance.

—Baja un poco y coge las que no tengan espinas —le aconsejó Amy, y cogió con habilidad tres rosas pequeñitas de color crudo que habían brotado en la pared que tenía tras ella. Las colocó en el ojal de su amigo, en prenda de paz, y él se quedó unos segundos mirándolas con curiosidad pues, debido a la sangre italiana que corría por sus venas, era algo supersticioso; además, su estado de ánimo, emotivo y melancólico, le llevaba a buscar dobles sentidos en casi todo, hasta el punto de que casi cualquier escena disparaba su espíritu romántico. Al tratar de alcanzar la rosa roja, había pensado en Jo, porque las flores de colores vivos le sentaban muy bien y la recordaba llevando rosas como ésa, cortadas del invernadero de casa. Las rosas claras que Amy le había puesto en el ojal eran las que en Italia se colocan en las manos de los muertos (nunca en los tocados de novia), y Laurie se preguntó si aquel presagio se refería a Jo o a él. Sin embargo, pronto su sentido común norteamericano ganó la partida al sentimentalismo, y lanzó la carcajada más sincera que Amy le había oído desde que se reuniera con ella—. Es un buen consejo, síguelo y así no te pincharás los dedos —dijo la joven pensando que la risa se debía a sus palabras.

—Gracias, ¡lo haré! —repuso él en broma, aunque meses más tarde lo diría de todo corazón.

—Laurie, ¿cuándo vas a ir a ver a tu abuelo? —preguntó Amy poco después, cuando se sentó en un banco rústico.

—Muy pronto.

—Te he oído decir eso docenas de veces en las últimas tres semanas.

—No me sorprende. Las respuestas cortas evitan muchos problemas.

—Pero él te está esperando; debes ir.

—¡Qué considerada! Eso ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué no vas?

—Será por mi natural depravado.

—Di mejor tu dejadez. Eso está muy mal —Amy se puso seria.

—No es tan malo. Si fuese, sería un estorbo para él, así que prefiero quedarme y estorbarte a ti un poco más. Tú lo soportas mejor. De hecho, creo que te sienta bien. —Laurie se apoyó cómodamente en la balaustrada, como si pensase pasar allí un buen rato, sin hacer nada.

Amy meneó la cabeza y abrió su cuaderno de dibujo con aire resignado, pero decidió que «el muchacho» necesitaba un buen sermón, de modo que volvió a la carga.

—¿Y ahora qué haces?

—Observo a las lagartijas.

—No, no me refiero a eso. ¿Qué haces o qué te gustaría hacer en este momento de tu vida?

—Si tú me lo permites, me encantaría fumar un cigarrillo.

—¡Eres imposible! No me gusta que fumes y solo lo aprobaré con la condición de que me hagas de modelo; necesito que haya una figura humana en mi dibujo.

—Será un verdadero placer. ¿Cómo quieres que me coloque? ¿Voy a salir de cuerpo entero o tres cuartos? ¿De pie o boca abajo? Con todo respeto, propongo que probemos con una postura yacente y que te sumes a mí. Podríamos llamar a la composición Dolce far niente.

—Mientras no te muevas, por mí te puedes dormir. Yo quiero trabajar —afirmó Amy con tono enérgico.

—¡Qué entusiasmo tan encomiable! —observó él, y se apoyó contra una vasija alta con aire totalmente satisfecho.

—¿Qué diría Jo si te viese ahora? —preguntó Amy con impaciencia, esperando que la mención de su enérgica hermana lo hiciese reaccionar.

—Diría lo de siempre: «Déjame, Teddy, estoy ocupada». —Laurie se echó a reír, pero su risa no sonó natural y una sombra nubló su rostro por unos instantes, porque pronunciar aquel nombre tan querido había reabierto una herida que aún estaba por curar.

A Amy le sorprendieron tanto el tono como el semblante de su amigo, pues, aunque había oído aquellas palabras en otras ocasiones, no recordaba haber visto nunca tanta dureza, amargura, dolor, insatisfacción y pesar en la mirada de Laurie. Apenas tuvo tiempo de analizarla, ya que Laurie adoptó un aire indiferente de inmediato. Y mientras él posaba al sol, sin sombrero, con los ojos llenos de sueños meridionales, Amy le estudió desde un punto de vista artístico y pensó que el joven podía pasar por un italiano. Él estaba ausente, perdido en sus ensoñaciones, como si se hubiese olvidado por completo de Amy.

—Pareces la efigie de un joven rey dormido sobre su tumba —comentó ella mientras trazaba cuidadosamente el perfil que se recortaba con nitidez sobre el fondo de piedra oscura.

—¡Ojalá lo fuera!

—Desear eso es una locura, salvo que hayas echado a perder tu vida. Has cambiado tanto que a veces me pregunto… —Amy se interrumpió y miró a su amigo con una mezcla de timidez y melancolía más elocuentes que cualquier palabra.

Laurie percibió y comprendió la afectuosa angustia que la joven no quería mostrar abiertamente, y mirándola a los ojos dijo, como solía decirle a la madre de la muchacha:

—Todo está bien, señora.

Eso bastó para tranquilizar a Amy y alejar de ella las dudas que la asediaban últimamente. También la emocionó, y lo mostró por la cordialidad con la que comentó:

—¡Me alegro! No es que pensara que habías sido un mal muchacho, pero imaginaba que tal vez habías malgastado tu dinero en esa depravada ciudad de Baden-Baden, que una francesa casada te había robado el corazón con sus encantos o que te habías metido en esa clase de líos que los jóvenes parecen considerar imperativos en un viaje por Europa. No te quedes ahí, bajo el sol, ven a tumbarte en la hierba, a mi lado, y seamos «buenos amigos», como me decía Jo cuando nos hacíamos confidencias sentadas en el sofá.

Laurie, obediente, se dejó caer en la hierba y, para entretenerse, se puso a arrancar margaritas y colocarlas en el sombrero de Amy, que estaba junto a él en el suelo.

—Soy todo oídos para tus secretos —apuntó, y miró a la joven con vivo interés.

—Yo no tengo ninguno. Empieza tú.

—Yo tampoco tengo. Podrías contarme novedades de casa.

—Ya te he contado lo último que he sabido. ¿No recibes noticias con frecuencia? Suponía que Jo te mandaría libros enteros.

—Está muy ocupada y, como yo no paro demasiado en ninguna parte, es muy difícil mantener una correspondencia fluida. ¿Cuándo vas a empezar tu magna obra de arte, Rafaela? —preguntó, cambiando bruscamente de tema, tras un breve silencio en el que se había preguntado si Amy conocía su secreto y pretendía obligarle a hablar de él.

—¡Jamás! —respondió ella, decidida y decepcionada a un tiempo—. En Roma recibí una lección de humildad porque, al ver las maravillas que alberga, comprendí mi insignificancia y abandoné mis locos planes.

—¿Por qué habrías de abandonar? Tienes talento y fuerza.

—Precisamente por eso. Una cosa es tener talento y otra ser un genio, y por mucha fuerza que tengas, no puedes pasar de lo uno a lo otro. Si no puedo ser genial, prefiero no intentarlo. Me horrorizaría ser una pintora mediocre más, así que he decidido dejarlo.

—¿Y qué has pensado hacer entonces, si es que me lo quieres contar?

—Voy a potenciar mis otros talentos y, si tengo suerte, me convertiré en una dama elegante.

Sin duda el discurso era osado e indicaba que la joven tenía una fuerte personalidad, pero la audacia es propia de la juventud y la ambición de Amy tenía una buena base. Laurie se sonrió, pero le agradó el ánimo con el que la joven encaraba su nuevo propósito, sin detenerse a lamentar la muerte de otro que había acariciado durante largo tiempo.

—¡Vaya! Y supongo que en ese plan entra en juego Fred Vaughn, ¿no?

Amy guardó un discreto silencio, pero adoptó una expresión tan alicaída que Laurie se sentó y dijo en tono muy serio:

—¿Puedo hacer de hermano mayor y preguntarte algo?

—No puedo prometer que te responda.

—Aunque tu lengua calle, tu rostro me dará la respuesta. Aún no tienes suficiente mundo para ocultar tus sentimientos, querida. El año pasado oí rumores referentes a Fred y a ti, y me da la impresión de que, de no haber tenido que regresar tan súbitamente a casa y haberse visto retenido allí tanto tiempo, vosotros… Ya me entiendes.

—No soy yo quien debe decirlo —repuso Amy, con recato, pero sus labios esbozaron una sonrisa y el brillo de sus ojos indicó claramente que era consciente de su poder y que le complacía tenerlo.

—Espero que no os hayáis comprometido. —Laurie, que se había metido totalmente en su papel de hermano mayor, hablaba con tono muy serio.

—No.

—Pero si vuelve y se arrodilla como Dios manda, le aceptarás, ¿verdad?

—Es muy posible.

—Entonces, ¿estás enamorada del bueno de Fred?

—Podría estarlo si me lo propusiera.

—Pero no te lo propondrás hasta que se dé la ocasión, ¿verdad? ¡Válgame el cielo, cuánta prudencia! Amy, es un buen muchacho, pero no creo que sea tu tipo.

—Es rico, caballeroso y tiene unos modales exquisitos —afirmó Amy tratando de mantener una actitud serena y digna a pesar de que se sentía algo avergonzada por compartir sus intenciones.

—Entiendo… Las reinas de la sociedad no pueden vivir sin dinero, así que buscas un buen partido para situarte, ¿me equivoco? Está bien pensado y es bastante acorde con los tiempos que corren, aunque me resulta extraño en boca de una de vosotras, teniendo la madre que tenéis.

—Sin embargo, es así.

Una declaración breve, pero pronunciada con una serenidad y decisión que contrastaban con la juventud de la mujer que la había hecho. Laurie lo notó de manera instintiva y volvió a tumbarse presa de una desazón que no alcanzaba a explicar. El semblante y el silencio del muchacho, así como su propia mala conciencia, hicieron que Amy se sulfurara y decidiera afearle su conducta sin más dilación.

—Te agradecería que te incorporases para hablar conmigo —espetó con acritud.

—¡Vaya con la mujercita! Oblígame, si puedes.

—Si me lo propongo, seguro que consigo que te pongas en pie —dijo Amy como si tuviese prisa por empezar.

—Entonces, tienes mi permiso —repuso Laurie, feliz de recuperar su pasatiempo favorito, fastidiar a otro, después de tanto tiempo de abstinencia.

—En cinco minutos, estarás hecho una furia.

—Yo no me enfado nunca. Y te recuerdo que dos no pelean si uno no quiere.

—No sabes de lo que soy capaz. Tu indiferencia es pura pose. Si te provoco, no aguantarás.

—Bien, provócame. No me vendrá mal un poco de diversión. Imagina que soy un marido o una alfombra; puedes sacudirme hasta que te canses si es lo que te apetece.

Amy, que estaba muy enfadada y deseada que Laurie abandonase aquella apatía que tanto la irritaba, afiló la lengua y el lápiz y empezó:

—Flo y yo te hemos puesto un mote, Laurence el Perezoso. ¿Qué te parece?

Pensó que eso le molestaría, pero él cruzó los brazos por detrás de la cabeza y, sin inmutarse, contestó:

—No está mal, señoras. Gracias.

—¿Te interesa saber qué opino de ti?

—Me muero por que me lo digas.

—Bueno, te desprecio.

Si le hubiese dicho «te odio» con tono irritado o ligero, él habría reído y hasta le habría gustado, pero la seriedad, casi tristeza de aquella voz hizo que abriese los ojos como platos y preguntase de inmediato:

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque a pesar de tenerlo todo para ser bueno, dichoso y ayudar a otros prefieres actuar mal, ser desdichado y no hacer nada.

—Menudo lenguaje, señorita.

—Si quieres, puedo continuar.

—Por favor, no te prives. Es muy interesante.

—Pensé que te lo parecería; a las personas egoístas les encanta hablar de sí mismas.

—¿Te parezco egoísta? —La pregunta se le escapó sin querer. Estaba francamente sorprendido ya que su generosidad era la virtud de la que se sentía más orgulloso.

—Sí, un grandísimo egoísta —prosiguió Amy con voz serena y fría, que hacía que el sermón tuviese el doble de efecto que si lo hubiera pronunciado con tono airado—. Y puesto que llevo tiempo observándote mientras tú te diviertes, te explicaré por qué no estoy nada orgullosa de ti. Llevas seis meses fuera de casa y lo único que has hecho ha sido malgastar tu tiempo y tu dinero y defraudar a tus amigos.

—¿Acaso un hombre no tiene derecho a divertirse un poco después de machacarse durante cuatro años?

—No parece que te hayas deslomado y, por lo que veo, no creo que estés muy dotado para el trabajo duro. Cuando nos encontramos aquí, me dio la sensación de que habías mejorado, pero ahora comprendo que me equivoqué; no creo que valgas ni la mitad que el joven que dejé cuando me marché de casa. Te has vuelto muy perezoso, te encanta contar chismes y perder el tiempo en frivolidades. Prefieres que te adulen y mimen personas sumamente estúpidas a ganarte el aprecio y el respeto de personas preparadas. Lo tienes todo, dinero, talento, posición, salud y apostura, ¡y no eres más que un vanidoso! Es cierto, siento decirlo. Con todas las cosas estupendas que tienes para ser feliz y útil a los demás, no haces más que haraganear y, en lugar de ser un hombre de provecho como deberías, eres de menos ayuda que… —Amy se contuvo, con una expresión de tristeza y piedad en el rostro.

—San Lorenzo en la parrilla —apuntó Laurie, con ironía, acabando la frase por ella. No obstante el sermón empezaba a dar frutos, porque el joven tenía otro brillo en la mirada y su proverbial indiferencia había dado paso a una mezcla de dolor y enfado.

—Ya imaginaba que te lo tomarías a risa. Vosotros, los hombres, nos decís que somos ángeles y que podemos hacer de vosotros lo que queramos, pero, en cuanto una mujer trata sinceramente de ayudaros a mejorar, os reís de ella y no le prestáis atención, lo que indica lo poco que valen vuestros halagos —sentenció Amy con amargura, tras lo cual dio la espalda al exasperante mártir que yacía a sus pies.

Enseguida, una mano cubrió la hoja de su cuaderno, impidiéndole dibujar, y Laurie dijo con voz de niño arrepentido:

—¡Seré bueno, lo prometo, seré bueno!

Pero Amy no estaba de humor para bromas, porque pensaba todo cuanto le había dicho. Golpeó con el lápiz la mano extendida y dijo, muy seria:

—¿No te da vergüenza tener una mano así? Es tan suave y blanca como la de una mujer, parece que lo único que has hecho con ella es usar guantes de piel de la mejor calidad y recoger flores para regalárselas a las damas. Gracias a Dios, no eres un dandi y no llevas diamantes ni grandes anillos con sellos. Solo llevas el anillo que Jo te regaló hace un año. ¡Mi querida hermana! Cómo me gustaría que estuviese aquí para ayudarme.

—A mí también.

Laurie retiró la mano con presteza, y en su voz había tanta vehemencia que hasta Amy sintió la intensidad de la emoción. De pronto, le miró con otros ojos, tratando de confirmar o desmentir la idea que acababa de asaltarle. Pero él seguía tumbado, con el rostro medio cubierto con el sombrero, como si le molestase el sol, y el bigote no dejaba ver sus labios. Lo único que ella veía era su pecho subir y bajar con cada respiración, tan larga y profunda que se dirían suspiros, y la mano que llevaba el anillo, hundida en la hierba, como si pretendiese ocultar algo que le era demasiado precioso o demasiado conmovedor para hablar de ello. En cuestión de segundos, Amy recordó anécdotas y nimiedades que adquirieron un nuevo sentido y comprendió lo que su hermana nunca le había confiado. Cayó en la cuenta de que Laurie nunca hablaba de Jo y recordó la sombra que había nublado su expresión segundos antes, su cambio de actitud y la tenacidad con que seguía usando el pequeño anillo, que no era adorno para una mano tan hermosa. Las chicas entienden rápido lo que esa clase de detalles implica y conocen bien su significado. Amy ya había imaginado que la causa del cambio de su amigo podía ser un mal de amores; ahora estaba segura de ello. Los ojos se le llenaron de lágrimas y, cuando volvió a hablar, empleó su tono de voz más tierno y amable.

—Sé que no tengo derecho a hablar así, Laurie, y si no fueses el muchacho más dulce del mundo, estarías muy enfadado conmigo. Pero todas te queremos tanto y estamos tan orgullosas de ti que no podía soportar la idea de que en casa se sintiesen tan decepcionadas como yo al ver cuánto has cambiado, aunque ahora comprendo que tal vez ellas lo hubiesen entendido mejor que yo…

—Creo que sí —dijo Laurie sin levantar el sombrero, con un tono lúgubre que impresionó mucho a Amy.

—Tendrían que habérmelo advertido, en lugar de dejar que metiese la pata y te regañase cuando debía ser más paciente y comprensiva que nunca. ¡Nunca me cayó bien la señorita Randal, pero ahora la detesto! —dijo Amy hábilmente, tratando de confirmar sus sospechas.

—¡Al diablo con la señorita Randal! —exclamó Laurie descubriéndose el rostro, cuya expresión no dejaba lugar a dudas sobre los sentimientos que le inspiraba la joven dama.

—Te ruego que me disculpes, pensaba… —Amy se interrumpió, diplomática.

—No es cierto, sabes perfectamente que la única mujer que me ha interesado nunca es Jo —sentenció Laurie, con el tono impetuoso de siempre, antes de volver el rostro.

—Algo sospechaba pero, como nadie me dijo nada y tú partiste de viaje, supuse que estaba equivocada. ¿Jo no te correspondió? ¿Por qué? Hubiese jurado que te quería con locura.

—Me quería, sí, pero no en la forma que yo esperaba. Y puesto que crees que soy un hombre tan indigno, es una suerte para ella que no se enamorase de mí. De todas formas, si ahora soy como soy, es por su culpa. Se lo puedes decir cuando la veas.

A Amy le inquietó que la expresión del rostro de Laurie volviese a ser dura y amarga, porque no sabía qué bálsamo aplicar.

—He hecho mal en criticarte, no sabía qué te ocurría. Discúlpame, estaba muy enfadada. Teddy, querido, me gustaría que lo encajases mejor.

—No me llames como lo hace ella. —Laurie levantó una mano para impedir que Amy siguiese hablando con ese tono, mitad comprensivo, mitad reprobador, tan propio de su hermana—. Veremos cómo te lo tomas cuando te ocurra a ti —añadió en voz baja, mientras arrancaba un puñado de hierbas.

—Yo lo encajaría con mayor entereza, y procuraría ganarme el respeto de la otra persona si no pudiera conquistar su amor —exclamó Amy, con la seguridad que da hablar de lo que no se ha sufrido.

En verdad, Laurie consideraba que lo había encajado especialmente bien, puesto que no se había quejado ni había pedido comprensión y se había alejado para poder olvidar sus penas. El sermón de Amy arrojaba una nueva luz sobre la situación, pues, por primera vez, sentía que descorazonarse al primer fracaso era una muestra de debilidad y de egoísmo, al igual que protegerse adoptando una actitud de indiferencia. De pronto sintió como si hubiese despertado de un sueño y no pudiese volver a dormirse. Se sentó y preguntó con voz pausada:

—¿Crees que Jo me despreciaría tanto como tú?

—Si te viese en este estado, por supuesto que sí. No soporta a los perezosos. ¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?

—Me esforcé tanto como pude, pero fue en vano.

—¿Te refieres a graduarte con buenas notas? Eso era lo mínimo que cabía esperar de ti y lo hiciste más por dar una satisfacción a tu abuelo. Hubiese sido una vergüenza no aprobar después de invertir tanto tiempo y dinero. Y todos sabíamos que podías hacerlo.

—Pero el caso es que fracasé porque no conseguí que Jo me quisiese —dijo Laurie, con la cabeza apoyada en la mano, en un gesto melancólico.

—No, eso no es cierto, y al final tú también te darás cuenta. Lograste algo bueno y demostraste que podías conseguir lo que te propusieses. Si te fijas un nuevo objetivo, el que sea, recuperarás la ilusión y la alegría, y tus penas serán cosa del pasado.

—Eso es imposible.

—Prueba y verás. Encogerte de hombros y decirte «Qué sabe ella de estas cosas» no te ayudará. No pretendo ser una experta, pero soy observadora y entiendo mucho más de lo que crees. Me gusta analizar la vida y las contradicciones de la gente porque, aunque no siempre las pueda explicar, me sirven de ejemplo para evitar cometer el mismo error. Nada te impide amar a Jo todos los días de tu vida, pero no permitas que eso arruine tu existencia. Desechar todos los regalos que nos brinda la vida porque no nos da el que queremos es una mezquindad. Bueno, se acabó el sermón. Sé que reaccionarás y te comportarás como un hombre, a pesar de esa muchacha con el corazón de piedra.

Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Laurie daba vueltas al anillo en su dedo, mientras Amy retocaba el dibujo que había realizado apresuradamente mientras hablaba; luego lo colocó sobre la rodilla de su amigo y preguntó:

—¿Qué te parece?

Él lo miró y no pudo evitar sonreír ante una obra tan diestramente realizada. Un cuerpo, largo y perezoso, sobre la hierba, con una expresión lánguida, los ojos medio cerrados y, en una mano, un puro del que salía una espiral de humo que rodeaba la cabeza del joven soñador.

—¡Qué bien dibujas! —dijo grata y genuinamente sorprendido por la habilidad de la joven, tras lo que añadió, entre risas—: Sí, en efecto, soy yo.

—Así eres ahora, y así… eras antes. —Amy colocó otro dibujo al lado del anterior.

El segundo dibujo no estaba realizado con tanta maestría, pero tenía una vida y una gracia que compensaban sus muchos fallos, y evocaba tan vívidamente el pasado que el semblante del joven cambió de repente mientras lo miraba. Se trataba de un esbozo sin terminar en el que aparecía Laurie domando a un caballo. Se había quitado el sombrero y la chaqueta, y todo en su figura —la expresión decidida del rostro, la actitud de mando— denotaba energía y determinación. El hermoso animal, que acababa de rendirse, arqueaba el cuello bajo las tensas riendas, golpeaba impaciente el suelo con una pata y aguzaba las orejas, como si quisiera oír la voz de quien le había dominado las crines ondeantes del animal, el cabello al viento del jinete y su porte erguido transmitían un arrojo, una fuerza, un valor y un optimismo juvenil que contrastaban vivamente con la abúlica elegancia del retrato del Dolce far niente. Laurie no comentó nada pero, mientras su mirada iba de uno a otro, Amy se percató de que enrojecía y apretaba los labios, como si aceptase la lección que ella acababa de darle. Eso la satisfizo y, sin esperar que él dijese nada, explicó con su habitual tono animoso:

—¿Recuerdas aquel día que jugaste a vaqueros con tu caballo Puck? Meg y Beth tenían miedo, mientras Jo aplaudía y saltaba de emoción y yo te dibujaba sentada en la valla. El otro día, encontré este dibujo en una carpeta y lo rescaté para mostrártelo.

—Te lo agradezco. Has mejorado mucho desde entonces y te felicito. A pesar de encontrarnos en un paraíso para una luna de miel… ¿puedo recordarte que en tu hotel se cena a las cinco?

Al decir esto, Laurie se puso en pie, le devolvió los dibujos con una sonrisa y una reverencia, y echó un vistazo al reloj como para recordarle que hasta las lecciones morales han de tener un final. Y aunque procuró retomar el aire desenfadado e indiferente de antes, se notaba que era fingido, porque la provocación de la joven había surtido más efecto del que era capaz de reconocer. A Amy le apenó que recuperara su frialdad y se dijo: Se ha ofendido. Bueno, si le sirve para algo, bienvenido sea. Si acaba detestándome, lo sentiré, pero todo lo que he dicho es cierto y no podría retirar ni una sola palabra.

En el camino de vuelta, rieron y charlaron animadamente, y el pequeño Baptiste, que iba atrás, concluyó que monsieur y mademoiselle estaban de excelente humor. Pero lo cierto es que ambos se sentían inquietos, la franqueza propia de toda amistad había quedado dañada, el sol estaba oculto bajo varios nubarrones y, a pesar de su aparente alegría, ambos tenían el corazón triste.

—¿Quieres que quedemos esta noche, mon frère? —preguntó Amy al despedirse ante la puerta de la habitación de su tía.

—Lo lamento, pero tengo un compromiso. Au revoir, mademoiselle. —Laurie se inclinó a besar su mano, siguiendo una costumbre extranjera que le iba a la perfección. Algo en su expresión hizo que Amy se apresurase a decir:

—Te lo ruego, compórtate como siempre conmigo y despídete como solías hacerlo. Prefiero un sincero apretón de manos a la inglesa que una despedida grandilocuente a la francesa.

—Adiós, querida. —Y con esas palabras, pronunciadas en el tono que ella deseaba, Laurie la dejó tras darle un apretón de manos tan entusiasta que casi le dolió.

Al día siguiente, en lugar de recibir la visita acostumbrada, Amy encontró una nota que la hizo sonreír al principio y suspirar al final:

Mi querida Mentor:

Te ruego me despidas de tu tía y te alegres porque Laurence el Perezoso va a visitar a su abuelo, como un buen muchacho. Espero que pases un buen invierno y que los dioses te bendigan con una hermosa luna de miel en Valrosa. Creo que a Fred le vendría bien uno de tus sermones. Díselo de mi parte y felicítale en mi nombre.

Tu agradecido,

TELÉMACO

¡Buen chico! Me alegra que se haya marchado, pensó Amy con una sonrisa de aprobación; pero al minuto siguiente se le cayó el alma a los pies al observar su habitación vacía y añadió para sí, con un suspiro involuntario: Sí, me alegro, pero… ¡cómo le voy a echar de menos!